Bajo el signo de las artistas

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From the series: Estètica&Crítica #28
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I.

¿Qué tipo de artista?

HISTORIAS ADITIVAS E HISTORIAS DECONSTRUCTIVAS

Recuperar a las muchas artistas olvidadas, restituyendo su nombre e historia, e incluso preguntarse sobre qué discursos creaban a la artista, es la doble cara de aquella historia del arte que, a partir de los años 70 del siglo xx, empieza a preguntarse hasta qué punto es relevante el género del artista. En aquellos años, las americanas Linda Nochlin y Ann Sutherland-Harris (1976) y otras muchas empezaban a excavar en el pasado para descubrir a las artistas olvidadas. Junto a Eleonor Tuft, que en 1974 reintegraba siglos de arte femenino a la historia del arte oficial y masculino (Tuft 1974), Germaine Greer (1979: 6), ya conocida autora de La mujer eunuco, recorría la carrera de grandes obstáculos de las artistas y, en una obra hoy todavía muy valiosa, se preguntaba: ¿cuál es y cuál ha sido la contribución de las mujeres en las artes visuales? ¿Ha habido pocas mujeres artistas porque no ha habido más? Si podemos encontrar un buen cuadro hecho por una mujer, ¿qué pasa con sus demás obras? ¿Hasta qué punto eran buenas las mujeres que se ganaban la vida pintando? Esta primera generación de estudiosas –la mayoría americanas y sobre todo feministas–, al denunciar las discriminaciones en los mundos del arte del pasado, pedía también cambios y una mayor visibilidad para las artistas contemporáneas (Petersen y Wilson 1976, Fine 1978, Hedges y Wendt 1980). En resumen, hablando del pasado se referían con fuerza también al presente.

En aquellos mismos años 80, una segunda generación de estudiosas inglesas, entre las que estaban Roziska Parker y Griselda Pollock (1981), con la crítica literaria, el psicoanálisis, la semiótica y el marxismo como referencia teórica, enmarcaban la cuestión de manera diferente, en un texto seminal incluso en el título, Old Mistresses («Viejas maestras»). A diferencia de Linda Nochlin, afirmaban que, a pesar de los muchos y graves límites, las artistas siempre han existido, que

[...] trabajan mucho, en número creciente, y a pesar de las discriminaciones [...] y con formas y lenguajes artísticos propios [...]. Pero, a causa de los efectos económicos, sociales e ideológicos de la diferencia sexual en la cultura occidental [...], las mujeres dentro de esta sociedad y cultura han hablado y se han comportado desde un lugar diferente.

Así pues, es necesario entender hasta qué punto el arte (occidental) está y ha estado condicionado por las construcciones de género o, mejor dicho, hasta qué punto las construcciones de género han contribuido a definir cada vez lo que es arte y lo que no lo es, a declarar quién puede convertirse en artista y a decidir qué y quién es recordado u olvidado, contribuyendo así a explicar por qué las artistas conocidas en su tiempo han sido olvidadas posteriormente.

Dando inmediatamente la razón a las dos estudiosas ingleses, la propia Nochlin (1994: 11) ha explicado las sorpresas y las emociones vividas en la preparación, junto a Ann Sutherland-Harris, de la primera gran muestra del 1976 en el Los Angeles Museum of Arts, titulada Women Artists: 1550-1950 (Nochlin y Sutherland-Harris 1976): de los sótanos y los depósitos de los grandes y pequeños museos europeos y americanos, habían visto salir a la luz las obras de muchas artistas del pasado,

maravillosamente creativas, extremamente competentes y decididamente interesantes. Y algunas de ellas habían sido apreciadas y admiradas en su país natal, aunque no pudieran ser consideradas superestrellas internacionales.1

Las dos perspectivas que identifican a las dos generaciones de estudiosas, pero también los dos ámbitos culturales y geográficos –Estados Unidos y Europa–, se contradicen solo aparentemente; en el descubrimiento de la «mujer artista», parecen destacar diversos momentos y diferentes sensibilidades, teóricas y políticas, más que crear contraposiciones. En efecto, tal distinción generacional y geográfica, aunque es reduccionista,2 tiene el mérito de ofrecer una brújula a quien hoy se aventure en el complejo y ya vasto territorio crítico que tiene que ver con la relación entre mujeres y arte, restituyendo el mapa de preguntas, relaciones y cambios que han recorrido este tema en los últimos treinta años del siglo XX (Timeto 2005). Junto a las temáticas de discriminación y marginación y a la del descubrimiento extraordinario y continuo en las diferentes épocas, surge la responsabilidad de los discursos, y en consecuencia de las teorías, al definir caso a caso el canon, es decir, lo que es arte y lo que no, al declarar la existencia o no de artistas y al decidir qué se recuerda u olvida.

