Seda de Florencia

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Al meter la llave en la puerta, Tecla salió a recibirla.

—Me tenías preocupada.

—Estaba en el taller, necesitaba adelantar trabajo —contestó mientras se quitaba el abrigo.

Tecla inclinó ligeramente la cabeza sin dejar de mirarla, era un gesto muy suyo cuando había algo que no entendía o no le parecía verdad. Las dos sabían que si un domingo necesitaba trabajar, lo hacía en su despacho.

—Tu madre tiene jaqueca, así que no ha cenado, y tu padre parece disgustado; nada más terminar de cenar se ha vuelto a la consulta.

—Sí, lo sé. Con este tiempo ya sabes que a mamá un día sí y otro no le duele la cabeza y mi padre tiene un paciente que le preocupa, debe de estar consultando libros —mintió.

—Claro, ahora mismo te llevo la cena.

—¿Hay pescado? —Tecla asintió—. ¿Te importa llevarme una tortilla francesa a la habitación? En el taller no había calefacción y he cogido un poco de frío.

—Claro que no me importa —comentó mientras se dirigían a la cocina—. Si has cogido frío, deberías tomarte un vaso de leche caliente con un poco de coñac.

Estuvo fuera una semana, antes de marcharse le dijo a su padre que si no quería que volviera, lo entendería.

—Esta es tu casa —respondió el doctor Sousa—. Eres mayor para saber lo que haces. —Y tanto que era mayor—. Lo único que te pido es que ese hombre no venga nunca a este pueblo. Como ya te dije, tu madre no lo soportaría y creo que yo tampoco. —Las mismas palabras que cuando se lo contó.

Asintió con la cabeza, le podía haber dicho que no se avergonzaba de su relación con Nicolás, pero no tenía sentido. Ella pasaría el menos tiempo posible en Pontes y ellos no dejarían de pensar que cuando estuviera en Madrid viviría con aquel hombre.

Su hermano le contó que lo habían llamado para preguntarle cómo era Nicolás y parecía que se habían quedado más tranquilos. María Luisa le prometió que en cuanto fueran a Pontes les hablaría de lo maravilloso que era y lo mucho que habían sufrido antes de tomar la decisión de vivir juntos. Su cuñada era así.

Al morir su padre, le pidió a su madre que dejara asistir a Nicolás al entierro. Doña Isabel asintió con la cabeza. Lo presentaron a la familia y a los amigos como un primo de María Luisa con el que el doctor Sousa se llevaba especialmente bien. Llegó en coche media hora antes de que empezara el funeral y se quedó sentado al final de la iglesia, pero la huérfana Teresa supo al instante que él había llegado. Al acercarse a dar el pésame, abrazó a Lucas, a María Luisa y a ella y, cuando tendió la mano a la viuda del doctor Sousa, su hija le dijo al oído: «Es Nicolás», y entonces doña Isabel se abrazó al amante de su hija y comenzó a llorar, mientras decía algo que ni Nicolás ni Teresa fueron capaces de entender. Si Pontes se creyó o no que aquel hombre era familia de María Luisa, le fue totalmente indiferente. Sus compañeras sabían quién era hacía mucho tiempo. Y ya que era un primo de su cuñada, alguna que otra vez fue a Pontes cuando iban María Luisa y Lucas, manteniendo las apariencias por su madre. Seguro que a su padre le habría agradado Nicolás, incluso podrían haber sido buenos amigos. No fueron fáciles las relaciones con sus respectivas familias… ¡Cuánto sufrió! Miró su libro y sus gafas. A él le encantaba su lencería y que le hablara de la marcha de la cooperativa, muchas veces le enseñaba a él, antes que a nadie, sus diseños y los comentarios de Nicolás casi siempre fueron acertados… ¡Cuántos años, cuántos días sin él! María Rosa murió con más de noventa años, hacía dos años, Javier la llamó para decírselo. Nunca se enteró de su existencia, ni de que su marido había muerto de cáncer hacía muchos años, ni de que tenía nietos. Ella decidió que no tendría hijos. Tenía dinero para mantenerlos y él los habría reconocido, pero creyó que no debía. Si tenía hijos con él le arrebataría a María Rosa algo que pensaba que debía ser exclusivo de ella: ser la madre de los hijos de Nicolás. Nunca pensó que podía pedirle a Dios que Nicolás muriera, pero lo hizo, cualquier cosa antes de verlo sufrir de aquella manera. Nunca pensó, claro que nunca lo pensó. No se puede planificar la vida, se pueden hacer planes, pero la mayoría de las veces no se cumplen.

