Anatomía heterodoxa del populismo

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El populismo latinoamericano: un paradigma en constante construcción

Al considerar los contextos diversos en los que aparece el populismo, es muy difícil elaborar una definición aplicable para todos; así mismo, existe el reto de entenderlo sin acudir nociones peyorativas, como ocurre con la mayoría de los autores. América Latina ha sido el continente por excelencia para la expansión del fenómeno, lo cual obliga a un esfuerzo por entenderlo y determinar su impacto en la democratización. Para una definición en la zona, Guy Hermet (1997) propone:

América Latina ofrece, sin lugar a dudas, los rasgos más definidos de un nacional-populismo, donde se puede observar de forma global bajo el prisma de sus expresiones diversas. Ciertamente, como en otros lugares, en determinadas circunstancias se le puede percibir como un discurso demagógico, o un movimiento espontáneo o inspirado en el exterior, un modelo de partido, régimen o incluso una actitud. Cualquiera que sea la perspectiva adoptada, el nacional-populismo latinoamericano se encuentra visiblemente motivado por el control del sufragio universal, convertido en un principio inevitable. Asimismo, en la medida en que no haya nada de particular en esta parte del mundo, es en esa misma voluntad de control de la intervención política de masas, que se hace necesario hallar un elemento unificador del nacional-populismo cuyo ejemplo latinoamericano constituye el caso más revelador y comprobado. (43)

Aunque América Latina aparezca como una zona de expansión para el discurso populista, es prudente señalar que existen contrastes según las características de cada Estado. Así, en algunos se tendió a desarrollar más la personificación de la política, es decir, a creer más en un líder que en las instituciones, lo cual facilitó la movilización de masas de la que habló Germani. El casi típico de esta personificación proviene de quien fuera tal vez el pionero del populismo argentino: Hipólito Yrigoyen, presidente entre 1916 y 1922 y entre 1928 y 1930.

En otros casos, el populismo se materializó en movimientos que terminaron convirtiéndose en partidos políticos de trascendencia. Esto ocurrió con la Alianza Popular Revolucionaria Americana, que, aunque tuvo una significativa dosis de personificación alrededor de Víctor Raúl Haya de la Torre, trascendió su figura y sobrevivió como partido político, uno de los más relevantes en Perú luego de la instauración democrática en los años ochenta y hasta épocas recientes. Algo similar se puede decir del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) en Bolivia, surgido de la derrota de la Guerra del Chaco y tras concretar la revolución de 1952, en la que se abolieron los derechos de los magnates del estaño a través de su nacionalización y se establecieron derechos políticos y sociales para indígenas (Arnade 1959, 342). Así, se constituyó en una plataforma de participación que fue vital a lo largo del siglo XX, aunque las conquistas de tal revolución se fueron diluyendo con el tiempo.

También ocurrió que el populismo hubiese promovido un procesociclo revolucionario, que terminó agotándose una vez alcanzado el ideal o interrumpido abruptamente. Tal fue el caso del ciclo populista en Brasil en los gobiernos de Getúlio Vargas (1937-1945)5 y João Goulart (1961-1964), que terminó de forma trágica por el suicidio del primero y el golpe de Estado en 1964 contra el segundo, el cual inauguró el largo periodo de dictadura militar en Brasil hasta la transición a la democracia de 1983 y 1985. El getulismo o la República Populista marcó la vida del país y significó para muchos el primer ejercicio real de ciudadanía. De acuerdo con Francisco Weffort (1967, 623), se trató de un intento claro por establecer una democracia liberal.

Este populismo latinoamericano propio del siglo XX tuvo al menos tres vocaciones: una progresista, cercana a la idea de reducir las desigualdades y en sintonía con las reivindicaciones de campesinos y obreros (Lázaro Cárdenas, João Goulart y Juan Velasco Alvarado); otra corporativista, que buscó la generación de una conciencia política en la clase media sin combatir necesariamente el capitalismo, sino al canalizarlo hacia los intereses de estas (Juan Domingo Perón), y otra desarrollista, dedicada a la generación de progreso, visible en grandes obras de infraestructura por parte del Estado (Getúlio Vargas y José María Velasco Ibarra).

