Cuando la hipnosis cruzó los Andes

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Este escenario aparece claramente reflejado en los enfrentamientos que Díaz de la Quintana tuvo con las autoridades sanitarias. El primero de ellos tuvo lugar el 22 de septiembre de 1890, más de un año después de que el español hubiera inaugurado su consultorio de hipnosis y electroterapia. En aquella fecha fue citado al Departamento Nacional de Higiene (presidido entonces por Guillermo Udaondo) a fin de recibir un apercibimiento por ejercicio ilegal de la medicina.69 Tal y como ocurriría en cada ocasión en que recibiera alguna reprimenda, el español respondió de inmediato mediante los recursos a su alcance. Ese mismo día se presentó personalmente en los periódicos que habían difundido la medida de la oficina sanitaria (Sud-América y La Nación), con el objetivo de exhibir sus diplomas y de realizar un descargo. Por ejemplo, Sud-América dedicó largas columnas el día 24 para reseñar esa visita, detallando todas las credenciales desplegadas por el español, y reprodujo una extensa carta escrita por el acusado a modo de autodefensa.70 De ese escrito podemos destacar los siguientes puntos. Primero, su autor señalaba que al llegar a Buenos Aires carecía del dinero suficiente para iniciar el trámite de reválida, y que por ese motivo se dedicó a ejercer el hipnotismo, entendiendo que no había ninguna normativa que lo impidiera. Segundo, por vez primera desde su arribo a la ciudad, Díaz de la Quintana le declara abiertamente la guerra a los médicos porteños, burlándose de sus escasos conocimientos y de sus modales arribistas, al tiempo que se colocaba a sí mismo a la altura de las grandes luminarias de la medicina europea:

[…] un caso como el mío es singular y debe hacerse algo excepcional antes que dejar en duda que sé medicina, que no soy ageno a estos estudios, pero, ni se me examina, ni se me oye, ni se me atiende; el hipnotismo y la sugestión, han realizado curas, al parecer imposibles, y esto, que ha sido hecho por mí, es un delito, un delito imperdonable; parece ser necesario que yo salga de aquí, que mi procedimiento curativo no se abra paso, que la ciencia de los Charcot, Liebeault, Richer, Beaunis, Sánchez Herrero, Bernheim, Voizin, y tantos otros notables médicos, con cuyo nombre escudan su reputación infinidad de médicos argentinos por el mero hecho de haberles escuchado unas cuantas lecciones, quizá pronunciadas en idioma para ellos desconocido, parece ser, decía, que sólo es buena para [ser] leída en revistas y periódicos.71

Esa diatriba contra sus colegas locales no podía servirle de mucho para evitar futuras multas y, con el cometido de mantener en pie su instalación terapéutica, Díaz de la Quintana apeló a un recurso al que solían echar mano otros individuos acusados de curanderismo en Buenos Aires —como el conde de Das, tal y como documentaremos luego—. Se dirigió a un compatriota que sí había revalidado su diploma poco antes, Anselmo Ruiz Gutiérrez, nombrándolo “médico director” (a cambio de una remuneración mensual de 300 pesos). Su nuevo socio asumió dicho cargo el 10 de diciembre de 1890, y días más tarde su nombre y su rol fueron incluidos en las publicidades gráficas de los periódicos.72

Sin embargo, la artimaña no le sirvió de mucho, pues poco después, y siguiendo el procedimiento estipulado por la ley de 1877, el Departamento regido por Udaondo le aplicó una multa por ejercicio ilegal de la medicina.73 El español apeló, y el pleito llegó a sede judicial. Lamentablemente, no se ha conservado el expediente de ese proceso, pero sí ha llegado hasta nosotros el escrito mediante el cual Udaondo remitió al juez interviniente los antecedentes del caso.74 En la enumeración de las faenas previas de Díaz de la Quintana resulta evidente, de un lado, que los higienistas guardaban un celoso registro de cada uno de los movimientos del hipnotizador español, y, de otro, que lo miraban con tenaz desaprobación (desde su exhibición con

Del Viso, pasando por el escudarse detrás de un “médico director”). La iracunda nota de Udaondo concluía con la información de que el español, tras los repetidos apercibimientos, se había limitado a pagar las multas, “quedando de este modo la autoridad del Departamento completamente burlada”, pues el español continuaba anunciado sus servicios en los diarios.

