América ocupada

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

PRIMERA PARTE

PANORAMA DE LA CONQUISTA Y LA COLONIZACIÓN

En esta parte presentamos un panorama de la historia del suroeste estadounidense que difiere en gran medida de la trazada generalmente por la historiografía angloamericana. Aquí negamos los supuestos tradicionales sobre los acontecimientos que condujeron a la guerra entre Estados Unidos y México, y sobre lo que sucedió desde que Estados Unidos surgió de esa guerra como propietario del territorio noroccidental de México. Los historiadores angloamericanos han tenido aversión a considerar que la guerra con México fue un acto enteramente imperialista, o que la ocupación del territorio es comparable al colonialismo llevado a cabo en otras partes del mundo. Con todo, esta sección intenta hacer ver la realidad de la conquista y la colonización, cuyo resultado ha sido la opresión de los mexicanos en Estados Unidos.

La conquista física del noroeste de México comenzó en la década de 1820, con la infiltración en Texas de pobladores angloamericanos que luego, en 1836, se apoderaron del territorio por la fuerza. Los mexicanos que vivían en la tierra conquistada pasaron a ser un pueblo colonizado bajo el dominio de los conquistadores angloamericanos. A pesar de que el gobierno estadounidense no participó directamente en la conquista y la colonización, los anglo-texanos siempre fueron angloamericanos leales a Estados Unidos. Además, la experiencia en Texas preparó el terreno para la invasión insidiosa, la conquista bestial, y la ocupación del resto del noroeste mexicano.

Esta parte también intenta demostrar que la guerra entre Estados Unidos y México no solo fue injusta, sino que, además, fue tan brutal como la represión que han perpetrado otros regímenes coloniales. El trato que dieron los anglo-texanos a los mexicanos fue violento y a menudo inhumano. La invasión angloamericana en México fue tan cruel como la de Hitler en Polonia y en otras naciones de Europa oriental, o, para dar un ejemplo reciente, como la injerencia de Estados Unidos en Vietnam. En el primer capítulo se traza un panorama histórico de la revuelta de Texas y de la guerra entre Estados Unidos y México, así como del legado de odio que dejaron estos conflictos. Hemos utilizado principalmente fuentes angloamericanas para demostrar que la información sobre las atrocidades de la guerra se consigue con facilidad, no obstante que, por lo general, los historiadores angloamericanos pasaron por alto la violencia.

Sustentamos que el racismo es medular al colonialismo. Facilitó y promovió la dominación social del mexicano. Abunda la evidencia para demostrar que los angloamericanos que poblaron el suroeste se consideraban racialmente superiores a los mexicanos morenos, a quienes consideraban una raza cruzada, de mestizos. La tradicional antipatía del gringo hacia el indio se traspasó a los mexicanos. Asimismo, estas actitudes racistas se trasladaron a la colonización y se utilizaron para sojuzgar a la población nativa.

La concomitante del racismo de los angloamericanos fue su pretendida superioridad cultural y racial. Muchos conquistadores odiaban el catolicismo de los mexicanos y, además, los tildaban de vagos, apáticos, supersticiosos y deficientes en otros aspectos morales. Es preciso recalcar este etnocentrismo, puesto que desencadenó y mantuvo el ataque a los valores, al lenguaje y al modo de vida de los mexicanos. Además, reforzó la explotación y el sometimiento de los conquistados.

Del capítulo II al V se presentan los métodos de colonización del suroeste. Después de la conquista se estableció una administración colonial que adelantó los propósitos de los angloamericanos y les permitió negar a los mexicanos hasta la apariencia de un poder, político o económico. Por medio de la violencia física y del control de la burocracia gubernamental a nivel local, estatal y federal, el gringo despojó al mexicano de su tierra y sumergió su cultura. A parte de algunas diferencias, la conquista y la colonización siguieron patrones similares en Texas, Nuevo México, Arizona y California; se manipuló, se controló y se dejó sin poder al mexicano.

