En la cresta de la ola

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From the series: Pùblicamemoria #15
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Por definición, la historia del tiempo presente es un campo privilegiado para trabajar con memorias y tender puentes con la historia. Hoy en día, la memoria es la forma más difundida y consumida para auscultar y registrar el pasado. Esto ha sido alentado de igual forma en las comunidades académicas al aprovechar contextos epistémicos propicios, como el “giro subjetivo” o el “giro experiencial”, que han revalorado la función testimonial y la figura del testigo, relegadas con anterioridad por influjo del estructuralismo; en especial como parte de las reivindicaciones de justicia social e histórica, de las políticas culturales de la diversidad, en respuesta a los discursos centralizadores y totalitarios, del declive de las explicaciones estructurales y del reposicionamiento de teorías hermenéuticas centradas en la comprensión del mundo social bajo enfoques procesuales. El auge de la memoria y el testimonio se evidencia en la proliferación de proyectos editoriales, arquitectónicos, audiovisuales, virtuales, e incide favorablemente en la generación de políticas públicas, recursos presupuestales destinados a apoyar museos, exhibiciones, programas de fomento, rescate o cuidado de todo lo categorizado como patrimonio. Es indudable que en algunos sectores de disciplinas como la sociología, la antropología y la historia, al igual que en los estudios culturales, están más cómodos al trabajar con la memoria que con la historia; así sucede por sus intentos de rebasar las taras poscoloniales, por preferencias morales, por dilemas éticos, por buscar popularidad, por seguir tendencias académicas y mediáticas, por incentivos presupuestales o por la genuina y loable intención de dar “voz” a los “sin voz”, aunque en contados casos también puede obedecer a una actitud ociosa o de pereza intelectual.

Durante generaciones, los historiadores han tenido claro que historia y memoria son dos cosas distintas, pero a la vez indisociables, que se necesitan mutuamente y se articulan en la necesidad de aprehender la experiencia propia y ajena. Esto demanda reflexionar en torno a nuestras concepciones sobre el tiempo en general, el tiempo histórico en particular y las temporalidades en sus variantes. La historia del tiempo presente, además de suponer cruces interdisciplinarios, tiene la oportunidad de disipar teórica y metodológicamente las confusiones entre historia y memoria. Aunque tensas, las relaciones entre historia y memoria permean los temas de identidad, patrimonio, valor testimonial, experiencia, homenaje, celebración, recuerdo, nostalgia, melancolía, olvido, perdón, justicia social, responsabilidad histórica y dinámicas intergeneracionales. En la transformación epistémica que acusa la historia actualmente, la historia del tiempo presente está llamada no sólo a atender estas discusiones, sino a contribuir a precisar conceptos, metodologías, técnicas de investigación y categorías pertinentes en sus estudios, los cuales, además, no pueden circunscribirse sólo al ámbito descriptivo, pues requieren involucrarse en el giro reflexivo que el campo historiográfico ha tomado.

Emociones e historia reciente: hacia una refiguración de la distancia histórica

Cecilia Macón

Las preguntas

El 10 de mayo de 2017, medio millón de personas marcharon en Buenos Aires enarbolando los clásicos pañuelos blancos con los que se identifican las Madres de Plaza de Mayo desde su fundación en 1977. Reclamaban sustancialmente la continuidad de los juicios por crímenes de lesa humanidad y el sostenimiento de la imprescriptibilidad de estos delitos, exhibiendo en esta movilización el impacto del reclamo de justicia sobre la esfera pública argentina49. Sin embargo, lo que me interesa destacar aquí de la imagen de esa multitud no es el reclamo en sí, sino su exposición de la pervivencia del pasado en el presente gracias a la potencia resignificante ejercida a través de las emociones. Las consignas que circularon ese día eran reproducciones de algunas de las más difundidas durante los últimos años de la dictadura y los primeros de la democracia: “el que no salta es militar”, “los desaparecidos, que digan donde están” o “señores jueces, nunca más”. Había, condensado en ese gesto reproductor, un interés colectivo en volver sobre esos días, pero siempre tomando como punto de partida las disputas del presente: el despliegue del pañuelo blanco fue enarbolado en las manos de los manifestantes, no colocado sobre sus cabezas simulando encarnarse como Madres de Plaza de Mayo.

