¿Te acuerdas de la revolución?

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3. LA COLONIALIDAD DEL PODER

La idea de raza es, sin ninguna duda, el instrumento de dominación social más eficaz inventado en los últimos quinientos años. Producida al comienzo de la formación de América y el capitalismo, durante el pasaje del siglo XV al XVI, se impuso en los siglos siguientes sobre toda la población del planeta, integrada a la dominación colonial de Europa […] Sobre la noción de raza se fundó el eurocentrismo del poder mundial capitalista y la distribución mundial del trabajo y los intercambios que resultaron de él.

ANÍBAL QUIJANO

Cuando el saber occidental plantea la cuestión del poder, el Estado y la política, no sale de los límites territoriales del Norte del planeta. Habrá que esperar la afirmación de las luchas de los colonizados y de las mujeres para que comience a surgir un descentramiento del análisis.

La teoría de la colonialidad del poder, sobre todo en la versión de Aníbal Quijano, a quien debemos la introducción del concepto en 1992, resalta la especificidad de la lucha de clases entre blancos y racializados a partir del racismo y el sexismo.22

El interés de esta teoría radica menos en la reconstrucción histórica de las relaciones raciales entre clases que en su actualidad. Gracias al proceso de “colonización del centro” iniciado en los años 70 del siglo pasado, pasó a formar parte del arsenal de dispositivos de poder movilizados en los países del Norte para gobernar las clases (una gobernabilidad que escapa a la pacificación del concepto, ¡incluso en Foucault!).

La colonialidad del poder también profundizó y generalizó los resultados del análisis de Carl Schmitt sobre la función de las colonias en la constitución del Estado, al vincular en diferentes lugares las relaciones que hemos establecido entre el capitalismo y las realidades precapitalistas, en sintonía con algunas de las afirmaciones hechas por las feministas en la década de 1970.

La colonialidad se constituye a partir de la conquista de América y se estructura a lo largo de todo el siglo XVI. Se distingue radicalmente del poder ejercido según la lógica jurídico-política europea, ya que se manifestó por una serie de técnicas que, para hablar como Foucault, actuaban directamente sobre los cuerpos, clasificando y jerarquizando por la fuerza las poblaciones conquistadas a partir del color de la piel y del sexo (la división racial a partir del color no se produjo de inmediato con la Conquista, sino solo después de que los esclavos negros fueran puestos a trabajar en América).

La colonialidad no se ejerce sobre sujetos de derecho, sino sobre cuerpos vivos. La reproducción de clases y la valoración/desvalorización de las vidas se superponen.

No es asimilable, aunque se vincule, al concepto de colonialismo. Este último se refiere a una “estructura de dominación y explotación” de una población por otra, como siempre ha ocurrido en la historia, pero esto no siempre ni necesariamente implica relaciones de poder racistas. En el transcurso de los últimos quinientos años, la colonialidad ha demostrado estar más arraigada y ser más duradera que el colonialismo, ya que lo ha sobrevivido.

La conquista de América produjo nuevas categorías, en particular las de raza y racismo, que siempre funcionaron junto con otro concepto de origen colonial: la etnia. La pareja raza/etnia (la esclavitud para los negros, las diferentes formas de trabajo forzado para los indígenas, etc.) constituye un dispositivo de sujeción que duplicó la división del trabajo mediante la producción de subjetividades sumisas, inferiorizadas, objeto de una discusión erudita sobre si tenían o no tenían alma. El papado decidirá por el alma, pero las prácticas del poder seguirán ejerciéndose como si los esclavos, los negros, los indígenas estuvieran desprovistos de ella.

Las relaciones de poder no se derivan exclusivamente de la estructura económica. La colonialidad es una relación de poder que nació estrictamente ligada a la explotación económica, pero que no puede reducirse a ella. Las modalidades de organización del trabajo cambian, incluso pueden desaparecer, pero la pareja racismo/etnicismo continúa existiendo. La acumulación mundial, según Quijano, no implica solamente a las “clases sociales ‘industriales’”, sino también a las clases de “‘esclavos’, ‘siervos’, ‘plebeyos’ y ‘campesinos libres’”.

