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El rastro

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En el cine veo una película silenciosa (¿será Metrópolis de Fritz Lang?), Juan me pasa el brazo por los hombros (yo como pasitas cubiertas de chocolate y él, palomitas), un hombre toca el piano. Son las piezas en forma de pera de Satie, que también Juan interpreta en el gran salón en el Bösendorfer, más adecuado para tocar a Schubert que el Steinway o el Petrof. Ya no, ya no es Satie, es de nuevo Haendel transcrito para el piano. Daniels sufre y su voz evoca a Cleopatra, la única mujer que ha amado en toda su vida, y el actor, proteico como cualquier buen actor (otro contratenor), entona un canto sagrado y la vida se vuelve eterna, al influjo de un afeite y una música ondulada (columna salomónica). Así, yo, Nora García, sentada frente a la máquina de escribir con una falda muy amplia de color gris (o frente a la computadora) o abriendo las piernas enfundadas en negros pantalones mientras toco el violonchelo, mientras él, Juan, inmóvil en el recuerdo, escribe constantemente sus diarios con su pluma Montblanc (es el papel pautado, está en su casa de campo (modesta), antes de mudarse aquí donde ahora lo velamos en el inmenso estudio en que hay un piano (¿un Bösendorfer, un Steinway o un Petrof?) y varios instrumentos musicales: un chelo, flautas, violines (Amati, Stradivarius), partituras, libros, cuadros, flores, cirios) (y un persistente olor dulzón a sangre coagulada); se ha retirado por un tiempo para escribir tranquilo sus libros (el resultado de sus investigaciones) y sus composiciones para el piano (escribe directamente sobre el pentagrama del papel pautado, no existe aún la computadora), y así se preserva este espacio y aquel tiempo mientras dialogaba con él sentada ante mi mesa verde de cocina que aún conserva el rastro de múltiples sustancias (una alquimia primitiva) (mi escritorio donde yace inútil un alfiletero de seda roja con cinco alfileres clavados como se clavaban en el cuerpo de Juan las agujas terapéuticas) y tocaba con las yemas de los dedos el teclado de la máquina de escribir y oía el Pigmalión de Rameau interpretado por David Daniels y él, Juan, con su gruesa pluma de oro (Montblanc) narraba su vida escribiéndola en sus diarios con una tinta que me recuerda el color del traje de Emmanuelle Khanh que viste en este preciso instante María, esa mujer brillante, diabólica y muy perfumada, que, cuando me acompaña por el camino pedregoso que sube al cementerio, me relata sin fatigarse, a pesar del ascenso, las historias de la muerte de Juan, así es la vida, repite, así es, cabrona, como decía tu mamá, la vida es cabrona pero cotidiana, lo sabes bien, la vida es una herida absurda. Y añade, con su voz de gramófono: hoy las mu­jeres ya no necesitan a los hombres para rodearse de lujo, ni los hombres necesitan a las mujeres para sobrellevar su homosexualidad. El tango es eso: un principio ordenador del placer y, a la vez, un discurso, más nostálgico que melancólico y más visceral que narcisista. Para sufrir no necesitas a nadie. El melancólico, y sólo el tanguero malo es melancólico, se traga a los demás y después escupe el hueso.

