Voces íntimas

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A propósito, ¿cuál es su plato preferido?

Hoy estoy a favor del pastel de carne.

Volviendo a Capdevila, él decía que el idioma se estaba deformando en la Argentina. ¿No le gustaba el uso del «vos»?

Es posible que el uso del «vos» desaparezca. En la República Oriental, yo tengo muchos parientes, más que en Buenos Aires, que ya casi no tengo ninguno, a excepción de una hermana. En Montevideo, tengo a los Lafinur, a los Haedo y a otros. En Montevideo, como le decía, se usan formas del verbo que corresponden al «vos», pero se dice «tú». De modo que la gente, dice: «Mirá tú, vení tú». Usar el «vos» es hablar en malevo. Ellos no dicen «lunfardo», dicen «hablar en malevo».

¿El lunfardo es una jerigonza carcelaria?

Se supone que sí. ¿Yo le conté sobre Roberto Arlt? Roberto Arlt, Olivari, González Tuñón, gente del centro, digamos, conocían bien el lunfardo. Aunque Roberto Arlt, que era fácilmente iracundo, dijo: «Bueno, yo me he criado en Ciudadela, entre gente pobre, entre malevos y no he tenido tiempo de estudiar esas cosas», dando a entender que el lunfardo era una invención exclusivamente porteña.

Evaristo Carriego sí que apreciaba el lunfardo, ¿verdad?

Escribió algunas composiciones en lunfardo publicadas en una revista policial que se llamaba L.C., lo cual quiere decir ladrón conocido. Carriego era un muchacho de familia distinguida entrerriana, que se volvió pobre. La casita de él era muy modesta, la casita donde escribió El alma del suburbio estaba en Honduras y Coronel Díaz. Esos fueron los barrios de Muraña, de Jorge Chileno, de Paredes y de otro tipo de gente como Alfredo Palacios y mi primo Lafinur.

¿Conoció a Alfredo Palacios?

Sí, venía todos los domingos a comer a mi casa.

¿Güiraldes también iba a su casa?

Bueno, eso fue mucho después. Lo que le digo de Alfredo Palacios corresponde a 1910; a Güiraldes lo conocí en 1925, quince años después.

¿Le gusta el tango?

Prefiero la milonga antigua y algunos tangos viejos como «El choclo», «El entrerriano», «Don Juan», «La Unión Cívica». Carlos Gardel era conservador. La mayoría de los cuchilleros que yo conocí eran conservadores. Por lo general, habían sido guardaespaldas de los caudillos conservadores.

¿Ricardo Güiraldes era buen guitarrista?

Sí.

¿Y Macedonio Fernández?

Macedonio creía saber tocar la guitarra; tenía el hábito de la guitarra, como tenía el hábito del mate y del cigarrillo. Pero yo nunca lo oí tocar nada. Se hizo retratar con una guitarra.

Macedonio tenía una tertulia. ¿Usted la frecuentaba?

La tertulia era los sábados en la esquina de Jujuy y Rivadavia.

En la cafetería La Perla del Once. Yo viví un tiempo en esa zona de Buenos Aires. Ahora la calle Jujuy es una avenida.

Es ancha, sí, claro... Cuando mi madre era chica, la edificación concluía en Jujuy o en Pueyrredón. Después había quintas, hornos de ladrillo, la laguna Guadalupe, donde ahora está la Iglesia de Guadalupe. Pero cuando yo era chico la edificación concluía en lo que hoy es la Juan B. Justo, y lo que antes era el famoso Arroyo Maldonado. ¿De qué estábamos hablando?

De Macedonio.

Ah, sí... en la tertulia de Macedonio nos reuníamos Santiago Dabove, César Dabove, Carlos Pérez Ruiz, un amigo mío que se llamaba Guillermo Juan, Manuel Peyrou, Enrique Fernández Latour...

Dicen que Macedonio tenía un gran sentido del humor.

Cierto. Decía, por ejemplo: «Los gauchos son una diversión que tienen las estancias para los caballos». Además, le gustaba hacer bromas. Una vez le preguntaron qué pensaba de Góngora, contestó: «Yo no duermo de ese lado, Quevedo y Mark Twain me mantienen despierto». Mejor, más redondo, hubiera quedado: «¿Qué le parece Góngora? No duermo de ese lado». Y punto, para qué agregar otros nombres.

¿Y usted, Borges, de qué lado duerme con respecto a la literatura española?

