Nos quitaron la miel

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Tras la ocupación, los nacionales se apropiaron de nuestras tierras, pero eso fue lo de menos. Lo verdaderamente criminal e injusto fue asesinar a mis abuelos, Hilaria Castro, de setenta años y Gabriel Sender de setenta y dos, el 19 de mayo de 1938, en la carretera de Albalate a Belver, en el sitio conocido por Las Viñas. ¿Por qué los mataron los fascistas? ¿Qué habían hecho esos pobres inocentes viejos trabajadores del campo? Se cebaron con ellos al no haber podido coger a sus hijos. Los primeros años de la victoria franquista España se convirtió en un gran charco de sangre, las atrocidades se sucedían dentro y fuera de las cárceles. En Albalate fueron treinta y una las personas torturadas y fusiladas. Mis padres no quisieron volver al pueblo jamás, no podían olvidar. Mis padres nos educaron sin ánimo vengativo, pero nunca quisieron cruzarse por la calle con los que mataron injusta y salvajemente a sus padres. En 1968, viviendo ya nosotros en Valencia, se instalaron en Llíria, cerca de la Font de Sant Vicent; allí vivieron diez años los dos, muy felices y nunca quisieron regresar a Albalate de Cinca.

Desde Barcelona con nuestra Vespa llegamos hasta Valencia por la costa para visitar a los tíos y primos de Antonio, que procedían de La Mancha y que entonces vivían en una de las cuevas de Benimàmet. Valencia me gustó mucho desde el primer día, me encantaron sus palmeras, su mar, sus playas, sus naranjos, su huerta y la diversidad de su paisaje.

Después fuimos a Los Chospes, lugar de nacimiento de Antonio, una pequeña aldea dependiente de El Robledo en la provincia de Albacete en donde todavía conservaba familia. Antes nos dirigimos al Ayuntamiento de El Robledo para pedir la partida de nacimiento que nunca nos enviaban a París y a pesar del malestar del secretario, no pudieron denegarla más. Cuando llegamos a la aldea fue apoteósico. Corrió la voz de que había llegado el «hijo de Antoñete», y pese a ser agosto, el mes con más trabajo del año, todo el mundo paró. Por la noche se organizó una gran fiesta, se bebió cantidad de palomita, anís con agua dentro de una inmensa palangana de la que se sacaban cazos para llenar los vasos. Se habló mucho, se cantó, se bailó, y como no creían que fuese verdaderamente aragonesa les bailé una jota.

Por último Madrid nos deslumhró. Lo mirábamos con ojos de emigrantes soñadores: la calle de Alcalá, la Gran Vía, la Cibeles, El Retiro, visitar El Prado…, nos quedamos embobados ante las Majas de Goya y las Meninas de Velázquez. Volvimos de ese viaje más decididos que nunca a seguir luchando para recuperar la libertad para nuestro pueblo.

Mi siguiente trabajo fue en Maple, casa de muebles y decoración de alto estanding, cerca de la plaza de la Ópera, tras cerrarse mi empresa de prèt-à-porter. La casa madre estaba en Londres y eran proveedores de la Casa Real. Fue gracioso aquel trabajo: los libros contables donde tenía que asentar operaciones, eran enormes, no se movían de la mesa, estaban fijos, era yo quien tenía que cambiar la silla según con el libro que trabajara. Sus primeras páginas habían sido rellenadas mucho antes de nacer yo. Todo era antiquísimo, incluido el personal, con gestos mesurados, siempre los mismos, muy ingleses ellos, a pesar de ser franceses, muy tiesos. Tenía la impresión de estar en la oficina que tan magistralmente describe Gógol en su novela El capote y que vi interpretado por el genial mimo Marcel Marceau. Estuve poco tiempo porque me asfixiaba allí dentro. Después me fui unos meses a una oficina de turismo, pocos ya que, al estar encinta y con problemas de columna, me dieron de baja.

