El trapero del tiempo

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La primera jornada de trabajo en casa del profesor fue larga y tediosa, pero no menos apasionante, en la que se sucedieron las charlas, debates y conferencias, y que culminó con algo que dejó boquiabiertos a los allí reunidos. Tras tomar todos la palabra y mostrar las novedades en sus diferentes áreas, le tocó el turno a Gregorio Adames. Carlo Fini lo traducía tras media hora de parlamento y, al tiempo de finalizar, Adames mostró una enorme foto, en la que demostraba haber descubierto y fotografiado la reproducción en el Mediterráneo de la especie de molusco gasterópodo patella safiana. Algo insólito, pues en los cerca de doscientos años en los que se había desarrollado la Malacología como ciencia nadie había probado tal situación en aquella zona. Era esta una especie de lapa que había convivido con griegos y romanos en la antigüedad, pero que se creía imposible que volviese a aparecer en esas cálidas aguas, lo que había llevado a algunos científicos como Fini a certificar su extinción, algo que le procuró galardones y reconocimiento internacional.

François Fournier, que entonces sólo contaba treinta y dos años y acababa de conseguir la cátedra de Ecología Marina, tampoco podía entender cómo Adames había logrado tal instantánea. Los señores Krugman y Smith daban vueltas a sus plumas y se habían echado hacia atrás en el respaldo de los sillones, impactados. Fini dio un salto de la mesa y, tras disculparse, se ausentó unos instantes a su despacho del torreón de la inmensa villa milanesa en la que vivía desde muy joven, con la citada foto entre las manos, mirándola fijamente, dándole vueltas y acercándola a sus ojos. En esa torre se encerraba durante horas intentando dejar a un lado los asuntos universitarios y de la organización clandestina a la que pertenecía desde los treinta años y en la que entró como aprendiz. Ese día Gregorio Adames, con su instantánea y su hallazgo, había roto y tirado a la basura sus estudios fósiles de los últimos doce años.

«¿Cómo puede ser cierto lo que ningún experto había supuesto desde el siglo XVIII? ¿Cómo un joven malacólogo aficionado ha conseguido verlo e incluso lo ha fotografiado? ¿Qué haría ahora? ¿Qué diría en clase a sus alumnos? ¿Cómo rectificaría sus conferencias?», pensaba atormentado el catedrático, conocido en todo el mundo por su magisterio y sabiduría en el estudio de la Malacología Evolutiva.

Se sintió fatigado y confuso, y le comenzó a doler la cabeza. Aquella fotografía con ese gasterópodo hermafrodita de patella en pleno acto reproductivo en una playa diminuta del sur de Europa acababa de echar por tierra dos tesis doctorales y la mitad de la carrera científica del especialista en Arqueomalacología Renato Fini. «¿Quién demonios es ese tal Adames en realidad?», masculló de nuevo, antes de descolgar el teléfono.

La segunda noche en el apartamento del Puerto Viejo de Marsella transcurrió entre apuntes de francés y las aventuras y espías de Le Carré. Había colgado en el saloncito el único cuadro que había podido arrastrar hasta allí desde Reims, y a las once en punto se metió en la cama, satisfecho por sus primeras clases y con la ilusión de que en el apartado de correos de la oficina principal de Marsella, que había contratado dos días antes, estuviese la correspondencia que esperaba impaciente desde hacía ya cuatro semanas. La número diecinueve de las cartas que a Gregorio Adames le servían para saber que la vida que ya no tenía seguía existiendo.

Capítulo II
Ruido de sables

—Es necesario que la naturaleza vencida muera sobre el campo de batalla. Es preciso que la realidad suceda al sueño, y entonces es el sueño el que domina absolutamente, y la vida se hace sueño y el sueño se hace vida.

A. Dumas, El conde de Montecristo

Escuchó disparos y se asustó. Roberto, sorprendido, miró fijamente a su hermano Adolfo y supieron enseguida que algo no iba bien. Dejaron el jilguero con el que intentaban engañar a los pájaros en el cimbel y fueron corriendo monte abajo, hacia el pueblo que los vio nacer hacía ya dieciséis y diecisiete años.