La cantata 52 de Bach la interpretan un coro, la orquesta y el solista (una voz de soprano), en este caso el niño Seppi Kronwitter dirigido por Nikolaus Harnon­court. Esa composición la escribió Bach el 24 noviembre de 1726, año en que todavía escribía una cantata cada semana. El texto se refiere al Evangelio. El plan de la obra es de una simplicidad y una claridad sorprendentes: la perfidia del mundo y la bondad de Dios se cantan respectivamente en un recitativo y en un aria, el conjunto introducido por una sinfonía instrumental. La cantata concluye con una estrofa coral en fa mayor cuya tonalidad de referencia es el re menor. Se representa el mundo pérfido en fa menor y para figurar el reino divino, en si bemol. La melodía es simple a pesar de que la instrumentación es excesivamente coloreada, quizá debido a la utilización, a manera de sinfonía, del primer movimiento del primer concierto de Brandeburgo (sin el pícolo). Las brillantes sonoridades de la sinfonía concertante con trastan con el ascetismo sonoro del primer aire (con sus dos violines y el bajo continuo tocado en el clavecín). El verdadero cristiano rechaza la falsedad del mundo y lo desprecia con motivos imprecatorios, dice el cura en la misa de cuerpo presente de Juan. A la virulencia del rechazo, declamado en el primer recitativo, se opone la dulzura del aria intitulada “Dios es fiel”, varias veces reiterada. El segundo aire se ilumina gracias a la presencia continua de tres oboes; su carácter danzante (es casi una polonesa) alaba la grandeza del mundo divino y la danza del alma que es la del cristiano verdadero. Al concluir la estrofa de la coral, la orquesta entera retoma el tema marcado por el primer corno al que refuerza el desgarrado canto del joven soprano, Seppi Kronwitter, quien en esa grabación (hecha en 1970) tenía quince años y ahora (tal vez) cuarenta y siete. Su voz de niño era singular, metálica, gangosa y frágil, muy delgada, casi transparente, la del joven cantante Peter Jelosits (otro soprano) que lo acompaña en la cantata número 58, dirigida asimismo por Harnon­court, es más entera, mejor entonada, más profesional, pero la de Seppi, tierna y modulada, es conmovedora, se le quiebra como si fuera un pajarillo aleteando contra las ventanas del gran salón de la casona. Una interpretación de las cantatas de Bach es genuina sólo si se interpreta con los jóvenes cantores de coro, piensa Harnoncourt, imitando a Bach que componía para los muchachos del coro de la iglesia de santo Tomás en Leipzig que él mismo dirigía, coro del cual también formaban parte sus propios hijos Philip Emmanuel y Johann Christian cuando eran adolescentes. Harnoncourt prefiere utilizar jóvenes cantores e instrumentos originales de esa época para darle autenticidad a su interpretación, aunque pueda oírse en sus grabaciones (asimismo) la voz de algunos contratenores, sopranos, bajos y barítonos famosos (como ya lo dije, reitera Juan, la última vez que Gould interpretó las Variaciones Goldberg fue en la emisión intitulada por el propio pianista: A cada hombre su propio Bach).

Camino al lado del mendigo, veo la sangre fresca (la de Juan ha dejado de circular), en el ataúd el cadáver sigue vestido con la misma ropa, la ropa con la que lo han ataviado por última vez, esa ropa deportiva, informal, más bien banal, ¿a la inglesa?, ¿de campo inglés bien cuidado?, cuyo color desecado y melancólico se realza por la corbata triste y el pañuelo negro que protege sus quijadas desdentadas. Veo la sangre fresca del mendigo, mancha las vendas que lleva en el pie herido, pisa con sus huaraches empolvados el polvo del camino. El olor a humedad me persigue, sube conmigo, me acompaña. El gordo imponente, el que pronuncia sus frases como si tocase un trombón (se llama Eduardo), el que estaba al lado de la mujer delgada, sin asomo de maquillaje pero bien vestida, la que sonríe maquinalmente cada vez que él pronuncia sus frases rimbombantes, Eduardo, sí, Eduardo pide, él también, compartir la carga del ataúd, en el momento preciso en que se organizan los relevos, cuando toca el turno de reemplazar a quienes lo han venido cargando, hombres, siempre hombres, esos hombres que lo llevan por el camino pedregoso que baja y sube al cementerio, camino rodeado de montañas, en ese momento, digo, se acerca Eduardo, deja atrás a la mujer delgada (¿quién será?, ¿su nueva esposa?), se acerca, se inclina, coloca sobre sus hombros el ataúd, en un movimiento simultáneo y necesario que lo mantiene en vilo: imposible: Eduardo es tan inmenso, tan diferente en su estatura a los demás hombres que el ataúd no logra sostenerse, no es posible compartir la carga, el ataúd se balancea: Eduardo jadea, se pone lívido, suda. Un hombre humilde, en mangas de camisa, con los zapatos llenos de polvo y un pantalón muy usado se acerca velozmente, sustituye a Eduardo, pone sobre sus hombros la rosca caja de pino claro con remaches metálicos dorados y el cortejo continúa su ascenso y su descenso por el camino lleno de mierda de vaca, de polvo y de guijarros.