En cualquier caso, los numerosos estudios sobre artistas en diferentes épocas y movimientos producidos desde los años 70 hasta hoy son, en efecto, difícilmente ubicables en una posición más que en otra y dibujan un panorama de miradas rico y articulado. Da testimonio de ello la serie de nombres de estudiosas –se trata mayoritariamente de mujeres– que han analizado zonas y momentos de la historia del arte habitados por mujeres, descubriendo su existencia en todas las corrientes más importantes.3

El balance de las dos líneas de investigación, la de la recuperación o aditiva –como la llaman las historiadoras– y la epistemológicodeconstructiva –esto es, quién ha definido qué– han llevado a algunos logros importantes.4 En primer lugar, se ha subrayado el papel de las instituciones y de las relaciones sociales en la creación de artistas mujeres y hombres o en la situación de estar en condiciones de producirlos (o producirlas) y de ser recordados (o recordadas), junto a la relevancia de las construcciones de género –es decir, lo que es pertinente y adecuado para hombres y mujeres– al crear la oportunidad o los obstáculos para la participación de las mujeres en la producción artística y cultural. Frente a la sistemática omisión de referencias y recuerdos de artistas importantes y menos importantes, la narración del arte de los siglos XIX y XX se ha mostrado cada vez más como historia de sujetos, de identidades y de representaciones (Wolff 1981, trad. it. 1983: 62-63, Arbour 2000: 125). El conjunto de estos estudios indica, finalmente, la necesidad de revisar los contextos históricos y culturales que han definido a la mujer y al hombre artista y de preguntarse sobre los lugares sociales desde los que ellos/ellas miraban y producían.

EL TIEMPO VACÍO Y LOS FILTROS DE LA MEMORIA

La reescritura de páginas enteras de la historia del arte da una idea solo parcial de la eliminación realizada. Frente a textos clásicos, como el de Gombrich o el de Janson, por ejemplo, que no citaban a una sola artista (McCracken 2000), el panorama, por suerte, ha cambiado radicalmente. Sutherland-Harris, en el trabajo ya citado, realizado con Linda Nochlin (Nochlin y Sutherland-Harris 1976, trad. it. 1979: 21), registraba cerca de 500 artistas activas entre el 1400 y el 1800;5 solo diez años después, el diccionario editado por Chris Petteys (1985) contaba unas 21.000 artistas europeas y estadounidenses nacidas antes de 1900, pintoras, escultoras, grabadoras e ilustradoras. Además, hay que tener en cuenta que este catálogo hoy, veinte años después de su primera publicación, es, evidentemente, todavía más amplio. No siempre las artistas habían sido olvidadas. La recuperación de la memoria iniciada en los años 70 llenaba un tiempo vacío comenzado solo a principios del xx, momento a partir del cual había empezado una larga e inexplicada desaparición de la historia del arte. Esta última, como disciplina moderna y como gran narración del XX –por decirlo como Foucault–, al clasificar y organizar saberes y discursos sobre estructuras de género y de géneros, ha acabado enviando al olvido a las muchas artistas presentes y hasta entonces destacadas. El XIX, de hecho, había reconocido de alguna manera su existencia, como demuestran los trabajos de Elisabeth Ellet de 1859 (sobre 567 artistas) y el de Clara Clements de 1904 (sobre 563 activas entre el siglo VII a.C. y el XX) (ibídem: VII), además de las escritoras victorianas. El siglo XX, en cambio, las ha borrado. ¿Por qué?

El olvido del siglo XX es, en realidad, el producto de batallas mnemónicas (Zerubavel 2003) dentro de una historia del arte que ha construido filtros y jerarquías en y de la memoria, dando lugar a una nueva tradición basada al menos en tres mecanismos de filtro y selección.

