Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900)

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62 Al respecto pueden consultarse las sentencias del Dr. Francisco Astigueta en algunos casos célebres, como por ejemplo el de Fernet Branca contra Verocai y Chissoti (Astigueta, 1905).

63 El iracundo texto que acabamos de citar, redactado con total seguridad por Ramos Mejía, evitaba mencionar que las publicidades de esos aborrecidos productos también llenaban las páginas de las propias revistas médicas. Sin ir más lejos, en el mismo volumen de La Semana Médica que contiene aquel texto, es posible hallar publicidades como la de “Rob Boyveau Laffecteur” (de yoduro de potasio), que cura “todas las enfermedades que resultan de vicios de la sangre, como escrófulas, eczema, soriasis, herpes, líquen, empétigo, gota, reumatismo”, además de los accidentes sifilíticos antiguos o rebeldes; véase La Semana Médica, 20 de febrero de 1896, p. CXXI.

64 La normativa sobre ejercicio de la medicina y de la farmacia prescribía lo siguiente: “Art. 28. Tanto a los farmacéuticos como a los drogueros o a cualquier otra persona, queda absolutamente prohibida la venta de todo remedio secreto, específico o preservativo de composición ignorada, sin previa autorización del Consejo [de Higiene]. Se comprende por remedio secreto, específico y preservativo de composición ignorada, toda preparación que se aplique exterior o interiormente en forma de medicamento y cuyo nombre no exprese claramente su naturaleza y composición, o cuya fórmula no exista en farmacopea o no haya sido publicada por el Consejo. Art. 29. Los que deseen expender remedios secretos se presentarán al Consejo de Higiene Pública por escrito, acompañando la fórmula o composición de dicho remedio y demás comprobantes que pueda aducir” (Coni, 1891: 250).

65 “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 26 de mayo de 1891.

66 “Departamento Nacional de Higiene”, Sud-América, 26 de mayo de 1891.

67 Toda esa información figura en una nota redactada por José María Ramos Mejía el 13 de marzo de 1894, y enviada al juez que entendía en la acusación de ejercicio ilegal de la medicina lanzada por el Departamento Nacional de Higiene contra Baschieri; Archivo General de la Nación, Juzgado del Crimen, Siglo XIX, Caja B-63, “Baschieri, Salvador Hugo por ejercicio indebido de la medicina”, 1894-1895, foja 3. Acerca de Baschieri, véase Vallejo & Correa (2019).

68 Ibíd.

69 Véase también “Higiene alimenticia”, El Censor, 22 de abril de 1890.

Capítulo 2
Duchas, poleas y pedicuros en los institutos médicos

“Si uno quería vivir del tratamiento de enfermos nerviosos, era evidente que debía ser capaz de prestarles alguna asistencia. Mi arsenal terapéutico comprendía sólo dos armas, la electroterapia y la hipnosis, puesto que enviarlos tras una sola consulta a un instituto de cura de aguas no significaría un ingreso suficiente”. (Freud, 1925: 15).

La visita cotidiana a la droguería no era el único recurso disponible para esos neuróticos de fines de siglo. La botica no fue el único emplazamiento mercantil en que los nerviosos porteños fueron reconocidos en su verdadera identidad. Existió también un segundo bazar de mercaderías curativas, y esta vez los remedios corrían por cuenta de los médicos diplomados. En efecto, desde bien temprano los doctores hicieron todo lo posible para intervenir en ese promisorio mercado, sostenido por una clientela sufriente y consumidora. Los hombres de guardapolvos extrajeron la misma conclusión que su colega Sigmund Freud, y entendieron que esa conjunción (“y”) hacía mucho más que listar o secuenciar atributos desligados; todo lo contrario, comprendieron que ella mentaba una relación causal y casi reversible. Para mantener a los neuróticos la identidad patológica que se habían ganado, era menester volver a confirmarles que sólo con una acción de consumo lograrían desprenderse de esa condición sufriente que, paradoja mediante, les daba acceso y derecho a un florido rosario de objetos y servicios apetecibles y bien promocionados.