Su madre los había dejado subir al monte durante unas horas, con cierta preocupación, pues en Nerja empezaba a enrarecerse el ambiente, y no era extraño el día en que el padre de aquellos muchachos, José Quiles Hinojosa, era vejado e insultado por las calles con acusaciones que ellos no entendían y que José se había esforzado en explicarles sin resultado alguno. José tenía por entonces cincuenta y un años, y era un hombre seco y autoritario, aunque cabal, trabajador y muy honrado. Era médico general y un investigador contumaz, que había conseguido incluso instalar en su jardín todo un laboratorio de investigación médico-farmacéutica, habiendo descubierto hacía muy poco un suero que mejoraba el pronóstico de la tuberculosis; y, para su posterior desgracia, se había casado con Elisa, una adinerada heredera del pueblo vecino. A pesar de la altivez y el exceso de proteccionismo que le caracterizaba, sus hijos y su esposa lo adoraban, y ese sentimiento recíproco hizo aquel día a los muchachos salir corriendo hacia la casa de nuevo, temiendo por él, pues antes de partir hacia el campo con las jaulas de perchas llenas de jilgueros, camachos y un verderón, habían visto a un grupo de jornaleros armados paseando por el pueblo vociferando contra el fascismo, los burgueses y los terratenientes.

Ese ocho de octubre de 1936 la brigada mixta de milicianos con mando en Maro arrasó la playa oeste de Nerja y las casas de la costa con una violencia extrema. Sólo un par de días antes se había creado en Madrid el Comisionado General de Guerra, donde se acordó que las milicias actuarían en batallones de infantería bajo el mando único del ministro de la Guerra, a la sazón Francisco Largo Caballero.

El sacerdote Pascual Lozano, de treinta y cinco años, fue acribillado sin mediar palabra cuando salía de dar la extremaunción en casa de Ricarda Gómez a su ya casi difunto marido. Los hombres dejaron el cadáver en la orilla a petición del capitán Martínez, así serviría para alimentar a las gaviotas, decía riéndose el oficial. El domicilio de los Quiles estaba muy cerca, encima de la playa, a sólo doscientos metros de donde las milicias estaban sembrando el pánico. Sólo media hora más tarde apresaron al pescador Jacinto Navarro al no encontrar en la humilde casa a pie de playa a su señora, Pepa Molina, a la que buscaban por seguir sirviendo como lavandera en la casa del médico. Finalmente llegaron al enorme jardín que presidía la entrada en la casa de los Quiles. Eran alrededor de quince hombres los que llegaron hasta arriba. Estaban achicharrados por el sol y tenían la piel seca y cuarteada. Algunos fumaban y otros se sentaron en el suelo, cansados. Todos iban armados con subfusiles y armas blancas atadas a los cintos.

—Sal que te veamos la cara, fascista hijo de puta —dijo un miliciano pequeño y moreno, con el pelo muy rizado—. Sal de ahí ya, rata asquerosa.

La puerta inmensa de cristal y vidrio de colores que daba a la casa desde el jardín se abrió muy despacio. Las manos temblorosas del doctor Quiles asomaron primero, con un gesto entre la rendición y el alto. Finalmente el casi metro noventa de estatura del grueso doctor apareció ante los milicianos y suboficiales de aquel rudimentario batallón.

—No he hecho nada, señores. Sólo soy un médico. No estoy en política, no entiendo a qué han venido. ¿Me acusan de algo, caballeros?

Los cinco milicianos comunistas que estaban más cerca de la puerta de la casa se rieron a carcajadas.

José se ayudó de la mano derecha para apartar el sol que le cegaba y acertó a reconocer algunas caras entre los milicianos que se reían con actitud chulesca y arrogante. Conoció rápidamente a dos de ellos. Habían sido no hacía mucho pacientes de su consulta del seguro nacional de previsión en la calle Barranquilla.

—¿Martín? ¿Antoñito? —preguntó tímidamente el médico sin recibir respuesta.

Todos fingían no haberlo visto nunca.

—¿Qué de que se te acusa, cabrón? —vociferó entre risas un iracundo comunista pelirrojo—. No hay más que ver la casa que tienes para saber que eres un burgués y un señorito. Un facha de los cojones y un tirano de mierda.