Necesitábamos un piso con agua. Mis padres invirtieron todos sus ahorros en uno muy modesto cerca de ellos. Era planta baja y daba a un pequeño patio. No se veía el cielo y todo el día estábamos con la luz encendida pero, ¡oh maravilla! disponía de agua y aseo. Se componía de un dormitorio, un gran comedor, una pequeña biblioteca, una cocina, un aseo, donde instalamos una ducha, y el pasillo. Hoy en día se consideraría un pequeño apartamento, pero para nosotros, en aquellos años en París, era un palacio. Nos pusimos de nuevo manos a la obra. Tiramos un tabique y construimos un arco, uniendo la biblioteca y el comedor. Antonio fabricó una estantería para los montones de libros, yo la pinté de colores. Quedó una casa muy moderna, con cortinas de dibujos psicodélicos que entonces se habían puesto de moda. Todos nos felicitaban por lo bonito que lo habíamos dejado. Para nosotros aquello era un sueño, ¡cocina con agua caliente, aseo y ducha en casa! Fueron meses de entusiasmo arreglando a ratos nuestro nido, porque la vida y el trabajo seguían.

Encontré cerca de casa un trabajo de contable en una auditoría, lo que me permitía ocuparme de mi nene, llevarlo a la guardería, salir zumbando a la oficina, volverlo a recuperar, darle de comer, volverlo a llevar, regresar a la oficina para volver otra vez a por él corriendo al final de la tarde. Casi siempre llegaba la última. A pesar de eso yo me sentía feliz porque lo tenía todo en el barrio, no precisaba coger el metro y podía atender a mi hijo y estar más ratos con él, pero eso sí, volando todo el día. No tenía ni nevera ni lavadora, todo lo lavaba a mano, por lo que no paraba de trajinar por casa después de regresar de la oficina, hasta las tantas.

El trabajo en la auditoría era rutinario, aunque ciertos días del mes me desplazaba a las empresas de algunos de nuestros clientes para revisar sus libros, y hacer el cálculo de sus impuestos y seguridad social. Peleteros, joyeros, tiendas de moda y pequeños comercios, empresas que llevábamos en el despacho. Eso me proporcionaba una visión distinta del mundo; charlaba con gente diversa y ese aspecto de mi trabajo me agradaba, lo hacía con mucha seriedad y rapidez. Me apreciaban, se fiaban totalmente de mí, me recibían con gran simpatía, y al final del año me obsequiaban con cosas de sus empresas. Todavía conservo un gorro de piel de esos regalos.

Nuevamente encinta, de Lidia, mi salud se resintió y estuve un año de baja. Al reincorporarme, el jefe me permitió ir sólo por las mañanas porque el ritmo que llevaba era de locura con dos niños pequeños, trabajando y ocupándome yo sola de ellos.

Antonio continuaba en la dirección de la Juventud y viajaba a España a menudo. Pero pronto se integró en el trabajo del Partido en el Interior. Hizo un trabajo serio y eficaz en Canarias, en Murcia, en Madrid, en Valencia y otros lugares. Los camaradas de la dirección le propusieron dejar la fábrica y convertirse en liberado para el Partido. Ni se le pasó por la mente consultarme, ni pensar si yo estaba en estado de poder apechugar con más cosas. Dijo sí inmediatamente y yo tuve que trabajar también por las tardes, ya que el sueldo de un permanente era un mínimo testimonial.

Si teníamos vacaciones eran modestas: casas de camaradas de provincias que vivían cerca del mar, o en el campo, y que generosamente las ofrecían para que otros camaradas de las grandes ciudades pudieran descansar gozando de aire puro. Todavía recuerdo el mes que pasé en Pamiers con mis hijos, Lidia todavía no andaba. Consuelo y Wilfredo Guillén nos atendieron como a unos hermanos más en su casa. De la misma forma que nosotros ofrecíamos la nuestra cuando el Partido la necesitaba, y al igual que nosotros acogíamos cualquier camarada desconocido como un miembro de la familia, ellos compartieron lo que tenían con nosotros.