Todas y cada una de las acciones que el español había realizado en Buenos Aires parecían merecer la reprobación de sus colegas porteños. Más aún, a todas las normas que él había infringido en los últimos meses cabía sumar una sancionada recientemente. Desde diciembre de 1890 estaba expresamente prohibido llevar a cabo sesiones teatrales o exhibiciones públicas de hipnotismo. En esa norma, lanzada por el mismo Departamento de Higiene, se agregaba que se prohibía “el empleo del hipnotismo á toda persona que no esté legalmente autorizada para ejercer la medicina”.75

Esas primeras evidencias de los conflictos que el español tuvo con las autoridades locales no nos enseñan sino lo que ya sabíamos. En Díaz de la Quintana encontramos un ejemplar más de los numerosos “curanderos” que, ante las persecuciones del Departamento de Higiene, optaban por la respuesta más sencilla y expeditiva: pagar las multas y seguir ofreciendo sus remedios. Ahora bien, en este caso en particular nos topamos con un escenario más complejo, que nos recuerda que los sanadores perseguidos podían dar batalla desde flancos distintos, poniendo en acto muchas otras estrategias, incluida la apelación. Más aún, los documentos relativos a Díaz de la Quintana ponen en evidencia que tales conflictos sobre higiene, delimitaciones profesionales e, incluso, sobre la cultura del cuidado corporal, se dirimieron en arenas que iban más allá de las normativas, las multas y las apelaciones judiciales. De un bando y de otro, se echó mano a otras armas y recursos tendientes tanto a enaltecer la propia posición como a deslegitimar al enemigo. Tal y como veremos, la prensa, en todas sus variantes, jugó allí un papel preponderante.

El siguiente episodio de esta historia tuvo lugar a comienzos de octubre de 1891. El día 9, una vez más, la oficina presidida por Udaondo citó a Díaz de la Quintana para informarle que sobre él recaía la imputación de ejercicio ilegal de la medicina.76 El español seguía publicitando su consultorio hipnótico, y nunca había rendido el examen de reválida, por lo cual las cosas no habían cambiado mucho. Los higienistas no podían leer sino como una provocación los avisos que el español hacía imprimir en los principales diarios de la ciudad, incluso después de todas las multas y actuaciones de las autoridades sanitarias. Por ejemplo, desde hacía unos días adornaba las páginas de El Correo Español una nueva publicidad, en la cual, además de informar que a la hipnosis y la electroterapia había sumado la metaloterapia y la magnetoterapia, se vanagloriaba de que su instalación había sido “privilegiada por el Gobierno Argentino con patente por diez años”.


El Correo Español, 5 de octubre de 1891

Con el documento del acta de la reunión del 9 de octubre de 1891 (durante la cual se produjo un poco amigable intercambio entre el español y quien regía la repartición) se abre el primer expediente judicial sobre nuestro personaje.77 En efecto, Díaz de la Quintana apeló nuevamente a la multa mediante una carta fechada el 31 de octubre, en la cual desplegó un argumento que difícilmente podía convencer a sus perseguidores:

En ninguno de mis avisos me anuncio como médico que haya revalidado su diploma en la Facultad de esta cuidad ni yo ejerzo aquí la profesión de médico a pesar de tener mi título como tal expedido por las facultades españolas, para mí tan respetables como la de Buenos Aires. […] Lo que yo hago en mis avisos es anunciar que tengo una instalación de baños eléctricos, y lo que hago es aplicar esos baños completamente inofensivos a todo el que me los va a solicitar.78

El juez que entendía en la causa (Carlos Pérez) estableció que una comisión debía encargarse de estudiar la apelación del acusado y dictaminar sobre la legitimidad de la multa apelada. Reunida el día 30 de noviembre, dicha comisión rechazó las alegaciones del español y ratificó la pena (de 200 pesos), que fue pagada por aquel el 14 de diciembre.

