Las aventuras de Huckleberry Finn

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From the series: Clásicos
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Capítulo 9

Me apetecía ir a buscar un sitio que estuviera hacia el centro de la isla y que había visto cuando estaba explorando, así que nos pusimos en marcha y enseguida llegamos, porque la isla sólo medía tres millas de largo y un cuarto de milla de ancho.

Aquel sitio era un cerro bastante largo y empinado, de unos cuarenta pies de alto. Nos costó trabajo llegar arriba, de empinados que eran los lados y espesos los árboles. Anduvimos buscando por todas partes y por fin encontramos una buena caverna en la roca, casi arriba del todo, en el lado que daba a Illinois. La caverna medía tanto como dos o tres habitaciones juntas, y Jim podía estar de pie sin darse en el techo. Era fresca. Jim era partidario de guardar allí nuestras trampas inmediatamente, pero le dije que no nos convenía andar subiendo y bajando todo el tiempo.

Jim dijo que si teníamos la canoa escondida en un buen sitio y teníamos todas las trampas en la caverna, podríamos escondernos a toda prisa en ella si llegaba alguien a la isla, y que sin perros nunca nos encontrarían. Y, además, dijo que los pajaritos habían dicho que iba a llover y, ¿quería yo que se nos mojaran todas las cosas?

Así que volvimos, sacamos la canoa y llegamos frente a donde estaba la caverna y llevamos allí todas las trampas. Después buscamos un sitio cerca donde esconder la canoa, en medio de los grandes sauces. Algunos peces habían picado en los sedales; los cogimos y volvimos a poner el cebo y empezamos a prepararnos para la cena.

La entrada de la caverna era lo bastante grande para meter un barril, y a un lado de la entrada el piso estaba un poco más alto y era liso, o sea, un buen sitio para encender una hoguera. Así que allí la encendimos y preparamos la cena.

Dentro tendimos las mantas para que hicieran de alfombra y para comer allí. Pusimos todo lo demás a mano en la parte trasera de la cueva. Poco después oscureció y empezó a tronar y relampaguear, o sea, que los pájaros tenían razón. Inmediatamente después empezó a llover y a llover con ganas, y nunca he visto un viento soplar así. Fue una de esas buenas tormentas de verano. Estaba tan oscuro que fuera todo parecía de un azul– negro precioso, y la lluvia caía tan densa que los árboles a poca distancia parecían sombras como de telarañas, y llegaban soplidos del viento que doblaban los árboles y hacían levantarse las hojas por el lado pálido de abajo, y después seguía una ráfaga feroz que hacía a las ramas agitar los brazos como si se hubieran vuelto locas, y después, cuando estaba de lo más azul y más negro, ¡fist! Se veía un resplandor como el de la gloria y las copas de los árboles que se agitaban a lo lejos en medio de la tormenta, a centenares de yardas más de distancia de lo que se podía ver antes; volvían a quedar negras como el pecado en un segundo y entonces se oía la vuelta del trueno con un tamborileo espantoso que continuaba gruñendo, rodando y tambaleando por el cielo hacia el otro lado del mundo, como si estuvieran haciendo rodar barriles escaleras abajo, ya saben, unas escaleras muy largas, donde los barriles rebotan mucho.

–Jim, esto está muy bien –dije–. No querría estar en ninguna otra parte del mundo. Dame otro trozo de pescado y algo de pan de borona caliente.

–Bueno, pues no estarías aquí si no fuera por Jim. Estarías ahí fuera en el bosque y encima casi ahogado; te lo aseguro, mi niño. Las gallinas saben cuándo va a llover y los pájaros también, niño.

El río siguió creciendo diez o doce días hasta que empezó a inundar las riberas. El agua tenía tres o cuatro pies de profundidad en la isla en los sitios bajos y en la ribera de Illinois. Por aquella parte medía muchas millas de ancho, pero del lado de Missouri era la misma distancia de siempre –media milla–, porque la costa de Missouri era como una muralla de acantilados.