Me sentía agotada. Además de la jomada de oficina, estaban los niños, las compras diarias que la falta de nevera exigían, la limpieza de la casa, las comidas, la colada, la plancha. Por si fuera poco, me encargaron un trabajo para el Partido, que ya no era el de enlace, sino de documentación. Hacía el seguimiento de varios periódicos españoles recortando lo que podía ser interesante y entregándolo a un camarada. También hice algún viaje a España pero eso lo veremos más adelante.

Mi estado de salud nunca había sido bueno. Casi desde la boda estuve en manos de ginecólogos, porque tenía una malformación de mis órganos y tuvieron que sanear y arreglar: ovarios, trompas, útero y vagina. Era una cosa corriente para mí dirigirme desde el trabajo a la policlínica des Bleuets, y desde allí, tras media hora de lo que fuera, salir zumbando a mi tarea de militante y luego a casa. Fue un calvario que duró seis años al que acompañaban los tratamientos de la columna vertebral, ya que desde los 17 años he padecido de lumbago. Corrientes eléctricas de varios tipos, inyecciones, masajes, gimnasia correctiva, estiramientos: puro suplicio de la Inquisición. Me arrodillaban sobre un taburete, poniéndome en las piernas plegadas un rodillo de madera que sujetaban de ambos lados para que no me levantase, luego aplastada en una mesa de metal partida en dos, me hacían lo mismo con los brazos, total que no podía moverme. Entonces abrían la mesa, cada día un poco más, mientras el fisioterapeuta iba manipulando mi pobre columna para estirarla. Para colmo en 1961, sufrí una apendicitis y también me operaron de anginas, que de mayor duele lo suyo. Me quedé con cuarenta y siete kilos. Debo subrayar que todo eso sin dejar de trabajar, haciendo frente a lo que fuera como si no pasara nada, disimulando, intentando no dar la lata en mi entorno incluso bromeando con mis dolencias cuando eran demasiado visibles. Procuraba ser una persona alegre. Padecí toda mi vida una madre hipocondríaca que nos amargó la vida con sus dolencias, la mayor parte de las veces imaginarias, y no deseaba por nada del mundo parecerme a ella.

En esos momentos de tan mala salud los camaradas del Konsomol Soviético, invitaron a Antonio y a su mujer para descansar un mes en Sotchi, que es la perla del mar Negro y donde el Konsomol tenía sus casas de descanso. A mí eso me venía de perlas para recomponerme, pero lo que de verdad me ilusionaba era conocer la URSS, la casa grande como la llamábamos entre nosotros. Antonio ya la conocía pero yo no.

 

Cuando pisamos la Plaza Roja yo estaba emocionadísima, la famosa Plaza Roja, el Kremlin, el mausoleo Lenin, la iglesia San Basilio, aquello era como un peregrinaje. Nos llevaron a visitar todo lo que nos apetecía ver; yo insistí en bajar al metro, que por las lecturas y reportajes sabía que era el más bonito del mundo, pero Volodia, el intérprete-guía me decía: «¿Para qué si tenemos el coche?» «¡Pero yo quiero ver como es!», protestaba. Y como quien cede ante el capricho de un crío, nos llevó a ver varias estaciones. ¡Impresionante! Eran verdaderos palacios; limpios, pulcros, con mármoles y esculturas.

También tuvimos que pasar revisión médica, y si bien Antonio estaba como un tren, ante los análisis y placas míos, la doctora dijo: «¡Niet Sotchi!», y eso no precisaba traducción. Al ver mi columna consideraron que Sotchi era muy húmedo y no me convenía. Acordaron finalmente enviamos a Yalta en Crimea, donde el PCUS tenía varios centros de veraneo para ellos y los invitados internacionales. Pero como nuestra llegada no estaba prevista, no pudimos ir a la Casa de Descanso donde recibían a los invitados, porque ya estaba completa, así que fuimos a Nijni Orienda, donde residían los miembros del Gobierno y altos dirigentes del PCUS con sus familias. Allí estuvimos un mes, dos españoles sencillos en medio de altos dignatarios rusos, todos muy agradables y simpáticos con nosotros.