El primero –explícitamente de género– era el victoriano, que podríamos definir como el esencialismo femenino. Este veía a las artistas inevitable y naturalmente dotadas de un rasgo femenino que las hacía incapaces para el gran arte, menos dotadas de talento y, por ello, no merecedoras de recuerdo. Es esta mirada la que arrastra la historia del arte del XX (Parker y Pollock 1981: 45), que, feminizando el talento, se traduce en devaluación. George Moore, un crítico de finales del XIX, autor en 1890 de Sex in Arts, queriendo elogiar la singularidad y el talento de Berthe Morisot, una de las más destacadas exponentes del impresionismo, en realidad, acababa rindiéndole un pésimo servicio:

El trazo de Madame Morisot es bastante poco relevante, como el de un principiante, pero, con todo, es un signo único e individual. Ha creado un estilo, y lo ha hecho confiriendo a su arte toda su feminidad; su arte no es una triste parodia del nuestro; tiene dentro toda su feminidad: dulce y graciosa, feminidad tierna y soñadora (ibídem: 42).

 

Parker y Pollock (ibídem: 44) definen como victorias pírricas estas formas de reconocimiento ambiguo, afirmando que «los escritos victorianos sobre mujeres artistas, si bien constatan su existencia, ponían también los cimientos para borrarlas».

El segundo filtro se relaciona con los géneros artísticos y sus destinos inestables. Los géneros lucrativos que las mujeres habían frecuentado durante el XIX, por ejemplo el retrato, pero también la novela, serán devaluados progresivamente por la crítica moderna, a favor de géneros más desinteresados respecto al dinero y al mercado, inspirados en las formas de gratuidad del art pour l’art, como la pintura abstracta y la poesía de vanguardia. Todo con la complicidad de una general «denigración de las artes y de la literatura del XIX» (Elliott y Wallace 1994).

Por último, el tercer filtro, el más evidente, se entrelaza con el género de quien explica legítimamente la historia, en nuestro caso del arte; o, mejor dicho, de quien la ha contado hasta hoy. El narrador ha sido durante mucho tiempo –y con frecuencia sigue siéndolo– de género masculino.

La relevancia, el peso y la responsabilidad del género de quien narra se muestran evidentes con las nuevas generaciones de historiadoras del arte que, declarando su posición parcial, han mostrado que se pueden multiplicar los puntos de vista y aumentar la riqueza de la visión. Desde los años 70 hasta hoy, precisamente estos múltiples puntos de vista parciales y multifocales han restituido las miradas de las denominadas minorías, largamente excluidas del mainstream del arte: por lo tanto, no solo las de las artistas sino también las de los artistas postcoloniales o de zonas marginales y periféricas, abriendo perspectivas tan nuevas y visiones teóricas y sacando de nuevo a la luz obras y figuras de genio y talento olvidadas.

HISTORIA DEL ARTE Y POSTMODERNISMO

Recuperar, evidentemente, no es suficiente. La omisión, por lo amplia que es, no se puede reparar solo haciendo historia aditiva, es decir, sumando los nombres de las muchas olvidadas y haciendo, por así decir, justicia a las excluidas; una integración así es «críticamente posible solo a través de una deconstrucción paralela de los discursos y de las normas de la propia historia del arte» (Pollock 1988, trad. it. en Trasforini 2000: 21) con una cautela metodológica señalada en su tiempo por Battersby (1993: 32), que hoy se puede considerar solo parcialmente superada. Decía Battersby:

En la medida en la que la noción del artista masculino como genio aislado exija un trabajo de deconstrucción, para las mujeres artistas el canon deconstructivo es prematuro. De hecho, en este caso la obra de arte tiene que ser, antes que nada, construida y reconocida como obra.

Construcción y deconstrucción de aquel periodo de investigaciones se han situado con pleno derecho en el marco más vasto de los Cultural, Gender y Feminist Studies, y presenta en más puntos afinidades teóricas con el denominado postmodernismo, en particular con la teoría de la «muerte del autor» mítico y héroe. La atención que se ha dirigido a los productores históricos y las condiciones que determinaban su trabajo y, por lo tanto, el hecho de hablar de mujeres y hombres en la producción de arte, han llevado a superar la abstracción de la definición de la muerte del autor, un tema caro también para la sociología del arte más radical, con su tendencia a eliminar al autor y destacar la producción colectiva.6 La atención al género en el arte, de hecho, da concreción a temas como el fin del universalismo del arte, el fin del autor y del artista héroe (Smith 1988), el relativismo de las experiencias y el descubrimiento del Otro, temas que el pensamiento postmoderno y el postestructuralista han hecho aparecer como muy abstractos.