De día dábamos la vuelta a la isla remando en la canoa. En medio del bosque hacía mucho fresco y siempre había sombra, aunque afuera nos quemara el sol. íbamos dando vueltas entre los árboles y a veces las lianas caían tan gruesas que teníamos que retroceder y seguir otro camino. Bueno, en cada viejo árbol hendido se veían conejos y serpientes y esas cosas, y cuando la isla llevaba uno o dos días inundada estaban tan mansos, del hambre que tenían, que se podía llegar adonde estaban y acariciarlos si quería uno, pero no a las serpientes ni las tortugas, que se deslizaban por el agua. El cerro en el que estaba nuestra cueva estaba lleno de ellas. Podríamos haber tenido mascotas de sobra si hubiéramos querido.

Una noche cogimos un trozo de una balsa de troncos: buenos troncos de pino. Medía doce pies de ancho y quince o dieciséis de largo, y la parte más alta estaba a seis o siete pulgadas por encima del agua: una superficie sólida y nivelada. A veces veíamos cómo pasaban troncos aserrados a la luz del día, pero los dejábamos pasar, pues de día nunca salíamos.

Otra noche, cuando estábamos en la punta de la isla, justo antes de amanecer, apareció una casa de madera del lado del oeste. Tenía dos pisos y estaba muy inclinada. Fuimos remando y subimos a bordo: nos metimos por una de las ventanas de arriba. Pero todavía estaba demasiado oscuro para ver, así que amarramos la canoa y nos quedamos sentados a esperar el amanecer.

Empezó a llegar la luz antes de que alcanzáramos el otro extremo de la isla. Entonces miramos por la ventana. Vimos una cama y una mesa y dos sillas viejas y montones de cosas tiradas por el suelo, y había ropa colgada junto a la pared. En el piso del rincón más alejado había algo que parecía un hombre. Así que Jim dice:

–¡Eh, tú!

Pero no se movió. Así que volví a gritar yo, y después Jim dice:

–Ese no está dormido: está muerto. Tú quédate ahí, voy a ver. Se acercó, se agachó a mirar y dijo:

–Está muerto. Sí, señor; y desnudo. Le han pegado un tiro por la espalda. Calculo que lleva muerto dos o tres días. Ven, Huck, pero no le mires a la cara. Es demasiado horrible.

No miré en absoluto. Jim le echó unos trapos viejos encima, pero no hacía falta; yo no quería verlo. Por todo el piso estaban tirados montones de cartas de baraja viejas y grasientas, y viejas botellas de whisky y un par de máscaras hechas de paño negro, y las paredes estaban llenas de letreros y dibujos de lo más torpe, hechos a carbón. Había dos viejos vestidos de calicó sucio y un bonete y algo de ropa interior de mujer colgado junto a la pared, y también ropa de hombre. Lo metimos todo en la canoa: podía servir de algo. En el suelo encontré un viejo sombrero de paja para muchacho; también lo recogí. Y además había una botella con leche y un tapón de trapo para que mamara un niño. Nos habríamos llevado la botella, pero estaba rota. Había una cómoda vieja y estropeada y un baúl viejo con las cerraduras rotas. Estaban abiertos, pero no quedaba nada que mereciese la pena. Por la forma en que estaban tiradas las cosas calculamos que la gente se había ido a toda prisa, sin tiempo para llevarse la mayor parte de sus cosas.