Era un lugar precioso en medio de un inmenso bosque frondoso, cerca del mar, pero situado en un alto rocoso y seco, que para mí era lo mejor. El ascensor que conducía a la playa se tomaba tras atravesar la rosaleda. A lo largo de los siglos había sido lugar de recreo de los zares. Habitaban en el cercano palacio Livadia incluido en la inmensa propiedad. A nosotros nos maravillaba encontrarnos en esos lugares paradisíacos que antes nos estaban vedados. Gracias a la Revolución rusa, gracias al comunismo; éramos conscientes que ello no sucedía por nosotros como individuos, sino en cuanto representantes del pueblo español. Los soviéticos ayudaban así a la lucha de nuestro pueblo, procurando reparar la salud de dos camaradas cuya vida estaba totalmente entregada a la causa.

Dábamos paseos estupendos; un día atravesamos el inmenso bosque del recinto hasta otra residencia de verano donde se alojaba el camarada Ignacio Gallego para pasar un rato con él. Al regreso, para acortar, tomamos la carretera, pero, ¡oh sorpresa! Al llegar a la puerta del parque de nuestra residencia, los dos guardias cruzaron sus fusiles y nos impidieron el paso. Nosotros todo era decir: «Tovarich spanski» o algo parecido, palabras acompañadas con mucha mímica que pretendían hacerles comprender que vivíamos allí esos días, pero ellos, imperturbables. «¡Niet!» No pasábamos. Vestidos para un paseo de verano no llevábamos ni un triste documento encima. Aquello se ponía feo. De repente en un bolsillo encontré el cartoncito con los horarios de las sesiones de hidroterapia que tenía todas las mañanas, con el nombre del centro impreso. Fue milagroso: aquellas dos moles al comprobar que éramos residentes del lugar donde estaba su Gobierno, dieron un estruendoso taconazo y se cuadraron en un saludo. Más tarde no pudimos reprimir una carcajada.

Fuimos desde allí en excursión a visitar el palacio Livadia. Allí tuvieron lugar los históricos encuentro de Yalta entre Roosvelt, Churchill y Stalin. También nos llevaron a visitar Sebastopol y Odesa, y claro, bajamos las famosísimas escaleras que tantas veces habíamos visto en la película El acorazado Potemkin. Esta estancia de un mes en Crimea nos fue de cine.

Al regresar a Moscú, los camaradas del Konsomol nos preguntaron si nos apetecía ver algo más, y yo rápidamente pedí ir al Bolchoi y a Leningrado. Antonio se moría de vergüenza pero yo no iba a renunciar. Había visto en París El lago de los cisnes, pero quería ver su teatro y otra representación. Y además quería admirar el Ermitage y los lugares de la Revolución de Octubre en lo que había sido la capital de los zares. Así que una tarde, tras regresar de visitar la exposición permanente de las Repúblicas, sin tiempo para cambiamos, el intérprete nos explicó que el Bolchoi estaba en gira, pero que nos habían programado ir a la Opera para ver Boris Godunov, y que ya llegábamos tarde. En efecto, entramos a un palco en la penumbra porque habían iniciado la representación. Cuando llegó el entreacto toda la sala nos miraba, la mayoría con prismáticos: «Volodia, ¿qué pasa?» Pregunté a nuestro guía-intérprete. «¡Nada! es normal, siempre quieren ver quien está en el palco de honor». Yo, muerta de vergüenza salí pitando, iba de calle, de lo más sencillo, allí en el palco de los zares que ahora servía a los jefes de Estado y demás personalidades. Los rusos se toman muy en serio la ópera, el ballet y el teatro y se visten con sus mejores galas, muchas mujeres ese día vestían de largo. Antonio me reñía: «Oye Rosa, esto no es París, estamos en la URSS patria de los proletarios, ya se enterarán mañana que éramos dos camaradas españoles invitados, y que nosotros todavía no hemos hecho nuestra revolución».