Las gafas y el libro, él se los recogía y los dejaba encima de la mesilla, luego se acostaba a su lado y la besaba, y si ella respondía comenzaban su juego amoroso. Si no había respuesta, apagaba la luz (nada de eso le interesaba a la señorita Rovira). Aunque talvez se diera cuenta de que en 1981, el año en que Nicolás enfermó y murió, no se editaron nuevos catálogos. María Luisa y Antonia se ocuparon de todo, la una en Pontes y la otra en Madrid. No hubo pérdidas, formaban un buen equipo.

Durante muchos meses no dibujó nada, apenas pisaba la tienda y no fue a Pontes, todo su tiempo estuvo dedicado a él. Seda de Florencia perdió su importancia. ¡Qué agonía tan lenta y dura! No quería recordarlo sufriendo de aquella manera sino en su sastrería con la cinta métrica al cuello, entre telas inglesas, o caminando juntos hacia su casa a la hora de comer, hablando de cuanto había ocurrido en esa mañana, o cuando la besaba al recoger su libro y sus gafas. Tampoco fue un buen año para el taller el año en que murió Adela. El taller era como una persona y tenía sus momentos felices y sus momentos tristes en los que no se tiene ánimo para trabajar, solo se tienen ganas de quedarse sentado mirando al vacío.

A Miguel le habría gustado que su madre se fuera con él a Madrid para poder cuidarla, pero ella no quiso. No quería morir en Madrid, como Nicolás no quería morir fuera de allí. A ella le daba igual cual fuera el lugar de su muerte, aunque si pudiera elegir un sitio elegiría Florencia. Un infarto al salir de la Accademia, mientras caminaba por la calle Ricasoli hacia su hotel; o, aún mejor, a los pies del David. ¡Qué de tonterías podía pensar! El susto que daría a los turistas que en ese momento estuvieran en el museo. Además, si se moría allí durante unas horas tendrían que cerrar y por su culpa alguien se quedaría sin ver al David y a los Esclavos. Nicolás se estaría riendo de ella.

Miró sus gafas y el libro sobre la almohada donde Nicolás había dormido unas cuantas noches. Esa noche dejaría la luz encendida para soñar que él llegaría de madrugada para acostarse a su lado y la besaría antes de apagar la luz. Cerró los ojos, la casa estaba en silencio, Gisela y Aníbal debían de estar dormidos. ¿Y sus amigas? Tal vez les pasara como a ella y los recuerdos se adueñaran de sus sueños. Y la señorita Rovira, ¿estaría durmiendo? Era la culpable de que todas aquellas vivencias volvieran del pasado. ¿Qué decidirían la próxima tarde? No le cabía ninguna duda. Iba siendo hora de dejar de pensar en el pasado, quizá debía de haberse tomado una pastilla para dormir. No, el ruido de la lluvia la arrullaría y si tardaba en dormirse seguiría evocando a Nicolás, ya se despertaría más tarde al día siguiente. Sonrió, solo quedaban unas horas para que volvieran a estar juntas.