Nos llevamos un viejo farol de hojalata y un cuchillo de carnicero sin mango y una navaja Barlow completamente nueva que valdría veinticinco centavos en cualquier tienda y un montón de velas de sebo; una palmatoria de hojalata y una cantimplora; una taza de estaño y una vieja colcha deshilachada de la cama; un ridículo con agujas y alfileres y cera de abeja y botones e hilo y todas esas cosas; un hacha y unos clavos y un sedal gordo como mi dedo meñique con unos anzuelos enormes; un rollo de piel de ante y un collar de perro de cuero y una cerradura y muchos frascos de medicina que no tenían etiqueta, y cuando nos íbamos me encontré una almohada bastante buena y Jim un arco de violín viejo y gastado y una pierna de madera. Se le habían caído los tirantes, pero salvo eso era una pierna bastante buena, aunque demasiado larga para mí y no lo bastante para Jim, y no logramos encontrar la otra, aunque la buscamos por todas partes. Así que, en general, conseguimos un buen cargamento. Cuando estábamos listos para marcharnos, ya nos encontrábamos a un cuarto de milla por debajo de la isla y era pleno día, así que hice que Jim se tumbara en la canoa y se tapara con la colcha, porque si se sentaba la gente podía ver desde lejos que era negro. Fui remando hasta el lado de Illinois y entre tanto gané media milla a la deriva. Subí por las aguas muertas bajo la ribera y no tuve accidentes ni herí a nadie. Llegamos a casa sanos y salvos.

Capítulo 10

Después de desayunar yo quería hablar del muerto y suponer cómo lo habrían matado, pero Jim no quería. Dijo que traía mala suerte, y además, dijo, podía venir a perseguirnos, porque un hombre que no estaba enterrado tenía más probabilidades de andar haciendo el fantasma que uno bien plantado y cómodo. Aquello parecía bastante razonable, así que no dije más, pero no pude dejar de pensar en aquello ni de tener ganas de saber quién le había pegado un tiro a aquel hombre y por qué.

Buscamos entre la ropa que nos habíamos llevado y encontramos ocho dólares en monedas cosidas en el forro de un viejo capote. Jim dijo que según él la gente de la casa había robado el capote, porque si hubieran sabido que estaba el dinero, no lo habrían dejado. Dije que seguro que también ellos lo habían matado, pero Jim no quería hablar de aquello. Le dije:

–Bueno, tú crees que trae mala suerte, pero, ¿qué dijiste cuando traje la piel de serpiente que encontré en el cerro ayer? Dijiste que era la peor mala suerte del mundo tocar una piel de serpiente con las manos. Bueno, ¡pues mira la mala suerte! Nos hemos traído todo esto y encima ocho dólares. Ojalá tuviéramos una mala suerte así todos los días, Jim.

 

–No pienses más, mi niño, no pienses más. No te animes demasiado. Ya llegará. Recuerda lo que te digo, ya llegará.

Y sí que llegó. Fue un martes cuando hablamos de eso. Bueno, el viernes después de comer estábamos tumbados en la hierba en la cima del cerro y nos quedamos sin tabaco. Fui a la cueva a buscar algo y me encontré con una serpiente de cascabel. La maté y la puse enroscada al pie de la manta de Jim, de lo más natural, pensando lo que me divertiría cuando Jim la encontrase. Bueno, por la noche se me olvidó lo de la serpiente, y cuando Jim se tumbó en la manta mientras yo encendía un farol allí estaba la compañera de la serpiente y le picó.

Pegó un salto y un grito, y lo primero que vimos a la luz fue al bicho enroscado y listo para volver a picar. Lo maté en un segundo con un palo y Jim agarró el porrón de whisky de padre y empezó a verterla.

Estaba descalzo y la serpiente le había picado en el talón. Y todo eso porque yo había sido tan idiota que no recordé que siempre que mata uno a una serpiente aparece su compañera, que se le enrosca encima. Jim me dijo que cortase la cabeza a la serpiente y la tirase y después le quitara la piel al cadáver y asara un trozo. Fue lo que hice, y se lo comió y dijo que serviría para curarlo. Me hizo quitar los cascabeles y atárselos a la muñeca. Dijo que eso también lo aliviaría. Después salí en silencio y tiré las serpientes muy lejos entre los arbustos, porque no iba a dejar que Jim se enterase de que todo era culpa mía, si podía evitarlo.