El doctor Quiles no daba crédito a tamaña falacia y a la durísima acusación que le hacían los improvisados e inexpertos soldados. Cerró la puerta de vidrio que tenía a su espalda, pretendiendo que no escuchasen nada ni su mujer ni sus hijos pequeños.

—Por Dios, señores. Esta casa es de mi mujer, la heredó de su familia. Yo soy un profesional, trabajo hasta altísimas horas. Tengo cuatro hijos, no soy un hombre rico. Déjennos en paz, se lo ruego. La guerra no tiene nada que ver conmigo.

Mientras tanto, detrás del muro que separaba la casa del monte y de la ladera que conducía a la playa se escondían Roberto y Adolfo, aún sudorosos y con el corazón latiendo a toda prisa por la carrera que acababan de darse cuando escucharon los disparos. Al ver a los jornaleros y campesinos armados prefirieron no entrar en la casa y observar desde lo lejos la terrible escena.

Un miliciano, el más joven y delgado se acercó al médico y le dio un culatazo con el subfusil en la cabeza. La sangre rojísima no tardó en brotarle de la ceja y cubrirle el rostro entero. José cayó de rodillas al suelo, más por la impresión que por el dolor que aún no sentía. El soldado Antoñito Arias escupió al doctor y dio un paso atrás. Los demás milicianos se reían y alguno le incitaba a que le diera otro golpe más.

Adolfo no pudo aguantar la rabia y acudió tras saltar el muro hacia su padre, que no paraba de sangrar. De nada sirvieron los tirones que de la camisa le daba su hermano Roberto intentando contenerlo. Se quitó la camiseta sucia que llevaba debajo y se la puso a su padre junto a la enorme herida de la frente mientras insultaba a los soldados con toda la artillería verbal de la que disponía a sus dieciséis años.

 

—No es nada, hijo, estoy bien, ve adentro con mamá y tus hermanos. Ya se van —dijo consolando a su hijo—. ¡Ve dentro con tu madre!

—No, papá, me quedo aquí, ¿qué te van a hacer? —gritó Adolfo con cara de pánico.

—¡Ve adentro ahora mismo!

La emotiva escena no ablandó ni un ápice a la brigada sexta del batallón republicano de las milicias de la Axarquía, que parecía disfrutar con aquella violencia y humillación.

En el muro seguía Roberto, preso de la ira y el odio. Se había hecho sangre en el labio inferior de morder tan fuerte. Estaba paralizado y respiraba hondo. Juró decenas de veces por Dios que aquella humillación a la que estaba siendo sometido su padre algunos la pagarían muy cara. Sacó las suficientes fuerzas para incorporarse y salir corriendo sin hacer ruido en dirección al centro del pueblo en busca de la única persona que pensaba que en aquellas circunstancias podía prestarle ayuda. Llegó en apenas unos minutos y campo a través a la casa de su tío Santiago, aporreó la puerta con todas sus fuerzas y en cuanto su tía Josefina le abrió sólo acertó a gritar entre sollozos.

—¡Van a matar a mi padre! ¡Van a matarlo!

En el calabozo improvisado que el aún incipiente bando republicano tenía en la calle de la Feria había únicamente dos celdas. En la primera, la más pequeña, había tres muchachos de no más de treinta años y una señora de unos cincuenta que los visitaba. En la segunda había alrededor de veinte hombres. Unos estaban de pie y sujetos a los barrotes oxidados. Otros estaban tirados en el suelo y aparentaban dormir. En el interior, dos hombres casi ancianos fumaban lo que parecía tabaco de picadura. Al fondo de la celda, mirando pensativo la poca luz que entraba por la minúscula ventana y con una enorme venda sucia en la cabeza, estaba el doctor José Quiles, médico de profesión y ahora preso del ala más radical de las brigadas mixtas que empezaban a formarse a finales del año treinta y seis en el sur de Andalucía.

—Eh tú, gordo. Sí, tú, el médico —dijo malhumorado el cabo primero responsable de la cárcel desde una mesita de madera pequeña que tenía junto a la celda—. Han venido a verte.

