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Contémosla.

(Se ríe). Gracias. Estoy pensando que se puede hacer mucho, y sin demasiado ruido, cuando se usa la narración de historias para hablar de cosas que son incómodas para la gente. Muchos temas de Los crímenes del acordeón son desagradables para los estadounidenses, no quieren hablar de ellos, pero si los leen en una historia, para ellos es más fácil cambiar de punto de vista.

¿Lo que me está diciendo es que usted trata de hablar oblicuamente sobre temas que otros se niegan a discutir para que, así, se vuelvan más aceptables?

Mmm, sí, en cierto modo. Pero quiero aclarar que ése no es mi principal objetivo… Es algo secundario… y muy difícil de describir para mí porque nunca me puse a pensarlo…

Claro, pero está ahí. Por ejemplo en Brokeback Mountain, cuando se habla de la discriminación contra los vaqueros… A propósito, ¿qué siente usted con respecto a la forma en que el cine trata sus historias?

Al principio, me intrigaba lo que podía pasar con una historia que había salido de mi cabeza en otro medio, con el trabajo de otra gente. Me interesaba pero tampoco me hice ilusiones… Con Atando cabos, lo que pasa es que convertir una novela en una película es un proceso destructivo…, se corta y se aprieta y se reduce y lo que queda al final no siempre es hermoso. Pero la cosa es al revés cuando se trabaja con un cuento como Brokeback Mountain. Ahí se pudieron poner escenas nuevas y los guionistas no estuvieron restringidos a la corta extensión del cuento, pudieron ser muy creativos… Y creo que lo hicieron.

Mi última pregunta también es sobre la traducción. Pregunto porque soy traductora de novelas. Aquí, en Argentina, mucha gente lee sus libros en versiones traducidas. ¿Qué siente usted al respecto?

(Piensa). Bueno… Hay un viejo dicho que dice que siempre se pierde algo en la traducción… Yo hago esto: a veces leo un libro primero en la traducción al inglés, después lo consigo en el original, abro los dos libros y los leo uno junto al otro… Lleva mucho tiempo…

Sí, y es un proceso cruel para los traductores. Porque se ve el esfuerzo pero también todo lo que no se pudo resolver…

(Se ríe). Yo creo que mi escritura es complicada para los traductores: hay muchas expresiones populares que son difíciles de entender hasta para la gente de este país. Los que viven en las ciudades no saben lo que significan… Por eso siempre me gusta que los traductores me hagan preguntas.

Michael Cunningham: la novela es política

Michael Cunningham contestó mis preguntas en una corta charla telefónica. El ganador del Pulitzer dijo tanto que sería una lástima no darle la palabra inmediatamente. Baste con decir que habla en un inglés de oraciones muy largas y cuidadas, piensa mucho antes de contestar y no pierde jamás el hilo. Cuando habla, es un gran escritor: dice exactamente lo que quiere decir y sabe lo que está diciendo.

P: En la recién estrenada Pasión al atardecer, usted escribió el guión sobre la novela de Susan Minot. ¿Fue difícil adaptarla? ¿Le gustó la adaptación que se hizo de la suya, Las Horas?

Ver la historia de uno en cine es una sensación muy rara pero estoy muy satisfecho con la película sobre Las Horas: era muy buena pero además, cuando vendí el libro, pensé que harían algo muy diferente. Hubo gente realmente talentosa en el proyecto, entre otros, el guionista David Hare. En cuanto a Pasión al atardecer, hablé con Susan antes de hacerlo. Ya había leído el libro y sabía que tendría que hacer grandes cambios así que le dije: Si te molesta, lo dejo. Pero Susan estaba de acuerdo. Claro que vas a cambiar la historia, me dijo, es lo que pasa cuando se adapta un libro.

P: En esa película y en sus libros, hay una oposición entre personajes tradicionales y personajes rebeldes… ¿Le interesa especialmente ese tema?

Me interesa casi todo pero sí, me interesan mucho las mujeres. Y también la tradición y la ausencia de tradición. Nunca hubo cambios tan vastos como los de nuestro tiempo. A veces, siento que el mundo cambia con demasiada rapidez como para captarlo en una novela. Para cuando la termino, el libro parece ambientado en el mundo de tres años antes, un mundo muerto, antiguo.

P: En el guión y en sus libros, es evidente que usted aplaude el camino de la rebeldía…

En los Estados Unidos hay vastos bastiones de privilegio. Como los ricos de cualquier país, aunque se trata de una parte muy chica de la población, la clase alta tiene un poder enorme aquí… Son las familias que, en su peor faceta, engendraron a G. W. Bush. Dado que los ricos hicieron a este país como es y dado que este país es como es, naturalmente estoy a favor de los jóvenes y los pobres.