Quijano lo reconoce: solo con “la irrupción de las cuestiones de subjetividad y de género” planteadas por las feministas es posible escapar de los límites de la concepción de poder que plantean el liberalismo y el marxismo:

El poder es un espacio y una malla de relaciones sociales de explotación/dominación/conflicto articuladas, básicamente, en función y en torno a la disputa por el control de los siguientes ámbitos de existencia social: (1) el trabajo y sus productos; (2) en dependencia del anterior, la “naturaleza” y sus recursos de producción; (3) el sexo, sus productos y la reproducción de la especie; (4) la subjetividad y sus productos materiales e intersubjetivos, incluido el conocimiento; (5) la autoridad y sus instrumentos, de coerción en particular, para asegurar la reproducción de ese patrón de relaciones sociales y regular sus cambios.23

La reproducción de la especie se realiza mediante un sabio y refinado cruce de raza y sexo que va a multiplicar las clasificaciones e inscribir los niveles de sometimiento entre dos extremos: los blancos por un lado y los no blancos por el otro.24 Estas diferentes “hibridaciones” de raza y sexo debían afirmar siempre la superioridad jerárquica de los blancos y la inferioridad de los no blancos.

La colonialidad organiza relaciones que el marxismo calificaría de precapitalistas, al tiempo que constituye una máquina de producción y poder en el interior del mercado global. En realidad, es una categoría “más compleja y más amplia que el agenciamiento racismo/etnicismo, ya que incluye relaciones señoriales entre dominantes y dominados, sexismo y patriarcado, familismo (juegos de influencia basados en redes familiares), clientelismo, compadrazgo y patrimonialismo en el seno de las relaciones entre lo público y lo privado y especialmente entre la sociedad civil y las instituciones políticas. Lo que articula y gobierna todo esto es el autoritarismo en la sociedad y en el Estado”. Estas relaciones “precapitalistas” no están destinadas a desaparecer. Estructuran el poder y continúan proliferando como neoarcaísmos.

La colonialidad es a la vez una teoría del poder y una teoría del conflicto. Las teorías del poder son numerosas, pero las que problematizan el conflicto son más raras, ya que implican asumir una posición política partidaria.

En la teoría de la colonialidad del poder, la asimetría de los términos en relación fue instituida por una guerra de conquista y alimentada por el racismo, la explotación económica y el sexismo. Estas relaciones se encuentran en un estado de inestabilidad permanente, porque están atravesadas por un “diferendo” referido “al control del trabajo, de la naturaleza, del sexo, de las subjetividades”. Este diferendo, que se remonta a la Conquista, anima las luchas de clases (en plural): el modo en que “las gentes llegan a ocupar, total o parcialmente, transitoria o establemente, un lugar y un papel respecto del control de las instancias centrales del poder es conflictivo”. Estas relaciones de poder son estratégicas porque consisten en “una disputa, violenta o no”, que se desarrolla en una serie de “derrotas y victorias”, “avances y retrocesos”.

Las técnicas de la colonialidad fueron inventadas y experimentadas por los europeos en América dos siglos antes de su implantación en Europa, tanto en lo que respecta a la organización del trabajo como al “gobierno de las poblaciones”. Partir del mercado mundial, y no de Europa, cambia profundamente la concepción que tenemos del capitalismo, el Estado y el poder.

En un importante artículo, “La americanidad como concepto, o América en el moderno sistema mundial”, escrito por Aníbal Quijano e Immanuel Wallerstein, los autores especifican la función de la colonialidad en la constitución del Estado europeo, confirmando las intuiciones de Schmitt. La historia del Estado-nación está orgánicamente ligada a la colonialidad, la cual ha jugado un papel esencial en la integración del sistema interestatal al crear no solo un orden jerárquico entre los Estados centrales y los periféricos, sino también al establecer reglas para la interacción de los Estados, como hemos visto con Schmitt.