Hace instantes dijimos que las autoridades quizá tomaron como una provocación los siempre renovados avisos publicitarios que hacía imprimir el español díscolo. A esas provocaciones los higienistas respondieron con otra provocación. Para aquel 9 de octubre citaron a comparecer no solamente al español, sino también a Mariano Perdriel, el “manosanta”, un curandero que por esos días generó mucha polémica en Buenos Aires debido a sus poderes misteriosos. Díaz de la Quintana no podía tomar sino como un insulto la actitud de los médicos porteños, que de esa forma lo colocaban en pie de igualdad con un sanador que nada tenía que ver con la ciencia o con el saber médico. La reacción del extranjero fue inmediata y sagaz. Recurrió a las columnas del diario de su comunidad. Su contraataque consistió en la publicación de una serie de textos cuyo cometido era doble: de un lado, mostrar que él, en su calidad de médico, era capaz de utilizar su saber técnico para explicar el sistema sanatorio del vulgar curandero Perdriel y, de otro, que la historia le brindaba sobrados argumentos con que impugnar las acusaciones lanzadas en su contra por la oficina sanitaria.

La serie pergeñada por Díaz de la Quintana se tituló “Contribución al estudio del tratamiento de las enfermedades por la imposición de las manos sobre las regiones enfermas en el hombre”. Contó con dos entregas y quedó inacabada. La táctica del español puede ser traducida del siguiente modo. Dado que los médicos locales lo habían humillado doblemente —de un lado, acusándolo de ejercicio ilegal de la medicina, y de otro, equiparándolo a un curandero de barrio—, el director de Hipnotismo y sugestión quiso dejar en claro dos cosas: primero, que los médicos se excedían en sus atributos al perseguir con tal encono a otros trabajadores de la salud y, segundo, que él sabía tanta o más medicina que sus opositores.

 

De hecho, cada una de las facetas de su táctica quedó encarnada en los dos artículos que llegó a publicar. En el primero de ellos, Díaz de la Quintana presenta su argumento diferenciando dos épocas de la medicina. En el pasado, la medicina era un sacerdocio respetado y valorado por el conjunto de la sociedad. Tanto cuando la salud triunfaba sobre la enfermedad, como cuando la muerte era el cruel desenlace, el médico era bendecido, pues nadie cuestionaba que había hecho lo justo y necesario. Esa etapa gloriosa fue sucedida por otra, en la cual la medicina abandonó el latín como lengua materna, popularizó sus saberes y técnicas, y se democratizó al punto “que hoy no se sabe quién es el médico, si el periódico, el vulgo, hasta el enfermo mismo, ó el que después de tantas vigilias consigue su título de jefe en las filas del ejército contra las enfermedades de los pueblos”.79 De todas maneras, ese diagnóstico no conllevaba una diatriba contra los curanderos, puesto que “al empirismo se debe mucho de lo que es conocimiento médico y el curandero es un empírico que algo bueno deja tras de sí cuando observa y estudia lo que hace”. Más aún, el establecimiento de una lucha entre profesionales titulados y curanderos era una alta ofensa “contra la dignidad médica”. Este razonamiento era seguido de una denuncia en la que no es difícil leer las amargas acusaciones de Díaz de la Quintana hacia Udaondo y sus colaboradores:

Es lástima grande y causa ciertamente honda pena, considerar que, así como el pequeño coágulo suspende la actividad funcional del ser entero, un insignificante grupo de médicos, pueda enfermar toda una colectividad de ellos, desacreditando ante la opinión pública con sus actos, á los que viven del estudio, de la clientela, de sus propios esfuerzos, sin taparse con esas anchas y cómodas capas que los poderes públicos dan para abrigo de sus favoritos.80

Ahora bien, todos estos planteos debían ser meramente la antesala del contenido central de dicha “Contribución”, cuyo cometido era estudiar de cerca el asunto de la curación de enfermedades por la imposición de manos, el cuestionado método de Perdriel. Al parecer, el español dejó inconcluso su ensayo y alcanzó a publicar sólo una segunda parte. Esta última, por extraño que resulte, era una extensa descripción anatómica de la mano.81 De forma más bien torpe, esa segunda entrega fue quizá el modo en que Díaz de la Quintana eligió recordar a sus acusadores que él también sabía de medicina académica y descriptiva...

Todo indica que aquel descargo del español no sirvió de mucho. Seguramente debido a las presiones ejercidas —y en un contexto en que el cuestionamiento a los médicos extranjeros era cada día más fuerte—, nuestro hipnotizador aceptó someterse al polémico examen de reválida. Si bien no conocemos la fecha exacta en que la prueba tuvo lugar, sí estamos en condiciones de sostener que Díaz de la Quintana no dejó una buena impresión en sus evaluadores. De hecho, contamos con más de una crónica sobre el evento. Al igual que el español, también los médicos porteños optaron por la prensa a los fines de continuar la batalla. Y nada mejor que los detalles escabrosos del malogrado examen para herir el prestigio del pagador crónico de multas.