Elisa, la esposa de José, su hijo Adolfo y su cuñado Santiago entraron corriendo en aquel pasillo que conducía al calabozo y agarraron con fuerza las ensangrentadas manos del médico a través de los barrotes. Elisa no pudo reprimir el llanto. A su hijo Adolfo le temblaba el labio inferior y, recordando las lecciones de su padre en cuanto a los sentimientos en público, aguantó esa vez. No abrió la boca y tampoco derramó ni una sola lágrima.

—Tenéis que ser fuertes. No creo que me maten. No he hecho nada malo y creo que puedo serles útil durante la contienda, que parece que durará más de lo previsto. La guerra va a ser larga y muy difícil. No pueden matarme. Somos pocos los médicos y me necesitarán. Confiad en mí —dijo con una voz muy baja y rota.

En ese instante, Santiago Quiles seguía, tras salir de la cárcel, en su auto en dirección a la calle de las Flores, donde en un humilde chalet de finales de siglo vivía la única persona que podía evitar una sentencia a muerte de su hermano José. Joaquín Madariaga López había sido diputado socialista por Málaga hasta el año treinta y cuatro y vivía retirado en Nerja, donde escribía ensayos y traducía novelas escritas en alemán. Los militares rebeldes no tardarían ni seis meses en tomar la provincia y Santiago, secretario del ayuntamiento nerjeño, lerrouxista y fiel a la República del presidente Azaña, sabía que con su hermano podían cometer una locura en cualquier momento.

—¿Santiago? ¿Eres tú? —preguntó el exdiputado, ya anciano y miope, sujetando a su setter irlandés del cuello mientras abría la puerta.

—Tienes que ayudarme —dijo mirando al suelo tras quitarse el sombrero—. Es mi hermano José. Lo han detenido.

La visita a la cárcel improvisada había durado apenas quince minutos escasos. El coche gris oscuro del tío Santiago dobló la esquina y Adolfo y Elisa se levantaron del escalón del penal donde esperaban impacientes. Elisa se abalanzó sobre su cuñado y lo cogió fuertemente por los hombros, zarandeándolo y haciendo caer al suelo su pitillera.

—¿Has podido hacer algo? ¿Qué van a hacer con él? —preguntaba con la respiración entrecortada la mujer de José. Un vahído por poco la hace desmayarse.

Santiago asintió, mirándola, y se quitó de nuevo el elegante sombrero dejando la incipiente calva al descubierto.

—Creo que he podido aclarar esto, pero no sé por cuánto tiempo —decía mientras sacaba un sobre blanco del bolsillo derecho de la levita negra que acostumbraba a vestir—. Ahora vuelvo —dijo entrando deprisa en el diminuto pasillo de la prisión.

Entró a toda prisa apartando a la multitud que se agolpaba allí, compuesta por milicianos, simpatizantes y familiares de presos. Una vez entró en la pequeñísima sala donde estaban las dos celdas y vio al siniestro soldado que vigilaba junto a los barrotes, le extendió la carta dirigida al capitán Martínez. Lo cachearon de nuevo y pudo pasar al despacho sucísimo del oficial de Maro, Sebastián Martínez Marín. Este era peludo, bajísimo y sudaba como un auténtico cerdo. De su gorrilla roja caían goterones de sudor enormes, más incluso que cuando ejercía antaño los oficios más ingratos. El cargo le venía muy grande y lo sabía. Abrió torpemente el sobre con la carta de Madariaga y la leyó con dificultad, muy lentamente.

—Nunca he sido hombre culto, Quiles. Además en esta ratonera no se ve una mierda —dijo acercándose a la ventanita.

Tardó demasiado en leer la carta y Santiago se impacientaba.

—Madariaga puede que tenga razón —dijo al fin el capitán—. El faccioso de tu hermano puede que nos venga bien más adelante. Dicen que Franco llegará en breve, que será por Algeciras o por Granada. La tropa esta acojonada. Mis hombres no son profesionales y no tengo ni una puta enfermera que me cuide a estos pobres desgraciados cuando les den para el pelo los moros de Franco. Está bien, llévatelo. Pero como salga de su casa me lo cargo yo mismo a garrotazos. Les diré a los chicos que monten guardia allí en la playa —concluyó el oficial, irritado y empapado en sudor.