¿La colonialidad del poder y su dispositivo más importante nos autoriza a pensar en la relación entre blancos y no blancos como una relación entre clases con características específicas y singulares? La historia nos ha demostrado que la relación de poder colonial ha dado lugar no solo a una enorme captura de mano de obra gratuita o barata, sino también a revueltas, revoluciones y niveles de organización autónomos e independientes al igual que la relación capital-trabajo: desde los “negros jacobinos” en Haití al movimiento de los Panteras Negras, pasando por las revoluciones antiimperialistas.

Los nuevos racismos, la pretensión de los habitantes del Norte de querer decidir con quién vivir, el rechazo de los migrantes, la certeza de considerarse propietarios del territorio donde habitan, la identificación con él, etc., todos estos fenómenos son manifestaciones del funcionamiento de la colonialidad en el interior de las luchas de clases contemporáneas en el Norte del planeta.

La “colonización del centro”, la implantación del (los) Sur(es) en (los) Norte(s) y viceversa, solo puede lograrse integrando la colonialidad del poder en los Estados “democráticos”. De hecho, no sorprende que la colonización interna sea una parte integrante de la constitución material de, en palabras de Hannah Arendt, la democracia más política de todo Occidente: Estados Unidos.

 

4. LA REPÚBLICA CON ESCLAVOS

El racismo en Estados Unidos es como polvo en el aire: parece invisible, aunque esté por asfixiarte, hasta el momento en que dejás entrar al sol. Entonces te das cuenta de que te rodea por todas partes.

KAREEM ABDUL-JABBAR

Tenemos que hacerles entender a los jóvenes negros moderados que si sucumben a las enseñanzas revolucionarias, serán revolucionarios muertos.

EDGAR HOOVER, JEFE DEL FBI

El mundo colonial del que hablaba Fanon tenía un parecido sorprendente con el mundo vivido por los negros estadounidenses.

KATHLEEN CLEAVER

Estados Unidos es, quizás, la democracia en la que las relaciones entre blancos y no blancos (históricamente los negros, pero hoy también los hispanos) asumen marcadamente el carácter de una lucha de clases.

Si, actualmente, la colonialidad también atraviesa y califica las instituciones y políticas de las democracias del Norte del mundo, no es solo porque las políticas neoliberales emprendieron una colonización del centro, sino también porque es constitutiva de las democracias occidentales, como Estados Unidos nos deja fácilmente constatar. La involución actual de la democracia, su degeneración fascista y racista, no debería sorprendernos si tomamos en consideración la formación del Estado y de las instituciones occidentales en el interior de la economía-mundo y, claramente, si se tiene en cuenta la democracia estadounidense.

Ni la república con esclavos ni el régimen colonial e imperial eran cuerpos ajenos a la democracia.25

Lo que los medios de comunicación llaman los “demonios raciales” de Estados Unidos cada vez que hay una víctima afroamericana del racismo supremacista blanco es en realidad un componente estructural de las instituciones democráticas estadounidenses. En Europa, el Estado y sus instituciones, por un lado, y el colonialismo y el imperialismo, por otro, se desarrollaron en dos territorios separados por mares y océanos, mientras que en Estados Unidos, colonos y colonizados, invasores e invadidos, comparten un mismo territorio, de modo que la colonialidad del poder muestra con claridad desconcertante su genealogía democrática.

Si los medios, los académicos, las instituciones democráticas de todo el mundo no quieren ver la colonialidad que constituye a Estados Unidos, es porque sigue repitiendo el mismo estribillo: “de te fabula narratur”, la historia habla de ti. Por estas razones, la interpretación de las nuevas formas de racismo, sobre las que Trump se ha montado para acceder al poder, no debe dar paso ni a la fenomenología de la “relación con el otro”, ni siquiera a la teoría de la inmunidad social de Roberto Esposito. El racismo (y el sexismo) son relaciones de clase que fundaron y estructuraron nuestras sociedades.