El artículo más detallado fue el incluido en El Diario del 31 de octubre de 1891, titulado “Reprobado por unanimidad”. Esa nota nos aporta, de un lado, una valiosa confirmación de la buena acogida que el consultorio de Díaz de la Quintana halló entre los porteños: “ha tenido su apogeo. Su casa se llenaba de crónicos y no le han faltado cartas de complacencia en que constaba que había devuelto la vista á los ciegos y movimiento á los paralíticos”.82 Por otro lado, el tramo central del artículo del diario de Manuel Láinez narraba, en tono burlesco, el rotundo fracaso de Díaz de la Quintana en la evaluación realizada por un jurado integrado por González Catán, Mallo, Basterrica, Hernández, Udaondo, Lagleyze y algunos colegas más. De hecho, el redactor de la nota reproducía algunos de los presuntos fragmentos del examen, en el cual quedó en evidencia la ignorancia en materia médica por parte del evaluado:

[Al Dr. Lagleyze] Le llegó el turno de preguntar sobre clínica oftalmológica.

Dígame, senor, tratamiento de la conjuntivitis catarral aguda (lo más sencillo).Pues, hombre, estoy malito, no recuerdo.

¿Qué le parece el nitrato de plata?

Hombre, no es malo, pero no se le usa sino muy poco.

Diga Vd. qué le parece.

Ya le diré a Vd. Lo mejor es ollín de cocina desleído en agua.

En este momento una estruendosa carcajada resonó en toda la sala y el examinando escapó despavorido en medio de la algazara de los muchachos que gozaban bajo la dirección del Dr. Lagleyze.83

Sud-América, por su parte, también se hizo eco del episodio. Luego de describir al español como “un señor extrangero que ostenta en su casa un gran chapón de metal con anuncios extrambóticos sobre grandes y maravillosos tratamientos por la electricidad”, el diario fundado por Carlos Pellegrini advertía que el examen de reválida había sido un fracaso tal que todos tuvieron la impresión de que el evaluado “no parecía haber abierto en su vida un texto de medicina ni nada que se le parezca”.84 El diario vio en ese hecho la ocasión ideal para retomar su tradicional diatriba contra los médicos extranjeros, y la nota concluía en estos términos: “El suceso hará época en la crónica profesional, pero al mismo tiempo quizá servirá de precedente para que la facultad de medicina se tome el trabajo de ser un poco más parca en sus liberalidades con los que vienen de otras tierras á revalidar sus diplomas”.85

Sonámbulas, sillones vibratorios y molinos de viento

A pesar de los apercibimientos, la reprobación en el examen de reválida y las campañas periodísticas en su contra, las instalaciones de Díaz de la Quintana siguieron en pie como si nada hubiese sucedido. Poco después del malogrado examen, el 9 de diciembre de 1891, el

Departamento Nacional de Higiene le aplicó una nueva multa (esta vez de 400 pesos) por ejercicio ilegal de la medicina, que nuevamente fue apelada por el infractor mediante una extensa e irreverente carta remitida a Udaondo tres días más tarde. A resultas de ello se inició un nuevo proceso judicial, que concluyó de idéntica manera que el anterior. La comisión designada por el juez para estudiar los antecedentes del caso y analizar el alegato del acusado, respaldó la determinación tomada por la oficina de higiene, y lo hizo a través de un escrito que contenía una áspera reprobación de las conductas adoptadas por el español.86