CAPÍTULO II

Cuando se despertó, la luz de la mesilla estaba encendida y el libro y sus gafas continuaban sobre la almohada. ¿Cómo no iban a estar ahí? Los recogió y los colocó encima de la mesilla. Al hacerlo, un ligero escalofrío le recorrió el cuerpo, como cuando se recibe un beso inesperado. Posiblemente ya no se dormiría, tampoco importaba, se notaba descansada. Miró el reloj, eran algo más de las seis y media. Había estado durmiendo casi siete horas, tiempo más que suficiente para un cuerpo octogenario. Puso la radio y apagó la luz. Se encontraba a gusto entre el calor de las sábanas sabiendo que Gisela estaba solo a unos metros de ella y Aníbal en la cocina. Recordó el cielo blancuzco de la noche que amenazaba con empezar a nevar en cualquier momento. No se oía ningún ruido, pero eso no equivalía a que no estuviera nevando, los copos no hacen ruido al caer. Ese día no debía nevar porque esa tarde tenía una cita con sus compañeras y, aunque la distancia a recorrer no era mucha, solo el salir a la puerta con la calle nevada suponía un riesgo para ellas.

Hacía años daba igual que lloviera, nevara, hiciera frío o calor, a las nueve en punto se comenzaba la tarea. Las mujeres que llevaban a sus hijos al colegio y las que tenían niños pequeñitos llegaban un poco más tarde. En Pontes no había problemas de con quién dejarlos: la madre, la suegra, una hermana o una amiga los cuidaban. Adela y Merche eran siempre las primeras en llegar, a veces antes de que Enriqueta, la mujer que durante mucho tiempo limpió el taller, se marchara. Lo primero que hacían era preparar el café; al principio en un puchero, después en una cafetera italiana. Abrir la puerta del taller y notar el olor del café recién hecho, ¡qué delicia! Especialmente cuando el frío arreciaba. Posiblemente, al entrar esa mañana en la cocina su nariz le diría que se acababa de preparar café de verdad, nada de descafeinado, y aún mejor, un par de horas más tarde, el aroma de la tarta y los bizcochos inundaría la casa anunciando que esa tarde se celebraría una reunión, casi una fiesta. No podía haber celebración sin esos olores dulces y apetitosos. Adela y Dolores eran las mejores cocineras, pero Carmiña no les iba a la zaga, tanto en la cocina tradicional como cuando innovaba. Según Carmiña, a su madre le habría encantado la idea de Jimena Rovira y ¿qué habría opinado Adela de que se estudiara Seda de Florencia en la universidad?

Adela entregándole aquellos primeros camisones, ¡qué hermosos le parecieron! Los imaginaba bonitos, pero cuando los vio se quedó sin palabras. Eran un sueño hecho realidad. La emoción que le producía ver una prenda terminada siguió acompañándola hasta el final. Hacía el dibujo, elegía las telas, hablaba con Marucha de los bordados y los encajes. Campos hacía los patrones, repasaba las pruebas y cuando veía terminada la prenda era como si sus amigas hubieran hecho magia. Tras cobrar los primeros encargos, surgidos de las meriendas de María Luisa, brindaron con sidra todas en el taller y comieron unas empanadas de berberecho y atún que Adela y Dolores prepararon. Había que celebrar el éxito de su idea y, sobre todo, la belleza de las prendas que enviaron a Madrid. Bastantes años más tarde firmaron un contrato con el mejor atelier de trajes de novias de París, La Belle Fiancè, para que vendieran sus camisones y, cuando el pedido estuvo preparado, volvió a sentir esa misma emoción, ese latir rápido del corazón. Adela y Dolores volvieron a hacer las mismas empanadas, pero esa vez brindaron con champán francés. Un año después, murió Adela.

 

Adela, su compañera de fatigas, la mujer más criticada del pueblo después de los Trasosmontes, su amiga y su confidente, al igual que María Luisa. No sabría decir a quién quería más de las dos, y por qué lo tenía que decir. Siempre la apoyaron, siempre la ayudaron, María Luisa en Madrid, Adela en Pontes…

Con el paso de los días su figura, siempre delgada, iba tomando la apariencia de una de esas agujas largas y finas que utilizaban en el taller para bordar en los tules más delicados. Ya no era la primera en llegar, como si con cada amanecer el esfuerzo de salir de la cama fuera mayor. Al entrar les daba los buenos días con un intento de sonrisa en la boca y una voz que se iba debilitando de mañana en mañana. Las compañeras respondían al saludo como si no pasara nada, pero de vez en cuando levantaban la vista para mirarla y al instante la volvían a bajar mordiéndose los labios.