El camino es largo, muy largo, el ataúd se mece como una cuna sobre los hombros de quienes lo cargan, entre las piedras, entre los cantos de los guijarros y los cantos de los mariachis, el mezcal, el tequila, los dedos sucios que asoman por los agujeros del calzado. Yo llevo botas, están empolvadas. Mi nuevo corte de pelo me rejuvenece, a María, que camina a mi lado, el corte de pelo la rejuvenece también. Caminan, todos caminamos, como en procesión, nada falta, los niños que lloran y se sorben los mocos, las criadas vestidas de punta en negro, los campesinos con sus caras resecas y duras, sobrias y altivas, sus sombreros contra el sol, también resecos, y los funcionarios locales con sus camisetas de colores, sus jeans, sus pantalones de manta, los bigotes ralos haciendo juego con la piel, manos enjutas, sombrero tieso y pesado, de ala corta, los directores de orquesta, el funcionario vestido con un traje de ceremonia, sus bigotes espesos (muy bien cuidados y alisados), que cantaba con los mariachis una canción de José Alfredo Jiménez como si fuera un aria de ópera, las señoras ricas que pasan los fines de semana en sus casas de campo cómodas y lujosas y tocan en sus pianos de cola y Juan con una copa en la mano marca el ritmo, esas señoras a quienes también se les empolvan los zapatos de diseñador, caminando cerca de los mariachis con sus trajes desteñidos y la voz aguardentosa y cascada, al lado de los violinistas y los pianistas que no lloran porque no sería viril, del enano que es flautista, de los famélicos perros callejeros de ojos amarillos, de los directores de orquesta vestidos con sus trajes gris oscuro con rayas blancas o blazers azul marino de fino casimir y botones dorados, del gato negro que atraviesa corriendo por el camino (las señoras se persignan) y también la clavecinista, esa sí muy acongojada con lágrimas que le escurren por las mejillas y los ojos rojos (hace juego con su traje, elegante como el de María, pero de tela —es un brocado— y estilo muy distintos, mucho menos adecuado que el de María para un entierro, pero eso sí, muy elegante, le cuesta trabajo caminar sobre los guijarros, sus tacones son muy altos), van los músicos de la orquesta (otro gato negro atraviesa por el sendero, vuelven a persignarse las señoras), la orquesta que dirigía Juan, todos, si son hombres, van cargando por turnos al muerto, se pasan la caja unos a otros, la caja se bambolea sobre los hombros de quienes la cargan, al recorrer el camino y tropezar en los guijarros o cuando el excremento de vaca los hace resbalar y les hace gritar ¡mierda! en voz muy queda, ¿cómo hacerlo de otra forma en un entierro sin que esa imprecación contraste con el blazer azul marino perfectamente cortado y comprado en Londres o en Nueva York? También la mujer delgada y rubia que acompaña o es la pareja de la mujer alta y de pelo castaño ha embarrado sus zapatos en la bosta de vaca y ella en voz muy baja, pero audible, ha pronunciado al igual que el hombre de traje gris oscuro y rayas blancas de gángster de Chicago la palabra ¡mierda!, ambos han tropezado con la caca sucesivamente, mientras marchan por el camino pedregoso, acompañando al muerto, quizá se trate de la misma mierda, la misma mierda de las vacas, ensuciando el mismo lugar en que ambos, el borracho y la mujer delgada y bien vestida, la que acompaña a la otra más alta y de cabellos rubios, las mujeres vestidas de blanco, ellos, el borracho y la mujer y la otra mujer, la que tiene nublada la pupila, en momentos distintos pero sucesivos han pisado la mierda y se han manchado, ellas sus zapatos de diseñador y el mendigo sus huaraches agujerados, manchado el pie izquierdo de sangre, y los zapatos Church negros bien boleados del funcionario que viste un blazer azul marino con botones dorados se cubren de polvo: está a punto de resbalar, acaba de pisar asimismo la caca y proferir la palabra ¡mierda!