Jim chupó y chupó de la damajuana y de vez en cuando le daba la furia y se retorcía gritando, pero cada vez que volvía en sí chupaba de la garrafa. Se le hinchó mucho el pie y lo mismo le pasó con la pierna. Pero al rato le empezó a llegar la borrachera, así que pensé que estaba bien, aunque yo hubiera preferido que me mordiese una serpiente que el whisky de padre.

Jim estuvo acostado cuatro días con sus noches. Después le desapareció la hinchazón y empezó a andar otra vez. Decidí que nunca jamás volvería a agarrar una piel de serpiente con las manos, ahora que había visto lo que pasaba. Jim dijo que calculaba que la próxima vez le creería, porque andar tocando pieles de serpiente traía tanta mala suerte que a lo mejor todavía no se había terminado. Dijo que prefería ver la luna nueva por encima del hombro izquierdo aunque fueran mil veces antes que tocar una piel de serpiente con la mano. Bueno, yo también estaba empezando a opinar lo mismo, aunque siempre he pensado que mirar a la luna nueva por encima del hombro izquierdo es una de las cosas más tontas y absurdas que se pueden hacer. El viejo Hank Bunker lo hizo una vez y presumió mucho de ello, y menos de dos años después se emborrachó, se cayó de la torre del agua y se quedó tan aplastado que parecía una hoja, por así decirlo, y lo tuvieron que poner de lado entre dos puertas de establo en lugar de ataúd y lo enterraron así, según dicen, pero yo no me lo creo. Me lo contó padre, pero de todas formas es lo que pasa por andar mirando así a la luna, como un idiota.

Bueno, fueron pasando los días y el río bajó otra vez entre las orillas, y una de las primeras cosas que hicimos fue cebar uno de los anzuelos grandes con un conejo despellejado y echarlo, y pescamos un pez gato igual de grande que un hombre, porque medía seis pies y dos pulgadas y pesaba más de doscientas libras. Claro que no podíamos tirar de él, porque nos hubiera lanzado a Illinois. Nos quedamos sentados mirando cómo se revolvía y se agitaba hasta que se ahogó. En el estómago le encontramos un botón de cobre, una pelota redonda y montones de cosas. Partimos la pelota con el hacha y dentro había un carrete. Jim dijo que se lo había tragado hacía mucho tiempo y por eso había ido haciendo una bola con él. Era uno de los peces más grandes que jamás se hubieran pescado en el Mississippi, creo. Jim dijo que nunca había visto otro mayor. En el pueblo habría valido mucho dinero. Esos peces los venden por libras en el mercado; todo el mundo compra algo; tienen la piel blanca como la nieve y fritos están muy buenos.

A la mañana siguiente dije que todo se estaba poniendo muy aburrido y que querría ver algo de movimiento. Dije que creía que iba a cruzar el río a ver qué pasaba. A Jim le gustaba la idea; pero dijo que tenía que ir de noche y estar muy atento. Después lo siguió pensando y añadió que podría ponerme algo de la ropa que teníamos y vestirme de niña. También aquello era una buena idea. Así que acortamos uno de los vestidos de calicó y yo me arremangué las piernas de los pantalones hasta las rodillas y me lo puse. Jim me lo abrochó por detrás con los corchetes, y me quedaba bien. Me puse el bonete y me lo até bajo la barbilla, y si alguien me miraba y me veía la cara era como mirar por un tubo de chimenea. Jim dijo que nadie me conocería, ni siquiera de día. Estuve entrenándome todo el día para acostumbrarme, y al cabo de un rato me quedaba bastante bien, sólo que Jim dijo que no andaba como las chicas, y que tenía que dejar de subirme las faldas para meterme las manos en los bolsillos. Le hice caso y me quedó mejor.

Me fui al lado de Illinois en la canoa justo después de oscurecer.