Los intentos de los mexicanos por organizarse contra el opresor datan del principio de la ocupación. En los capítulos que siguen, documentamos numerosas instancias de la resistencia mexicana. También refutamos el mito de una docilidad mexicana posterior a la conquista; los mexicanos lucharon por conservar su cultura y su idioma aun durante periodos de represión intensa. No siempre con éxito y en muchas ocasiones de sus esfuerzos resultaron medidas más represivas. Sin embargo, un estudio de sus reacciones ante la colonización angloamericana respalda un aserto de muchos estudiosos chicanos: el movimiento chicano no comenzó en los años sesenta de este siglo, sino que es una vieja y prolongada lucha de liberación.

CAPÍTULO 1

El legado de odio:

la conquista del Suroeste de Estados Unidos

Lo trágico de la cesión mexicana es que la mayoría de los angloamericanos no han admitido que Estados Unidos cometió un acto de violencia contra el pueblo mexicano cuando se apoderó del territorio noroccidental de México. La violencia no se limitó a la apropiación de la tierra; se invadió y violó el territorio de México, se asesinó a su gente, y se saquearon sus riquezas. El recuerdo de esta destrucción generó una desconfianza y una aversión que perduran con fuerza en la mente de muchos mexicanos, pues la violencia estadounidense dejó cicatrices profundas. Y para los chicanos –los mexicanos que quedaron dentro de las fronteras de los nuevos territorios estadounidenses– la agresión fue más insidiosa todavía, puesto que el desenlace de las guerras de Texas y de Estados Unidos y México los convirtió en pueblo conquistado. Los angloamericanos eran los conquistadores e hicieron patente toda la arrogancia de los vencedores militares.

Los conquistadores impusieron a los conquistados su versión de lo que había sucedido en las guerras. Crearon mitos sobre las invasiones y sobre los acontecimientos que las desencadenaron sobre todo en cuanto a la guerra de Texas de 1836. Se pintó a los angloamericanos de Texas como pobladores amantes de la libertad a quienes la tiranía mexicana llevó a la rebelión. El mito más popular era el del Álamo y, de hecho, se convirtió en una justificación para mantener a raya a los mexicanos. Según los angloamericanos, el Álamo era una confrontación simbólica entre el bien y el mal; los mexicanos traicioneros lograron tomar el fuerte solo porque eran más que los patriotas y porque “pelearon sucio”. Este mito, junto con la exhortación resonante del estribillo “recuerden el Álamo”, encendía las actitudes angloamericanas hacia los mexicanos, puesto que servía para estereotipar para siempre al mexicano como el enemigo y al patriota texano como el baluarte de la libertad y la democracia.

Esos mitos y las prejuiciadas versiones angloamericanas de la historia mexicano-norteamericana sirvieron para justificar la posición inferior a la que se ha relegado al chicano: la de pueblo conquistado. Después de la conquista, los habitantes originales se vieron continuamente denigrados por los vencedores angloamericanos. Se echó al olvido el hecho fundamental del carácter imperialista e injusto de las guerras, y los historiadores cubrieron las invasiones angloamericanas del territorio mexicano con el manto de la legitimidad. En el proceso, la violencia y la agresión se borraron de la memoria, y de ese modo se perpetúa el mito de que Estados Unidos es una nación pacífica dedicada a la democracia.

EL CHOQUE ENTRE DOS CULTURAS

Parte integral de las justificaciones angloamericanas de la conquista ha sido la propensión por pasar por alto o a distorsionar los acontecimientos que precedieron el choque inicial de 1836. Para los angloamericanos, la guerra de Texas fue provocada por la tiranía o, cuando menos, por la ineptitud de un gobierno mexicano que era la antítesis de los ideales de la democracia y la justicia. Aún hoy, escritores relativamente libres de prejuicios, como Cecil Robinson, soslayan el expansionismo y la avidez territorial de los pobladores texanos y elogian de modo resplandeciente la civilización democrática que estos representaban:

Los norteamericanos que se establecieron en Texas trajeron consigo una tradición democrática muy arraigada. Es aquí donde yace la base de otro conflicto cuya naturaleza es esencialmente cultural. El colono norteamericano y el nativo mexicano se dieron cuenta pronto de que las mismas palabras podían tener significados enormemente distintos y que estos dependían de las tradiciones y las actitudes de quienes hablaban. Democracia, justicia y cristianismo, palabras que al principio parecían significar ideales comunes, se convirtieron en consignas de una revolución debido a las diferentes interpretaciones que les daban los colonos norteamericanos y sus gobernantes mexicanos en Texas.1