Se revivieron esos días, pero haciéndose cargo de la distancia histórica que se imponía con la ejecución de los crímenes. Como en toda manifestación colectiva, la tarde estuvo atravesada por las emociones más diversas: indignación, ironía, inquietud, esperanza, ira, alegría. Las preguntas inevitables son aquí: ¿La dimensión emocional presente en esas horas en que se acercaban momentos del pasado a través de consignas y gestos representa una metáfora de aquello que entendemos por historia del tiempo presente? ¿En qué medida la dimensión emocional encarnada en esa plaza de ese 10 de mayo anula el juicio histórico-político condesado en esa movilización? ¿Qué modo de instituir distancia crítica resultó expresado en la presencia del pasado ese día? ¿Puede la dimensión emocional ser pensada como un bloque unificado, o su despliegue diverso obliga a revisar distintos modos de su marca?

Para desgranar conceptualmente estas cuestiones es importante recordar que una de las tensiones sustanciales que atraviesan la relación entre el discurso histórico y el orden emocional consiste en la dificultad para generar la distancia histórica con respecto al pasado, una exigencia usual a la hora de otorgar estatuto disciplinario a la reconstrucción de lo que sucedió. Se trata, justamente también, de una de las tensiones contenidas en la noción misma de historia del presente: siendo que es el pasado que pervive el que se intenta representar, ¿de qué modo se articula productivamente esta tensión? Esta cercanía podría llevar a suponer que mis líneas se ocupan de analizar parecidos de familia. Sin embargo, he optado por otro camino. Tras una reconstrucción del modo en que esta y otras tensiones se encarnan en el problema, intentaré argumentar que la historia del tiempo presente constituye un caso encargado de exhibir la productividad de la paradoja: la cercanía entre el presente y el pasado –que, sabemos, no es meramente cuantitativa– obliga a mostrar el abismo entre dos dimensiones emocionales distinguibles y el modo en que ambas se alimentan, la de quien reconstruye y la de los actores históricos involucrados.

De algún modo, incluso podemos decir que el debate alrededor de las emociones en la historia permite visibilizar las tensiones inscriptas en el concepto mismo de historia del presente de manera iluminadora. Sin embargo, me interesa aquí no sólo dejar en evidencia estas cuestiones, sino argumentar que el análisis de la dimensión afectiva o emocional50 permite introducir una noción revisada de la distancia histórica, particularmente útil a la hora de hacer foco en las cuestiones de la historia del tiempo presente. Es decir, que esa superposición de distancia y cercanía con el pasado en términos afectivos constituye un punto de vista privilegiado a la hora de dar cuenta de la historia del presente exhibiendo las tensiones, pero también la apertura hacia una respuesta en términos de un punto de vista propio para la historia del tiempo presente. En tren de sostener esta hipótesis, haré uso no sólo de un camino estrictamente conceptual, sino también del análisis de un texto publicado en 2013 por una investigadora del pasado reciente que fue también protagonista de esos mismos años. Me refiero a Claudia Hilb y su libro Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta. Como veremos a continuación, contrariamente a lo que podría esperarse, las emociones involucradas en la historia del tiempo presente muestran la superposición, pero también el rol de la distinción de la temporalidad: la cercanía obliga a pensar el pasado en términos de los afectos específicos de los actores del pasado y a reflexionar sobre el propio punto de vista emocional de quien narra de manera diferenciada. Pero antes de desarrollar este punto central es necesario establecer una breve reconstrucción alrededor de tres cuestiones centrales:

a) Qué es la historia del tiempo presente,

b) Qué entender por afectos/emociones y,

c) Los distintos modos en que se ha problematizado la relación entre historia y afectos.