Sin embargo, ni siquiera lo postmoderno está por encima de cualquier sospecha en las críticas de género, como señala quien se pregunta si esto no es un ulterior lugar único y, por ello, el ambiente de una nueva exclusión del género y de las mujeres (Owens 1992, Wolff 1993b, Perry 2004).7 Sea como fuere, la cadena de afinidades con el pensamiento postmoderno se interrumpe en una cuestión relevante, que es la política.

La lectura de género de los mundos de las artes, de hecho, también ha sido una crítica radical a la narración moderna, como lugar en el que las artistas precisamente han sido ignoradas y marginadas (Wolf 1990a). Justamente dicho carácter político distancia esta lectura, con tonalidades también polémicas, de las posiciones nihilistas del postmodernismo. Los análisis de muchas estudiosas feministas del pasado reciente y del presente quieren conservar un horizonte crítico y de transformación que no renuncia a reivindicar una mayor visibilidad y fuerza de negociación con las instituciones culturales y artísticas. Esta participación ha caracterizado desde principios de los años 70 sobre todo a la corriente estadounidense de crítica feminista del arte, como atestiguan las numerosas revistas y grupos surgidos en los años 70 y 80 del XX, marcados por un nuevo sentido de comunidad y por el intento de expresar un arte y una sensibilidad nuevos.

El fenómeno de protesta política más vistosa de los 80 fue el movimiento de las Guerrilla Girls, del que ya hemos hablado al principio de esta obra.8 Este grupo de artistas de Nueva York, nacido en 1985 y todavía activo, se ha hecho conocido por sus incursiones de guerrilla urbana en los museos, las galerías y a lo largo de las calles de la metrópolis americana –y hoy también en internet– para denunciar la ausencia o la infrarrepresentación de las artistas y de las minorías étnicas en los museos, las galerías y las revistas de arte. La visibilidad mediática del grupo resulta muy destacada porque sus miembros se visten de gorilas y así disfrazadas pueden mantener el anonimato para enfatizar el carácter político y no personal de sus acciones. Un importante resultado de estas luchas del movimiento feminista en el arte y en la historia del arte en los Estados Unidos fue «que una generación de artistas más vieja –Lee Krasner, Louise Bourgeois, Alice Neel– ha sido reconocida finalmente por su talento» (Gouma-Peterson y Mathews 1987: 332).

[1] En los años 70 y 80 la organización de grandes exposiciones dedicadas a las artistas constituyó la manera pública de construir y consolidar la nueva memoria de la historia del arte. Además de la muestra de Los Ángeles de 1976 (Nochlin y Sutherland-Harris 1976) y de la de Milán dedicada a la otra mitad de la vanguardia (Vergine 1980), cabe recordar dos grandes exposiciones en Berlín: en 1987 Das verbogene Museum: Dokumentation der Kunst von Frauen in Berliner öffentlichen Sammlungen, Neue Gesellschaft für Bildende Kunst de la Akademie der Künste de Berlín (Dunford 1989, xxiv), y en 1992 Profession ohne Tradition. 125 Jahre Verein der Berliner Künstlerinnen de la Berlinischen Galerie Museum und Verein der Berliner Künstlerinnen (1992). Sobre el papel de las exposiciones para construir la identidad colectiva, véase Couture (1994).

[2] Esta distinción hecha por Thalia Gouma-Peterson y Patricia Mathews (1987) ha sido considerada como demasiado reduccionista precisamente por Griselda Pollock (1993b).