Pero si se tuviese que identificar un elemento presente en todos los populismos latinoamericanos considerable como su impronta, podría consistir en el carácter refundacional al que aspiraba y que, se suponía, facilitaría la modernización del Estado en la primera mitad del siglo XX y, con posterioridad a la tercera ola, la profundización de la democracia. En ambos contextos se trató de experiencias con resultados bastante disímiles. El populismo retoma una característica del bonapartismo, según la cual, “el líder carismático, espiritual y quien reencarna a la nación en su conjunto concentra en sí el cuerpo místico del pueblo, y se pretende como el refundador de una colectividad nacional regenerada, por una ruptura que él mismo provoca” (Hermet 1997, 44). Ruptura y refundación serán claves en los populismos de la región, pues permiten emprender un proceso radical en contra de un establecimiento y justifican la idea de una revolución o de un proceso reformista radical, el cual necesita siempre de vigencia, ya que supone una transformación constante; ciertamente, esto ocurrió con el populismo tradicional y radical en América Latina.

De este carácter de ruptura y refundacional se desprende la idea de liberación que, en el caso latinoamericano de los años cuarenta, se traduce en una emancipación política de una clase socioeconómica respecto de otra e incluso respecto de un modelo eurocentrista. Se trata, tal como lo plantea Diana Quattrocchi-Woisson (1997), de “escapar a la tiranía de los conceptos europeos, encontrando [y desarrollando] otros que pudieran explicar las paradojas de la historia y del desarrollo social de América Latina” (162). Esta vocación emancipadora pretendía subvertirse frente a la hegemonía de las grandes potencias, que no solo estaba basada en el poder material (tamaño de sus economías, posesión de armas nucleares, influencia política en organismos internacionales), sino en la transmisión al tercer mundo de sus ideas civilizadoras y relativas a la formación del Estado nación y la democracia. Así, el populismo se convierte en una expresión emancipadora latinoamericana contra las lógicas de imposición que desde el centro se promueven y rara vez toman en cuenta las particularidades de esa periferia.

En América Latina, por ejemplo, una de las dificultades para la modernización del Estado consistió en que las naciones seguían en construcción, ya que fueron fundadas en el siglo XIX, con muchas contradicciones que sobrevivieron las décadas posteriores a la Independencia.

En las décadas de 1950 y 1960, América Latina vivió el auge del modelo de sustitución de importaciones como una manera legítima de contrarrestar la dependencia económica respecto del centro económico. De esta forma, nació la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), cuyo impacto no se limitó al plano económico, pues supuso una contribución en materia de identidad. La Cepal se convirtió en un referente latinoamericano en un mundo dividido por el contexto de la Guerra Fría, donde la periferia condicionaba su importancia a las rivalidades geopolíticas entre Moscú y Washington. La Cepal era una renovada representación latinoamericana que congregaba las voces intelectuales del discurso de la interdependencia. A mediados de los años setenta, Torcuato Di Tella (citado en Quattrocchi-Woisson 1997) la definía en estos términos:

[…] nuestra única institución cultural con prestigio internacional, pues recluta a los mejores entre nosotros, sin tener en cuenta su lugar de nacimiento y porque otorga una financiación adecuada a los trabajos intelectuales, garantizando la movilidad geográfica y un buen nivel de vida para sus autores […]. Veamos las razones de este trabajo milagroso: una organización financiada por las Naciones Unidas (de la que hace parte Estados Unidos) se convierte en el hogar de identificación latinoamericana y del pensamiento autónomo, creativo, nuevo. Necesitamos diez o doce Cepal en América Latina. (165)

Por otra parte, una de las discusiones más complejas que ha suscitado el populismo latinoamericano tiene que ver con su relación con los sistemas políticos y en qué circunstancias concretamente puede llegar a transformarlos. Uno de los primeros aportes en esta cuestión recae de nuevo en Gino Germani, quien desarrolló la teoría del plato de lentejas, según la cual el pueblo estaría dispuesto a renunciar a ciertas libertades y garantías liberales a cambio de un bienestar material. Este intercambio es clave para entender por qué regímenes no democráticos (dictatoriales, autoritarios o totalitarios) reciben un apoyo popular considerable. Esta simpatía se explica también por la sensación liberadora que un político o movimiento es capaz de despertar en un electorado, tal como lo expresa el propio sociólogo ítalo-argentino:

El dictador dio a los trabajadores unas pocas ventajas materiales a cambio de la libertad. El pueblo vendió la libertad por un plato de lentejas. Este es un profundo error. El dictador hizo demagogia. Mas la parte efectiva de esa demagogia no fueron las ventajas materiales sino el haber dado al pueblo la experiencia real o ficticia, en gran parte ficticia, de que había logrado ciertos derechos y los estaba ejerciendo. Los trabajadores que apoyaban la dictadura, lejos de sentirse despojados de la libertad, estaban convencidos de que la habían conquistado. Claro que se trataba de dos clases de libertades. La que habían pedido era una libertad que nunca habían ejercido, la libertad política […] de la política lejana y abstracta. La libertad que creían haber ganado era la libertad concreta, inmediata de afirmar sus derechos frente a capataces y patrones, elegir delegados, ganar pleitos en los tribunales laborales. (Germani 2004, 153)

 

Esta búsqueda y su hallazgo real o ficticio para el ejercicio de derechos políticos o socioeconómicos constituye la esencia del populismo peronista, y es uno de sus elementos constitutivos en casi todos los contextos latinoamericanos. El análisis de Germani es valioso, ya que aportó a la decodificación del discurso peronista al mostrar un panorama original sobre el proceso político argentino más relevante del siglo XX, probablemente el más importante de su historia. No obstante, su estudio tiene una limitación, pues su análisis del populismo depende de sistemas no democráticos, un sesgo que se explica por las circunstancias en las que vivió el sociólogo en Europa y en el Cono Sur. Como se ha observado, el populismo no solo aparece en contextos dictatoriales, autoritarios o totalitarios, sino que es capaz de emerger incluso en las democracias más consolidadas; la idea de que solo aparece en regímenes debilitados es propia de la primera mitad del siglo XX.

El populismo es distinto según el sistema político en el que aparezca, dentro de los dos grandes sistemas de gobierno de las democracias liberales: el presidencialismo y el parlamentarismo. Tampoco es igual en los principales regímenes no democráticos: el autoritarismo, el totalitarismo y la dictadura. Normalmente, tiende a aparecer más en presidencialismos que en parlamentarismos (no es anodino que América Latina, el continente por excelencia presidencialista, haya vivido tal auge populista), pero incluso en los segundos ha sido importante, como en los casos reseñados europeos y en los constantemente reseñados España, Grecia y Reino Unido; y aunque históricamente en América Latina tendió a surgir en contextos autoritarios, desde comienzos de siglo, apareció en pleno contexto democrático.

La relación del populismo con regímenes no democráticos también es compleja. Antes que nada, se debe empezar por diferenciar autoritarismo, totalitarismo y dictadura, ya que los espacios que encuentra el populismo en cada uno no son iguales. La dictadura, al ser la antítesis de la democracia, consiste en la concentración del poder, bien sea en una persona —civil o militar— o en un cuerpo —la junta militar sería el ejemplo típico—; no se define, como se piensa, por el hecho de acceder al poder mediante un golpe de Estado, pues puede ocurrir que dictadores accedan al poder a través de las urnas y que legitimen, mediante estas, decisiones abiertamente contrarias al Estado de derecho. Cabe decir que, para Carl Schmitt (2009, 23), la dictadura no estaba definida como un sistema político, sino como un estado de excepción en el que el soberano mostraba tener el control de la situación o del orden político. Aun así, su esencia consiste en la negación de la separación de poderes, que da origen al sistema de pesos y contrapesos y a la máxima central del Estado de derecho, según la cual nadie está por encima de la ley:

Para los autores humanistas del Renacimiento la dictadura era un concepto que se encontraba en la historia de Roma y en sus autores clásicos. Los grandes filólogos y conocedores de la Antigüedad romana comparaban las distintas exposiciones de Cicerón, Tito Livio, Tácito, Plutarco, Dionisio de Halicarnaso, Suetonio, etc., y se interesaban por la institución como una cuestión de la historia de la Antigüedad, sin buscar un concepto de significado jurídico-estatal en general. De esta manera fundaron una tradición, que ha permanecido invariable hasta bien entrado el siglo XIX: la dictadura es una sabia invención de la República romana, el dictador un magistrado romano extraordinario, que fue introducido después de la expulsión de los reyes, para que en tiempos de peligro hubiera un imperium fuerte, que no estuviera obstaculizado, como el poder de los cónsules, por la colegialidad, por el derecho de veto de los tribunos de la plebe y la apelación al pueblo. […] El dictador era nombrado por seis meses, pero antes del transcurso de este plazo resignaba su dignidad […]. No estaba ligado a las leyes y era una especie de rey, con poder ilimitado sobre la vida y la muerte. (Schmitt 2013, 69-70)