La filosofía política se formó concibiendo las instituciones a partir exclusivamente de Europa (de determinadas poblaciones y conflictos). De Hobbes, Spinoza, etc., teorizamos el poder, la democracia, las instituciones, como si detrás de cada una de estas filosofías no existiera un imperio colonial y como si esto no afectara a este mismo poder, a esta misma democracia, a estas instituciones.

Incluso cuando en Estados Unidos la esclavitud y la democracia, el imperialismo conquistador, la colonización genocida y el capitalismo van de la mano, es decir, son indisociables, el ojo del filósofo y del politólogo no ve en ello nada problemático, ya que simplemente ignora su relación o la considera irrelevante para emitir un juicio sobre las instituciones. El caso de Hannah Arendt es sintomático, trágico y cómico a la vez.

Arendt analiza la revolución estadounidense y los fundamentos de sus instituciones, sin admitir jamás el hecho ineludible de que se trata de una democracia con esclavos construida sobre el genocidio de los “indios” que, tras la abolición de la esclavitud, mantuvo la segregación racial hasta los años 60 del siglo XX, seguida del encarcelamiento masivo de negros e hispanos, para reproducir hoy un racismo cuya virulencia contagia todas las relaciones sociales y permite acceder a la presidencia de la república a un supremacista blanco.

En su ensayo sobre la revolución, se plantea, muy sorprendida, una pregunta sobre la tradición revolucionaria que revela su cinismo o su ingenuidad: ¿por qué ningún revolucionario ha asumido la revolución estadounidense como modelo?

“El pensamiento político revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una revolución en el Nuevo Mundo”. Peor aún, “las revoluciones que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana”.26

El hecho de no haber sabido incorporar las conquistas políticas de la Revolución americana, continúa la filósofa, fue un error que condujo al fracaso de la revolución porque se centró en la dimensión “social” de la Revolución francesa a expensas de la “fundación de la libertad” propia de Estados Unidos.

En el siglo XX, la revolución se convirtió en uno de los acontecimientos más comunes de la vida política, pero no en “todos los países y continentes”, como sugiere Arendt, sino sobre todo y casi exclusivamente en los países del Sur profundamente marcados por la esclavitud, la colonización, el imperialismo y el genocidio de los nativos. Los pueblos colonizados tenían todas las razones del mundo para no referirse a la “Revolución americana”, ni a su desarrollo, por su carácter profundamente esclavista, racista, imperialista y genocida. No podían aprender nada de ella, porque era todo lo que odiaban y querían destruir. Los pueblos colonizados estaban más bien de acuerdo con Samir Amin, quien, mirándola desde el Sur del mundo, la definía como una “falsa revolución”.

La libertad estadounidense está fundada sobre la mayor concentración de esclavos (4 millones) que ha conocido la historia, cinco veces más que la concentración de esclavos en las islas esclavistas del Caribe francés y británico.

Los “padres fundadores” fueron en su mayor parte propietarios de esclavos que pensaron seriamente en reivindicar esta institución al afirmar ser los continuadores de la polis griega y su tradición. Once de los quince primeros presidentes fueron propietarios de esclavos hasta 1860.

El relato de la revolución más política ha elidido cuidadosamente el hecho de que una de las razones de la revuelta de los colonos contra Inglaterra había sido salvaguardar esta institución, amenazada por los ingleses. La Constitución de Estados Unidos preservó y defendió la esclavitud sin nunca nombrarla. Se ocupaba directamente de la esclavitud en seis puntos e indirectamente en cinco. El texto protegía la propiedad de los esclavistas, autorizaba al Congreso a movilizar milicias contra las revueltas de esclavos, prohibía al gobierno federal intervenir para poner fin a la importación de esclavos por un período de veinte años y obligaba a los estados donde la esclavitud era ilegal a devolver a los esclavos que se escapaban de los estados esclavistas a sus amos.