Santiago no sabía cómo agradecer el extraño gesto de humanidad del oficial.

—A veces los zagales, que están muy verdes, se me entusiasman demasiado. No nos lo tengas en cuenta, Quiles.

Roberto nunca olvidaría ese maldito día de primeros de otoño del maldito año 36. Tampoco olvidó jamás la impresión que le produjo ver a su padre salir del penal cabizbajo y magullado, desnortado, sucio y hambriento. Ni el abrazo enorme, eterno, fortísimo, que le dio éste tras llegar hasta allí en bicicleta por el camino de la playa, mientras los animaba a todos y trataba de restar importancia a su detención y a las falsas acusaciones.

—Sólo son muchachos. No saben lo que hacen. Los han engañado. Confiad en mí. Soy un buen hombre. Esto acabará pronto —dijo José emocionado y dolorido, más tal vez porque sabía que no era cierto su presagio que por las palizas que había recibido.

Roberto pasó toda esa noche encerrado en su cuarto. No quiso probar la comida ni habló con nadie durante días. Su padre permanecía en arresto domiciliario desde que el exdiputado socialista y viejo amigo del tío Santiago consiguiese, por el momento, salvarle el pellejo.

Los pacientes asignados al cupo de la iguala de enfermedad de José tuvieron que desplazarse hasta la enorme casa de la colina de la playa. El capitán Martínez había dejado claro que no quería que se moviese de allí. El dispensario que el doctor Quiles tenía desde 1923 en la calle Barranquilla fue abierto y destrozado, tiraron piedras y se llevaron hasta la camilla de los enfermos. Su domicilio había sido invadido por tres familias que ahora convivían con ellos, otros tantos se habían instalado en el jardín y destrozado el laboratorio de investigación de José.

Le habían establecido un cupo de veinte pacientes por día y no era raro que enfermos con patologías gravísimas tuvieran que marcharse de la casa del doctor a empujones de los milicianos playa abajo. El resto del día lo pasaba atendiendo a los soldados republicanos y las jornadas de trabajo lo tenían fatigado y exhausto. Ya no era joven y estaba empezando a enfermar.

Empezaba a hacer frío y José Quiles intentaba calentarse en su despacho a duras penas, con un infernillo que servía para hervir algunos instrumentos médicos. Puso en un recipiente con agua las agujas para la insulina que a diario le inyectaba la matrona y ayudante Fuensantita Pérez. Esta era una joven del pueblo de Tolox, en la Sierra de las Nieves. Con quince años había entrado a trabajar en la casa del médico como ayudante en las labores de la señora Elisa, pero pronto José advirtió en ella tanta destreza y buen hacer con los enfermos que decidió incorporarla a su consulta y llevarla consigo en los partos y operaciones en las casas y en el campo.

—Tiene usted el azúcar por las nubes, don José. Mire el color de la tira de sangre. Y mire el de la orina —dijo Fuensantita alarmada—. No puede usted seguir así.

—Sí, hija, es cierto. No me encuentro nada bien últimamente. Estoy fatigado y me canso mucho. Estoy perdiendo la vista y cojeo del pie derecho. Me estoy haciendo viejo demasiado joven —maldecía el doctor sentado en su sillón con gesto dolorido.

En ese momento de pequeño descanso entre pacientes, el cabo Ramón Moreno entró sin llamar a la puerta en el dispensario, abriendo violentamente y apremiándolo.

—Cámbiate, Quiles. Han herido al sargento en el monte.

Habían pasado dos semanas cuando Roberto comenzó a salir a la calle en las dos únicas horas en las que su madre se lo permitía. Empezó a probar poco a poco la comida y tras la insistencia de los amigos que iban a diario en su busca optó por empezar a ir a pescar, a cazar jilgueros y a dar unas vueltas con la bicicleta a pesar del mal tiempo que fue constante todo el otoño. En el colegio, cuyas clases eran interrumpidas constantemente por el curso de la guerra, apenas lograba concentrarse.