 

Llegan, llegamos, al convento, el cortejo entra poco a poco a la iglesia, el ataúd es colocado cerca del altar mayor, los hombros y los hombres descansan, empieza la misa de cuerpo presente, el cura su sermón, una letanía entonada con voz mediocre, plana aunque chillona, y cuando calla el sacerdote los mariachis cantan con su voz cortita, incapaces de alcanzar los tonos altos, los tonos de la revancha, del coraje, del machismo, pedrosinfantes de pacotilla, y sus ademanes traducen sus rencores apenas atenuados o recrudecidos por el alcohol. En las coronas deshojadas se lee un saldo municipal, cerca de la iglesia, un camión repleto de motocicletas, abajo los funcionarios de tránsito, los mordelones con sus trajes café oscuro y café con leche, desteñidos, mal cortados, con las piernas torcidas. En los cuatro puntos cardinales de la plaza puestos de carnitas, quesadillas, chorizos, cigarros Delicados, pan dulce, tortas, gansitos y los dolientes que van entrando unos a la iglesia, otros desperdigándose por el atrio, otros comen tacos en la plaza, mientras en la iglesia se canta misa de cuerpo presente, misa melancólica al son de la voz desentonada del cura y los mariachis. Juan está en el ataúd, rodeado de cirios y cubierto de flores, un cuerpo tieso, con su rostro y sus ropas amarillentas, su cruz abrazada al pecho (llevaba boina azul y en su pecho colgaba una cruz), su bigote color de heno deslucido que cubre una boca desdentada que se mantiene firme gracias a un pañuelo negro que le detiene la quijada. A cada instante, a manera de letanía, de rosario, de oración, indiferente a los que cantan, rezan, responden a las palabras del cura o a los que luego afuera se tambalean, vociferan, acompañan a los mariachis, incesantes en su canto, me persigue el olor, un olor persistente y dulzón, un denso olor a humedad. Un tipo pasa a mi lado, ¿un burócrata de notaría, de la notaría que va a inventariar los bienes del muerto, los pianos (¡qué curioso, me digo, sólo vi el Bösendorfer, y el Steinway ha desaparecido!, ¿lo habrá vendido Juan? Schubert sólo puede interpretarse en un Bösendorfer), los violines, los libros, las partituras, los compactos, los cuadros, los sillones, los retratos, la silla de pino corriente donde me senté, cerca del ataúd, enfrente de María; la vajilla, las sábanas, las toallas, las cacerolas, las sartenes, las cuatro botellas de loción Zdhánov? Las cosas, en fin, todas las cosas, siempre las cosas, las cosas que sobreviven a los muertos. En la banca de la iglesia, cerca de mí, se sienta el mendigo que huele a alcohol y uno de sus pies, calzados con huaraches, está vendado, la sangre es fresca y el vendaje está lleno de tierra y de mierda, él reza también. Se oyen sollozos, interrumpen las palabras del cura, el canto de los mariachis, las conversaciones que algunos de los dolientes continúan en voz baja, la gente mira con curiosidad, es un joven moreno, no muy alto, lampiño, el que llora sin empacho, su madre lo consuela, sigue llorando, el mendigo también lo mira con mirada de asombro, ¿pues no que los hombres no lloran? Y lo observo, dándome vuelta (¿será a él a quien deba dársele el pésame?) (¿será el único que genuinamente siente su muerte?) (¿seré yo?) (alguien debería darme el pésame, opino, siento que lo necesito, que me hace mucha falta). Fijo en él una mirada impertinente, hasta que la mira­da de la madre me pone en mi lugar. Inclino la cabeza, vuelve a envolverme el olor, el olor que me sigue, que me ha seguido desde la casa hasta la iglesia, el llanto del joven me había dado un momento de respiro. Alrededor, rezando, otros mendigos, algunos burócratas vestidos de negro, con su camisa de poliéster muy sudada, mujeres, niños, campesinos; el calor arrecia, y los olores se funden con el olor del incienso y el olor dulzón desaparece unos instantes confundido entre los demás olores, hay quienes llevan gruesos cirios en la mano; al lado del burócrata, una mujer vestida de negro, con anteojos y botines, parte de la banca está vacía y en ella se acomodan unos hombres despeinados, acaban de salir de la cantina; un hombre robusto, en mangas de camisa, de mirada provocativa, lo reconozco, me ha saludado en la casa, mientras daba órdenes a quienes corrían afanosamente, colocando focos en los árboles mientras las cocineras cocinan en una especie de cobertizo, con hornillos de carbón y grandes ollas de aluminio, las mujeres que están allí especialmente para cocinar y atender a los señores, los pianistas, los vendedores de fertilizantes, los inspectores de tránsito, los funcionarios que llevan un blazer azul marino, las señoras elegantes, los notarios pueblerinos, los beatos trasnochados, los periodistas, una chelista, la pianista y el presidente municipal.