Los egresados de la escuela de medicina vieron la posibilidad de participar en esa feria neurótica haciendo algo más que prescribir específicos o compartir ganancias con los boticarios. Adivinaron que como todo mercado, el de la neurosis soportaba o precisaba una estratificación. A la democratización neurotizante del específico sumaron la distinción expulsiva del instituto (o de la consulta). Plegándose a un fenómeno que conoció en Europa y en América del Norte su desarrollo más consumado, los médicos de Buenos Aires intentaron responder a la presencia de los nerviosos −o intentaron favorecer su multiplicación− mediante la fundación de centros privados que poco tenían que ver con los manicomios, y mucho con las boticas que ya conocemos.1

En este capítulo nos vamos a referir a las empresas particulares que los médicos llevaron a cabo para atacar esos padecimientos nerviosos, a las estrategias publicitarias que las ampararon, y al imaginario sobre el cuidado de sí que de esa forma ayudaron a propagar. En el capítulo tercero haremos un breve examen de las tensiones que esa iniciativa despertó al interior del propio gremio profesional, y en los dos capítulos finales nos ocuparemos, por último, de los ensayos teóricos que esos mismos diplomados emprendieron para comprender o analizar aquellas afecciones.

Los doctores de la Capital se lanzaron sin titubear a ese universo de avisos publicitarios y venta de servicios de ortopedia yoica. A través de la fundación de clínicas e institutos, o de la oferta pública de tratamientos algo rimbombantes, los galenos salieron a la caza de histéricos, neurasténicos e insomnes que no se conformaban con las drogas o los collares magnéticos, y que podían darse el lujo de tratamientos más personalizados. En lo que sigue nos referiremos mayormente a las intervenciones galénicas que salieron a competir de modo abierto en ese océano de mercaderías y servicios, y que lo hicieron a través de publicidades que se dirigían al potencial cliente. Dicho con otras palabras, a lo largo de este capítulo examinaremos un recorte muy preciso de la terapéutica confeccionada por los doctores para los nerviosos, pues haremos foco exclusivamente en aquellas ofertas curativas que, continuando el surco abierto por una cultura sanitaria ya revisada, dependían de (y propiciaban) una ceremonia de consumo. En estas páginas documentaremos los modos exitosos con que los médicos respondieron al curioso desafío de arrastrar hacia el redil de su mundo profesional, a esos sujetos que, por costumbre y por coacción, se habían habituado a tramitar sus desarreglos corporales y espirituales en los vericuetos de un proceso mercantil.

Testículos de carnero y planchas de zinc

No nos ocuparemos aquí, por lo tanto, de todos los ensayos terapéuticos (que también fueron variados desde comienzos de la década de 1880) que los profesionales porteños realizaron, de modo más o menos sostenido o metódico, en los hospitales, laboratorios o consultorios particulares, y que luego fueron recuperados en escritos científicos de distinto calibre. Mapear de modo exhaustivo tales abordajes terapéuticos reclamaría una pesquisa independiente y más extensa. De todas maneras, y a los fines de ilustrar cuán generoso supo ser el abanico de ofertas curativas de parte de los médicos, nos permitimos tan sólo recuperar dos de esos remedios que, a diferencia de los ejemplos que serán analizados a la brevedad, no llegaron a ser más que ensayos exploratorios, y por ende no fueron casi promocionados como objetos de consumo masivo. El primero de ellos pertenece al inicio del arco cronológico de nuestra investigación, y estuvo en manos de un solitario experimentador local. El segundo, por el contrario, tuvo su momento de gloria unos diez años más tarde, y correspondió a una oferta curativa que, luego de emigrar al mundo plebeyo de las boticas, tardaría largas décadas en desaparecer.

A comienzos de 1880, Bartolomé Novaro (1846-1904), un médico porteño con pasado militar y que en 1885 se haría cargo de la materia “Medicina operatoria”, sorprendió a sus colegas con sus experiencias en el uso de imanes y metales para sanar algunas enfermedades nerviosas y para producir fenómenos muy llamativos en el área de la sensibilidad. Se trataba de la recepción local de un campo de estudio, la metaloterapia o magnetoterapia, que había provocado una pequeña convulsión en el mundo médico parisino unos años atrás. El empleo de imanes u otros metales para la curación de patologías había sido una práctica habitual a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, en pleno auge del magnetismo animal (Darnton, 1968; Rausky, 1977). Para mediados de esa última centuria, unos pocos practicantes que aún se sentían atraídos por los postulados de Mesmer continuaban ensayando los poderes de esos elementos. Entre ellos se contaba Victor Burq, quien hacia mediados de la década de 1870 logró llamar la atención de los médicos de París mediante su propuesta de encarar un nuevo estudio científico y desapasionado de la influencia de los metales.