El doctor Roldán, el médico que había sustituido a su padre en Pontes, fue a verla con la excusa de ir a saludar a su antecesor y amigo, y le habló de la enfermedad de Adela. Le dijo que él no tenía medios para poder hacer un buen diagnóstico, que Adela debía ir a un hospital. La preocupación del médico y el deterioro físico que su amiga estaba sufriendo hicieron que se decidiera a intervenir. En esa época, Adela solía irse unos días a Madrid por Navidad. Miguel no había vuelto a Pontes desde el incendio. Así que le propuso que se fueran unos días antes, el doctor Roldán le prepararía los papeles para que le hicieran las pruebas necesarias y ella la acompañaría, si quería. Vivirían en su casa mientras le hacían los exámenes que precisara y, cuando terminaran, llamaría a Miguel para decirle que acababa de llegar; esas fueron las condiciones que impuso Adela. No le pareció muy adecuado, sabía que Miguel quería de verdad a su madre, pero no le llevó la contraria.

Sus relaciones con Miguel nunca pasaron de educadas, ninguno de los dos dio el paso para que pudieran convertirse en amistosas, no se sentían cómodos el uno con el otro; Elena estaba en medio. Cuando Adela iba a Madrid, no era raro que Miguel fuera a buscar a su madre a la tienda. Se saludaban, se preguntaban qué tal les iba la vida, alguna que otra vez iban a tomar un café los tres juntos, entonces hablaban de Pontes y de la cooperativa, pero ni ella fue nunca a casa de Miguel, ni Miguel fue a la suya, como tampoco le preguntó nunca por Elena. Adela siempre le decía que Miguel la admiraba mucho, tanto por su coraje como por su inteligencia. Cuando se lo decía pensaba que como casi todos los que la habían conocido de joven debía añadir: «Quién lo iba a decir». Nadie de los que la conocieron de niña y adolescente debían de haber olvidado sus silencios, por supuesto a ella tampoco. Lo que nadie sabía es que más de una vez, después de llegar de Italia, había estado a punto de caer de nuevo en esos silencios, en esa vergüenza absurda que le impedía comunicarse con el mundo.

Las pruebas confirmaron lo que todos temían. Se debía intervenir cuanto antes. Al salir de la consulta le dijo: «Tu hijo tiene que saberlo». Adela no se negó. Miguel se molestó porque su madre no le hubiera llamado y que hubiera sido ella quien la acompañara al hospital. También a ella le incomodó su actitud, había hecho lo que Adela le había pedido, si por ella hubiera sido le habría telefoneado hacía mucho tiempo, pero no iban a entrar en una guerra de reproches, al menos no por su parte. Adela, su amiga, estaba enferma y eso era lo único que importaba. Miguel también pareció entenderlo así, o hizo que lo entendía, y entre los dos se turnaron para atenderla durante el tiempo que estuvo hospitalizada, junto con Dolores que quiso estar al lado de su prima, al poco de comenzar el año 1977. La operación fue un éxito. Según dijeron los médicos, habían limpiado todo el mal que Adela tenía dentro de su útero. Se equivocaron porque al año la enfermedad regresó para destrozarla. Volvieron a ingresarla, pero los médicos dijeron que no se podía hacer nada. Miguel no se lo quiso decir, ella suponía que Adela lo sabía, pero no le llevó la contraria. A pesar de su debilidad decidió regresar a Pontes para volver cada mañana al taller junto con sus compañeras. Su hijo no se opuso, sabía que la vida de su madre estaba en Pontes, en levantarse temprano cada mañana para hacer las cosas de la casa e irse al taller, a trabajar como una mujer de ciudad, le gustaba decir. Miguel le pidió que le tuviera informado, así que al menos dos veces a la semana la llamaba.