Los angloamericanos comenzaron a establecerse en Texas desde 1819, fecha en que Estados Unidos adquirió Florida de España. El Tratado Transcontinental con España le marcó a Estados Unidos una frontera que dejaba fuera a Texas. Al momento de ratificarse el tratado en febrero de 1821, Texas era parte de Coahuila, estado de la República Mexicana. Mientras tanto, los angloamericanos realizaban incursiones de pillaje en Texas de la misma forma que las habían hecho en Florida. En 1819, James Long dirigió una infructuosa invasión de la provincia con el propósito de crear la “República de Texas”. Al igual que muchos angloamericanos, Long sostenía que Texas le pertenecía a Estados Unidos y que “el Congreso no tenía el poder ni el derecho de vender, canjear o ceder un ‘dominio norteamericano’”.2

 

Después de un periodo de inactividad insurreccional angloamericana en Texas el gobierno mexicano brindó tierras gratis a grupos de pobladores. A Moses Austin se le dio permiso para establecer un poblado en Texas, y a pesar de que murió poco tiempo después, el plan se llevó a cabo bajo la dirección de su hijo, Stephen. En diciembre de 1821, Stephen fundó el poblado de San Felipe de Austin. Al poco tiempo, muchos angloamericanos comenzaron a establecerse en Texas; hacia 1830 sumaban unos 20 000 pobladores y unos 2000 esclavos. Se suponía que los pobladores debían acatar las condiciones establecidas por el gobierno mexicano –todos los inmigrantes tenían que profesarse católicos y jurar lealtad a México–, pero los angloamericanos burlaban estas leyes. Además, se sintieron agraviados cuando México intentó hacer cumplir las leyes que ellos se habían comprometido a obedecer. México se preocupaba cada vez más del flujo continuo de inmigrantes, la mayoría de los cuales conservaba su religión protestante.3

Pronto se hizo obvio que los anglo-texanos no tenían la menor intención de obedecer las leyes mexicanas porque consideraban a México incapaz de desarrollar ninguna forma de democracia. Muchos pobladores, entre ellos Hayden Edwards, consideraban a los mexicanos como los intrusos en el territorio texano; estos angloamericanos usurpaban tierras que pertenecían a los mexicanos. En el caso de Edwards, los terrenos que se le habían cedido eran reclamados tanto por mexicanos e indios, como por otros pobladores angloamericanos. Después de que intentó echar arbitrariamente a los pobladores de las tierras y antes de que pudiera emitirse un fallo oficial, las autoridades mexicanas le anularon su concesión y le ordenaron que saliera del territorio. Edwards y algunos seguidores tomaron el pueblo de Nacogdoches el 21 de diciembre de 1826 y proclamaron la República de Fredonia. Los funcionarios mexicanos, respaldados por algunos pobladores (tal como Stephen Austin), sofocaron la revuelta; sin embargo, la actitud angloamericana ante esos sucesos auguraba lo que habría de sobrevenir. Muchos periódicos estadounidenses se refirieron a la revuelta como al caso de “200 hombres contra una nación” y describieron a Edwards y sus seguidores como “apóstoles de la democracia aplastados por una civilización extranjera”.4 Fue en este momento cuando el presidente de Estados Unidos, John Quincy Adams, ofreció a México un millón de dólares por Texas. Las autoridades mexicanas, sin embargo, estaban convencidas de que Estados Unidos había instigado y apoyado la guerra de Fredonia y rechazaron la oferta. México intentó consolidar su control sobre Texas, pero tanto el gran número de pobladores angloamericanos como la inmensidad del territorio se lo hicieron poco menos que imposible.5