Presente, pasado y presente

Recordemos que el concepto de “historia del tiempo presente” se basa en una suerte de paradoja: el acto mismo de representación historiográfica del pasado vivido como presente contiene el abismo crítico de la historia y el apego de lo vivido como cercano. Según una de las definiciones canónicas en circulación, establecida por Marina Franco y Florencia Levín, “se trata de un pasado abierto, de algún modo inconcluso, cuyos efectos en los procesos individuales y colectivos se extienden hacia nosotros y se nos vuelven presentes” (Franco y Levin, 2007: 31). Esta caracterización implica renegar de la narrativa de la flecha del tiempo acumulativa y teleológica para insistir en la pervivencia de lo sido en el presente (Mudrovcic, 2009: 18), el cruce tensionado entre memoria e historia y entre la dimensión ética y la epistémica del trabajo del propio historiador. Supone también la admisión de la presencia de las marcas emocionales en el punto de vista del historiador y de la explicitación de la politicidad de lo afectivo (Franco y Levin, 2007: 47).

Hay otro rasgo de la historia del presente que resulta clave para el desarrollo de estas páginas. Me refiero a su inserción en un determinado clima de época que enmarca la mera posibilidad de la conceptualización y la ejecución del proyecto disciplinario de la historia reciente en el marco de la constitución del paradigma memorialista en tanto opuesto al de la historia, en particular cuando se constituye en el marco de la larga duración (Allier Montaño, 2008: 180). Esta perspectiva sobre el pasado está sostenida en lo que Hartog ha caracterizado como “presentismo” contemporáneo. Según su análisis –esgrimido por el historiador francés como resultado de sus investigaciones en torno a los distintos regímenes de historicidad–, el régimen histórico contemporáneo establecido a partir de 1989 implica “el sentido de que sólo el presente existe, un presente caracterizado a la vez como tiranía del instante y como una cinta continua de un ahora que nunca se termina” (Hartog, 2015: 144). Es decir, nos enfrentamos a la evidencia de que “la categoría del presente se ha apoderado hasta tal punto que uno sólo puede hablar de un presente omnipresente” (Hartog, 2015: 397). Siendo que la definición de régimen de historicidad esgrimida por Hartog refiere a una categoría formal en tanto “constructo artificial cuyo valor reside en su potencial heurístico” (Hartog, 2015: 183), resulta sustancial destacar que no se trata aquí de discutir el ser del tiempo bajo una modalidad metafísica, sino su rol en la conformación de la relación entre la historia y la política. Podría decirse incluso que este presentismo entendido como clima de época es el resultado de una sucesión importante de futuros frustrados (Fisher, 2009: 15) que combinan la inercia con la aceleración. Como desarrollaré más adelante, es esa frustración la encargada de generar un arco afectivo más que particular a la hora de aproximarse al pasado: más cerca de la inquietud y de la ansiedad de lo coetáneo del pasado que del mero apego.

 

Si, en los términos de Hartog, entendemos por “historicidad esta experiencia primaria del extrañamiento, de distancia entre yoes, a las que las categorías de pasado, presente y futuro dan orden y significado” (2015), la centralidad otorgada al presente implica poner en tensión no sólo la distancia generada por la labor del historiador, sino también el orden en que se enmarca una determinada comunidad. Tal como ha reconstruido Eugenia Allier Montaño, el presentismo se produce en el contexto de una transformación del campo historiográfico encarnada en el trabajo de Pierre Nora que conlleva “el interés y la focalización en lo contemporáneo” (2008: 171). Se trata de “una historia enclavada en la problemática de la memoria que, heredera de los Annales, no desprecia la larga duración, aunque su lugar epistemológico es la actualidad, es decir “la evaluación del pasado en el presente” (Allier Montaño, 2008: 180). Esta perspectiva implica por cierto una ruptura con el supuesto de la linealidad del tiempo que se encarna en el modo de funcionamiento de la esfera pública: ya no se cree en un tiempo acumulativo orientado a un fin en el que cada momento reemplaza al anterior.51