Diría que del lado de Cervantes y Quevedo. Le cuento algo: conocí a Gerardo Diego en 1920. Él hablaba de Góngora y yo de Quevedo. Lo volví a ver muchos años después y seguía hablando de Góngora. Bueno, no teníamos por qué cambiar de tema, así que retomamos la misma conversación. Me acuerdo de que coincidimos en una reunión y él me mandó de obsequio un verso de Quevedo sobre el Duque de Osuna. Me lo envió como si fuese un dulce, un bombón. El último verso es este: «Murió en prisión, muerto estuvo preso». Pensándolo bien, imposible que sea un verso más chato, ¿no? Porque una persona que muere está libre de todo. La idea de que el muerto está preso es una idea rarísima. Se supone que si está muerto...

¿Macedonio Fernández le temía a la muerte?

Sí, pero al mismo tiempo decía que era insignificante.

¿Fue a raíz de la revista Proa que usted conoció a Güiraldes?

Esa revista la fundó Brandán Caraffa que, para fundarla, se valió de un truco. El truco fue este: yo había vuelto de Europa, ya había escrito algo; Brandán me dijo: «Quiero fundar una revista que represente a la nueva generación literaria. Ya nos hemos reunido con Güiraldes, Rojas Paz y pensamos que la revista sería imperfecta si usted no fuera uno de los directores». Entonces, yo me sentí muy halagado. Qué bien, me dije, han pensado en mí y yo no soy nadie. Luego, Brandán Caraffa y yo nos encontramos con Güiraldes en un hotel de la calle San Martín y Córdoba. Ahí, Güiraldes, mientras esperábamos a Rojas Paz, comentó: «Ustedes son más jóvenes y yo un hombre mayor, me sentí muy halagado cuando Caraffa me dijo que pensaron en mí para fundar la revista, porque una revista de jóvenes no podía prescindir de mí». Llegó Rojas Paz, y yo le dije: «Brandán le habrá contado que nos reunimos Güiraldes, él y yo y resolvimos que una revista de jóvenes no podía prescindir de usted». Lo miré a Brandán y se rio. Cada uno de nosotros puso cincuenta pesos, a mí me los dio mi padre. Reunimos doscientos pesos y con ese dinero sacamos el primer número de Proa, de trescientos ejemplares. La revista tenía ciento veinte páginas en papel pluma. Doscientos pesos, aún entonces tenía que haber costado más de esa cantidad. ¿Qué hace ahora con doscientos pesos en Buenos Aires?

¿Usted también escribió en el periódico literario Martín Fierro?

Sí, pero muy poco. Habré colaborado un par de veces. Yo no pertenecía a ese grupo. Era una revista de Evar Méndez, Oliverio Girondo, Jacobo Fijman...

¿También estuvo vinculado a la revista mural Prisma?

A esa, sí. La concebimos mural por razones económicas, no teníamos dinero. Yo me fijé en los avisos que había en las paredes de las calles y pensé: «¿Cuánto puede costar una hoja impresa de este modo?». Fuimos a una imprenta en la calle Balcarce, cerca de Plaza de Mayo, y nos dijeron que quinientas páginas salían unos noventa pesos. Así que reunimos el dinero necesario y la sacamos.

Duró poco, nada más que dos números.

Sí, porque Alfredo Bianchi, director de la revista Nosotros, leyó Prisma, le gustó y nos invitó a colaborar en su publicación. De modo que ya no precisamos una revista propia para escribir.

Leopoldo Marechal también colaboraba en Martín Fierro y en la revista Proa. ¿Usted lo conoció a Marechal?

No, no lo conocí. Pero sé que tenía el orgullo de ser de Villa Crespo, donde la gente era singularmente valiente. Marechal debe ser un apellido francés, él no sabía francés, tiene que ser de la Martinica, porque era mulato.

¿Alguna vez recorrió el barrio porteño de Villa Crespo?

Naturalmente, si yo me crie en Palermo, que está al lado. Es muy extraño lo que pasó con Villa Crespo. Primero fue un barrio criollo, después italiano, luego judío y, actualmente, creo que es árabe. Pasó por curiosas etapas. Pero cuando yo lo conocí, era un barrio judío. Fui muy amigo de un librero, Gleiser, que vivía en la esquina de Triunvirato y Caning (antes Corrientes se llamaba Triunvirato).