El viaje de vuelta, el último de Adela, lo hicieron en coche cama, era la forma más cómoda para la enferma. Reservaron una cabina para las dos, Miguel las llevó a la estación de Norte y Sole fue a buscarlas a Lugo. Adela era feliz con los viajes en tren, sobre todo si eran en coche cama. El tren le gustaba tanto como a ella el avión. Aquella noche, nada más subirse a su litera y apagar la luz, oyó su voz; parecía haber estado esperando a que la oscuridad reinara en el compartimento.

—Teresa, quiero que mi parte en la cooperativa se reparta entre todas vosotras —le dijo sin ningún preámbulo. Su voz sonó sin inflexiones, como algo que se dice de memoria. Ante su silencio, continuó—: No quiero que mi parte de Seda de Florencia sea para Miguel, ya te figurarás la razón… —Se le saltaron las lágrimas y para intentar retenerlas apretó los labios con fuerza—. ¿Teresa me oyes? —dijo en voz no muy alta.

Sin encender la luz, sacó la cabeza de la litera.

—Adela, ahora es muy tarde. Tiempo tendremos de hablar de eso.

—No, no tenemos mucho tiempo.

Era la primera vez que le hablaba de esa manera, carraspeó antes de volver a hablar.

—Si quieres vender tu participación...

—No quiero vendérosla, os la quiero regalar.

—Eso no tiene mucho sentido, tu participación tiene un valor importante y… si llega a pasarte algo, Miguel es…

—No quiero que Miguel tenga nada que ver con la cooperativa —repuso con una brusquedad que no era habitual en ella.

Se quedó callada, no sabía qué decir. Adela también permaneció en silencio, solo se oía el traqueteo del tren acercándolas no a Pontes sino a la muerte. Encendió la luz, bajó y se sentó a su lado, no podían mantener esa conversación como si fueran dos voces distantes. Adela se secaba las lágrimas con uno de esos pañuelos de batista que ella misma se bordaba.

—¿Estás enfadada con él? —le preguntó.

Adela negó con la cabeza. Ninguna de las dos fue capaz de hablar, solo se abrazaron. Pasados unos minutos, se soltó de ella y se apoyó en la pared y más serena le dijo:

—No estoy enfadada con él, es mi hijo y lo quiero mucho, pero si recibiera mi participación antes o después Elena querría meter baza en las decisiones de la cooperativa, tú lo sabes… Y no voy a permitir que Elena Trasosmontes forme parte de nuestra cooperativa.

Los ojos hundidos, los pómulos más sobresalientes que nunca. Cerró los ojos y comenzó a murmurar: «No lo voy a permitir, no lo voy a permitir…».

—No te preocupes, eso no va a pasar.

¿Qué le habría dicho Miguel? No, Miguel no podía haberle hablado de las intenciones de Elena. Adela debía de haberlo supuesto, ¿quién no?

—En cuanto lleguemos a Pontes quiero ir al notario para hacer testamento.

—Haremos lo que tú quieras, pero ahora descansa. Descansa y no pienses en Elena, ya sabemos que es un mal bicho, siempre lo ha sido. —No fue capaz de decirle que tenían mucho tiempo.

—Miguel…

—Miguel hizo la tontería de enamorarse de esa bruja —la interrumpió—, pero tú sabes que te quiere con locura. —Adela lloraba en silencio—. ¿Quieres un poco de agua? —Negó con la cabeza—. Procura descansar. —Ayudó a Adela a tumbarse, después la arropó como se hace con los niños pequeños. De los ojos cerrados de Adela seguían saliendo lágrimas—. Procura descansar —repitió, besándola en la frente—. Me subo a la litera, pero si quieres algo llámame.

Cerró bien las cortinillas de la ventana y volvió a subirse a su cama. Le escocían los ojos y el corazón le palpitaba muy deprisa. Adela iba a desheredar a su hijo por culpa de esa arpía. Se tumbó con los ojos abiertos, aquella noche el traqueteo del tren tardaría en arrullarla, el sueño se le había pasado de golpe.