Arturo Suárez era hijo de don Luis, el boticario e íntimo y asiduo tertuliano de su padre. Ese día los dos cogieron sus sedales y probaron suerte entre las rocas del espigón, justo debajo del mirador al que el rey Alfonso XII había bautizado como Balcón de Europa. Arturo no encontró palabras para animar a su amigo y estuvieron callados más de una hora, a pesar de que las circunstancias del boticario no eran muy distintas de las del médico. Los milicianos habían saqueado la botica y no habían dejado medicación suficiente para la población nerjeña, y su familia tampoco podía salir de la casa, que tenían encima de la antigua botica. Por si fuese poco, la depresión que su madre padecía desde hacía años se agravó y ya no vio la señora del boticario Suárez razón alguna para levantarse más de la cama.

—Sé lo de tu padre, Roberto. Me imagino cómo debéis estar —habló por fin el zagal, que no encontraba el momento ni la palabra, mientras le pasaba el brazo por el hombro—. Todo esto tarde o temprano pasará y seguiremos como siempre. Tenemos que ser fuertes.

—¿Por qué ha empezado esta guerra, Arturo? —preguntó extrañado Roberto a los pocos minutos, lanzando el sedal con desgana.

Uno de los corchos empezó a moverse. Se había enganchado entre dos rocas.

—Don Fernando siempre nos lo dijo, acuérdate: que desde el inicio de los tiempos las guerras empiezan por lo mismo, que cuando se mezclan la incultura, el nacionalismo y la religión, los hombres se vuelven locos y se matan entre ellos —dijo Arturo, recordando las palabras del sabio maestro, que había huido de Nerja horrorizado por las noticias de Sevilla. Era militante del Partido Socialista.

—Dicen que las cosas van fatal en Madrid, que el presidente Azaña ha cambiado varias veces de gobierno en pocos días. No sé cuántos van ya. Y por lo visto, el actual presidente del Consejo, Largo Caballero, es el único que ha sido capaz de armar al pueblo, que como sabes es inculto y resentido en su mayoría. Ha formado un ejército cuya única instrucción es el odio a los burgueses, los terratenientes y los ricos. A por nosotros, Roberto, vienen a por nosotros. Y lo peor es que los que le pegaron a tu padre abominan de Dios y de la Iglesia —añadió alarmado el hijo del farmacéutico—. Ser ateo es despreciable.

 

A Roberto no le convencía ni le acobardaba el argumentario de su amigo, y seguía dándole vueltas a la cabeza mientras hacía que miraba si el corcho se sumergía en el mar.

—Nunca he creído que el Dios al que rezan nuestras madres esté enterado de nada de lo que sucede aquí abajo. Nada tendría sentido, visto lo visto.

«¿Qué era y para que servía esta guerra? ¿Era tan necesaria como su entorno creía? ¿Por qué si todo en su vida marchaba bien se había organizado todo aquel horror que mantenía a su querido pueblo atemorizado y recluidos en sus casas a vecinos que hasta hacía meses eran amigos? ¿Por qué tuvo que ser el año en el que partía a Granada a la Universidad?», seguía preguntándose Roberto. Transcurrió de nuevo casi una hora sin que aquellos muchachos abriesen la boca. Las capturas del mar, al igual que las palabras, escaseaban aquella tarde.

—No sé por qué dicen que mi padre es un fascista y que odia a los pobres. También dicen que quiere que venga Franco —decía Roberto negando con la cabeza—. Sólo pocas familias como la tuya lo conocen de verdad, Arturo. Aun así lo persiguen los rojos.

—Del mío dicen cosas parecidas —intervino el muchacho—. Y él nunca habla de política ni sale de su farmacia, si acaso algún domingo vamos a Málaga a almorzar con mis abuelos y tíos. Pero las cosas, como te digo, se estaban saliendo de madre…

Escucharon ruidos nuevamente y miraron hacia atrás, hacia el rudimentario paseo marítimo que empezaba a construirse en el pueblo, y vieron pasar a un grupo de milicianos anarquistas fieles a la República andando tranquilamente detrás de dos hombres esposados y cabizbajos a los que apremiaban con insultos y mofas.