¿La polémica Boedo-Florida fue una broma tramada por Mariani, creo que usted dijo una vez?

Fue una ficción, sí, una broma tramada por Mariani y por Ernesto Palacios. Ellos pensaron que en París había cenáculos, polémicas literarias y que todo eso faltaba en Buenos Aires. Por lo tanto, crearon esos dos grupos, de Boedo y de Florida, e inventaron polémicas. Fue un truco publicitario, digamos, porque no existieron nunca esas escuelas. Por ejemplo, ahí tiene el caso de Arlt, a él se lo relaciona con los de Boedo. Sin embargo, era secretario de Güiraldes, a quien se lo vincula con los de Florida. Yo hubiera querido ser de Boedo y me dijeron que no, que ya estaba hecha la repartición y a mí me había tocado ser de Florida. Aquello fue una broma tomada en serio por los historiadores de la literatura que son bastante ingenuos.

Y de la revista Sur, ¿qué me puede decir?

Bueno, como usted sabe, la fundó Victoria Ocampo. Yo le hice una broma a Victoria, le dije por qué le había puesto Sur si ella vivía en San Isidro, que no tenía derecho a emplear esa palabra. En cambio, yo sí, porque me había criado en Adrogué.

Se cuenta que fue el poeta norteamericano Waldo Frank quien sugirió el nombre de Sur.

Puede ser, porque él estuvo en Buenos Aires. Aunque algunos dicen que fue Eugenio d’Ors, otros Ortega y Gasset. Pero creo que se atribuye el nombre a Waldo Frank. Es un lindo nombre, Sur, ¿eh?

Sí, además, ubica, sitúa.

Drieu La Rochelle mandó una desaprobación diciendo que Sudáfrica no estaba representada y Australia tampoco en la revista. Pero, en fin, no se había pensado en eso. Tampoco habíamos recibido colaboraciones de Sudáfrica o de Australia.

¿Qué recuerda de Victoria Ocampo?

Que me ayudó mucho. Me protegió en un momento en el que yo era un desconocido y ella muy conocida. Ahora es una persona famosa, más famosa por sus actos que por su obra escrita.

 

¿Es cierto que usted le regaló un ejemplar de Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes al cuchillero Nicolás Paredes?

Sí, se sintió muy defraudado. Me dijo: «¿Este criollo a qué hora pelea?». Le voy a contar algo de Don Segundo, porque voy a escribir sobre esto alguna vez, pero si usted quiere adelantarlo, mejor. Bueno, la vejez de Don Segundo Sombra fue muy rara. Él era el capataz de la estancia La porteña de Güiraldes en San Antonio de Areco, que está al norte de la provincia de Buenos Aires. Güiraldes lo tomó como modelo para el libro. Don Segundo era santafecino, es decir, un poco extranjero para la provincia de Buenos Aires. Se llamaba Segundo Ramírez Sombra. Güiraldes, con buen sentido literario, omitió el Ramírez que no dice nada y así quedó Don Segundo Sombra. Que está muy bien, porque Segundo presupone un primero y Sombra presupone una forma que la proyecta. Don Segundo se hizo famoso. Güiraldes llevó a su estancia a personas como Ortega y Gasset, Waldo Frank, Victoria Ocampo, La Rochelle para que lo conocieran. En el pueblo, en San Antonio, vivían cuchilleros que habían sido guardaespaldas del padre de Güiraldes, que fue intendente de San Antonio. Estos cuchilleros estaban furiosos. Decían por qué el niño Ricardo había escrito un libro sobre este viejo infeliz que no sabía cómo se agarraba un cuchillo, entonces lo provocaban. De modo que la vida del viejo Don Segundo, que era un hombre tranquilo, pasó a ser una vida muy cambiante. Pasó de ser un personaje legendario a ser un viejo santafecino a quien provocaban los otros. Los nombres de quienes lo desafiaban muestran que eran gente brava, debían muchas muertes. Había uno que se llamaba el Toro Negro y al hijo de él le decían el Torito. Y estaba Soto, que era muy famoso. Cuando Don Segundo estaba en el almacén y veía entrar por la puerta a uno de estos malevos, huía inmediatamente. Soto era un hombre bastante bravo. Figúrese, cierto día llegó un circo al pueblo. En el circo había un domador de leones que había despertado el asombro de la gente, pero tenía la desgracia de llamarse Soto. A Soto, el cuchillero, no le gustó nada que la gente hablara con admiración del otro Soto. De modo que, una tarde, en el despacho de bebidas, el cuchillero se le acercó al domador y le dijo: «Quiero saber su gracia, su nombre». Y el otro le respondió: «Soto, para servirlo». Entonces el cuchillero le dijo: «Aquí el único Soto soy yo, de modo que no se apure, elija el arma, que yo lo espero afuera». Nunca se peleaba bajo techo, porque era ofender la casa, aunque la casa fuese un prostíbulo. El domador no sabía qué hacer, pero alguien le alcanzó un puñal. Salió a la calle, pero como no sabía manejar el puñal, el cuchillero lo mató. Luego, los testigos, creo que entre ellos también había un vigilante, dijeron que el domador había provocado a Soto y, como este era el héroe local y el otro un forastero, todo quedó como si nada hubiera pasado. Así que, si uno tiene como enemigos a gente como Soto, el Toro Negro o el Torito, es mejor cuidarse, ¿no? Efectivamente, Don Segundo Sombra se cuidó. Murió de muerte natural no sé en qué fecha. Mis amigos y yo le hicimos una broma a Güiraldes publicando una nota en el diario desmintiendo el rumor de que el cadáver de Don Segundo iba a ser repatriado a un lugar de Italia, tratándolo como si fuese un gringo.