[3] A continuación, ofrecemos una lista en actualización continua de algunos trabajos: Anthea Callen (1979) sobre las artistas del movimiento inglés Arts and Crafts de William Morris, Pamela Gerrish Nunn (1987) y Deborah Cherry (1993) sobre las artistas victorianas; Jan Marsh y también Pamela Gerrish Nunn (1989) sobre las artistas en el movimiento prerafaelita; Tamar Garb (1994) y Gill Perry (1995) sobre las artistas en el París de finales del xix y sobre las impresionistas; Sulamith Behr (1988) sobre las expresionistas; Whitney Chadwick (1985) sobre las surrealistas; Mirella Bentivoglio y Franca Zoccoli (1997) sobre las futuristas; Lea Vergine (1980) sobre las artistas de las vanguardias históricas; y también Margery Mann (1975), Val Williams (1986) y Jane Gover (1988) sobre las fotógrafas, incluso algunos estudios sobre contextos nacionales o locales; Jude Burkhauser (1990) sobre las Glasgow Girls de finales del xix; Miuda Yablonskaya (1990) sobre las artistas rusas de finales del xix y principios del xx; Sabine Plakolm-Forsthuber (1994) sobre las artistas austriacas de finales del xix y primeros decenios del xx. A estas obras, que representan solo una parte de la investigación que se ha realizado y de la literatura disponible, se suman las ya innumerables monografías sobre artistas individuales de varias épocas.

[4] Véase, por ejemplo, Robinson (1987), Tickner (1988), Mathews (1988), Suleiman (1990), Wolff (1990b), Owens (1992), Lippard (1993), Pollock (1993a, 1993b), Jones (1995, 1996), Broude y Garrard (1992, 1994), Timeto (2005).

[5] Eran 6 en el XV, 35 en el XVI, 209 en el XVII, 290 en el XVIII. La división por países registraba 130 italianas, 212 francesas, 67 holandesas, 41 alemanas, 21 inglesas, 17 españolas, 5 suizas, 3 escandinavas.

[6] En este sentido, véase Wolff (1981, trad. it. 1983: 169-190), Becker (1982), Zolberg (1990, trad. it. 1994: 226).

[7] En la relación entre feminismo y teoría postmoderna, las asonancias pueden ser engañosas. Janet Wolff (1993b: 234), por ejemplo, ha puesto de manifiesto que precisamente cuando, también gracias al postestructuralismo, las mujeres descubrían su subjetividad e identidad, la teoría les decía que deconstruyeran y descentraran el sujeto y que la evaporación al plural del género, en su conversión en géneros, se producía precisamente en el momento en el que las mujeres estaban ganando un poco de poder en la crítica y en la academia.

[8] Las artistas, irónica y testarudamente anónimas, se comportan a lo Robin Hood o Batman, como ellas mismas declaraban en una entrevista en Internet en 2000 (http://members.aol.com/mindwebart3). En sus relaciones con los medios de comunicación, las Guerrilla Girls asumían y asumen el nombre de una artista del pasado o de una contemporánea muerta como manera de crear una presencia continua del pasado olvidado. Así, en aquella entrevista, respondían Rosalba Carriera, Romaine Brooks, Ana Medieta o Eva Hesse. Véase Guerrilla Girls (1995), Withers (1988), De Cecco y Romano (2002).


II.

El arte relacional

EL ATELIER DE COURBET Y LA FIRMA DE DUCHAMP

Como muchas acciones sociales, también «hacer arte» está marcado por la sociedad y como tal es un acontecimiento que lleva consigo las marcas del género, esto es, de aquellas construcciones históricas de lo masculino y lo femenino que sitúan a los individuos en posiciones asimétricas respecto al lenguaje, al poder y a los significados (Pollock 1988, trad. it. en Trasforini 2000: 21, de Lauretis 1996). Los efectos de género en los mundos de las artes son muchos; en primer lugar y sobre todo el de incidir en cómo se convierte en artista una mujer, en qué han producido y producen las artistas y en cómo lo producen. Y no solo eso. El género también tiene efectos selectivos en cuanto a generar memoria. La narración del arte –es decir, la historia del arte en una acepción amplia– produce a su vez género, puesto que origina imágenes, modelos, representaciones y visiones normativas del mundo; y a la vez produce miradas e imágenes etnocéntricas.1