Este régimen de historicidad implica preguntarse sobre su impacto tanto en la profesión como en el debate público: ¿Qué utilización hacemos desde el propio presente (Allier Montaño, 2008: 181), donde “utilidad” no implica distorsión, sino otorgamiento de sentido? Esta perspectiva supone, por otra parte, que hay “muertos sin identificar, crímenes impunes, victimarios sin juzgar y otras historias por contar”. Es aquello que no pasa pero también, como desarrollaré más adelante, lo que perturba de un modo distinto que si estuviera sucediendo en el presente. Por lo tanto, la ruptura con la linealidad del tiempo es resultado y causa de la irrupción de ciertos acontecimientos en el debate, así como la aproximación emocional es resultado y causa del modo de narrar la temporalidad. Esa centralidad del presente –encarnada, por ejemplo, en la modalidad de la protesta del 10 de mayo de 2017 que detallé más arriba– exhibe el quiebre de las pretensiones condensadas en la flecha del tiempo, pero sobre todo extiende sus consecuencias sobre otras dimensiones encargadas de establecer la lógica de la esfera pública en relación con su pasado.

Si durante la modernidad, es decir, cuando el futuro definía las reglas del régimen de historicidad imperante, resultaba fundamental encarar predicciones (Hartog, 2015: 104), a partir del momento en que el presente reemplazó al futuro como eje de esta categoría formal este objetivo se diluyó por completo. En tanto que ni el futuro ni el pasado convocan a las expectativas que guían toda acción, el presente ampliado y hasta indefinido en sus límites refigura el modo de experimentar y narrar la temporalidad. En términos de Hartog, como “el futuro (ya) no es un horizonte radiante que guía nuestros pasos” (Hartog, 2015: 192), la escritura de la historia deja de establecer una relación de fundamentación por disrupción del pasado en relación con el futuro, pasando a estar cargada de sentimientos como la inquietud y la ansiedad. ¿En qué medida la dimensión emocional presente en esta perspectiva –como la resignación ante aquellos futuros frustrados de Fisher– no ayuda a evitar el mero aplanamiento temporal? ¿Es posible rechazar la flecha del tiempo y a la vez evitar un presentismo radical? La clásica exigencia disciplinaria de establecer “distancia con el objeto” (Burucúa y Kiatkowski, 2009: 26) se encuentra aquí en principio jaqueada; pero si encontramos un modo de reconceptualizar esa distancia a la luz del papel ejercido por los afectos en su especificidad y no como mera generalidad, entiendo que podremos iluminar ciertos efectos del problema. Como intentaremos argumentar en las páginas siguientes, el análisis detenido del rol de la dimensión afectiva puede ayudar a desarmar estos supuestos y refigurar algunos conceptos. Esto siempre y cuando recordemos que no todos los afectos operan de la misma manera –incluso el mismo afecto puede impactar de distintas formas– y que la distancia crítica propia de la mirada retrospectiva sobre el pasado –aun el que es presente– puede ser reconfigurada a la luz de estas cuestiones, si es que atendemos a ciertos rasgos puntuales de la noción de “distancia histórica”.

Entiendo aquí justamente que la idea de “distancia histórica” debe ser sostenida como una metáfora (Hollander, Paul y Peters, 2011: 1) capaz de instituir –más que de recoger– una perspectiva (Ginzburg, 2001: 144) que, tal como requería el propio Johan Huizinga, haga posible la interpretación a través del diseño de ciertos patrones en el pasado (Ginzburg, 2001: 50). Recordemos que aun para el propio Huizinga la distancia histórica es lo que hace posible tanto la interpretación histórica como la artística (Hollander, Paul y Peters, 2011: 2). Es decir, que no se trata de instituir un modo necesariamente objetivo en tanto desapegado del objeto de estudio, sino de evitar que ese objeto tenga contornos imprecisos. El concepto clásico de distancia histórica supone sin duda adherir a la idea de una flecha del tiempo (3) sostenida en el supuesto de que el tiempo se mueve en una única dirección dejando definitivamente atrás lo que ya sucedió. Así, “la comprensión histórica trata de crear distancia, en términos de la distinción entre presente y pasado” (5), pero se trata también de un efecto retórico (8) cuya constitución como tal depende al menos parcialmente de la audiencia (9).