Eduardo es un hombre tan voluminoso que en él la fatuidad sería un pleonasmo, y, sin embargo, es fatuo. Se ha instalado junto a la tumba y les arrebata el lugar a los demás, su larga barba blanca ondea al viento, ocupa casi todo el lado derecho de la fosa y se yergue con majestad, me vuelve a mirar, estoy enfrente, no demasiado cerca, casi no hay nadie junto a mí, los dolientes han seguido el cortejo hasta la pequeña capilla del cementerio, Eduardo hace un saludo breve con sus manos agigantadas por la obesidad y por los años y en sus ojos se esboza una sonrisa burlona (¿de qué se burla?, ¿de verme allí, frente a él, disminuida?). La comitiva regresa de la iglesia, el cuerpo ha ocupado dos veces su lugar junto al altar, dos veces ha estado de cuerpo presente, uno en la misa de la iglesia principal, otro en la capilla del cementerio, se han pronunciado discursos inflamados y patrióticos: el cura, un presidente municipal, un vendedor de fertilizantes y un cantante que modula su voz como si fuese la de una trompeta entonando el Dies Irae, sin alcanzar la solemnidad del Réquiem de Mozart, ni la de la voz de Juan cuando nos relataba la muerte del obispo Fernández de Santa Cruz, el cantante elegante y bigotón que ha acompañado a los mariachis, cantando una canción de José Alfredo Jiménez como si fuera un aria de ópera, ha guardado también silencio. Empieza a llegar la gente, un tropel de mujeres se hace lugar a fuerza junto a la tumba, cuatro hombres traen el cuerpo, el cura lo bendice, y los sepultureros toman el relevo y lo van descendiendo poco a poco dentro de la fosa, el hondo bajo fondo donde el barro se subleva, los mariachis cantan con su voz aguardentosa te lo digo llorando de rabia, las mujeres y los niños sollozan, echan flores, camelias, claveles, azucenas, lirios (el olor de los lirios opaca brevemente el repetido olor a moho) (en el tren del olvido me voy) (recuerdo de nuevo a Pergolesi) (las flores o las rosas rojas) (no volveré, te lo digo llorando de rabia, mi boleto no tiene regreso) (se incrementa el olor a moho). Eduardo sigue apoderado de la tumba, ¿desde cuándo se hizo tan amigo de Juan?, ¿o ha decidido aparentar que es su mejor amigo?, ¿por qué no estuvo en la iglesia? —¿será ateo?: ateo entre el incienso y los crucifijos—, ¿por qué no habrá pronunciado entonces el discurso principal? Inclino la cabeza, una mirada penetrante me hace alzar los ojos, es Eduardo que me espía, ¿lo mueve un interés perverso en conocer mis reacciones? Su mirada es como la de la ardilla que parece rata.