Esperaba que a Elena no se le hubiera ocurrido hablar con Adela, ¡la muy bruja era capaz de cualquier cosa! Como llamarla para decirle que si quedaban para charlar de los tiempos pasados; sí, de los tiempos pasados. Esa conversación le había revuelto las tripas, como se las estaba revolviendo ahora recordarla. ¡Pobre, Adela! Se estaba muriendo y tenía que desheredar a su hijo por culpa de Elena.

Elena, la que había sido su amiga de la infancia, cada vez que iba a la tienda para encargarse algún modelo le decía que tenían que quedar para hablar de «los viejos tiempos», pero nunca quedaban ni en Pontes ni en Madrid. Por su parte, no tenía ningún interés en recordar esos tiempos con Elena Varela Trasosmontes y a su antigua amiga debía de pasarle lo mismo porque nunca la llamó para verse fuera de la tienda, hasta esa tarde de finales de octubre.

—He venido a pasar unos días con mi madre, no anda muy bien de salud —le dijo después de saludarla—. ¿Por qué no te vienes mañana a tomar un café? A ella le dará mucha alegría verte y así charlamos un rato. —«¿Qué quieres Elenita? ¿Qué estás buscando?», se preguntó—. Hace mucho que no lo hacemos.

—Pensé que me llamabas para encargarme algún trabajo.

Oyó la risa de Elena, fuerte y con toda seguridad falsa.

—¡Vaya negociante que estás hecha! De sobra sabes que vuestras creaciones me encantan, pero esta llamada no tiene nada que ver con eso. Siempre que vengo a Pontes es por un fin de semana o alguna fiesta familiar y no tengo tiempo para nada. Esta vez es al revés, me sobra tiempo, para que te voy a engañar, y me apetece hablar con mi amiga de la infancia.

¿Qué tramaba aquella cabeza? Le picó la curiosidad, desde luego Elena no la llamaba porque echara de menos a su amiga de la infancia.

—De acuerdo, ¿cuándo quieres que nos veamos?

—¿Te parece bien mañana sobre las cinco?

Así que tenía prisa por verla.

—Preferiría pasado mañana y, si no te importa, algo más tarde. ¿A las seis? —Le daba lo mismo un día que otro, pero no quería aceptar su propuesta.

—Por mí, perfecto. Pasado mañana te espero a las seis y ven sin prisas: tenemos mucho de qué hablar. Si quieres, te quedas a cenar.

Colgó despacio el teléfono. Cuando murió Santiago Trasosmontes, repartió el grueso de su fortuna entre Nita y Santiago; si bien les encargó que a su hija pequeña y a su nieta nunca les faltara nada. Estaba claro que no se fiaba de ninguna de las dos; a la primera, no la debía considerar capacitada; y, a la segunda, según Tecla, que era el altavoz en su casa de los rumores del pueblo, el abuelo Trasosmontes había estipulado que si no abandonaba sus relaciones con Miguel no recibiría la parte que la correspondía de la fortuna de los Trasosmontes. A pesar de eso, la situación económica de Elena no era mala, la renta que le debía pasar su hermano seguro que era generosa, el primogénito de la casa Trasosmontes no iba a permitir que su hermana pasara estrecheces. Su antigua amiga disponía, además, de un piso en los primeros números de la calle Alcalá, que le habían dejado los tíos con los que vivía cuando iba a Madrid de jovencita, y que debía valer una fortuna. A pesar del testamento de su abuelo, , Elena no dejo a Miguel, quizá estuviera esperando a que cuando Nita muriera, Santiago, que era un hombre del siglo XX, reconsiderara su postura. Alguna que otra vez, Teresa se preguntó si Elena no estaría casada en secreto con Miguel.