Salí hacia el pueblo desde un poco más abajo del desembarcadero del transbordador y la deriva de la corriente me dejó al extremo del pueblo. Eché amarras y me puse a andar por la orilla. Había una luz encendida en una cabaña en la que hacía mucho tiempo que no vivía nadie y me pregunté quién estaría allí. Me acerqué para mirar por la ventana. Había una mujer de unos cuarenta años que hacía punto a la luz de una vela colocada sobre una mesa de pino. No la había visto nunca; era una desconocida, porque en aquel pueblo no había ni una cara que no conociera yo. Aquello fue una suerte, porque yo empezaba a sentir dudas. Me empezaba a dar miedo haber venido; la gente podría reconocerme por la voz. Pero si aquella mujer llevaba en un pueblo tan pequeño sólo dos días podría contarme todo lo que yo quisiera saber, así que llamé a la puerta y decidí no olvidar que era una niña.

Capítulo 11

–Adelante –dijo la mujer, y obedecí–. Siéntate.

Me senté. Me miró muy atenta con unos ojillos brillantes, y dice:

–Y, ¿cómo te llamas?

–Sarah Williams.

–¿Por dónde vives? ¿por aquí cerca?

–No, señora. En Hookerville, siete millas más abajo. He venido andando todo el camino y estoy cansadísima.

–Y te apuesto a que tienes hambre. Voy a buscar algo.

–No, señora. No tengo hambre. Tenía tanta que tuve que pararme dos millas más abajo de aquí en una granja, así que ya no tengo. Por eso llego tan tarde. Mi madre está mala y se ha quedado sin dinero ni nada y he venido a decírselo a mi tío Abner Moore. Vive en la parte alta del pueblo, me ha dicho mi madre. Yo nunca he estado aquí. ¿Usted lo conoce?

–No, pero todavía no conozco a todo el mundo. No llevo aquí ni dos semanas. De aquí a la parte alta del pueblo queda mucho camino. Más vale que pases aquí la noche. Quítate el sombrero.

–No –dije–; voy sólo a descansar un rato y luego seguir. La oscuridad no me da miedo.

Dijo que no me dejaría marcharme solo pero que su marido llegaría más tarde, quizá dentro de una hora y media, y le diría que me acompañase. Después se puso a hablar de su marido y de sus parientes río arriba y de sus parientes río abajo y de que antes vivían mucho mejor y que no sabían si no se habían equivocado al venir a nuestro pueblo, en lugar de conformarse con seguir como estaban, y así sucesivamente, hasta que temí haberme equivocado pensando que ella me iba a dar noticias de lo que pasaba en el pueblo, pero luego se puso a hablar de padre y del asesinato y ahí sí que estaba yo dispuesto a dejar que siguiera dándole al chisme. Me contó cómo Tom Sawyer y yo habíamos encontrado los doce mil dólares (sólo que ella dijo que eran veinte) y toda la historia de padre, y lo malo que era y lo malo que era yo y por fin llegó a la parte en que me asesinaban, y yo dije:

–¿Quién fue? En Hookerville se ha hablado mucho de todas esas cosas, pero no sabemos quién fue el que mató a Huck Finn.

–Bueno, supongo que aquí hay montones de gente que querrían saber quién le mató. Algunos dicen que fue el viejo Finn en persona.

–No ... ¿eso dicen?

–Al principio era lo que creían todos. Nunca sabrá lo cerca que estuvo de que lo lincharan. Pero enseguida cambiaron de opinión y decidieron que lo hizo un negro fugitivo que se llama Jim.

–Pero si él...

Me callé. Calculé que era mejor no decir nada. Siguió hablando y no se dio cuenta de que yo la había interrumpido:

–El negro se escapó la misma noche que murió Huck Finn. Así que ahora ofrecen una recompensa por él: trescientos dólares. También hay una recompensa por el viejo Finn: doscientos dólares. Fíjate que vino al pueblo la mañana después del asesinato y lo denunció, y se fue con los otros a buscarlo en el transbordador e inmediatamente va y se marcha. Enseguida querían lincharlo, pero fíjate que ya había desaparecido. Bueno, al día siguiente se enteraron de que había huido el negro y de que nadie lo había visto desde las diez de la noche del asesinato. Así que entonces ofrecieron una recompensa por él, ya entiendes, y cuando estaban todos convencidos al día siguiente vuelve el viejo Finn y se fue llorando al juez Thatcher a pedir dinero para buscar al negro por todo Illinois. El juez le dio algo y aquella noche se emborrachó y se quedó hasta después de medianoche con dos desconocidos de muy mal aspecto y después se fue con ellos. Bueno, desde entonces no ha vuelto ni lo esperan hasta que esto se haya pasado un poco, porque ahora la gente piensa que mató a su hijo y arregló las cosas para que todo el mundo se creyera que lo habían hecho unos ladrones y así podría llevarse el dinero de Huck sin tener que molestarse mucho tiempo con un pleito. La gente dice que no sería nada raro en él. Bueno, calculo que es muy listo. Si no vuelve en un año no le pasará nada. No se le puede probar nada, ya sabes; para entonces las cosas estarán más tranquilas y podrá marcharse con el dinero de Huck sin ningún problema.

–Sí, calculo que sí, señora. No creo que tenga problemas. ¿La gente ya no cree que lo hiciera el negro?

–Ah, no, no todos. Muchos creen que fue él. Pero al negro lo van a agarrar muy pronto y a lo mejor le meten miedo para que lo cuente.

–Pero, ¿todavía lo están buscando?

–Bueno, ¡sí que eres inocente! ¿Te crees que nacen trescientos dólares en los árboles todos los días? Algunos creen que el negro no ha ido muy lejos. Y yo tampoco... Pero no se lo he dicho a nadie. Hace unos días estaba yo hablando con un par de viejos que viven al lado en la cabaña de troncos y dijeron que casi nadie va a esa isla de allá que llaman la isla de Jackson. «¿Y ahí no vive nadie?», pregunto yo. «No, nadie», dicen. Yo no dije más, pero he estado pensándolo. Estaba casi segura de que había visto humo por allí, hacia la punta de la isla, hacía un día o dos, así que me digo: «A lo mejor el negro está escondido ahí; en todo caso», digo yo, «merece la pena buscar en esa isla». Desde entonces no he visto más humo, así que a lo mejor se ha ido, si es que era él; pero mi marido va a ir a verlo, con otro. Tuvo que ir río arriba, pero volvió hoy y se lo dije en cuanto llegó hace dos horas.

Me había puesto tan nervioso que no podía estarme quieto. Tenía que hacer algo con las manos, así que saqué una aguja de la mesa y me puse a enhebrarla. Me temblaban las manos y lo hice muy mal. Cuando la mujer dejó de hablar levanté la mirada y me estaba mirando muy curiosa y sonriendo un poco. Dejé la aguja y el hilo y puse cara de interés –y la verdad es que estaba interesado– y dije:

–Trescientos dólares es un montón de dinero. Ojalá que lo tuviera mi madre. ¿Va a ir allí su marido esta noche?

–Ah, sí. Ha ido a la parte alta del pueblo con el hombre que te he dicho, a buscar un bote y ver si les prestan otra escopeta. Van a cruzar después de medianoche.

–¿No verían mejor si esperasen hasta que fuera de día?

–Sí. Y, ¿no vería también mejor el negro? Después de medianoche lo más probable es que esté dormido, y se pueden meter por el bosque y buscar su hoguera mejor si está oscuro, si es que tiene una hoguera.

–No se me había ocurrido.

La mujer me seguía mirando muy curiosa y yo no me sentía nada cómodo. Y después de un momento me pregunta:

–¿Cómo habías dicho que te llamabas, guapa?

–M ... Mary Williams.

No sé por qué pero no me parecía haber dicho que era Mary antes, así que no levanté la vista... Me parecía que había dicho que era Sarah, así que me sentí como acorralado y tenía miedo de que a lo mejor se me notara. Tenía ganas de que la mujer dijera algo más; cuanto más tiempo pasaba callada más incómodo me sentía. Pero entonces dice:

 

–Guapa, creí que al llegar habías dicho que te llamabas Sarah.