Uno habla mal de los demás en un entierro, se cuentan chismes y cuando aparece la persona de quien se habla se cambia de expresión ¿qué cara tienen o qué cara ponen cuando paso y los veo, cuando oigo hilachos de conversaciones (para evitar los infartos hay que tomar una aspirina todos los días por la mañana, o mejor, veinte gotas de ajo durante diez días, diluido en tequila)? Conversaciones que sorprendo y en las que de repente se oye mi nombre (¿estarán hablando mal de mí?) y en cuanto me ven vuelven el rostro y disimulan, cambian de conversación (…te digo, les estoy diciendo que se llevaban muy mal, muy mal) (era sólo la apariencia) (entonces él le dijo: ¿por qué no te vas unos días a la playa con los niños?) (cuando ella regresó se encontró con la casa vacía, totalmente vacía, se había llevado hasta las alfombras) (¡qué loco!, loco, sí, loco, pero bien que se las sabe, es un loco que no come lumbre) (tenía las arterias anquilosadas) (se quedó casi sin sangre, le hicieron tres transfusiones: por poco se muere tres veces) (el dolor de infarto es tan fuerte como el dolor de parto) (¿a quién se le da el pésame?) (algunas yerbas ayudan a bajar el colesterol: la yerba del sapo o un concentrado de ahuehuete). Mientras ellos relatan sus historias infinitas y banales, María se come la boca; me asombra el ojo turbio de la mujer de rojo; miro fascinada los huaraches empolvados y el pie izquierdo vendado del mendigo, las gotas de sangre aún fresca, Juan sigue acostado en su ataúd con ese rostro que ya no dice nada, ya no está aquí entre nosotros, está en la caja de pino basta, color claro y con remaches metálicos, su boca desdentada calla, sobre todo ahora que le han sujetado la barbilla con un pañuelo negro.

Disimulo, pongo cara de palo, hago como que no he escuchado nada, hago como que no conozco a nadie. En verdad muchos rostros ya no hablan, los he olvidado: a Eduardo, en cambio, es imposible olvidarlo, lo oigo vociferar, rodeado de gente, hace ademanes grandiosos con las manos, sus gigantescas y ajadas manos, su barba muy canosa tiembla, sólo hay una mujer en ese grupo, la mujer pequeña y delgada sin gota de maquillaje en el rostro que lo escucha embelesada. Una pausa de Eduardo, la mujer la aprovecha y con voz estentórea exclama: sólo los niños y los borrachos dicen la verdad, y a veces ni siquiera los borrachos (¿de dónde saca esa voz de contralto —¿de castrato?— una mujer de cuerpo tan exiguo?) (¿de su ronco pecho?). Me mira de reojo, quiere saber mi reacción, frunce los labios, una gran arruga le estremece la cara. Sigo mi camino, la ignoro, voy de grupo en grupo sin prestar demasiada atención a lo que dicen, retengo, sin embargo, algunos diálogos a pesar de su insignificancia, o quizá por eso, porque son insignificantes y me distraen, no, reitera un hombre bajo, rubicundo, muy moreno, con anteojos muy gruesos, con una pipa en la mano en la que destaca una uña hinchada, rugosa, deforme, te digo, dice, Joaquín será el ganador, tuve una corazonada.