Cuando llegó al pazo las dos Elenas y Nita la estaban esperando. Santiago vivía entre Lugo y Madrid, donde estaban sus negocios. Al pazo solo acudía para visitar a su madre y a su tía. Hacía años que Teresa no lo veía y, aún más, que no le hablaba. Elena madre, tan amable como siempre, seguía pensando que era la mejor amiga de su hija, le costaba moverse, aunque daba la impresión de tener la cabeza bastante lúcida. En el pueblo se contaba, una habladuría más, que después de la muerte de su marido y de su padre había dejado de beber. Nita seguía igual, por las brujas no pasan los años. La joven Teresa había sido su candidata para convertirse en la esposa de su sobrino Santiago, podía creerlo, así seguiría siendo la dueña y señora del pazo. Algo parecido había pensado Elena durante una época; las dos la veían como el pelele perfecto en sus manos. Tomaron café las cuatro juntas. Le preguntaron por sus padres, por el taller, por Adela; al fin y al cabo, era su prima. Acabadas las preguntas, la conversación empezó a decaer. Elena aprovechó la ocasión.

 

—Nos vamos a la salita para hablar de nuestras cosas —dijo levantándose.

Por si acaso no las veía cuando se fuera, besó a las dos mujeres y siguió a Elena por los pasillos del pazo, tan lóbregos como los recordaba. Una vez allí, Elena comenzó a hacerle preguntas sobre Seda de Florencia.

—No veas la envidia que me das con tu taller, tu tienda… Muchas veces pienso que me gustaría tener un negocio.

—Pues no creo que te sea difícil tenerlo si de verdad quieres. Supongo que tendrás tus ahorros y si no te alcanzan solo tienes que hablar con tu hermano.

Elena se quitó los zapatos y se sentó sobre sus piernas. La misma postura de cuando eran adolescentes, la misma chimenea encendida y, como entonces, ellas dos hablando.

—No estoy tan segura de que Santiago me ayude. Las cláusulas del testamento del abuelo son bastante estrictas respecto a mí… y Santiago adoraba al abuelo.

—¿Se lo has propuesto?

—A veces me ha sugerido si quería algún puesto en las fábricas de la familia, pero se dedican a los abonos, a los piensos y a fabricar latas, negocios «muy glamurosos».

—Un negocio no es muy diferente de otro…

—Sí, lo mismo da ser Coco Chanel que Barreiros. No me vengas con tonterías.

—Seguro que tienes dinero para montar una boutique, y con tu estilo y tu gusto.

—A veces lo he pensado, pero no sé…

—Pues entonces ¿qué te gustaría?

Elena le sonrió con picardía. La seductora Elena.

—Ser Coco Chanel, Nina Ricci o haber tenido yo la idea de Seda de Florencia.

«Cómo te conozco Elenita, cómo te conozco. Sabrás elegir lo que te gusta una vez hecho, pero eres incapaz de imaginarlo».

—Ya, pero la idea la he tenido yo, no tú.

Elena echó la cabeza hacia atrás riéndose a carcajadas. La falsa Elena. Cuando la levantó sus ojos brillaban, no supo descifrar ese brillo, pero sospechó de él.

—Tienes razón, la idea es tuya. Me tendré que conformar con ser la amiga de la directora de Seda de Florencia. —La miró con los ojos semicerrados, igual que cuando le hablaba de Santiago—. Aunque quizá podría ser algo más si tú me ayudaras. —Se pasó la mano por los pantalones, como deshaciendo una arruga invisible, sus últimas palabras vibraron en el aire. Tenso silencio que la directora de Seda de Florencia no quiso interrumpir—. Tú misma acabas de decir que tengo mucho estilo y a mí me gustaría ayudarte —dijo al fin Elena.

—¿Me estás diciendo que quieres trabajar en mi tienda? —le preguntó a la hija del tendero.

Elena volvió a reír. ¡Qué de risas!

—Teresa, qué cosas tienes —hizo una pausa, y después dijo de corrido—: Miguel quiere casarse conmigo.

¿Pensaría que iba a darle la enhorabuena o a saltar loca de alegría con esa noticia?

— ¿Y tú quieres casarte con él?

Elena se mordió el labio inferior, luego volvió a sonreír. Tenían demasiados años para aquellos juegos de adolescentes enamorados.