La pregunta «¿qué tipo de artista?» invita a revisar la definición de lo que se considera arte y lo que, por el contrario, no se considera así, lo que produce un desencanto sobre el arte que circunscribe su efecto de aura y pone al descubierto su característica de ser un campo social, en otras palabras, un lugar estratégico en el que juegan relaciones de fuerza por el control y la distribución del capital simbólico (Bourdieu 1976, 1992, 1993). En contraste con una lectura de género de los mundos del arte, la teoría construccionista de los mundos del arte de Becker (1982) contextualiza y localiza la producción no solo del arte sino también, lo que es quizás más importante, de su definición y sus productores. Tal relativismo no solo pone en cuestión el especial estatus del arte, sino que lo redefine en términos puramente sociales, extendiendo a este campo las implicaciones de las teorías del etiquetaje y del intercambio por el que «es arte lo que convencionalmente se considera arte».2

 

En la base de la construcción social del arte y del artista, Becker sitúa las prácticas productivas, las negociaciones, las definiciones comunes que se encuentran en los cimientos de los mundos del arte, enfatizando la interacción, las definiciones y las autodefiniciones de los agentes, y la dimensión plural del hacer y del producir. Así, la obra se concibe como el punto geométrico de decisiones, intervenciones, interpretaciones múltiples que designan todo el mundo del arte como su autor (Becker 1982, trad. it. 2004: 51). Se entrevé el alma relacional del arte, la que designa una interacción entre el artista y quien lo disfruta, entre artista y público, y que ha impregnado provocativamente muchas prácticas artísticas de la segunda mitad del XX.3 En efecto, términos como arte relacional y estética relacional (Bourriaud 2001) indican hoy un arte que se convierte en acción, participación, acto de compartir, provocación, reflexión para el artista y para quien asiste a la realización de la obra y que marca el fin de la estética racionalista de l’art pour l’art. Resuena aquí el eco de la alegoría del arte como acción negociada, colectiva y plural que había sido representada y anticipada en más de una obra de mitad del XIX. Jean-Frédéric Bazille en el Atelier de l’artiste dans la rue de la Condamine (1870) (fig. 1) se representa en su propio estudio con Manet, Monet, Renoir, Zola y el escritor y músico Edmond Maître; así como en el célebre Atelier du peintre (1854-55), casi un manifiesto del arte como acción colectiva, Gustave Courbet pone en escena la gran complejidad relacional de la producción artística: amigos, comerciantes, poetas y escritores se aglomeran en un gran estudio mientras el pintor se representa en el acto de retratar a una modelo (fig. 2). Así pues, el artista se sitúa a sí mismo en el centro físico y metafórico de una red de relaciones sociales y amistosas, más que en una posición de aislamiento inspirado y romántico (Boime 1990: 12, Calatrone 2000). En el análisis de los mundos sociales de Becker, también se refleja la provocativa acción de Marcel Duchamp, que con su firma artística en objetos de uso cotidiano y banal –ruedas de bicicleta, latas y orinales–, los ready made, modifica su estatuto transformándolos en obras de arte al realizar un auténtico etiquetaje (Dal Lago y Giordano 2006: 31 y ss.).

Campo cultural por excelencia (Bourdieu 1992, 1993), el del arte es el lugar en el que los objetos tienen un valor de uso mínimo y un valor simbólico máximo. Signos portadores de signos,4 son fruto de definiciones y convenciones culturales e históricas, pero son sobre todo el resultado de una competencia simbólica entre diversos actores –gatekeepers y validators (Rosen 1989: 9, Bystryn 1989, Ridgeway 1989)– que intentan imponer su propia definición de arte, es decir, su propia definición de realidad. En ese sentido, el campo cultural del arte está gobernado por la pura lógica de diferencia y distinción, por la pura lógica de posicionalidad (Elliott y Wallace 1994). Esta tiene que ver con dónde situar los objetos simbólicos, esto es, en qué plano teórico foucaultiano colocarlos,5 y desde dónde son situados, esto es, desde qué posición –de poder y legitimidad– actúa el que sitúa y, por lo tanto, define y explica. En consecuencia, la historia del arte, igual que el mercado del arte y otros «fragmentos» de los mundos del arte, pueden ser vistos como espacios caracterizados por una competencia continua en la producción de definiciones: del canon –es decir, de las reglas en sentido amplio– de quien legítimamente puede producirlo, reproducirlo o modificarlo. Son espacios sociales en los que la percepción del mundo de un grupo dominante genera toda una lectura que se autorreproduce, un punto de encuentro de valores, interpretaciones y normas que convierten en diferente y marginal todo lo que es distinto (Rosen 1989: 19). Así, la omisión –como defiende la estadounidense Harmony Hammond (1984: 34)– como exclusión de muestras, catálogos, historias del arte, es uno de los mecanismos a través de los cuales el arte refuerza los valores y el credo de quien tiene el poder y anula las experiencias de los demás.6