Inclino la cabeza, tengo náuseas, me persiguen las palabras, el olor me envuelve, el olor me ha perseguido desde la sala donde lo velaban, llega hasta la calle, de la calle sube hasta la iglesia, el llanto del joven (un llanto que sale del corazón, un llanto henchido del más profundo dolor) me ha permitido un breve respiro. Rezando, a mi alrededor, varias personas. El olor dulzón vuelve a desaparecer unos instantes tragado por el olor de los cirios y el llanto del joven moreno, gruesos cirios que algunos dolientes llevan en la mano; una mujer vestida de gris oscuro, con anteojos y zapatos bajos, muy sobrios y elegantes, se ha acercado y se ha sentado en la misma banca donde estoy yo, es María. El mendigo ha desaparecido, en la banca de atrás se acomodan unos hombres despeinados, acaban de salir de la cantina. Siento de pronto un ardor, más bien comezón (algo me pica, siento comezón por todo el cuerpo, ¡qué vergüenza!), cuán extraño, pienso, y además qué ridículo: rascarse en un entierro; sin embargo, la picazón aumenta y me rasco con disimulo (¡qué placer!). No debo olvidar que estoy en la iglesia, que es una ocasión solemne, que estoy escuchando una misa de cuerpo presente, que hay mucha gente: el cuerpo empieza a llenárseme de ronchas como si me hubiese acostado desnuda en un hormiguero de hormigas rojas, me da comezón por todas partes, ¿tendré sarna?, ¿efecto del olor a moho?, ¿alergia desmedida a quienes me rodean?, ¿o es una forma sofisticada del dolor? ¿Ahora sí me darán el pésame?

 

La comitiva está a punto de regresar, el cuerpo ha descansado dos veces junto al altar, dos veces ha estado de cuerpo presente, uno en la misa de la iglesia principal, otro en la capilla del cementerio, lo han despedido con discursos inflamados y patrióticos, salidos del corazón: el cura, un presidente municipal, un vendedor de fertilizantes y un cantante que modula su voz como la de una trompeta entonando el Dies Irae, aunque no alcance la solemne percusión del Réquiem de Mozart. Se arremolina la gente, un tropel de mujeres se hace lugar a fuerza junto a la tumba, pero Eduardo es inflexible y poderoso y permanece en pie prefigurando el monumento que, luego, cuando pase un año, eternizará con su estatua una figura, la figura de Juan. Cuatro hombres cargan el cuerpo, el cura lo bendice, y los sepultureros toman el relevo y van descendiendo el ataúd poco a poco dentro de la fosa; las mujeres y los niños sollozan, echan flores, came­lias, claveles, azucenas, lirios, astromelias, belenes, gladiolas, camelias (el olor de los nardos opaca brevemente el repetido olor a moho) y finalmente cae una rosa roja, idéntica a la que el admirador anónimo de Pergolesi arrojara sobre el escenario del teatro La Argentina, en Roma, cuando el gran compositor lloraba su fracaso, poco antes de morir con el corazón hecho pedazos.