Los anglo-texanos ya eran una casta privilegiada que dependía en su mayor parte de los beneficios económicos proporcionados por sus esclavos. Al igual que la mayoría de las naciones progresistas, México abolió la esclavitud, el 15 de septiembre de 1829, por orden del presidente Vicente Guerrero. Los texanos, no obstante, eludieron la ley “liberando” a sus esclavos, pero haciéndolos firmar contratos vitalicios de servidumbre obligatoria.6 A pesar de que lograron burlar el decreto de abolición, los anglo-texanos lo tomaron como una violación de sus libertades personales. Las numerosas tensiones aumentaron en 1830, cuando México decretó el fin de la inmigración angloamericana a Texas.7 El decreto violentó a los angloamericanos. Los resentimientos entre estos y los mexicanos se agravaron aún más durante la presidencia de Andrew Jackson en Estados Unidos. Al igual que lo había hecho Adams, Jackson intentó comprar a Texas y estaba dispuesto a pagar hasta cinco millones de dólares. El inmenso número de pobladores angloamericanos en Texas, su predominio económico en la región y su negativa a obedecer las leyes de México, habían provocado actitudes xenófobas en las autoridades mexicanas; las presiones diplomáticas fueron rechazadas y al mismo tiempo se movilizaron más tropas al estado de Coahuila, del cual Texas era parte. Desde antes de que los refuerzos mexicanos pasaran a Texas, la polarización entre anglo-texanos y mexicanos estaba muy acentuada; los anglo-texanos tomaron la movilización como una invasión mexicana.

Los acontecimientos que siguieron a la movilización han sido interpretados reiteradamente por los historiadores angloamericanos como ejemplos de la naturaleza tiránica y arbitraria del gobierno mexicano, en contraste con los objetivos de orientación democrática de los pobladores texanos. Cuando los texanos desafiaron la recaudación de derechos de aduanas y se encolerizaron por los intentos mexicanos de acabar con el contrabando, los ciudadanos estadounidenses los respaldaron. Es obvio que la facción de guerra (war party) que se amotinó en Anáhuac, Texas, en diciembre de 1831, tenía respaldo popular. Uno de los líderes de la facción, Sam Houston, “era un protegido reconocido de Andrew Jackson, a la sazón presidente de Estados Unidos. El propósito de Houston era, a la larga, incorporar Texas a Estados Unidos”.8 Los angloamericanos, a quienes México había concedido permiso para establecerse en Texas, socavaron la autoridad de su anfitrión de diversas maneras. Disfrazaban cada vez menos su insubordinación y en el verano de 1832; un grupo de ellos atacó la guarnición mexicana, pero fue derrotado. Ese mismo año, el coronel Juan Almonte realizó una gira de buena voluntad en Texas y rindió un informe secreto sobre la situación de la provincia. En el informe recomendaba hacer muchas concesiones a los texanos, pero también “que la provincia se mantenga bien aprovisionada de soldados mexicanos”. El historiador texano Fehrenbach criticó las acciones mexicanas: “Hasta a un mexicano de buena voluntad le resultaba virtualmente imposible entender que los angloamericanos eran capaces de autodisciplinarse”. Añade Fehrenbach: “Por esta razón, los pasos que dieron entonces los pobladores fueron mal interpretados en México, tanto por los liberales, como por los conservadores. Por iniciativa propia, los pobladores del ayuntamiento de San Felipe convocaron una asamblea para el l0 de octubre de 1832. Diez y seis distritos anglo-texanos acudieron a la asamblea”. La asamblea de anglo-texanos aprobó resoluciones dirigidas al gobierno de México y al estado de Coahuila. Fundamentalmente, lo que pedían era mayor autonomía para Texas. Fehrenbach, al igual que otros historiadores estadounidenses, erróneamente ha pintado un cuadro de un gobierno mexicano tiránico que no acogió las “justas demandas de los pobladores”:

Todas las resoluciones comenzaban con enfáticas expresiones de lealtad a la Confederación y la Constitución mexicanas. Estas expresiones eran totalmente sinceras. Lo que solicitaban los texanos era pluralidad cultural bajo la soberanía mexicana; esa pluralidad no solo era ajena a la naturaleza hispánica, sino que, además, debido a la fobia antiestadounidense que permeaba a la mayoría de los mexicanos, no podía ser evaluada en sus méritos. De hecho, las asambleas mismas, tan naturales en la experiencia y la tradición de los angloparlantes, estaban totalmente al margen de la ley mexicana. En México no surgía del pueblo ninguna iniciativa que no fuera el motín o la insurrección. Guando asumían el poder, tanto los liberales como los conservadores gobernaban por decreto. En este contexto, la asamblea solo podía parecer a los oficiales mexicanos de Texas y de México, como una gigantesca conspiración contra las bases de la nación.9

Fehrenbach y otros historiadores angloamericanos no lograron darse cuenta de que en México existía la pluralidad cultural, a tal grado que hasta a los angloamericanos se les permitía mantener su cultura. Lo cierto es que a quienes era ajena la pluralidad cultural, era a los angloamericanos. Los acontecimientos posteriores a la asamblea corroboraron la preocupación de los mexicanos en cuanto a la independencia de los angloamericanos en Texas.