—Me gustaría, pero… tenemos bastantes problemas. A mi madre no le importaría, pero Santiago y Nita… Aunque el mayor problema es Adela. —Elena bajó la vista—. Mi tía piensa que tengo a Miguel embrujado, que no soy buena para él… Sinceramente, creo que me odia, por eso yo había pensado que si tú, que eres su mejor amiga, le hablas bien de mí, seguro que verá nuestra relación con mejores ojos. Si mi madre convence a Santiago de que para la familia sería bueno que mis relaciones con Miguel pasaran por la iglesia y tú convences a Adela de que nada tengo en contra de ella, estoy segura de que las campanas de boda podrían sonar en Pontes.

De nuevo un silencio pesado. ¿Campanas de boda en Pontes por Elena y Miguel? No terminaba de creérselo, era verdad que habían pasado muchos años desde el incendio y que la pareja se quería, eso había que reconocerlo; pero Elena no necesitaba para nada su ayuda y no se la habría pedido si por el medio no hubiera estado Seda de Florencia.

Los muebles del pazo, sus cortinas eran oscuras y a esas horas también sus ventanas. Silencio dentro y fuera del pazo. Allí solo vivían Nita y Elena, las dos hermanas que se odiaban. Elena había rechazado al hombre que Nita quería. Tecla le había contado alguna vez que era capitán de barco, hijo único de un importante armador de Ribadeo y que a pesar de la insistencia de su padre no quiso casarse con la hermana mayor. El chico estaba enamorado de Elena y esta a su vez amaba a Conrado Varela, un tendero que ni siquiera era dueño de la pequeña tienda de ultramarinos en la que trabajaba, y para que no le impidieran casarse con él se quedó embarazada.

Elena Varela Trasosmontes se enamoró, a su vez, de un obrero de la fábrica de la que su familia era dueña, que además era primo segundo suyo por parte de su abuela materna y comunista. No tuvo el valor de su madre, o tal vez no quiso repetir su dolorosa experiencia, pues los padres, la hermana y el marido de Elena Trasosmontes le hicieron la vida imposible; tal vez incluso sus hijos contribuyeran a ello. En el pazo se despreciaba al tendero, un hombre guapo pero blando, tan sin personalidad que no supo hacer frente a aquella familia y él y su mujer empezaron a beber. Miguel no tenía nada de apocado, se le podría acusar de muchas cosas, pero no de que no tuviera carácter. Elena Varela era una mezcla de su familia: tenía la belleza de su madre, la brujería de Nita y un punto cobarde de su padre, y la hija del tendero no quería renunciar ni a su alcurnia ni a su herencia; por eso, para casarse con Miguel quería el beneplácito de su familia. Lo de reconciliarse con Adela, no sabía que su amiga estuviera enfadada con la novia de su hijo, tenía otras connotaciones.

—No sé si soy la mejor amiga de Adela, pero lo cierto es que nos apreciamos. —Hizo un silencio largo, como si estuviera pensando en lo que le había dicho—. ¿No crees que lo más lógico es que Miguel hable con su madre? Adela quiere muchísimo a su hijo.

—Sí, tienes razón —ronroneó—, pero yo no le caigo bien, y con su salud tan delicada.

El que mencionara su salud la exacerbó.

—Mira, Elena, ya somos mayorcitas como para dedicarnos a estos juegos. No entiendo para qué me has llamado. —Sí que lo sabía, claro que lo sabía y así se lo dijo—: No, no es cierto, ¡lo entiendo muy bien!

—¿Por qué te pones así?

—Elena, Elenita que ya no tengo quince años —la interrumpió.

—¿Qué quieres decir?

—Muy sencillo, que me has llamado para pedirme que le diga a Adela que estás muy enamorada de Miguel, tanto que quieres casarte con él a pesar de la oposición de tu familia, pero que cómo eres tan buena no quieres contrariarla y después de todas esas lindezas te gustaría que terminara diciéndole que me encantaría que fueras mi socia en Seda de Florencia. —Carraspeó de rabia—. Lo primero es falso porque tú no te vas a casar con Miguel hasta que tengas asegurada tú herencia, respecto a que yo estaría encantada…