Ya en 1851, en su tesis inaugural, Burq había propuesto la aplicación de imanes en la superficie corporal para el tratamiento de la histeria. Prosiguió tales aventurados ensayos, y en 1876 nada menos que Claude Bernard designó una comisión para que supervisara y examinara las experiencias, y luego informara a la Société de Biologie. La comisión estaba compuesta por tres médicos de renombre: Jules Luys, Amédée Victor Dumontpallier y Jean-Martin Charcot. A pesar de mostrarse escéptico acerca del nuevo método, Charcot aceptó la tarea, y muy pronto se convenció de la efectiva y visible influencia de imanes y metales en la modificación de los accidentes histéricos. Tal y como ya ha sido determinado por los estudiosos, ese encuentro con la metaloterapia fue uno de los principales motivos por los que Charcot dirigió su atención al tópico del hipnotismo (Harrington, 1988; Goetz, Bonduelle & Gelfand, 1995; Walusinski, 2017).2

 

Como tantos otros temblores del mundo científico de ultramar, la moda de los metales no tardó en llegar a las costas bonaerenses.3 En 1880, apenas tres años después del primer informe redactado por Charcot y sus colegas, Bartolomé Novaro comenzó a efectuar experiencias con imanes en sus pacientes de la capital argentina. Publicó al respecto un pequeño informe en la Revista Médico-Quirúrgica, en el cual detallaba los beneficios producidos por el nuevo remedio en dos mujeres aquejadas de histeria, con marcados síntomas físicos (anestesias, palpitaciones, disnea, etc.) (Novaro, 1881). En el primer caso, la aplicación, durante dos días consecutivos, de un imán en forma de herradura sobre los antebrazos de la joven trajo una mejoría inmediata: cesó la anestesia del mismo lado, y recuperó la capacidad de escuchar y de ver. En el segundo, la aproximación del imán a la zona abdominal desencadenó una notoria mejoría “como por encanto”.

Unos meses antes, el 9 de octubre de 1880, el médico había dictado una conferencia sobre esta temática en los salones del Círculo Médico Argentino, publicada en los Anales unas semanas más tarde (Novaro, 1880a).4 Recuperando las teorías con tufillo mesmérico de Burq, Novaro proclamó que, por una razón que no dejaba de ser misteriosa, cada ser humano “tiene una sensibilidad metálica especial, y el metal que le curará es el que corresponde a esta sensibilidad” (Novaro, 1880a: 90). La primera parte del trabajo, tendiente a hallar esa sensibilidad personal, constituye la metaloscopía; la segunda, consistente en la suministración del metal adecuado, es el corazón de la metaloterapia.

Pues bien, a diferencia del artículo aparecido en la Revista Médico-Quirúrgica, este extenso trabajo era eminentemente teórico, a punto tal que a los fines de ilustrar la sintomatología histérica, y para poner de relieve los efectos de los metales, se basa todo el tiempo en una ficción. Novaro pide a sus colegas que imaginen que allí enfrente hay una histérica aquejada de hemianestesia, y se dedica a relatar la florida sintomatología de su mujer imaginaria. Acto seguido ofrece explicaciones teóricas algo especulativas sobre los sorprendentes fenómenos provocados por los metales, deteniéndose particularmente en el hecho conocido como transfert: en muchos casos, la colocación de un trozo de metal en una zona corporal no sólo devuelve la sensibilidad (táctil, visual, auditiva, etc.) de ese lado del cuerpo, sino que puede desencadenar la anestesia del lado contrario, que hasta entones mostraba un funcionamiento normal.

El brevísimo escrito aparecido en la Revista Médico-Quirúrgica era mil veces más elocuente que la conferencia, sobre todo porque el primero iba acompañado de evidencias clínicas más directas. ¿Por qué motivo Novaro apeló a esa decepcionante enferma imaginaria? ¿Por qué razón, después de ese entusiasmo inicial, abandonó de inmediato el campo de la metaloterapia? Quizá ambas preguntas remiten a una única respuesta, visible en eso que los colegas no pudieron ver el 9 de octubre de 1880. En Buenos Aires escaseaban aún esos cuerpos histéricos plagados de sensibilidades paradójicas, fisiologías disparatadas y contorsiones anti naturales. No sólo se echaban en falta esas corporalidades; tampoco abundaban los dispositivos teóricos y académicos que las produjesen o las tornaran creíbles (Vallejo, 2019a). Debido a la falta de una tradición ligada a la experimentación en fisiología, y ante una medicina mental que no podía abordar lo nervioso más que con el lenguaje del delirio, la ciencia porteña de comienzos de la década de 1880 no ofrecía un buen terreno de implantación o recepción de experiencias ligadas a los automatismos nerviosos, la hipnosis o la histeria charcotiana −tal y como desarrollaremos con más extensión en el cierre de esta obra−.5 En tal sentido no ha de extrañarnos que la incursión de Novaro en el mundo de los metales haya quedado como una experiencia trunca y aislada, que de todos modos sirve para ilustrar que aun en ese contexto los médicos de la ciudad podían mostrarse deseosos de ensayar con sus pacientes neuróticos las novedades que traían las revistas del Viejo Continente.