En 1833, se celebró una segunda asamblea. Fehrenbach alega que los angloamericanos procedieron de acuerdo con su tradición al redactar una constitución y presentársela al gobierno central, y que los mexicanos tomaron el documento como un pronunciamiento. Asevera igualmente que los historiadores mexicanos han interpretado la acción como “una ingeniosa estratagema para separar a Texas de México”, interpretación que él reconoce que “no puede negarse por completo”, puesto que angloamericanos prominentes, entre ellos Sam Houston, agitaban a favor de la independencia. La asamblea designó a Austin para que sometiera sus quejas y resoluciones al gobierno de México.10

Austin partió hacia la ciudad de México para exigir las demandas de los angloamericanos en Texas. Su gestión iba encaminada primordialmente a que se dejara sin efecto la prohibición de más inmigración angloamericana en Texas y a que se convirtiera al territorio en un estado aparte. El problema de la abolición de la esclavitud también presentaba una excesiva inquietud. Al escribirle a un amigo desde la ciudad de México, Austin pone de manifiesto una actitud nada conciliadora: “Si se rechaza nuestra proposición, estaré a favor de que nos organicemos sin ella. No concibo otra forma de salvar el país de la anarquía total y de la ruina. Ya estoy hastiado de las medidas conciliatorias, y de ahora en adelante seré inflexible en cuanto a Texas”.11

En carta del 2 de octubre de 1833, Austin incitaba al ayuntamiento de San Antonio a declarar a Texas como estado independiente. Después se justificaría atribuyendo la incitación a “un momento de irritación e impaciencia”; no obstante, sus actos no eran los de un moderado. El contenido de la nota fue a parar a manos de las autoridades mexicanas, que ya dudaban de la buena fe de Austin. Subsecuentemente Austin fue encarcelado y muchas de las concesiones que había logrado se fueron a pique. Contribuyeron a la desconfianza general que reinaba, los manejos del embajador estadounidense en México, Anthony Butler, cuyos abiertos intentos de sobornar a los funcionarios gubernamentales para que vendieran Texas enfurecían a los mexicanos, llegando a ofrecer 200 000 dólares a un funcionario. Todo el problema se agravó en mayo de 1834, al apoderarse de la presidencia de México Antonio López de Santa Anna.12

López de Santa Anna es un enigma en la historia mexicana. Desde que llegó al poder en Tampico en 1829 hasta su caída en 1855, ejerció una influencia disociadora en la política mexicana. Durante ese periodo se disputaban el control del país los conservadores, que representaban los intereses de los terratenientes (y de la iglesia y los militares), y los liberales, que querían convertir a México en un Estado moderno bajo la supremacía de los comerciantes. Santa Anna manipuló ambas facciones y se cambiaba de un partido a otro para tomar el poder. Su gestión profundizó la desunión de la época, debilitó a México y lo convirtió en fácil víctima de las ambiciones de Estados Unidos. Además, la perfidia de Santa Anna dio a los historiadores estadounidenses una víctima propiciatoria a quien atribuirle la responsabilidad de las guerras. Muchos historiadores señalan que la abolición del federalismo por parte de Santa Anna desencadenó movimientos separatistas en varios estados mexicanos; sin embargo, los mismos historiadores se olvidan de señalar que Estados Unidos atravesó una etapa similar en el proceso de forjarse como nación.

Sea cual fuere el papel de Santa Anna, la revuelta texana había comenzado a fraguarse antes de su gestión por hombres como William Barret Travis, F. M. Johnson y Sam Houston, agitadores continuos a favor de la secesión. Además, la mayoría de los anglo-texanos se resistía a subordinarse al gobierno de México.