El clima de esa contienda recrudeció con el correr de los meses, y los gestos de hartazgo aparecieron en ambos mandos. Más aún, desde ambas veredas se dieron muestras del uso de nuevas tácticas y estratagemas. Por ejemplo, una situación muy embarazosa se generó en octubre de 1892 cuando Díaz de la Quintana, dando fe nuevamente de su habilidad para llevar a buen puerto sus iniciativas, consiguió que la Oficina de Patentes, dependiente del Ministerio del Interior de la Nación, le concediera un diploma de invención por un implemento de electroterapia diseñado por él. El otorgamiento de esa patente dio lugar a un fuego cruzado entre oficinas gubernamentales, y ya veremos qué consecuencias cabe extraer de esas rispideces. Díaz de la Quintana patentó su invención amparándose en la ley de patentes, sancionada en septiembre de 1864.87 Esa normativa, junto con establecer que una comisión de especialistas en cada ramo debía estudiar los pedidos y decidir si correspondía o no conceder la patente, tenía el cometido de decretar los derechos que recibían los dueños legítimos de los inventos, sobre todo la explotación exclusiva por un cierto lapso de tiempo, que iba desde los 5 hasta los 15 años, dependiendo del “mérito” de la innovación. Si bien durante los primeros años posteriores a la creación de la ley la Oficina de Patentes recibió escasas solicitudes referidas a implementos curativos, la situación se modificó en la década final del siglo. Con la proliferación de remedios y dispositivos diagnósticos que dependían de la técnica (la electroterapia, la aeroterapia, los rayos X), distintos agentes ligados o no al campo de la salud (médicos, ingenieros, inventores no diplomados, farmacéuticos) fueron los artífices de múltiples inventos. En tal sentido, Díaz de la Quintana debe figurar como uno de los pioneros de esa naciente zona del mercado sanitario argentino.

El episodio en cuestión convocó no sólo a varias oficinas gubernamentales, sino a varias mentes inventivas. En efecto, el otorgamiento de la patente a Díaz de la Quintana en verdad tuvo lugar unos pocos días después de que Carolina del Viso —aquella histérica sonámbula que cada tanto se mostraba, de ambos lados del Atlántico, junto a su médico hipnotizador— recibiera su propia patente. El 18 de octubre de 1892, La Prensa informaba que nuestra hipnotizada había recibido el “privilegio por cinco años […] por su sistema de sillas banquillos destinados a la aplicación de la electricidad como medio de curación”.88 En efecto, la patente de Del Viso figura bajo el número 1207 en la Nómina de patentes concedidas entre 1866 y 1900.89

Ahora bien, nadie puso el grito en el cielo por el invento de Carolina. El escándalo sobrevino cuando el propio Díaz de la Quintana siguió el mismo camino. El 22 de octubre de 1892 se difundió la noticia de que se había concedido al español una “precaucional” “por un aparato de vibraciones rápidas” que servía para “tratar las parálisis, neurastenias y varias enfermedades nerviosas”.90 El Diario agregaba que la innovación consistía en que “mientras en París, el aparato en uso —un sillón vibratorio— sólo permite la administración del tratamiento de una en una persona enferma, el de Díaz de la Quintana permite administrar ese medio terapéutico a catorce personas a la vez”.91 En rigor, no se trataba de la primera patente obtenida por el hipnotizador, pues ya el 30 de septiembre de 1891 la misma oficina le había otorgado un privilegio por 10 años por sus “mejoras en instalaciones médicas de electro-estática”.92 Sea como fuere, en aquellos días de octubre de 1892, en vísperas de recibir su segunda patente, el español hizo imprimir avisos en los que, repitiendo un ademán usado un año antes, subrayaba con especial cuidado sus dotes inventivas.93


El Correo Español, 12 de octubre de 1892

En el documento con la nómina de las patentes hallamos información apenas lacónica sobre el invento de 1892, titulado “Mejoras en instalaciones electro-estática destinadas a fines médicos”. Esa fuente nos advierte que la patente de Díaz de la Quintana fue la número 1219, y que le fue concedida por “8 años, 11 meses y 2 días”.94

El nuevo invento patentado en octubre de 1892 dio lugar a una curiosa controversia. El 23 de octubre, un día después del anuncio de la patente conseguida por nuestro personaje, El Correo Español reprodujo la extensa nota que José María Ramos Mejía, por entonces director del Departamento Nacional de Higiene, había enviado al Ministro del Interior de la Nación, bajo cuya órbita se encontraba la Oficina de Patentes y Marcas.95 Ramos Mejía le hacía saber su malestar por el hecho de que esta última dependencia gubernamental hubiera concedido “dos privilegios sobre modificaciones introducidas en máquinas eléctricas” sin antes haber consultado la opinión de la Oficina de Higiene. El higienista entendía que, tratándose de implementos ligados a la salud, la Oficina de Patentes debería haberse dirigido a la Oficina de Higiene, órgano encargado de asesorar al Gobierno en todo lo relativo a la sanidad. Ramos Mejía no perdía la oportunidad de recordar que poco antes, en el proceso que lo había condenado por ejercicio ilegal de la medicina, Díaz de la Quintana se había escudado en el hecho de poseer patentes para sus innovaciones eléctricas.