Mientras Thomas Jefferson escribía “todos los hombres son creados iguales”, un hombre negro que nunca habría disfrutado de este derecho aparentemente natural aguardaba a un costado las órdenes de su amo. Era Robert Hemings, medio hermano de Martha Jefferson, casada con Thomas Jefferson, nacido de la relación del padre de Martha con una mujer negra en su propiedad. El padre de la revolución lo había elegido de entre sus trescientos esclavos para que lo acompañara a Filadelfia, de modo que pudiera garantizarle todas las comodidades, mientras el amo se dejaba llevar por la redacción de la Declaración de Independencia. Acosado por la posibilidad de una revolución esclavista como la de Santo Domingo, Jefferson prohibió la entrada al territorio estadounidense de todos los esclavos que, por una razón u otra, pasaron por Haití.

Para la elección de George Washington en 1789, el “Nosotros, el pueblo” que votó constituía solo el 6% de la población. El sistema electoral estadounidense todavía hoy está marcado por la esclavitud.

Se dice, incluso en los círculos de “izquierda”, que los estadounidenses no han sido imperialistas, aunque lo han sido desde el principio. La famosa frontera estadounidense es una frontera colonial, el ejemplo mismo de lo que es un imperialismo. Fue relanzada después de la “revolución”, porque el pequeño propietario rural, modelo del hombre nuevo democrático, solo podía realizarse si continuaba apropiándose de las “tierras libres”, masacrando a los indios y poblándolas inmediatamente de esclavos negros. Hollywood celebró esta serie de genocidios que llevaron a la extinción de los pueblos indígenas y su cultura como una aventura humana, motivo de orgullo. Entre 1776 y 1887, en plena democracia política, Estados Unidos se apoderó de más de 1500 millones de hectáreas de tierras indígenas por medio de tratados o por la fuerza.

La libertad política celebrada por la filósofa exiliada en Estados Unidos solo concernía a los blancos. En 1857, la Corte Suprema dictaminó que los negros, tanto esclavos como libres, eran descendientes de una raza “esclava”. “Nosotros, el pueblo” asume una significación muy precisa: “Nosotros, los blancos, propietarios”, que las revoluciones anticoloniales del siglo XX entendieron muy bien.

Los estados del Norte no entraron en guerra con los estados del Sur para abolir la esclavitud, sino para evitar la secesión. Durante la Guerra Civil, Lincoln había convencido al Congreso de financiar la repatriación de negros a África, porque si los blancos tenían problemas con los negros y los negros con los blancos, la solución consistía en deportar a la población negra a su tierra considerada original.

La abolición de la esclavitud no transformó al negro en un “trabajador libre”, sino que lo sometió al “trabajo forzado”. Después de la abolición formal de la esclavitud, Estados Unidos fue el primer Estado moderno en introducir la segregación racial y el primero en encerrar a los indígenas americanos en reservas.

El universalismo occidental tiene una aplicación ejemplar en las leyes de Jim Crow, en las que también se inspiraron los nazis. Si bien reconocen la igualdad jurídica, discriminaban a las personas por su raza.

La segregación escolar no fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Estados Unidos hasta 1954. Las otras leyes Jim Crow fueron derogadas por la Civil Rights Act [Ley de Derechos Civiles] en 1964 y la Voting Rights Act [Ley de Derechos Electorales] en 1965.

En “Europa y Estados Unidos”, según Foucault, los “suplicios” habían dado paso a un castigo “moderno”. En Estados Unidos, aun en la primera mitad del siglo XX, el suplicio de personas negras se ponía en escena y constituía un espectáculo que atraía a multitudes blancas.

En los periódicos locales se publicaban anuncios del linchamiento y se añadían coches suplementarios a los trenes para los espectadores, a veces millares, procedentes de localidades situadas a kilómetros de distancia. Los niños podían tener el día libre en el colegio para asistir al linchamiento. El espectáculo podía incluir la castración, el desollamiento, la hoguera, el ahorcamiento, el empleo de armas de fuego. Se vendían souvenirs que podían incluir los dedos de las manos y los pies, los dientes, los huesos e incluso los genitales de la víctima, así como postales con ilustraciones sobre el evento.27

Entre 1882 y 1968, al menos 4742 personas, en su mayoría afroamericanas, fueron linchadas en Estados Unidos.