En la iglesia, mientras se oficia la misa de cuerpo presente, recuerdo una película francesa de finales de los años cuarenta, se llama La sangre de las bestias, aparecen hombres enormes, empedernidos o inmunes a la muerte o a la sangre o al hedor y matan de un solo golpe a un caballo blanco con un instrumento que emite un golpe seco que de inmediato asesina, y luego hunden un cuchillo filoso en el vientre o en la garganta de la bestia de la que brota una sangre negra: ahúma y quema, sacan su corazón humeante, el corazón es solamente un músculo. (Un hombre, instigado por su amante, asesina a su mujer embarazada de siete puñaladas en el corazón, de su pecho salen dos o tres gotas de sangre (¿Nastasia Filíppovna?), luego toma a su hijo mayor de ocho años y a su hija de seis años y los degüella sucesivamente con un cuchillo de cocina, arroja los cadáveres al río: la sangre corre a borbotones). Movimiento repetitivo, sistemático, ritual, le da sentido, enmarca lo que veo, fascinada, al borde de la náusea, en mi casa, sentada frente a la televisión o en el salón, mirando el cadáver, oyendo a María o en la iglesia mientras se oficia la misa, rodeada de notarios, músicos, funcionarios, mujeres, viejos, niños y mendigos, o al lado de la fosa, parada junto a Eduardo. Se trata de un documental grisáceo, la copia es muy antigua, pero la sangre se advierte con nitidez, es una sangre espesa, negra, se coagula lentamente en la copia que se exhibe; copia vieja, desteñida, su color es semejante al de los trajes de los charros que en este velorio al que hace rato he llegado y donde estoy de pie, cerca del féretro, están cantando afuera con voz destemplada, y todos los dolientes tienen un vaso de tequila en la mano, conversan y sonríen. El color del traje de los charros es tan desteñido y sucio como el del documental, y sin embargo, en el documental se puede apreciar la sangre cuando cae del caballo mutilado, deja una mancha viscosa, se extiende, palpita, la mancha se alarga, se coagula en segundos; el caballo y quien lo hiere tiemblan, la sangre se derrama, corre por el suelo del rastro antiguo y parisino donde, en este momento preciso en que lo veo, matan a la bestia, hunden el cuchillo en su garganta o en su vientre o le traspasan el corazón (lo sacan, aún caliente, la cirugía a corazón abierto es como una carnicería), luego, ya muerto el caballo, empiezan a despedazarlo y lo desuellan con unas hachas, martillos o sierras, y cortan —van cortando— los huesos, separan —van separando— la grasa y las entrañas, destaca el corazón, ahúma, aún late (¡cien latidos por minuto!), y el cuerpo se destaza poco a poco y del hermoso caballo blanco sólo quedan los retazos, los retazos de carne y hueso.

Falta explorar el tejido de marcas y hacer la combinatoria de los elementos significativos de la imagen, de su función en el interior de diversas series homogéneas establecidas en relación con su origen, con la naturaleza de los objetos, de los temas allí figurados. No sabría señalar el lugar que ocupan ciertos animales (serpientes, lagartijas, ardillas, pájaros, fieras, ratas, gatos, los insectos, las vacas, aun las rosas) y, muy especialmente, el caballo en la imaginería que rodea a la figura de la Gorgona. En las representaciones figuradas, el caballo —o los caballos que están en posición simétrica— se asocia a ella como si nunca pudieran disociarse de esa imagen y de ese oficio, son su prolongación o su emanación, semejantes al caballo de Perseo, Pegaso, caballo que aparece en cuanto Perseo guillotina a la Gorgona. En esos casos, en los que el caballo se asocia a la Gorgona, se produce un exceso y un desbordamiento de sentido.

Uno de los museos más interesantes de Boston es el de Isabella Stewart Gardner, millonaria inmortalizada por John Singer Sargent, pintor detestado por Mark Rothko porque sólo pintaba a los poderosos. En el cuadro la mujer viste un sobrio vestido negro de seda, escotado modestamente, deja adivinar el nacimiento de su pecho, excesivamente blanco. El traje se entalla (usa corsé) con un cinturón formado por dos hileras de perlas, idénticas en tamaño y disposición a la gargantilla que adorna su cuello, perlas finísimas rematadas con una gota de rubí engarzada en oro. La sobrefalda desmesura su cadera y dibuja una silueta totalmente diferente a la de las modelos anoréxicas de hoy. Las palmas de las manos enlazadas se apoyan en el vientre y reiteran el dibujo del cinturón. La señora Gardner no lleva afeites, en ese tiempo hubiera sido un signo flagrante de vulgaridad (recuerdo un famoso pasaje de la novela de Proust en el que una joven de la alta burguesía aparece ligeramente maquillada en una calle de París: la abuela del narrador le retira el saludo para siempre). Detrás, como si fuera un halo, un brocado de seda dorada cubre la pared y el cuadro se ensombrece de manera paulatina hasta que el color negro del vestido se funde totalmente con el fondo, dejando adivinar unos zapatos de satén decorados con un broche de rubí.