Los camaradas del Konsomol se portaron fantásticamente y nos organizaron un viaje a Leningrado. Nos pareció una capital muy europea, muy señorial. Paseamos por la perspectiva Nevski, visitamos el palacio de Invierno, las salas del Ermitage dedicadas a España, puesto que no había tiempo para verlo todo, y como no, el crucero Aurora, cuyos cañones dieron la señal de la Revolución de Octubre. Todo muy emocionante. Asimismo fuimos al prestigioso Teatro Kirov, de cuya escuela salen las primeras figuras del ballet, que luego se lleva el Bolchoi de Moscú, como me decía con pena el guía. Allí vimos El amor de las tres naranjas, de Prokofief. También nos llevaron a visitar el Palacio de Petrodvorets y sus preciosos jardines, y el sitio donde está la choza donde Lenin se refugió al regreso de Finlandia y escribió El Estado y la Revolución.

Sin embargo me llamaba la atención que en todas partes se cruzaba uno con gente comiendo yogures o lo que fuera, todos sanotes, y trabajando poco. A ritmo lento. Habituados a París su calma nos extrañaba. Algo más también resultó revelador. A París habían venido varios conjuntos y espectáculos soviéticos: El Bolchoi, el circo de Moscú, el conjunto Moïseyef y los Coros del Ejército Rojo. Los habíamos visto todos y quise comprar un disco del grupo Moíseyef. Volodia nos llevó al GUM, que era algo así como Galerías Preciados en la Plaza Roja. En el mostrador una sola chica atendiendo, lentísima. Cuando por fin nos tocó, dijo que no había. Le sugerimos que buscase en la trastienda, o en el almacén, le preguntamos si recibirían. Pero ni se movía. «¡Niet!» Volodia le pidió por favor que lo intentara. Le explicó que éramos delegados españoles y regresábamos pronto, pero la chica sólo repetía: «¡Niet!», con malas caras. Acostumbrada a la gran simpatía de las dependientas de las Galeries Lafayette o de cualquier tienda de París, a su diligencia y a su esfuerzo por complacer al cliente, saqué la conclusión que aquello no marchaba: «Volodia, esta chica no vale, da muy mala imagen, hay que echarla». Pero Volodia, acomodado a la situación, me contestó: «Falta personal, son todas igual». Si en vez de tener el mismo sueldo trabajaran bien o no, hubieran tenido incentivos sobre sus ventas, se hubieran movido un poco más.

Siempre que he tenido ocasión de visitar una república popular lo he hecho con los ojos muy abiertos y espíritu muy crítico. No me extraña que se hayan derrumbado. El sistema de producción no sirve, sólo es válido los primeros tiempos cuando los que han luchado por la transformación del país ponen todo su entusiasmo para cambiarlo, y lo logran; eso se vio en la URSS, el país abandonó atraso, analfabetismo y miseria; se vio en China donde acabaron con la hambruna de siglos; se vio en Cuba donde terminaron con la explotación de los terratenientes ofreciendo cultura y sanidad para todos. ¿Pero qué pasa luego? Al ser todos funcionarios ganan igual los que se matan que los que no, los que llegan tarde o los que son puntuales y poco a poco se van cansando. Las nuevas generaciones ya no tienen el impulso que empujó a sus padres, ellos han nacido con el nuevo sistema, no saben lo anterior, carecen de incentivos para producir. Cuando en la URSS algunos economistas intentaron hacer reformas para incentivar la producción, los tacharon de reformistas aburguesados y los fusilaron. Se trabajaba poco y mal, no había sistema de control, nadie se preocupaba de mejorar las cosas. ¿Por el mismo sueldo? La economía se hundía, pero se falsificaban los resultados, se tapaban y todo continuaba empeorando.

MISIONES ESPORÁDICAS

Antonio se dedicaba cada vez más al Partido orientado al Interior. Por mi parte continuaba con el ritmo agotador de mi día a día, así que ayudaba con los recortes de prensa, y asistía muy de tarde en tarde a las soporíficas reuniones de mi célula de barrio. También realizaba algunas misiones que me encomendaban los camaradas de la Dirección del Partido, cosas muy urgentes, de máxima confianza, o precisas porque les fallaba alguien. Si las misiones eran de varios días fuera de París, mamá tenía que cuidar de los niños y pasaba mucho miedo por si me ocurría algo. A la vuelta siempre me la encontraba enferma. Imaginaciones, pero empleaba esta argucia para crearme mala conciencia y que rechazara salir fuera, algo que no lograba. Lo que conseguía era enfadarme con sus artimañas.