El segundo remedio que ilustra el afán industrioso de la medicina porteña tiene que ver con un episodio muy curioso de la historia de esa disciplina. Nos referimos al tratamiento basado en la inyección de extractos orgánicos, propugnado y popularizado por el afamado fisiólogo franco-inglés Charles-Édouard Brown-Séquard (1817-1894). Luego de ejercer y enseñar en diferentes latitudes (sobre todo en Inglaterra y Estados Unidos), en 1878 Brown-Séquard sucedió a Claude Bernard en el Collège de France, y ese nombramiento vino a significar un firme reconocimiento a sus investigaciones experimentales referidas al sistema circulatorio y al funcionamiento nervioso (Celestin, 2014). Pues bien, a mediados de 1889 se produjo un sorpresivo giro en su carrera, cuando presentó ante una prestigiosa sociedad científica sus recientes experimentos (hechos inicialmente sobre sí mismo), ligados a las virtudes vigorizantes y reconstituyentes atribuidas a la inyección subcutánea de testículos de mamíferos triturados (perros y carneros). La propuesta no era ajena a una concepción tradicional de la sexualidad masculina, basada en la presunción de que la pérdida excesiva o la inexistencia del semen en el cuerpo, iban acompañadas de estados de debilidad o problemas de salud. Los viejos, los eunucos y los masturbadores eran, según esta visión, la confirmación más lapidaria.6

En esos experimentos, que no dejaron de marcar un hito en la historia de la endocrinología, Brown-Séquard se sostenía en la idea según la cual todas las glándulas (e incluso los demás órganos) aportan a la economía vital, a través de la sangre, sustancias o nutrientes que ayudan a mantener la fuerza y la salud, y cuya carencia ocasiona el deterioro y la debilidad.7 Tan pronto como esas comunicaciones científicas fueron difundidas, los experimentos del fisiólogo fueron replicados en distintos puntos del globo, y no tardó en demostrarse la inocuidad (si no la peligrosidad) de la inyección de esas sustancias. Si bien hubo sabios de renombre que hicieron un uso personal del nuevo remedio (tal fue el caso de Louis Pasteur o Karl Vogt), la comunidad académica optó por burlarse del supuesto hallazgo (Celestin, 2014: 203). Las polémicas eruditas y la mala recepción de los trabajos de Brown-Séquard no impidieron que de inmediato comenzaran a comercializarse por todo el mundo distintas versiones del mágico jugo testicular. Durante un par de décadas, aquel “elixir” hecho a partir de testículos de perros, toros y carneros, se comercializó en todas las ciudades del mundo, recomendado sobre todo como un remedio contra la debilidad nerviosa o la neurastenia.

Buenos Aires, por supuesto, no iba a mantenerse al margen de esa curiosa moda. Sin demora se habrían efectuado aquí intentos de comprobar los beneficios del milagroso descubrimiento realizado en París. A comienzos de diciembre de 1889, un diario local dedicaba una orgullosa columna a informar que, fiel a su tradición, Buenos Aires sería la sede de las primeras réplicas de la novedad de Brown-Séquard:

[Buenos Aires] fue la primera que tuvo un Instituto Pasteur cuando en el mundo solamente lo tenía París, fue la primera donde se hicieron serios experimentos de hipnotismo y hoy será la primera que ensayará la inyección de Brown Séquard para devolver al cuerpo desgastado por los años y por el uso, el vigor y la fuerza.8