Si bien se observa el carácter temporal en la época romana, en tiempos modernos la esencia de la dictadura sigue consistiendo en la concentración del poder que se ejerce de forma ilimitada. A pesar de que originalmente el dictador o junta se haga con el poder contingentemente, en varios casos la emergencia se extiende haciendo de esta un sistema político.

El totalitarismo, objeto de estudio de Hannah Arendt (2002, 838), consiste en la presencia absoluta del Estado, el cual se apoya en el terror para mantener un control sobre la sociedad civil, ejercido por una policía política y manteniendo una ideología de Estado. Aunque pueda existir una separación de los poderes públicos, están sometidos a la ideología del establecimiento, y el derecho se convierte en una herramienta del régimen, como ocurrió con la Unión Soviética durante la era de Joseph Stalin o en los casos del nacionalsocialismo en Alemania y del fascismo en Italia.

Y, sin duda, el régimen no democrático más difícil de identificar en la práctica es el autoritarismo, capaz de convivir —al menos en apariencia— con la democracia, ya que mantiene hasta cierto punto una separación de poderes e incluso algunos principios de la competencia electoral. En esencia, consiste en la limitación, intimidación y obstrucción sistemática e incluso hasta la neutralización de los poderes judicial y legislativo por parte del Ejecutivo. Como se verá al final del texto, los llamados autoritarismos competitivos, definidos por Levitsky y Way (2002), reflejan un esquema en el que se permiten ciertas garantías de competencia para la oposición, sin que el Gobierno abandone del todo el control en varias arenas de la política, como los medios de comunicación, blanco por excelencia de las administraciones autoritarias, y el plano electoral, donde la oposición no cuenta con garantías plenas para disputar el poder del oficialismo.

Como se analiza en el caso concreto ecuatoriano, no se puede equiparar la práctica populista en todos los regímenes, pues, en ciertos casos, el populismo ha favorecido la emergencia y, en menor medida, el mantenimiento de autoritarismos. Una figura clave para estos consiste en la apelación constante a las urnas, que mantiene la presión y la intimidación sobre los poderes legislativo y judicial. Se trata del caso típico en el que el populismo le sirve al autoritarismo. Sin embargo, en sistemas democráticos también se convierte en un medio de inclusión y participación legítima al conservar las garantías del Estado de derecho y sin que la democracia pierda su condición.

Recientemente, en América Latina, varios autoritarismos apelaron al populismo. Alberto Fujimori fue, sin duda, el caso paradigmático, al haber alcanzado la expresión más contundente de autoritarismo en el cierre del Congreso en abril de 1992. En ese momento, se pudo ver el poder incontestable de la rama ejecutiva sobre la legislativa, posteriormente legitimado en las urnas. Álvaro Uribe Vélez en Colombia constituye otro ejemplo de la manera como se intimidó a otros poderes en el ejercicio del poder, amparado en la razón nacional por la situación de inseguridad que por ese entonces enfrentaba el Estado. El caso de Nicolás Maduro es mucho más complejo, pues suscita dos interrogantes. En primer lugar, si se trata de un populista, pues en realidad la figura carismática que logró concentrar en su discurso las demandas sociales (según la definición de Laclau) fue Hugo Chávez; Maduro ha tenido menos éxito en su discurso y parece más bien el depositario de la herencia política de Chávez, pero jamás del carisma, ya que, como bien lo expresa Max Weber, es una virtud intransferible (López Maya 2019).