 

El inventor no se quedó de brazos cruzados. De inmediato contraatacó desde las páginas de La Prensa, más puntualmente desde la sección “Publicaciones varias”, en la que cualquiera podía usar las columnas del diario más vendido a cambio de pagar cierta cantidad de dinero.96 En su texto de defensa, publicado en dos partes, Díaz de la Quintana arremetía contra todos, en una actitud que con el correr de las semanas le costaría la amistad de los pocos aliados que le quedaban en Buenos Aires. En primer lugar, condenaba la posición del diario de la comunidad española, el único que había reproducido en toda su extensión la queja de Ramos Mejía. En vez de auxiliar a los compatriotas, aquel vespertino, según las palabras del hipnotizador, se esmeraba en “desunirnos y dejarnos en desamparo”. Mediante estas declaraciones, el director de Hipnotismo y sugestión le declaraba la guerra al órgano de prensa que otrora había sido su mejor defensor: El Correo Español había sabido darle la bienvenida a la ciudad, le había publicado sus numerosas contribuciones sobre la “Higiene de los niños”, había difundido los avisos publicitarios de su gabinete y se había encargado de reseñar todos y cada uno de los números de su revista de hipnotismo.97

En segundo lugar, objetaba el argumento de Ramos Mejía. Díaz de la Quintana replicaba que su pedido de patente, y la respuesta afirmativa de la Oficina correspondiente, se ajustaban a la ley que regía esos asuntos. Todavía más, al pedir inmiscuirse en el trámite de otorgamiento de patentes, el Departamento de Higiene hacía pública su desconfianza en la idoneidad de los ingenieros y demás profesionales de la Oficina de Patentes, empezando por el Dr. Arata, quien solía oficiar de informante.98 En sintonía con sus escritos de octubre de 1891 (aquellos referidos a Perdriel), el español interpretaba los reparos de la Oficina de Ramos Mejía como un ridículo conflicto de prestigios y alcurnias: los higienistas aceptaban sólo inventos sanitarios de médicos argentinos y, cuanto mayor estatus poseyeran los profesionales, mejor.

X. inventa un fusil: carga rápida, pólvora sin humo, mil tiros por minuto, cuatro metros de poder perforante, a una legua de distancia; mata un regimiento en un segundo; por combinación explosiva, no sólo mata sino que crema los cadáveres que produce; es una maravilla de la guerra y de la ‘higiene moderna’; pero X. no es militar y si lo es, no pertenece al ejército argentino; el fusil destructor —ya lo bauticé— no puede obtener patente mientras el inventor no se aliste en un cuerpo de línea, ascienda a algo y presente su estudio llevando en la cabeza el kepi reglamentario.99

Con miras a ridiculizar las cautelas de Ramos Mejía, Díaz de la Quintana advertía que los médicos porteños recibían con los brazos abiertos los descubrimientos de Koch y Pasteur, pero se comportarían de muy distinta manera si en vez de llegar los sueros y fluidos benefactores, llegasen sus inventores a estas costas. Siguiendo con el tono burlesco, el español cerraba su escrito apuntando a ese orgullo nacionalista que, según su entender, comandaba el traspié de los higienistas: dado que Bartolomé Mitre no era licenciado en letras, sino militar, ¿con qué derecho era considerado literato, con qué derecho podía concedérsele propiedad literaria a sus obras?

El gesto de Ramos Mejía no sólo dio lugar a la airada respuesta del principal implicado. Aquella nota también recibió su debida contestación de parte de la oficina gubernamental cuestionada. Hacia fines de noviembre de ese año, cobró estado público el escrito con que el director del Departamento de Obras Públicas contestó al documento salido de la Oficina de Higiene. Si bien era enunciado en términos y con argumentos distintos a los esgrimidos por Díaz de la Quintana, la respuesta significaba un respaldo a su postura, y por ende una derrota para el rey del higienismo vernáculo. El encargado de la Oficina de Patentes aclaraba que en los casos del español y de Del Viso se había seguido el procedimiento establecido por la ley. El punto principal de la réplica dejaba muy mal parado a Ramos Mejía. Una cosa era el “derecho que tiene todo inventor sobre su invento”, y otra muy distinta era el derecho de usarlo o explotarlo. La Oficina de Patentes se encargaba del primer elemento, no haciéndose responsable del último. Casi a manera de venganza disfrazada de lección, el autor de la respuesta le recordaba a Ramos Mejía algunos principios básicos:

Conviene pues, excelentísimo señor, dejar plenamente establecido, que el departamento no ha concedido ni hubiera podido conceder a las personas antedichas, privilegios para usar o servirse de sus aparatos con fines curativos, y las patentes que han obtenido les garante solamente el derecho de propiedad y explotación que les acuerda la ley. Al departamento de higiene es a quien incumbe aplicar las disposiciones vigentes que impiden ejercer la medicina por personas sin título; pero el hecho mismo de impedir ese ejercicio no destruiría el derecho que todo inventor tiene sobre su invento, acordado hasta por la constitución nacional.100

Con esa nota se cerraba este curioso episodio. No tenemos registro del modo en que Ramos Mejía leyó la incómoda réplica del Director del Departamento de Obras Públicas. Por esos días, otras cosas lo mantenían ocupado: a una crisis interna del Departamento de Higiene, referida en un comienzo al accionar de los inspectores de buque de esa repartición, se le sumó la llegada a la ciudad de otro hipnotizador extranjero deseoso de establecer una clínica, el conde de Das, de quien nos ocuparemos en el tercer capítulo. Sea como fuere, los altercados alrededor de los inventos eléctricos pueden servirnos para iluminar algunas facetas de la trama cultural —e industrial y económica— de fines de siglo.

En primer lugar, las fricciones y malentendidos entre las oficinas gubernamentales constituyen, quizá, el intersticio en que actores sociales acusados de falsedad podían recobrar su prestigio o escapar a la condena generalizada. Eso fue al menos lo que sucedió con el hipnotizador español. No es que la obtención de la patente le ayudara a evitar las acusaciones de ejercicio ilegal de la medicina, pero sí le aportaba créditos que le permitían reconstituir su renombre o amparar sus iniciativas, incluso a pesar de que esos supuestos inventos nunca se pusieran en funcionamiento o se mostraran luego inviables. El recibir la validación de la patente también le permitía posicionarse aún mejor en el territorio en que mejor sabía moverse: el mercado de consumo de productos sanitarios. Ya veremos que una desavenencia similar (esta vez entre la Oficina de Higiene y la policía) impediría unas semanas más tarde la aplicación de un castigo sobre el conde de Das. Si bien sólo son ejemplos aislados, probablemente sirvan como vía de entrada a una zona que sería menester explorar con mayor detalle. Cuando se analizan los motivos de los fracasos en la persecución del curanderismo a fines de siglo, tal vez es necesario agregar este factor, relativo a las múltiples fracturas y desniveles que hacen imposible hablar de un poder higienista unificado.

En segundo lugar, cabe recordar que las innovaciones de Del Viso y de Díaz de la Quintana eran en verdad una pequeña muestra de una cultura sanitaria en constante dinamismo. En efecto, por esas fechas proliferan las ofertas curativas basadas en implementos técnicos o en sustancias milagrosas. En tal sentido, la nómina de patentes de invención y los avisos publicitarios de los diarios son reservorios documentales que esperan una indagación detenida. Algún día habrá que escribir la historia de la salud en base a esas fuentes, y a resultas de esa labor se tendrá una noción más cabal de la complejidad de ese mercado de la salud y la enfermedad, habitado por actores sociales variados. Y tal variedad vale para ambas partes: tanto para los que ofrecían sus remedios (farmacéuticos, magnetizadores, curanderos, representantes de firmas internacionales, etcétera) como para los que los consumían, pues en ese proceso de consumo (de tónicos, aparatos eléctricos, masajes, servicios de clarividencia, aguas azoadas, dispositivos magnéticos) se daban a sí mismos las identidades prescritas (neurasténico, histérico, depresivo, etcétera). En tal sentido, podemos recuperar aquí los comentarios incluidos al comienzo de este capítulo, referidos a la insuficiencia de la tríada clásica de expendedores de alivios. Entre la infinita fauna de partícipes del universo de la sanación, es legítimo incluir a estos inventores que, independientemente de si tuvieron o no una participación en el terreno del curanderismo o de la medicina tradicional, de inmediato deseaban volcar al mercado los productos de su inventiva.

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