Es en esta vía que en un artículo ya clásico Salber Phillips señaló que la idea de distancia histórica ha dejado de ser algo prescriptivo para devenir un instrumento heurístico como “un conjunto de compromisos que median nuestras relaciones con el pasado” en términos formales, afectivos, ideológicos y conceptuales (2011: 11). La actitud retrospectiva es entendida aquí como propia de la historia. Pero consiste en una retrospección que siempre mantiene la tensión entre el extrañamiento (Ginzburg, 2001: 5) y la necesidad de intimidad con el pasado (Salber Phillips, 2011: 12). Se trata de generar distancia en términos de cómo nos posicionamos en relación con el pasado: en palabras de Salber Phillips, “la distancia histórica conlleva una variedad de modos en los que nos acercamos al pasado” –o, para decirlo más claramente, a los futuros que el pasado hace posible– (2011: 13). En términos más generales, esto significa que la distancia histórica pertenece a una familia de sentimientos, juicios y acciones que están ligados a nuestra necesidad de navegar el mundo que nos rodea –sea en relación con las gradaciones de tiempo, espacio, afecto o las recompensas o presiones de una comunidad. Este recurso a la dimensión afectiva argumentado por Salber Phillips no debe ser interpretado, entiendo, como el establecimiento de grados de afectividad en tanto gesto destinado a generar distancia histórica, sino como una apelación a distintas modalidades de la afectividad en orden a discutir el concepto. Modalidades que como veremos más adelante están estrechamente vinculadas a modos de la temporalidad donde queda en evidencia el punto de vista propio de la historia del presente.

En este sentido, resulta paradigmático el análisis desplegado recientemente por el historiador Anthony Dirk Moses al expresar la ansiedad que le genera abocarse a dar cuenta de los genocidios. Su distinción entre memorias “frías” y “calientes” (Dirk Moses, 2016: 332) se sostiene en la posibilidad de que el historiador se identifique emocionalmente en mayor o menor medida con las víctimas. De todos modos, reconoce, la angustia y el impacto sobre la intimidad experimentados en el momento de enfrenarse a este “pasado que no pasa” tiñe cada palabra de la representación. Es obligarse a admitir la experiencia de ansiedad generada por la incertidumbre de no ser justo con las víctimas (Dirk Moses, 2016: 347) y la necesidad de tener en cuenta el impacto emocional del testimonio sobre el historiador y de la representación sobre la propia subjetividad del testimoniante (Dirk Moses, 2016: 349). Justamente, como analizaré más adelante, este arco afectivo es el encargado de constituir una modalidad especial de la distancia histórica cuando se trata del pasado presente. No el apego asociado al mero aplanamiento temporal, sino la inquietud vinculada a la perturbación.

Emociones como historia

El análisis a veces transversal del papel de la dimensión emocional dentro de las muchas reflexiones sobre la historia del tiempo presente o en el contexto del ejercicio concreto de la investigación obliga a reconstruir brevemente qué es lo que se entiende por “emoción” a lo largo del argumento central de estas páginas.

Si bien la filosofía ha estado siempre atenta a la cuestión de los afectos y su rol en la política –baste recordar los escritos de Smith, Hobbes, Ferguson o Spinoza–, es en los últimos años, y muy particularmente en el ámbito de las teorías de género, cuando ha comenzado a desplegarse el llamado “giro afectivo”. Es importante señalar que la gran mayoría de los primeros planteamientos tiende –con algunas salvedades– a utilizar emociones y pasiones como sinónimos. Sólo la idea de pasión –que remite a la mera pasividad de las emociones o a su exacerbación– es consensuadamente considerada como parcial e insuficiente por los miembros del actual giro afectivo, muchos de ellos dedicados a la teoría queer. Se trata de un entorno conceptual que, aunque diverso, coincide –como la teoría queer en términos generales– en corroer una serie de dicotomías: en este caso la distinción entre pasiones y razones es disuelta, cuerpo y mente son pensados como una unidad y, centralmente, los afectos son entendidos tanto como acciones –determinadas por causas internas– como en términos de pasiones –determinadas por causas externas– (Clough, 2007: 48).