Los partidarios de la guerra eran muchos en Texas. En el otoño de 1834, Henry Smith publicó un folleto titulado “Seguridad para Texas” en el que abogaba por el desafío abierto a la autoridad mexicana. La situación política se polarizó, y se movilizaron tropas mexicanas hacia Coahuila. La intriga dominaba el panorama texano. No solo había individuos propugnando la independencia, sino que las compañías angloamericanas que se dedicaban a la compraventa de terrenos tenían agentes, tanto en Washington como en Texas, intrigando en municipios y cabildos a favor de un cambio. Entre estas compañías ocupaba un lugar prominente la Galveston Bay and Texas Land Company of New York, con la cual se había coludido Anthony Butler, el embajador estadounidense en México.13

El 13 de julio de 1835, Austin quedó en libertad como resultado de una amnistía general. Camino a Texas escribió una carta a un primo, donde sustentaba que Texas debía ser norteamericanizado a pesar de que era todavía un territorio mexicano, y que algún día debía convertirse en territorio estadounidense. En la misma carta instaba a que se establecieran en Texas grandes cantidades de angloamericanos, “cada uno con su fusil”, los cuales él creía debían inmigrar “con o sin pasaportes, de cualquier modo”. Decía también: “Aunque durante catorce años he tenido muchas dificultades por ello, nada podrá intimidarme o hacerme cejar en mi empeño de norteamericanizar Texas”.14

 

Fehrenbach defendió la carta de Austin y amonestó a los historiadores mexicanos que han condenado al líder texano: “El llamado a inmigrar a Texas masiva e ilegalmente, y con armas, no respondía tanto a un plan de Austin para anexar Texas a Estados Unidos, como a una búsqueda de la mayor ayuda posible en la fuente más lógica, del mismo modo que lo hicieron los israelitas cuando, acosados por los árabes, apelaron a los judíos en todas partes del mundo”.15

La asamblea de anglo-texanos aprobó resoluciones dirigidas al gobierno de México y al estado de Coahuila. Fundamentalmente, lo que pedían era mayor autonomía para Texas. Fehrenbach, al igual que otros historiadores estadounidenses, erróneamente ha pintado un cuadro de un gobierno mexicano tiránico que no acogió las “justas demandas de los pobladores”:

Todas las resoluciones comenzaban con enfáticas expresiones de lealtad a la Confederación y la Constitución mexicanas. Estas expresiones eran totalmente sinceras. Lo que solicitaban los texanos era pluralidad cultural bajo la soberanía mexicana; esa pluralidad no solo era ajena a la naturaleza hispánica, sino que, además, debido a la fobia antiestadounidense que permeaba a la mayoría de los mexicanos, no podía ser evaluada en sus méritos. De hecho, las asambleas mismas, tan naturales en la experiencia y la tradición de los angloparlantes, estaban totalmente al margen de la ley mexicana. En México no surgía del pueblo ninguna iniciativa que no fuera el motín o la insurrección. Guando asumían el poder, tanto los liberales como los conservadores gobernaban por decreto. En este contexto, la asamblea solo podía parecer a los oficiales mexicanos de Texas y de México, como una gigantesca conspiración contra las bases de la nación.16

Fehrenbach y otros historiadores angloamericanos no lograron darse cuenta de que en México existía la pluralidad cultural, a tal grado que hasta a los angloamericanos se les permitía mantener su cultura. Lo cierto es que a quienes era ajena la pluralidad cultural, era a los angloamericanos. Los acontecimientos posteriores a la asamblea corroboraron la preocupación de los mexicanos en cuanto a la independencia de los angloamericanos en Texas.

LA REVUELTA DE TEXAS

Sería simplista atribuirles toda la responsabilidad por el conflicto a Austin y a todos los pobladores angloamericanos. De hecho, Austin era mejor que la mayoría: fue de los partidarios de la paz que al principio se oponían a una confrontación con los mexicanos. En última instancia, sin embargo, esta facción se unió a los “halcones”. Eugene C. Barker, un historiador texano, sostiene que la causa inmediata de la guerra fue “el derrocamiento de la república nominal y la instauración en su lugar de una oligarquía centralizada que presuntamente suponía un mayor control de Texas por parte de México.17 Sin embargo, Barker reconoce que “patriotas sinceros, tales como Benjamín Lundy, William Ellery Channing y John Quincy Adams, consideraban que la revuelta texana era un asunto desgraciado promovido por esclavistas sórdidos y especuladores en tierras. Sus argumentos parecen plausibles, aun desde el punto de vista crítico del historiador modern”.18 Sin embargo, Barker niega que el problema de la esclavitud haya representado papel alguno en la revuelta, y afirma que el asunto de las tierras no aceleró, sino que retardó la confrontación.