En uno de los primeros viajes, todavía sin hijos, acompañé a Soledad Real, una camarada madrileña que había pasado dieciséis años en las cárceles franquistas y padecía de los oídos a Rumania. Recién llegada de España, la dirección del Partido la envió allí para operarse y reponerse. Como no oía bien no podía viajar sola. Para colmo viajaba con papeles falsos. Fuimos en avión, para ella era la primera vez y estaba atemorizada. Para tranquilizarla yo me las di de acostumbrada pero no las tenía todas conmigo. La única vez que había subido en avión había sido en el de hélices a la vuelta de Rumania. Afortunadamente tuvimos un reactor Iluchin ultramoderno estupendo. La acompañé hasta Praga, su primera etapa. En el viaje fue contando sus padecimientos y los de las diversas compañeras que tuvo en la cárcel; se me ponían los pelos de punta de las barbaridades cometidas por los franquistas. Por eso, aunque mi vida ha ido siempre dura, creo que al lado de las de ellas ha sido de rosas y claveles.

Praga me gustó muchísimo. Los palacios, el majestuoso Hradcany que domina toda la ciudad desde su colina, sus múltiples torres, el puente de Carlos, auténtico corazón de Praga, y su casco viejo. Nos llevaron a una cervecería del barrio Mala Strana que según nos informaron era la cuna de la cerveza. Fue muy simpático. En el patio interior, sentados en bancos de madera frente a unas enormes mesas también de madera maciza, unos junto a otros, todos con una jarra de un litro en la mano, que tuvimos que bebemos, cantaban sus canciones populares. En aquella época había pocos turistas, por lo que nuestro pequeño grupo de españoles no pasó desapercibido y dimos buena cuenta de la cerveza. Diré que a mí me costó una barbaridad, porque no me agrada la cerveza, nunca bebo, pero, ¿quién era el guapo que le decía a aquella gente, enamorada de su bebida, que no me gustaba? Así que en plan «misión de Partido» me la terminé poco a poco.

No fue el único apuro, a la vuelta lo pasé peor. Los camaradas aprovecharon mi retomo para encomendarme una máquina de escribir, pero ¡ojo! de las de oficina, enorme, con el rodillo muy grande, que pesaba una barbaridad. Se necesitaban en París, porque se trabajaba en la clandestinidad con vejestorios antiquísimos, y las máquinas checas eran las mejores, además aquella tenía el teclado con caracteres muy pequeñitos, especiales para que cupieran más en un folio. Me dijeron: «Entra ahí que un camarada te va explicar lo que tienes que llevar». Me senté y cuando vi al camarada que me preguntaba si estaba de acuerdo de llevarla, lo miré con los ojos como platos y la boca abierta: tenía ante mí nada menos que al general Juan Modesto, héroe del 5° Regimiento, al obrero sevillano transformado en prestigioso y brillante militar para defender la República en nuestra Guerra Civil, al valiente luchador en tantas batallas: la defensa de Madrid, el Jarama, Guadalajara, Brunete, Belchite, Teruel… No escuchaba lo que me estaba diciendo, de repente pasaron por mi mente imágenes de libros y reportajes cinematográficos de la famosa batalla del Ebro, comentarios elogiosos de compatriotas que habían luchado bajo sus órdenes y participado en la grandiosa gesta de cruzar el río por sorpresa con puentes de fortuna formados por barcas, pontones y lo que pudieron encontrar. ¡Lo habíamos cantado tantas veces en nuestras fiestas!

 

¡El Ejército del Ebro, Rumba la Rumba la Rumbababa!

¡Una noche el río pasó ay Carmela, ay Carmela!…»

Y lo tenía delante. «¿Qué pasa? ¿Es que no estás de acuerdo?». De golpe regresé a tierra. «¡Sí, sí, claro que la llevaré, no te preocupes!» Y la máquina llegó hasta París en una grandísima bolsa de viaje sin facturar, como si fuesen souvenirs sin importancia, disimulando su peso, sin doblarme y sin emplear las dos manos. Pero, ¿qué era aquello comparado con todas las hazañas del hombre que me pidió que la llevase?