El problema sigue siendo el mismo. Para el racismo (como de hecho para el sexismo), no hay “progreso” posible. Los avances en materia de derechos deben ser conquistados por la lucha. Solo las movilizaciones de los negros en la década de 1960, paralelas a las luchas de los pueblos colonizados, harán que el racismo retroceda por un breve período.

Las luchas de los negros por los derechos civiles “fueron un capítulo importante en la guerra de clases en Estados Unidos”. Como se reconoce en el informe de la Comisión Kerner encargado por el presidente Lyndon Johnson tras los disturbios de las comunidades negras en el verano de 1967 (citado en el hermoso libro de Sylvie Laurent, La couleur du marché, al que voy a recurrir muy seguido), se trata de una división de clases: “Nuestro país está escindido en dos sociedades distintas, una negra y otra blanca, separadas y desiguales”.

 

El mismo informe señala que “debido al desempleo, las malas condiciones de vivienda y el acoso policial, los negros fueron condenados a un estado de alienación social del que las políticas públicas eran culpables”, porque la asistencia social había sido el dominio exclusivo de los blancos, “confiscada para su beneficio”. Cuando Johnson lanza el programa de “guerra contra la pobreza”, está abriendo una lucha de clases entre blancos y negros porque las políticas de redistribución del bienestar trataron de romper tímidamente el monopolio de los blancos sobre las políticas públicas.

La campaña que en este período se lanzó contra las políticas keynesianas del New Deal en general, y las políticas de la “Gran Sociedad” de Johnson en particular, obtuvo un éxito inmediato, ya que los blancos eran muy conscientes de que estas podían socavar “un orden racial tricentenario”.

Los estadounidenses de las clases medias y populares, especialmente en el Sur, están más inclinados a renunciar a su estado de bienestar cuando están convencidos de que las políticas sociales están destinadas a los negros (y en particular a las mujeres negras solteras).28

El nacimiento del neoliberalismo en Estados Unidos provocó una adhesión inmediata, incluso entre la clase trabajadora blanca, porque sus batallas contra el “asistencialismo” y por la “iniciativa individual” fueron leídas a través del prisma del racismo contra los negros.

El neoliberalismo emprendió la tarea de deshacer sistemáticamente la “libertad ganada con tanto esfuerzo por los estadounidenses negros” a través de la constitución de una política de recolonización interna, justificada y legitimada por el funcionamiento del mercado. Gary Becker y Milton Friedman estaban convencidos de que el mercado es “daltónico”, que la desregulación del mercado laboral y la reducción de las políticas sociales, exaltando la responsabilidad individual, se encargarían espontáneamente de acabar con el racismo. Incluso un acto racista, según Becker, inventor del concepto de “capital humano”, forma parte de las elecciones individuales que hay que “dejar hacer”, porque es a través de ellas, así como gracias a la coordinación impersonal del mercado, que se producirá la abolición del racismo.

Las preferencias individuales no pueden estar restringidas por el Estado, y la discriminación alegada, como negarse a servir a un negro en un restaurante y escolarizar a niños de color, revela lo que Becker llamó su “gusto”, un derecho inalienable.29

El neoliberalismo no solo ha favorecido el fascismo de los militares sudamericanos, sino también el racismo, desde el momento en que protege la propiedad y asegura la división y el control de las “clases peligrosas”. Bajo el disfraz de la igualdad que el mercado garantizaría a todos, la economía neoliberal no hará más que intensificar todos los dualismos y en particular los dualismos de raza (y de sexo), ratificados a través de los mecanismos impersonales de una economía que carece de color.