La nota agregaba que ese día, a las tres de la tarde, en el Hospital de Clínicas se efectuaría el ensayo sobre un hombre de 79 años, oriundo de Santiago del Estero, llamado Manuel Guerra. De la experiencia, realizada gracias a gestiones del médico polaco Ricardo Sudnik (quien en 1869 había asistido en París a las clases del gran fisiólogo), participaron algunos de los nombres más célebres de la medicina porteña: Pirovano, Güemes, Ayarragaray, Susini, Costa y Wernicke (Sudnik, 1893). No sabemos cuál fue el desenlace de ese prematuro estudio, aunque el diplomado de origen polaco aclaró años más tarde que, por razones ajenas a su voluntad, no fue posible darle continuidad en el marco de ese nosocomio (Sudnik, 1893). Así y todo, el nuevo método cautivó rápidamente la curiosidad y la imaginación de los porteños. Un escritor muy sensible a la magia del rumor público, se hizo eco de la novedad apenas unas semanas más tarde, ironizando acerca de Brown-Séquard “con sus inyecciones de quién sabe qué cosa macerada, alambicada hasta tener el extractum vital que rebaja de a diez años, ad beneficium vitae, o sea para sacarle el jugo y la miel a la vida”.9

De todas maneras, podemos asegurar que en lo inmediato otros profesionales de la ciudad continuaron aquellas experiencias, tanto en instituciones públicas como en consultorios privados.10 Entre los defensores locales del método de Brown-Séquard cabe consignar, por un lado, a Diógenes Decoud (1857-1920), un médico de origen paraguayo, que ya en 1888, a través de un ensayo sobre hipnosis experimental, había demostrado su interés por estudiar metódicamente cuestiones de actualidad científica (Decoud, 1888a).11 Según informaba en un largo escrito aparecido en marzo de 1893, y en el que se mostraba muy al corriente de los estudios efectuados a favor y en contra de la hipótesis del fisiólogo francés, había empleado las inyecciones de líquido testicular en 14 pacientes, durante cuatro meses, en el Hospital Militar (Decoud, 1893). Se trataba de 14 enfermos bien distintos, aquejados de patologías claramente diferenciadas: 3 casos de ataxia locomotriz asociada a un estado sifilítico, 2 de tuberculosis, 2 casos de cáncer, 2 de impotencia de origen neurótico, 1 de senilidad precoz, 1 de paludismo, 1 de dispepsia, 1 de hemiplejía y 1 de linfoadenoma. Las aplicaciones de líquido testicular se realizaron en algunos pacientes con frecuencia diaria; en otros, cada cuatro o cinco días. Los resultados obtenidos por Decoud no fueron muy alentadores.

En algunos enfermos una mejoría inicial dio lugar a una rápida recaída; en otros, por el contrario, no se verificó ningún beneficio de manera objetiva, a pesar de que los pacientes referían una sensación de bienestar como consecuencia de las inyecciones. De todas maneras, en unos pocos sujetos el hallazgo de Brown-Séquard surtió un efecto terapéutico positivo y ostensible. Esas mejorías tuvieron lugar, de hecho, en los tres casos referidos a patologías claramente nerviosas (dos hombres aquejados de impotencia sexual y una mujer con síntomas digestivos o dispepsia). Citemos, a título ilustrativo, uno de dichos historiales clínicos:

Observación Nº 5. Hombre de 25 años, alto y de buena constitución. Infancia sana. En 1887 blenorragia, prolongada bajo la forma de gota militar, cuatro años. Sirve en el ejército desde hace ocho años y soporta sin fatiga los ejercicios más prologados. Desde hace un año, disminución del sentido genital, cada vez más acentuado, sin erección. (…) Noviembre 30.- El tratamiento iniciado a la dosis trisemanal de 1 c. c. dura sólo quince días. El sujeto manifiesta que desde la tercera inyección se encontró bien y que ha recuperado la integridad de sus funciones. No ha sido visto después, por haberse ausentado a la frontera. (Decoud, 1893: 88).

El autor concluía su informe lamentando la pobre acción curativa de la novedad, pero agregaba que si las inyecciones mostraban de modo tan seguro su “acción tónica sobre el sistema nervioso”, era evidente que muy pronto las enfermedades de esa naturaleza serían tratadas con feliz resultado mediante el extraño líquido testicular.