–Ay, sí, señora, es verdad. Sarah Mary Williams. Me llamó Sarah de primer nombre. Algunos me llaman Sarah y otros Mary.

–Ah, ¿eso es lo que pasa?

–Sí, señora.

Ya me estaba sintiendo mejor, pero con ganas de marcharme de allí de todas maneras. Todavía no me atrevía a levantar la mirada.

Bueno, la mujer se puso a hablar de lo difíciles que estaban los tiempos y lo pobres que eran y cómo corrían las ratas por todas partes, como si la casa fuera de ellas, y de esto y de aquello, y me empecé a sentir más tranquilo. Tenía razón en lo de las ratas. A cada rato se veía una que asomaba el hocico por un agujero en un rincón. Dijo que tenía que tener cosas a mano para tirárselas cuando estaba sola, porque si no, no la dejaban en paz. Me enseñó una barra de plomo retorcido en forma de nudo y dijo que en general tenía buena puntería, pero que hacía uno o dos días se había dislocado un brazo y no sabía si ahora podía apuntar bien. Esperó una oportunidad y enseguida le tiró la barra a una rata, pero le falló por mucho y dijo, «¡ay!», que le dolía mucho el brazo. Entonces me pidió que probara yo con la siguiente. Yo quería marcharme antes de que volviera su viejo, pero claro que no lo dije. Agarré la barra y a la primera rata que asomó el hocico se la tiré, y de haberse quedado donde estaba no se habría sentido nada bien. Dijo que yo tiraba de primera y que calculaba que a la siguiente le daría. Se levantó a buscar la barra y la trajo y también una madeja de lana con la que quería que la ayudara yo. Levanté las dos manos y ella me puso la madeja y siguió hablando de cosas suyas y de su marido. Pero se interrumpió para decir:

–Sigue atenta a las ratas. Más vale que tengas la barra a mano, en el regazo.

Así que me echó el trozo de plomo al regazo justo en aquel momento y yo apreté las piernas para acogerlo y ella siguió hablando. Pero sólo un minuto o así. Después me quitó la madeja y me miró a los ojos y me dijo muy amable:

–Vamos, ahora dime cómo te llamas de verdad.

– ¿C...cómo, señora?

–¿Cómo te llamas de verdad? ¿Bill o Tom, o Bob? ¿Cómo te llamas?

Creo que me puse a temblar como una hoja, sin saber qué hacer. Pero dije:

–Por favor, no se ría de una pobre chica como yo, señora. Si le molesto, me...

–No, nada de eso. Siéntate y quédate donde estás. No voy a hacerte nada ni voy a delatarte. Me cuentas tu secreto y confías en mí. Yo te lo guardo, y lo que es más, te ayudo. Mi hombre, lo mismo, si tú quieres. Ya entiendo que eres un aprendiz y te has escapado y nada más. No es nada. No tiene nada de malo. Te han tratado mal y has decidido escaparte. Hijo mío, yo no te delataría. Ahora cuéntamelo todo, sé buen chico.

Así que dije que no servía de nada seguir fingiendo y que me dejaría de mentiras y se lo contaría todo, pero que tenía que cumplir su promesa. Después le dije que mi padre y mi madre habían muerto y que la ley me había asignado a un campesino viejo y mezquino que vivía por lo menos a treinta millas del río y que me trataba tan mal que no lo pude seguir aguantando; se había ido un par de días y yo aproveché la oportunidad para robar un vestido viejo de su hija y largarme, y había tardado tres noches en recorrer las treinta millas. Viajaba de noche y me escondía a dormir de día, y la bolsa de pan y de carne que me había llevado me había durado todo el camino, y todavía me quedaba. Dije que creía que mi tío Abner Moore se haría cargo de mí y que por eso había venido a este pueblo de Goshen.

–¿Goshen, chico? Esto no es Goshen. Esto es Saint Petersburg. Goshen está diez millas río arriba. ¿Quién te dijo que esto era Goshen?