Afortunadamente los de la aduana no investigaron qué había en aquel bolsón tan grande.

A Madrid me enviaron varias veces con propaganda, o informes clandestinos en maletas especiales, u ocultos de la forma más variopinta. En Madrid, encuentro y contraseña. Nunca hubo problemas. Me emocionaba aceptar estas tareas, me sentía más cerca de la lucha de mis camaradas del interior, volvía a Madrid y compraba cosas típicamente españolas.

En el verano de 1962 me reservaron una sorpresa. Me pidieron que realizara un viaje a Madrid en agosto. Antoñito estaba en colonias, y mi madre, que había ido a ver a su hermana a Tarrasa se llevó a Lidia. Estaba sola y libre para quedarme unos días más en Madrid, en lugar del clásico ida y vuelta. Antonio llevaba ya dos meses allí, así que, muy tímidamente, le sugerí al camarada del ejecutivo la posibilidad de ver a Antonio. «Llevo dos meses sin verle». Me contestó que no sería imposible y les puso una nota a los camaradas de Madrid. El camarada que vino a recoger las cosas y a quién tenía que decir la contraseña era Antonio. Al cabo de un rato, tras mil vueltas y asegurarse que no nos seguían me dijo: «Vamos a tomar un refresco en una terraza, vas a ver alguien que quiere saludarte, pero por favor tú házlo con toda tranquilidad, como si acabaras de dejarlo». Al cabo de un rato vi a Julián Grimau leyendo un periódico tan tranquilo en la terraza de un café. Supe frenarme y no le salté al cuello con sonoros besotes. Él, con los ojos chispeantes, me recibió muy divertido al ver en los míos mi alegría. Lo había conocido en París muchos años antes, y su mujer, Ángela Martínez, estupenda camarada, aragonesa como nosotras, había sido una buena amiga de mi hermana y después mía.

Julián me preguntó por los niños y rápidamente saqué sus fotos, muy orgullosa de nuestros retoños. Él a su vez nos enseñó la de sus hijas. Al decirle que estaban los dos de vacaciones me dijo:

—¿Entonces dispones de algunos días?

—Sí, claro, hasta final de agosto si es necesario —contesté pensando que querían que hiciese más viajes.

—¡Mujer! Tanto no se puede, pero le vamos a dar a tu marido dos semanitas de vacaciones; así que, pareja de tortolitos, id por ahí a ver las maravillas que rodean Madrid.

Y recorrimos así La Granja, Aranjuez, Segòvia, Toledo y rincones de Madrid como turistas, como dos recién casados, tirando fotos, enamorados de las riquezas arquitectónicas y artísticas de nuestras ciudades, del bello paisaje, de la simpatía de la gente, del sol, en fin de nuestra tierra: ESPAÑA.

¡Cuantas veces he recordado esa entrañable charla en la terraza madrileña con Julián! A los pocos meses alguien lo delató, lo arrestaron, y quedó claro para todos los observadores que fue torturado. Luego, para encubrir este hecho, lo arrojaron por la ventana alegando que había intentado suicidarse. Sin embargo no permitieron que tres prestigiosos médicos franceses llegados a Madrid para verlo y hacerle un reconocimiento sobre el origen de sus heridas, lo hicieran.

Al proceso acudieron periodistas de todo el mundo, grandes reporteros y analistas, entre ellos José Antonio Nováis, cuyas crónicas seguíamos con tanto interés en los periódicos franceses, así como muchos abogados, entre ellos, el inglés Freeman, el francés Lederman o el italiano Capistrano, quienes presenciaron el juicio, así como su abogado madrileño don Amandino Rodríguez Armada, quien se entregó sin descanso a su defensa.