 

Por otro lado, debemos recuperar las experiencias llevadas adelante por quien había sido el verdadero introductor de la novedad: Ricardo Sudnik (quien, emulando a su maestro Brown-Séquard, también utilizó en sí mismo las inyecciones de material orgánico). De acuerdo con una larga comunicación leída en dos sesiones de la Sociedad Médica Argentina entre agosto y octubre de 1893, el doctor polaco nunca había interrumpido su estudio de las inyecciones desde fines de 1889. A diferencia de su colega de origen paraguayo, Sudnik se mostró mucho más optimista respecto de la potencial eficacia terapéutica del remedio, sobre todo en el tratamiento de la impotencia de origen neurasténico. En efecto, los resultados casi milagrosos obtenidos en 1889 en dos sujetos aquejados de esa condición, habían alentado al polaco a proseguir sus ensayos. Su primer paciente había sido un español de 32 años, de profesión comerciante, quien a pesar de haber abandonado hacía unos años el hábito de la masturbación, jamás había logrado una erección fisiológicamente viable. Luego de algunas aplicaciones de electroterapia, Sudnik prescribió la inyección de tejido orgánico obtenido mediante la trituración de testículos de conejo. Al cabo de 10 inyecciones, efectuadas a lo largo de un mes, el atribulado español logró tener una relación sexual, y dos meses más tarde se pudo hablar de una curación completa (Sudnik, 1893: 347).

Desde el punto de vista de este autor, las inyecciones testiculares traen para la neurastenia un alivio mucho mayor que el aportado por otros abordajes (incluida la electroterapia) debido a que inciden en el fundamento orgánico de esa enfermedad, constituido por una alteración nutritiva. A los fines de otorgar un basamento más sólido a esa conjetura terapéutica, Sudnik había encarado un estudio metódico de indicadores objetivos de esa acción. Periódicos exámenes de orina a los enfermos sometidos a su tratamiento, le brindaron esas cifras concluyentes. Gracias a todo ello, concluía su disertación con un balance más que positivo de un remedio que, sin ser un elixir mágico, significaba un avance en la terapéutica de ciertas patologías: “En resumen, pienso que el tratamiento de Brown-Séquard, que recién pisa los dinteles de la ciencia, tiene un fondo indiscutible de verdad terapéutica, dentro de los límites que su mismo creador le ha trazado” (Sudnik, 1893: 470-471).

Sabemos que poco tiempo antes Sudnik, en sociedad con Miguel Ferreira (que años más tarde sería un pionero entusiasta de los rayos X), habían instalado en Esmeralda 870 un “consultorio especial para el tratamiento de la impotencia y debilidad nerviosa por las inyecciones de Brown-Séquard”, al que habían dotado de “todos los aparatos necesarios” (Vallejo, 2019c).12 Casi por esos mismos días, otro doctor les hacía la competencia con una empresa similar:13


De todas maneras, no tardaron en llegar a la ciudad voces contrarias al nuevo método. Uno de los contrincantes más pertinaces fue José Esteves. En el mismo número de la Revista de la Sociedad Médica Argentina en que se publicó la primera conferencia de Sudnik (efectuada el 18 de agosto), Esteves incluyó, en la sección dedicada a reseñas, un breve análisis de tres recientes trabajos en lengua francesa, contrarios todos ellos a la innovación de Brown-Séquard: tanto Bareden como Mossé y Cozin habían mostrado que, o bien las inyecciones no traían ninguna mejoría, o bien producían modificaciones que eran enteramente atribuibles a la auto-sugestión (Esteves, 1893). El médico argentino amplió esas objeciones con experiencias de su propia cosecha. Él también había comprobado el peso excluyente del factor sugestivo, y no por azar había tenido la oportunidad de observar que las inyecciones desencadenaban alivio exclusivamente en sujetos neuróticos (esto es, proclives a la trampa sugestiva): “no observando el más mínimo fenómeno en los individuos [en] que las practicábamos, sin que ellos supieran de lo que se trataba, y verdaderos prodigios en un neurasténico abásico, que desde un mes y medio antes forjaba los más halagüeños proyectos” (Esteves, 1893: 418-419).

Esteves guardaba todavía un as en la manga: él había recibido a uno de los pacientes tratados, presuntamente con éxito, por Diógenes Decoud; pues bien, aquel paciente estaba en pésimo estado, lo cual ratificaba que las inyecciones en verdad no lo habían beneficiado (o, a lo sumo, que esa mejoría había sido un falaz producto de su imaginación). También había sido consultado por un sujeto enfermo de impotencia, que había sido asistido anteriormente por otro colega mediante electricidad e inyecciones testiculares. Si bien Esteves allí no lo indica, se está refiriendo claramente a un antiguo paciente de Sudnik. El impotente no había logrado recobrar la salud en manos del doctor polaco, cosa que sí alcanzó gracias a una sencilla dieta prescrita por Esteves.