En el exterior, a la Argentina, en el mejor de los casos, se la sigue asociando con los gauchos, el mate...

Ahí tiene, el tipo del gaucho es un tipo que ha desaparecido. Yo vi gauchos por primera vez en Montevideo, eran troperos que traían hacienda. Actualmente, creo que este tipo se da al sur del Brasil, al norte del Uruguay, en la provincia argentina de Corrientes también. En la provincia de Buenos Aires ya no se da.

En algunos de sus cuentos los personajes toman mate. ¿Qué simboliza el mate para el argentino?

Supongo, más bien, que un hábito, un modo de poblar el tiempo o de perderlo. Yo no soy matero.

Usted representa el espíritu cosmopolita, habla desde una cultura universal...

Tanto como universal no sé, hago lo que puedo.

¿De dónde provienen sus primeras lecturas, su formación?

Le debo mucho a la literatura inglesa, incluyendo a la americana, desde luego. En casa, la mayoría de los libros eran en inglés; la Biblia era King James Bible; Las mil y una noches, la de Lane o la de Burton. Mi padre me dio los libros ingleses de su biblioteca. Hablábamos indistintamente inglés y castellano. Hablaba español con mi abuela materna que se llamaba Leonor Suárez de Acevedo y en inglés con mi abuela paterna, Frances Ann Haslam de Borges, que se casó con ese coronel Borges que se hizo matar.

Aunque se lo conoce por sus conocimientos de otras culturas, en sus cuentos aparecen compadritos y cuchilleros. ¿Cómo eran los compadritos de antes?

Bueno, no sé cómo eran realmente, porque los que yo alcancé ya eran malevos jubilados ¿no?

¿Siempre estaban debiendo una muerte?

Sí, en todo caso se suponía eso y, a veces, más de una muerte. Recuerdo a un amigo, el cuchillero Paredes de Palermo, que decía: «¡Quién no debía una muerte en mi tiempo, hasta el más infeliz!». Paredes había sido uno de los guardaespaldas de Juan Muraña.

¿Eran hombres de mucho coraje?

Sí, coraje individual, ya que no tenían ideales de ninguna especie.

¿Usted es un cultor del coraje?

Bueno, digamos que sí. Quizá porque soy físicamente muy cobarde admiro lo que me falta. Coraje cívico, tengo; físico, ninguno. Mi dentista lo sabe muy bien.

¿Su abuelo y también su padre se dejaron matar?

Mi abuelo se dejó matar, mi padre se dejó morir. Lo de mi padre fue un acto de mayor valentía. En cambio, lo de mi abuelo, el coronel Borges, es caso aparte, ya que morir en una batalla debe ser bastante fácil. Pero renunciar, como mi padre, a todo medicamento, rehusar inyecciones, no comer durante sesenta días, tomar solo un vaso de agua cuando lo quemaba la sed, no permitir que lo atendieran es muy difícil. Me parece una muerte más heroica. Tenía una enfermedad incurable y estaba postrado. Por eso, ayunaba, rechazaba todo remedio. Un día, me dijo: «No te voy a pedir que me pegues un tiro, porque sé que no lo vas a hacer; pero no te aflijas, yo me las voy a arreglar». Al cabo de dos o tres semanas no quiso ya ni beber agua y se murió. Fue como un suicidio.