Barker compara la revuelta de Texas con la revolución norteamericana: “En ambas la causa general fue la misma: un intento repentino de aumentar la autoridad imperial a costa del privilegio local”.19 En efecto, en ambos casos los gobiernos centrales intentaban hacer cumplir leyes existentes que entraban en conflicto con las actividades ilegales de algunos hombres prominentes y bien organizados. Barker pretende justificar las acciones de los anglo-texanos señalando que “hacia fines del verano de 1835, los texanos estaban en peligro de convertirse en súbditos extranjeros de un pueblo al que deliberadamente consideraban moral, intelectual y políticamente inferior. El racismo, no hay duda, subyació y matizó las relaciones texano-mexicanas desde que se estableció la primera colonia angloamericana en 1821”.20 Por lo tanto, según Barker, el conflicto era inevitable y, por consiguiente, justificado.

Es difícil poner de acuerdo a los apologistas texanos. Estos reconocen que el racismo desempeñó una función principal entre las causas de la revuelta; que a los contrabandistas les contrariaba que México hiciera cumplir sus leyes de importación; que a los texanos les perturbaban las leyes de emancipación; y que la mayoría de los nuevos pobladores procedentes de Estados Unidos agitaban en favor de la independencia. Pero a pesar de reconocer todo esto, los historiadores como Barker rehúsan culpar a sus compatriotas. En lugar de hacerlo, Barker escribe: “Si no hubiese existido un ambiente de desconfianza racial entre México y los pobladores, quizás no hubiera habido crisis. Quizá México no hubiese considerado necesario insistir tan drásticamente en una sumisión inequívoca, o quizá los pobladores no hubiesen creído tan firmemente, que la sumisión ponía en peligro su libertad”.21 Lo que hace Barker es, sencillamente, justificar el racismo angloamericano y repartir la responsabilidad especulando sobre lo que pudo haber pasado.

Sea lo que fuere, las antipatías de los texanos se convirtieron pronto en una abierta rebelión. Austin incitó a la insurrección el 19 de septiembre de 1835, proclamando que “la guerra es nuestro único recurso. No nos queda otro remedio”.22 Es simbólicamente significativo que volviera a cambiarse el nombre de Esteban a Stephen.

Demasiados historiadores han presentado los esfuerzos mexicanos de sofocar la rebelión como una invasión, y la subsiguiente victoria texana como el triunfo de un pequeño grupo de patriotas sobre los “hunos” del sur. El doctor Félix D. Almaraz, miembro del Departamento de Historia de la Universidad de Texas, recinto de Austin, subraya este hecho: “Demasiado a menudo los especialistas texanos han interpretado la guerra como la derrota de un pueblo inferior por parte de una clase superior de pioneros angloamericanos”.23

Lo cierto es que los angloamericanos tenían ventajas muy reales. Como ya se ha dicho, eran considerablemente numerosos; estaban “defendiendo” un terreno que conocían bien; y a pesar de que la mayoría de los aproximadamente 5000 mexicanos del territorio no se les unieron, los angloamericanos propiamente dichos estaban muy unidos entre sí. En contraste, la nación mexicana estaba dividida y sus centros de poder estaban a miles de kilómetros de Texas. Desde el interior de México, Santa Anna encabezó un ejército de cerca de 6000 conscriptos, muchos de los cuales habían sido obligados a ingresar al ejército y luego tuvieron que caminar cientos de kilómetros sobre tierras áridas y desérticas. Además, muchos de ellos eran mayas que no hablaban español. En febrero de 1836, la mayoría llegó a San Antonio; estaban enfermos y en malas condiciones para combatir. A pesar de que el ejército mexicano era superior en número al contingente angloamericano, este estaba mejor armado y tenía la ventaja de ser el lado defensor. (Hasta la Primera Guerra Mundial, esto era una ventaja indudable.) Y por su parte Santa Anna, al contrario, estaba muy lejos de sus fuentes de abastecimiento y de la sede de su poder.