El giro afectivo puede ser entonces presentado como un proyecto destinado a explorar formas alternativas de aproximarse a la dimensión afectiva, pasional o emocional –y discutir las diferencias que pueda haber entre estas tres denominaciones– a partir de su rol en el ámbito público. De este modo, la reivindicación del papel de la dimensión afectiva en la vida pública y en los modos en que nos aproximamos al pasado implica la introducción en la discusión del análisis de afectos específicos –como vergüenza, odio, amor, rabia, disgusto, enojo, ansiedad, etcétera–, el cuestionamiento de la dicotomía entre afectos positivos y negativos (Flatley, 2008; Cvetkovich, 2012), la reivindicación del papel de los afectos llamados “feos” (Ngai, 2007: 11) o menores y del modo en que este giro obliga a revisar la idea de agencia y el papel de gran parte de los dualismos –interior/exterior; público/privado; acción/pasión (Hardt, 2007: 34). Es decir, el giro afectivo intenta desplegar una perspectiva sobre el papel de los afectos en la vida pública cuestionando ciertos esquemas establecidos, como la distinción tajante entre la esfera pública y la privada, la asociación entre sufrimiento y desempoderamiento/victimización o la vinculación exclusiva de afectos clásicamente positivos, como el orgullo a la acción política.

 

De acuerdo con la caracterización propuesta por el giro, los afectos están vinculados a la labilidad, la contingencia y la sutileza (Sedgwick, 2003: 21), constituyéndose también en articuladores de experiencia: “las emociones son aquello que une, lo que sostiene o preserva la conexión entre ideas, valores y objetos” (Ahmed, 2010: 29). Las emociones, en este marco, son entonces sociales (Ahmed, 2004: 8): no se trata de estados psicológicos, sino prácticas sociales y culturales (Ahmed, 2004: 9) capaces de producir la superficie y los límites que permiten que lo individual y lo social sea limitado. Sociales, inestables, dinámicos, paradójicos, los afectos así presentados constituyen una lógica capaz de dar cuenta del lazo social. Se trata también de conceptualizar la capacidad para afectar y ser afectado, o el aumento y disminución de la disposición del cuerpo para actuar, enlazar y conectar (Gregg y Seigworth, 2010: 2). Los afectos son aquí instancias que, como los actos de habla de Austin, resultan profundamente performativos: son en sí mismos actos capaces de, por ejemplo, alterar con su irrupción la esfera pública. En palabras de Gregg y Seigworth: “los afectos refieren generalmente a capacidades corporales de afectar y ser afectados, o el aumento y la disminución de la capacidad del cuerpo para actuar, para comprometerse, o conectar”. De hecho, “los afectos actúan” (2010: 2).52

Teniendo en cuenta estas puntualizaciones, es importante señalar que cuando nos referimos al modo en que la noción de “distancia histórica” puede ser refigurada a la luz del papel de las emociones esto implica insistir sobre su rol performativo –es decir, constitutivo de una determinada lógica–, social, paradójico, público y, muy particularmente, disolvente de dualismos como público/privado, razones/emociones o cuerpo/mente. No se trata de señalar algo que se padece, sino de una dimensión que se visualiza en su performatividad. En qué medida este modo de entender los afectos altera la distancia histórica, depen-de en gran medida de atender a los modos específicos en que se puede vincular la historia con los afectos y a estos últimos con la temporalidad y de desgranar la especificidad del impacto de distintos órdenes emocionales.

Entendido, entonces, el giro afectivo en el marco de esta caracterización es preciso dar cuenta de su vínculo con los problemas propios de la historia a través de dos cuestiones diferenciadas. Por un lado, el modo en que estas discusiones impactan sobre el papel de los afectos en las estrategias desplegadas por el historiador al aproximarse al pasado –sus voces, sus fuentes, sus acciones, sus cuerpos. Por el otro, los desafíos que representa el intento por aprehender el papel de las emociones encarnadas en las acciones del pasado. En relación con la segunda cuestión, el debate ha implicado abrir un arco importante de interrogantes que derivaron en perspectivas teórico-metodológicas más que diversas (Macón-Solana, 2016: 22). ¿Cómo cambian las emociones a través del tiempo? ¿Es posible dar cuenta de algún tipo de continuidad en relación con aquello que entendemos, por ejemplo, por tristeza? ¿Cómo son causadas históricamente las emociones? ¿Siendo invisibles, cómo aproximarse a ellas, a través de qué huellas? ¿Cuál es la relación entre las normas emocionales y la experiencia emocional de los individuos? Son estas algunas de las preguntas que guían el campo de la historia de las emociones a través de momentos inevitables de intersección con la historia conceptual o la historia del cuerpo.53