–Bueno, un hombre con el que me encontré al amanecer esta mañana, justo cuando iba a meterme en el bosque para dormir, como siempre. Me dijo que los caminos se dividían y que debía seguir el de la derecha y al cabo de cinco millas estaría en Goshen.

–Debía de estar borracho. Te dijo exactamente lo contrario de lo que es.

–Bueno, sí que parecía que estuviera borracho, pero ya no importa. Tengo que seguir. Llegaré a Goshen antes de que amanezca.

–Espera un momento. Voy a darte algo de comer. A lo mejor te hace falta. Así que me preparó algo de comer y dijo:

–Oye, cuando una vaca se echa, ¿por qué parte se levanta? Responde rápido, vamos; no te pares a pensarlo ¿Por qué lado se levanta?

–Por el de atrás, señora.

–Bueno, ¿y un caballo?

–Por el de delante, señora.

–¿De qué lado de un árbol crece el musgo?

–Del norte.

–Si hay quince vacas pastando en una cuesta, ¿cuántas de ellas comen con las cabezas mirando en la misma dirección?

–Las quince, señora.

––Bueno, supongo que es cierto que has vivido en el campo. Creí que a lo mejor pensabas engañarme otra vez. ¿Y cómo te llamas de verdad?

–George Peters, señora.

–Bueno, George, trata de recordarlo. No te vayas a olvidar y a decirme que eres Elexander antes de irte y luego quieras arreglarlo diciendo que es George Elexander cuando te pesque. Y no te acerques a mujeres con ese vestido viejo. Haces bastante mal de chica, pero quizá puedas engañar a los hombres. Y recuerda, hijo, que cuando te pongas a enhebrar una aguja no tienes que sostener el hilo quieto y llevar la aguja hacia él: ten quieta la aguja y pasa el hilo por ella; así es como lo hacen prácticamente todas las mujeres, pero los hombres siempre lo hacen al revés. Y cuando le tires algo a una rata o algo así, recuerda que te tienes que poner de puntillas y levantar la mano por encima de la cabeza lo más torpe que puedas y fallarle a la rata por seis o siete pies. Tira con el brazo tieso a partir del hombro, como si tuvieras un eje, como las chicas, y no con la muñeca y el codo con el brazo a un lado, como hacen los chicos. Y recuerda que cuando una chica trata de recoger algo en el regazo separa las rodillas, no las junta como hiciste tú cuando te tiré la barra de plomo. Pero hombre, me di cuenta de que eras un chico en cuanto te pusiste a enhebrar la aguja, y las demás cosas las hice para estar segura. Ahora, vete corriendo con tu tío, Sarah Mary Williams George Elexander Peters, y si te metes en algún lío manda un recado a la señora Judith Loftus, que soy yo, y haré lo que pueda por sacarte de él. Sigue siempre por el camino del río, y la próxima vez que te eches a andar lleva zapatos y calcetines. La carretera del río tiene muchas piedras y calculo que vas a tener los pies hechos polvo cuando llegues a Goshen.

Fui por la ribera unas cincuenta yardas y deshice el camino para volver donde estaba mi canoa, bastante lejos por debajo de la casa. Me metí de un salto y salí corriendo. Fui río arriba lo bastante lejos para llegar a la punta de la isla, y después empecé a cruzar. Me quité el bonete, porque no quería ir como con orejeras. Cuando estaba hacia la mitad del camino oí que el reloj empezaba a dar las horas, así que me paré a escuchar; el ruido se oía débil por encima del agua, pero con claridad: las once. Cuando llegué a la punta de la isla no me paré a descansar, aunque estaba sin aliento, sino que me metí directamente donde estaba mi antiguo campamento y encendí una buena hoguera, en un sitio alto y seco.

Después salté a la canoa y fui a nuestro sitio, una milla y media más abajo, todo lo rápido que pude. Desembarqué y avancé entre los árboles hasta el cerro y llegué a la cueva. Allí estaba Jim, dormido como un tronco en el suelo. Lo desperté y le dije:

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