Se organizaron grandiosas manifestaciones de protesta en todas partes: París, Bruselas, Roma, Milán, Copenhague o Amsterdam. En la de París estuvimos entre miles y miles de franceses, españoles o de otras nacionalidades, demócratas que pedían la libertad de Julián. En un momento de la manifestación coincidimos y charlamos con Jorge Semprún, entonces todavía camarada de la dirección del Partido. El simulacro de proceso tuvo eco en todo el mundo. Muchísimas personalidades de los más diversos sectores enviaron sus protestas, por ejemplo, la reina madre Isabel de Bélgica, Harold Wilson que fue primer ministro del Reino Unido, monseñor Feltin, arzobispo primado de Francia, también cardenales italianos. Fueron miles y miles las voces que de todos los rincones del mundo pidieron justicia. Pero todo fue inútil. Se le acusó de crímenes cometidos en la Guerra Civil, y los «testigos» lo recordaron como «un hombre pequeñito», cuando a la vista estaba, Julián era un hombre bastante alto. Pero dieron por buenos los «testimonios», por bueno al ponente de aquel Consejo de Guerra, un tal comandante Manuel Fernández Martín que, se descubrió después, no era licenciado en Derecho, sólo había aprobado una asignatura del primer año de curso. ¡Una verdadera vergüenza y escándalo que ilustra el nivel y ética de la justicia franquista! A los pocos meses del juicio, ellos mismos expulsaron del cuerpo al comandante y fue condenado a cárcel por su impostura. ¡Sin embargo sí que sirvió para condenar a Julián a ser fusilado el 20 de abril de 1963! En el Consejo de Ministros se sentaba Fraga Iribarne, que apoyó el fusilamiento.

Otro tipo de tareas que me encomendaban en mis viajes a España era pasar camaradas clandestinos a Francia, y eso era ya más delicado; los datos que me proporcionaban eran de lo más escueto por razones de clandestinidad. Cuánto más se sabe, más se puede decir si te atrapa la policía. Una vez tuve un camarada que había sufrido un montón de años en la cárcel de Burgos, y estaba muy mal de un brazo por las palizas sufridas, aunque yo no sabía que lo tenía casi inútil. Cruzamos la frontera en tren de noche, y como a mí me gustan las literas de arriba ya que uno se puede sentar y leer, reservé dos de arriba. El pobre hombre no atinaba a subir con su brazo inútil y le costó un enorme esfuerzo escalar y acostarse y como no quería que me diese cuenta, bromeaba como si tal cosa. Yo estaba muerta de vergüenza por haberle hecho pasar ese calvario.

En otro viaje tuve que pasar a otro camarada por la frontera de Irún en autocar. La víspera, en San Sebastián, repasaba la lección en francés: cómo se llamaba, dónde vivía, en qué trabajaba… Para no llamar la atención en la playa, le tomé del brazo como si fuéramos dos novios. De repente lo vi muy apurado, no atinaba a nada, pero yo dale que te pego haciéndole repetir los datos que tenía que decir con soltura y sin titubeos. No había forma, para colmo la calle era la rue Quincampoix, que en francés se pronuncia completamente diferente a como se escribe. Pasó la tarde sin avances notorios y yo estaba preocupadísima, todo era rogar, ¡qué no tengamos sorpresas! ¡Que no haya controles! Pero sí los hubo. En la frontera subió un policía al autocar y al único que le pidió los datos fue a él. Cómo le vería la cara. No atinaba a contestar. «Creo que este señor le pregunta a usted dónde vive», intervine yo como un pasajero cualquiera que ayuda a un vecino de asiento, y él lo soltó con todo el acento español de que era capaz. «¡Tierra trágame!» Pero el policía ni le escuchó, afortunadamente alguien le preguntaba en ese mismo momento algo. Llevaba un montón de pasaportes en las manos y los fue entregando y ya no volvió a mirarle. Cuando ya estábamos en Francia a varios kilómetros de la frontera, totalmente relajado y tranquilo me confesó: «Es que en San Sebastián vive mi cuñado y yo estaba muy preocupado por si nos veía, como íbamos en plan pareja en la playa, ¡menudo follón si se lo cuenta a mi mujer!».

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