El segundo interrogante pasa por clasificar la Venezuela de Maduro como autoritarismo, cuando en ella cohabitan de forma clara todos los rasgos de una dictadura. Por la manera en que se estructura el poder, es cada vez menos probable que el populismo surja en regímenes totalitarios y dictaduras, pues existen menos incentivos para seducir al pueblo; en efecto, se trata de mantener el establecimiento, lo cual no siempre depende del apoyo masivo y social, sino de poderes disuasivos, como el aparato militar o de aquellos que se trasforman en fácticos, como puede ocurrir con el poder electoral o el judicial.

En América Latina, la relación del populismo con la democracia es la más compleja y fecunda en términos de generación de conocimiento. La gran pregunta que aparece es por qué resurgió con semejante fuerza en sistemas políticos democráticos a finales de los años noventa. Una de las razones que había identificado Germani en los años cuarenta, y que subsistió posteriormente, es que, para muchos latinoamericanos que se movilizaron, la democracia había perdido su connotación positiva e incluso en determinadas situaciones llevaba una carga negativa.

Durante las transiciones a la democracia en la segunda y tercera ola, se generaron grandes expectativas que no se cumplieron, y esta desilusión allanó el camino para el resurgimiento de liderazgos populistas. Por lo general, en los periodos revolucionarios tiende a contagiarse un sentimiento de unidad nacional y euforia colectiva; no obstante, una vez esta revolución se concreta, empiezan a parecen las fragmentaciones, ya que la gestión del poder es mucho más compleja y la puesta en marcha de muchas de las promesas suele ser gradual y no abrupta como se pretende, cuando no inviable, en el peor de los casos. Como lo menciona el principal líder de la Revolución de Terciopelo, Vaclav Havel (2006), se trata de una desilusión revolucionaria:

Todas las revoluciones, al final, pasan de la euforia a la desilusión. En una atmósfera revolucionaria de solidaridad y autosacrificio, los participantes suelen pensar que, cuando su victoria sea completa, el Paraíso en la Tierra será inevitable. Naturalmente, nunca llega el Paraíso, sino la decepción, lógicamente.

Este abrupto desencanto estuvo presente en la mayoría de procesos democráticos en América Latina, el cual, aunque no se logró por la vía revolucionaria, sino más bien por un reformismo (más adelante aparecerá una clasificación de Gerardo Munck y de Carol Skalnik Leff sobre las distintas formas de transición democrática), constituye un ejemplo de la decepción aludida por Havel y explica el resurgimiento del populismo radical como respuesta a la brecha entre la instalación y la consolidación democrática.

Esto conduce a otra característica presente en el caso latinoamericano que consiste en el carácter contingente del populismo. A mediados de los años sesenta, Torcuato Di Tella (1965), en complemento de los estudios pioneros de Germani, lo definió como una forma irresponsable de improvisación política, a propósito de muchas de las promesas que plantea y que probablemente no eran del todo viables ni realizables:

En lugar del liberalismo o el obrerismo hallamos una variedad de movimientos políticos que, a falta de un término más adecuado, han sido a menudo designados con el concepto múltiple de “populismo”. El termino bastante desdeñoso, en tanto implica la connotación de algo desagradable, algo desordenado y brutal, algo de una índole que no es dable hallar en el socialismo o el comunismo, por mucho que puedan desagradar estas ideologías. Además, el populismo tiene un dejo de improvisación e irresponsabilidad, y por su naturaleza se supone que no ha de perdurar mucho. Debe asimismo añadirse que el término ha sido acuñado por ideólogos tanto de la derecha como de la izquierda. (392)

Más allá del elemento demagógico claramente identificado, se rescata el rasgo de poca perdurabilidad que sin duda es una marca constitutiva. Como se verá en varios casos, el populismo tiene un ciclo que se agota, pues las capacidades materiales de un gobierno no pueden extenderse en el tiempo, ni los estímulos para conquistar al pueblo se mantienen. Generalmente, ocurre una de dos posibilidades: o bien el músculo financiero se desgasta, por una contracción significativa en los precios de materias primas (el petróleo, por lo general), que permiten las inversiones sociales; o bien porque el sistema gira hacia un autoritarismo, en el que pierde valor el apoyo popular, comúnmente apreciado en las épocas electorales previas al acceso al poder. Esta relación debe servir para entender por qué el populismo no provoca necesariamente cambios en los sistemas políticos, pues, aunque el líder o movimiento puedan aspirar a tal, en regímenes consolidados es menos probable.