Unas semanas más tarde, el 27 de octubre, la segunda parte de la conferencia de Sudnik fue seguida por un extenso debate, del cual participó activamente Esteves.14 En esa oportunidad, este último insistió en su argumento sobre la auto-sugestión, relatando una de sus experiencias, en la cual reemplazó, sin conocimiento del paciente, el líquido testicular por una solución de sal ferrosa. A pesar de esa sustitución, los resultados fueron idénticos. A renglón seguido, Esteves recupera el caso del enfermo impotente, argüido en la reseña, pero esta vez indica que Sudnik había dirigido previamente el tratamiento: con él “no se había producido ningún cambio favorable, y sometido por mí a otro tratamiento, cuya parte fundamental consistía en el uso de los tónicos del sistema nervioso, vi en quince días desaparecer todos los fenómenos mórbidos”.15 Sudnik intentó defenderse de la encerrona preparada por su colega, afirmando que aquel paciente había enumerado explícitamente las ganancias clínicas que las inyecciones le habían deparado. El polaco concluía, a ese respecto: “Yo creo, pues, que fue éste uno de los enfermos que más [se] benefició del tratamiento”.16 Sudnik decidió emprender un contraataque, objetando a Esteves que éste reseñara solo los trabajos de los adversarios del método, pero guardara silencio a propósito de los textos que iban en una dirección contraria. El médico polaco, deseoso de jugarse el todo por el todo, cerró su intervención con la manifestación enfática de su credo: “Yo he obtenido la desaparición de la parálisis motriz en un hemipléjico y una histérica parapléjica camina ahora perfectamente”.17

Para el momento de la muerte del fisiólogo, ocurrida en abril de 1894, sus inyecciones se habían transformado en un hazmerreír en los ambientes académicos. En la necrológica enviada desde París por Benjamín Larroque, el médico argentino tildaba a las inyecciones de “un imposible”, “una ilusión dorada”, una “piedra filosofal de las quimeras de los viejos impotentes que llegan al fin de la vida” (Larroque, 1894). El autor del obituario festejaba que “la furia de inyectar el líquido Brown-Séquard ha cesado y todo parece entrar en el camino del olvido”. Si mediante ese diagnóstico se refería a los laboratorios médicos, Larroque tenía razón. Pero si lo que tenía en mente era el mundo más amplio de los remedios, se equivocaba de punta a punta. El repudio lanzado por los foros científicos no obstaculizó en lo más mínimo la comercialización de productos que recuperaban, de un modo u otro, el invento de Brown-Séquard. Los porteños, por ejemplo, aprovecharon durante mucho tiempo las virtudes regeneradoras de la “Iperbiotina Malesci”, elaborada, según rezaba un aviso a página entera aparecido en Caras y Caretas durante años, con “el principio activo del jugo orgánico testicular de animales jóvenes vigorosos, a grado máximo de concentración, según el método del Profesor Brown-Séquard de la Academia de Medicina de París”.18


La metaloterapia y las inyecciones testiculares fueron apenas dos ejemplos de los artefactos curativos implementados por los médicos porteños con sus pacientes neuróticos en las décadas finales del siglo XIX. Esos dos abordajes no alcanzaron, empero, mayor visibilidad en el mercado de Buenos Aires; si bien nutrieron algunos consultorios de poca fortuna, esos ensayos casi no rebasaron las fronteras de las revistas galénicas. Así y todo, hallaron de inmediato sus consumidores y usuarios. Ya volveremos con detalle a ese argumento: a un profesional le bastaba con adoptar un presunto remedio contra las neurosis, y con promocionar tímidamente sus virtudes, para que los neurasténicos y nerviosos locales se lanzaran en tropel a abultar su clientela. Ello tenía lugar en los mismos años en que otros médicos, mas frecuentadores de hospitales y bibliotecas que de gabinetes privados, morían de ganas de ver con sus propios ojos la tez pálida de al menos un neurasténico. Otros emprendimientos terapéuticos muestran, por el contrario, que en esa época los médicos salieron a competir de igual a igual con las droguerías y los vendedores de aceite de hígado de bacalao, y gracias a ello logaron llamar la atención de sus conciudadanos más afligidos.

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