En la modernidad, gran parte de esta competencia pasa por la forma profesional y en particular por aquel mecanismo de inclusión/ exclusión que los profesionales como grupo social ponen en marcha para monopolizar el control de ciertos recursos estratégicos, ya sean económicos o simbólicos (Parkin 1979). El resultado, tanto en el arte como en otros campos, es una política de clausura ocupacional en la que el género ha funcionado como uno de los factores discrimina-dores más importantes, con el fin de crear auténticos monopolios de oportunidades a favor de un grupo (en nuestro casos los hombres) y en detrimento de otro (las mujeres) (Witz 1990).

Como en un campo dinámico en el que se compite, se puede pensar en las artistas como figuras sociales de destinos cambiantes, que a veces pierden y a veces ganan, protagonistas de estrategias de negociación sobre las posiciones ocupables dentro del campo artístico. La presencia de las mujeres en los mundos del arte, como contextos y lugares de producción de cultura,7 sugiere la existencia frecuente de nichos ecológicos en cuyo interior estas han encontrado maneras de vivir, sobrevivir, sobresalir, producir y crear (Trasforini 2001b).

En resumen, la pertenencia a un género no es una cualidad estática, sino algo complejo, marcado por la presencia/ausencia de otros recursos/condiciones como la posición de clase, credenciales educativas y relacionales, situación generacional, pertenencia étnica, elementos que definen la posición de mayor o menor proximidad cultural, económica, relacional, geográfica respecto al centro o los centros del sistema (Elliott y Wallace 1994: 17, McCall 1978, Pasquier 1983).

Como en un campo de batalla, la emergencia de las artistas, ser visibles, convertirse en famosas y, en fin, ser recordadas y entrar en la historia, es (ha sido) el resultado de muchos factores conflictivos pero también casuales. No debe sorprender el uso de este último término: ser olvidadas, por ejemplo, puede verse también como un acontecimiento en parte casual, sobre el que el hecho de ser mujeres ha acabado funcionando como agravante, creando una suerte de efecto acumulativo negativo. De hecho, en ciertos casos el olvido ha sido el resultado de una modificación del denominado mainstream8 o, lo que es lo mismo, de las reglas y las convenciones que definen la corriente dominante en un campo artístico y que a veces trazan los límites de la inclusión, de la exclusión y, directa o indirectamente, del gusto.9 Precisamente porque las artistas en ciertos momentos históricos hacían obras que gustaban al público, y este éxito las protegía de la desventaja social de ser mujeres, cuando el gusto social cambiaba, estaban más expuestas que sus colegas hombres al riesgo del olvido (Nochlin y Sutherland-Harris 1976, trad. it. 1979: 41). No faltan ejemplos ilustres. Es el caso de Rosalba Carriera, gran pintora al pastel del XVIII –asociada honoraria de la Accademia di San Luca en Roma en 1705, de l’Accademia di Santa Clementina de Bolonia en 1720, de la Académie Royale de París en 1720– víctima, tras su muerte, de un olvido múltiple: porque el estilo rococó del que había sido una gran intérprete cayó en desgracia, pero también porque era una mujer (Parker y Pollock 1981: 29). En el caso del XIX, por ejemplo, el cambio de gusto ha llevado a una nueva narración y a un olvido respecto a mucho arte de aquel siglo (por ejemplo, los retratos y los interiores) a favor del modernismo, la vanguardia y sus formas abstractas (Dunford 1989: XXII).

Los destinos de distinto signo de las artistas en diferentes épocas pueden situarse dentro de aquella figura ideal de diamante cultural (Griswold 1994)10 que identifica la compleja y cambiante relación entre quien crea objetos culturales, quien los recibe, el mundo social y los propios objetos, reconstruyendo las cadenas de producción, disfrute, validación o invalidación, esto es, los movimientos de atribución de valor y significado. Los efectos de género no se concentran solo en algunas zonas de la sociedad o en algunos agentes sociales, sino que se extienden y se propagan por todo el mapa social haciendo de este