¿Cómo era el Buenos Aires de antes, el que usted conoció, cómo es ahora?

No sé cómo es ahora, ya no lo conozco. El que yo alcancé era un Buenos Aires pequeño en el espacio, pero creciente, lleno de esperanza y ahora somos una ciudad muy grande y bastante triste, bastante descorazonada por hechos que son de dominio público. Creo que esa es la diferencia, algo pequeño, creciente y algo grande, que se desmorona.

¿Solo Buenos Aires o es el país entero el que está en crisis, en decadencia?

Creo que sí, pero, bueno, tal vez los jóvenes, de ellos depende el porvenir, no piensen como yo. Sinceramente, me siento incapaz de una esperanza lógica, pero quién sabe si las cosas son realmente lógicas, por qué no creer en milagros.

Recuerdo una nota, que desató una gran polémica en 1971, titulada «Leyenda y realidad», en la que usted manifestaba su posición en contra del peronismo.

Claro, por razones éticas, nada más. Yo no soy político ni estoy afiliado a ningún partido.

¿Usted fue perseguido durante la primera etapa del peronismo?

Más o menos. Me amenazaron de muerte, pero después se olvidaron. Mi madre, en cambio, estuvo un mes presa; mi hermana y un sobrino mío también. Conmigo se limitaron a amenazas telefónicas. Por eso, me di cuenta de que estaba perfectamente seguro; si alguien va a matar a otro, no se lo comunica por teléfono, ¿no?, por tonto que sea.

Recuerdo otro de sus textos, «El simulacro», donde usted presenta a Perón como el dictador y a Eva Duarte como una muñeca rubia, y dice que crearon una crasa mitología.

El hecho que yo refiero ahí, que no recuerdo muy bien ahora, era ese: el hecho de pasear una muñeca que simulaba ser el cadáver de Eva y un señor que simulaba ser Perón. Y ganaron bastante dinero haciendo eso. Esta historia me la habían contado dos personas que no se conocían entre sí, de modo que ocurrió en El Chaco, yo no la inventé, además no es una hermosa invención tampoco, es bastante torpe, bastante desagradable ver a alguien que se pasea con un ataúd, con una figura de cera, que está jugando a ser un cadáver; es una idea terrible y que se pague para ver eso y que la gente rece. Sí, crasa mitología viene a ser lo justo. Me había olvidado totalmente de esa página, pero tiene razón, yo la escribí y la escribí porque me había llamado tanto la atención.

Usted descree de la democracia. ¿Cuál sería el gobierno ideal para Borges?

Diría que las palabras gobierno e ideal se contradicen. Yo preferiría que fuéramos dignos de un mundo sin gobiernos, pero tendremos que esperar unos siglos. Habría que llegar a un estado universal, se ahorrarían los países, eso sería una ventaja y luego no habría necesidad de un Estado si todos los ciudadanos fuesen justos, las riquezas fueran bien repartidas, no como ahora que hay gente que dispone de muchos bienes espirituales y materiales y gente que no dispone de nada. Todo eso tiene que corregirse, pero quizá tengamos que esperar unos siglos para que se modifiquen las cosas.

¿Macedonio Fernández era anarquista?

Yo le debo tanto a Macedonio... Sí, en ese sentido era spencereano. Creo que hablaba de un máximo de individuo y un mínimo de Estado.

¿Usted piensa lo mismo?

Sí, claro. Ahora estamos over-ridden, estamos haunted por el Estado, el Estado se mete en todo. Cuando fuimos a Europa en el año 14, viajamos de Buenos Aires hasta Bremen sin pasaportes, no había pasaportes; estos vinieron después de la Primera Guerra Mundial, la época de la desconfianza. Antes se recorría el mundo como una gran casa con muchas habitaciones. Ahora usted no puede dar un paso sin demostrar quién es. El Estado está constantemente abrumándonos.

Usted ha recibido muchos premios y ha sido postulado para el Premio Nobel varias veces...

Sí, pero los suecos son muy sensatos, yo no merezco ese premio.

¿Cuál sería el premio que usted desearía recibir?

El Premio Nobel, desde luego, pero sé que no lo recibiré, lo cual lo hace aún más codiciable.