—Por si fuese poco —dijo Roberto—, hay cinco familias que se han instalado en mi casa y han destrozado el laboratorio de investigación, donde con unas plantas extrañas mi padre y un colega extranjero han descubierto algo muy importante…

Se empezaba a hacer de noche, volvían de la playa tras recoger la caña y el sedal junto con los dos únicos sargos pequeños que esa tarde habían picado. Seguían debatiendo y maldiciendo la incomprensible guerra y fue entonces cuando Roberto pudo ver de nuevo el rostro asustado de su padre a través de la ventanilla de un automóvil Oakland color verde carruaje. Iba a toda velocidad, tripulado por un miliciano y seguido de dos motocicletas Ossa. Parecían dirigirse hacia la colina donde se empezaban a dar los primeros enfrentamientos, cerca de Frigiliana, entre falangistas malagueños rebeldes junto a italianos, y milicias fieles a la República que presidía Manuel Azaña.

Roberto volvió a temer por la vida de su padre. No se despidió de Arturo y corrió a toda prisa hasta su casa a avisar a su madre y a su tío Santiago. Se dejó allí la caña y el minúsculo pez mientras su amigo le deseaba suerte desde lo lejos.

José entró en la tienda de campaña que servía de enfermería en el combate y se encontró al sargento Calle en un grito de dolor. La herida era muy fea. Tenía un trozo de tela del pantalón dentro y el dolor inmenso del balazo en la ingle hacía que el muchacho herido, de 19 años, no se estuviese quieto y únicamente gritase intentando incorporarse.

—Tómate esto —dijo José, animando al herido mientras le abría la boca con fuerza para introducir la gragea—. Te dormirás pronto y no te dolerá.

Se incorporó con las manos llenas de sangre, sudoroso, y miró al superior del chico.

—Debería llevármelo a Nerja para operarlo. De lo contrario morirá desangrado o de una infección en pocos días —diagnosticó el doctor.

—Llévatelo, ya tenemos suficientes muertos —dijo el enfermero, completamente ensangrentado, con la bata más roja que blanca.

La casa de José estaba en vilo. Fuensantita había intentado convencer a la familia de que José había ido a atender a un oficial enfermo. Pero era muy difícil no temer lo peor otra vez. Elisa había sufrido de nuevo un ataque de pánico.

El sargento Calle llegó al despacho de la casa del doctor sin apenas conocimiento, medio dormido y delirando. José ordenó desnudarlo y tumbarlo en la camilla.

—No me gusta nada esa herida y ya ha perdido mucha sangre. Creo que la femoral está afectada. No sé si hay infección —dijo mientras cogía el bisturí del cacillo que hervía.

—Cúralo, gordo, ¿me oyes, facha? Como se me muera el hijo de mi compadre vamos a tener tú y yo unas palabritas. O algo más —dijo amenazante un subteniente calvo y rubiato lleno de pecas.

Dos horas después de comenzar la operación el doctor Quiles se quitó la mascarilla y llamó al calvo pelirrojo.

—Debe quedarse aquí esta noche —insinuó el médico mientras terminaba de coser la entrepierna del muchacho—. Puede que se despierte durante la madrugada y el dolor sería insoportable. Sigo teniendo algo de morfina y de láudano, pero no para muchos días. ¿Podrían traerme más medicamentos de Málaga? —dijo mientras le extendía al pelirrojo unas recetas.

—Veré qué podemos hacer. En la capital las cosas están muy feas, y se rumorea que tu amigo Franco está al llegar con los aviones. —El brigada encendió un cigarro y se largó—. Voy a poner un hombre aquí por si se despierta —dijo malhumorado desde lo lejos—. Que me llamen si se muere. Estaré descansando en el jardín con los demás.

—Vaya tranquilo, señor, yo traje al mundo a este muchacho y con doce años le curé una tuberculosis. Es un hombre fuerte. Váyase tranquilo.

José se lavó las manos y fue a la cocina. Los niños dormían y su mujer lo recibió con un abrazo enorme. Le dio un beso en la mejilla y le dijo que la quería.