En relación con los vínculos afectivos posibles involucrados en el encuentro entre el presente del historiador y el pasado que investiga –central a la hora de discutir la distancia histórica–, podemos recordar que “la disciplina histórica en cualquiera de sus versiones se encuentra atravesada por una tensión fundante: busca comprender un pasado que, en principio, se presenta como extraño o ajeno y, para hacerlo, debe transformar esa extrañeza en algo comprensible en términos familiares o conocidos” (Macón-Solana, 2016: 21). La historia del tiempo presente sólo tensiona esta cuestión al punto de exhibir sus problemas, pero también su dimensión productiva. La alteridad y el deseo de conectarse con las acciones que son objeto de estudio –también atravesadas por la dimensión emocional– no implican necesariamente la apelación al apego, sino que abre la posibilidad de un vínculo establecido a través de otros arcos emocionales.

Resulta clave aquí recordar que en los últimos años se han comenzado a reivindicar las conexiones y contactos con el pasado (Dinshaw, 1999; Freccero, 2006), intentando establecer un nuevo modo de generar la distancia temporal: lo clave aquí es tener en cuenta el deseo de establecer un vínculo con el pasado de manera tal que tenga en cuenta la relación emocional entre presente y pasado (Macón y Solana, 2016: 24). Así, por ejemplo, Elizabeth Freeman (2010: 109) señala: “las ataduras pasionales a los materiales del archivo, que eran crecientemente negadas por la metodología historicista a medida que el siglo XIX progresaba han comenzado a ser cuestionadas a favor de intentos por sacar a la luz el método que utiliza al cuerpo como herramienta para figurar o performar el encuentro del pasado en el presente, un encuentro que es capaz de producir conocimiento histórico bajo la forma de respuestas somáticas, no sólo traumáticas sino también placenteras” (Macón-Solana, 2016: 16). Este modo de contacto afectivo con el pasado obliga, por cierto, a repensar los modos en que concebimos la temporalidad, haciendo a un lado las grandes narrativas sostenidas en la adhesión a la flecha del tiempo. No se trata de adherirse al pasado, sino de que lo visceral y afectivo del presente formen parte del modo de aproximarse a ese pasado. Si recordamos la dimensión híbrida e inestable que puede adquirir lo afectivo tal como fue desplegado más arriba, esto no implica una adhesión ingenua al pasado. De lo que se trata es de abrir la posibilidad de explorar distintas modalidades de lo afectivo ejercidas al establecer contacto con el pasado –muy particularmente el reciente– en todas sus consecuencias.

Paradoja y tiempo en la indagación del pasado presente

Teniendo en cuenta estas puntualizaciones que indican el camino por el cual es posible tensionar el concepto mismo de historia del tiempo presente desde las teorías de los afectos involucrando la resignificación de la temporalidad, me gustaría discutir ciertos aspectos puntuales a partir de una suerte de estudio de caso. Me refiero al libro Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta de la politóloga argentina Claudia Hilb publicado en 2013. Entiendo que allí se explicitan y problematizan los dos aspectos en los que se vincula la historia reciente con el giro afectivo que ya fueron señalados en la sección anterior: como objeto de estudio de las experiencias de los actores del pasado y como modo heterodoxo de aproximación de quien reconstruye, al tiempo que abre la posibilidad de resignificar la noción de “distancia histórica”. Así, en el caso del breve volumen de Hilb –enmarcado en una característica que sabemos discutible, pero de todos modos central de la historia reciente, como es la supervivencia de los actores y nuestra coetaneidad con ellos– se visibiliza la tensión entre la lógica de la dimensión afectiva de la autora, como investigadora por haber sido partícipe de la época que busca representar con aquellos afectos o emociones que cree identificar en las acciones pasadas.

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