La propia Hannah Arendt contribuyó a esta ideología moderna al publicar un largo artículo en el que condenaba la obligación de las escuelas públicas blancas de admitir a niños negros, ya que el Estado, según ella, debía mantenerse apartado de las elecciones educativas de los padres, que competen a la esfera privada, bajo pena de tiranía.30

En Estados Unidos, la privatización del bienestar tiene una base racial precisa que apunta a “hacer vivir” a las poblaciones que tienen recursos financieros y a “dejar morir” a las poblaciones que carecen de ellos. Como ha demostrado dramáticamente la pandemia, entre los pobres, los más afectados han sido los negros y los hispanos.

Desde una perspectiva reaccionaria, Becker y Friedman comparten el punto de vista marxista revolucionario, según el cual la economía acabará con arcaísmos tales como el racismo y el sexismo. Por el contrario, tenemos una confirmación de la persistencia de la especificidad de estas relaciones de poder irreductibles a la relación capital-trabajo, aunque entrelazadas estrechamente con su funcionamiento.

La victoria del supremacismo blanco de Trump está profundamente arraigada en la historia de esta lucha de clases entre blancos y negros. Los disturbios que siguieron al asesinato de George Floyd son una novedad, no porque los blancos se solidaricen con los negros volviéndose antirracistas, sino porque comienza a formarse la conciencia de que las políticas neoliberales constituyen una “colonización interna” que todos sufren, aunque en grados diferentes.

12 The Capitalocene Part I: On the Nature & Origins of Our Ecological Crisis, http://www.researchgate.net/publication/263276994_The_Capitalocene_Part_I_On_the_Nature_Origins_of_Our_Ecological_Crisis; The Capitalocene, Part II: Abstract Social Nature and the Limits to Capital, http://naturalezacienciaysociedad.org/wp-content/uploads/sites/3/2016/02/The-Capitalocene-Part-II-REVISIONS-July-2014.pdf. Las citas que siguen a continuación pertenecen a estos textos.

13 Rosa Luxemburgo, La acumulación de capital, ob. cit. El subrayado es mío.

14 Antonio Casilli, Esperando a los robots, trad. Juan Riveros, Madrid, Punto de Vista, 2021.

15 Maurizio Ricciardi, Rivoluzione, Bolonia, Il Mulino, 2001, p. 37 [Revolución. Léxico de política, Buenos Aires, Nueva Visión, 2003].

16 Ídem.

17 Carl Schmitt, El nomos de la tierra, trad. Dora Schilling Thon, Buenos Aires, Struhart & Cía., 2005. Las citas que siguen a continuación pertenecen a este texto.

18 Fernand Braudel, La dinámica del capitalismo, trad. Rafael Tusón Calatayud, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2002.

19 Otto Hintze, Féodalité, capitalisme et État moderne [Feudalimo, capitalismo y Estado moderno], París, Maison de Science de l’Homme, 1991.

20 Ernst Fraenkel, The Dual State. A Contribution to the Theory of Dictatorship [El Estado dual. Una contribución a la teoría de la dictadura], Clark, Lawbook Exchange, 2006.

21 Hans-Jürgen Krahl, un joven “genio” filósofo y político que falleció a los veintisiete años en un accidente automovilístico (1971), alumno de Adorno y uno de los primeros críticos de la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Habermas, pero también de la tradición comunista, Lukács, Korsch), fue dirigente de la Sozialistischer Deutsche Studentenbund (Federación Socialista Alemana de Estudiantes afiliados originalmente al Partido Socialdemócrata Alemán) y uno de los principales animadores del movimiento estudiantil de la década de 1960, del que dio la interpretación más pertinente y precisa. Todas las citas que siguen a continuación son de Hans-Jürgen Krahl, Costituzione e lotta di classe [Constitución y lucha de clases], Milán, Jaca Book, 1971.

22 Hay dos artículos a los que podemos hacer referencia para introducir el pensamiento de Aníbal Quijano: “‘Race’ et colonialité du pouvoir” [“Raza” y colonialidad del poder], Mouvements, n. 51, 2007/3; y “Colonialidad del poder y clasificación social”, en El giro decolonial, Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel (eds.), Bogotá, Siglo del Hombre, Universidad Central, Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos y Pontificia Universidad Javeriana, Instituto Pensar, 2007.

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