P: Umberto Eco dijo que un libro elige a sus lectores en las primeras cien páginas. ¿Es así con los suyos?

No conocía la cita. Me parece muy buena. Los libros encuentran su camino hacia ciertos lectores, sí. Cuando le mostré el manuscrito de Las horas, mi editor fue pesimista. Las editoriales de mi país, incluso las buenas, son cada vez más sensibles al mercado. Un grupo de mujeres muy deprimidas, una que lleva una piedra en el bolsillo…: no parecía que eso pudiera atraer a muchos lectores. Después, salió la novela y yo hice viajes de promoción. Son agotadores y humillantes pero dan al escritor la posibilidad de conocer a los que lo leen, de ver que no son abstracciones ni números de ventas. Y yo descubrí que mis lectores son muy variados y casi siempre inteligentes. Por eso es mejor ser novelista que estrella de cine… Hay muchos idiotas que quieren conocer a una estrella de cine; solamente lectores quieren conocer a un novelista.

P: ¿Pero qué tipo de lectores piden sus libros? ¿La persona que lee Las Horas necesita conocer La señora Dalloway de Woolf?

Decididamente no. Me esforcé para que el libro no exigiera lecturas previas, para que se defendiera solo. Una de las grandes satisfacciones que me dio el éxito de Las Horas fue que la gente empezó a leer La señora Dalloway. Después de mi novela, Dalloway se vendió como best seller en mi país.

P: ¿Cómo es su rutina de escritura?

Tengo una vida regular y muy poco glamorosa. Me levanto, voy caminando hasta mi estudio y escribo ahí seis o siete horas. La tecnología no me atrae pero amo la computadora. Amo esa sensación de que las palabras que escribo tienen una especie de vida intermedia en la pantalla: letras hechas con luz que existen pero no existen, fantasmas de palabras que todavía no están vivas del todo.

P: ¿Le parece que el inglés cambió con la globalización? Me refiero a las influencias de otros idiomas.

Es un inglés diferente, sí. Espero que la lectura de escritores que tienen un inglés de otro ritmo cambie la escritura de Inglaterra y Estados Unidos. Hay una cadencia en el inglés de la India que no es ni británica ni estadounidense. A mí eso me influenció mucho. Una de las cosas más maravillosas del florecimiento de escritores en la India es que ahora es posible leer en el original a alguien de un país profundamente ajeno… Yo quiero abrirme a la influencia de todo. La música…

P: Justamente iba a preguntarle sobre la influencia de otras artes en su obra. La musicalidad es evidente en Las Horas.

Gracias. La música me importa tanto como la literatura. Cuando tenía quince años, yo era más Hendrix que Stendhal. No planifiqué mis libros como musicales pero cuando trabajo en uno, me atrae cierta música y la escucho casi todos los días. Y espero que, de alguna forma, los ritmos de esa música entren en mi prosa. Es casi como si hubiera una música especial para cada una de mis novelas.

P: Usted dijo una vez que escribir es un acto optimista. ¿Escribiría un libro totalmente negativo?

No, nunca. Pero me refería a algo más básico: la escritura de una novela, con el tremendo esfuerzo que implica, es por definición un acto de optimismo. No importa si el contenido es oscuro. Escribir una novela implica siempre creer que hay lectores ahí afuera y que el mundo va a sobrevivir lo suficiente como para recibirla. Es evidente que no es el acto de una persona desesperada. Sé que hay escritores amargos que odiarían que se los acusara de optimismo pero…, que lo enfrenten: es verdad.

P: ¿Cree usted que la literatura puede cambiar el mundo? Por ejemplo, abrir a la sociedad a la idea de nuevos tipos de familias, como las que aparecen en su obra.

Creo que una de las razones por las que seguimos necesitando la literatura es que es el único medio capaz de hacernos entender lo que es ser alguien diferente de nosotros. Hay mucho que decir a favor de las películas pero no hay nada como una novela para hacer que uno se meta en la mente y el corazón de otra persona. Por eso, sean o no abiertamente políticas, las novelas son armas políticas muy poderosas. Informar a alguien qué es ser otra persona es un acto político poderoso: después de eso, es mucho más difícil meter a otro en un tren y despacharlo a un campo de concentración…

P: En muchos casos, usted trabaja con más de una historia. ¿Es una decisión política, ideológica, estética?

Nuestro mundo es enorme. Yo ya no creo en esa idea del siglo XIX según la cual una única familia o aldea eran metáfora suficiente… Hoy, no bastarían cien historias en una novela. Trato de meter tantas como puedo sin que el libro se derrumbe bajo el peso de ese equipaje y sí, me atraen las narraciones con más de una historia: en el guión de Pasión iba a haber cinco pero decidí que no. Un bote tiene la capacidad de llevar cierta cantidad de pasajeros.

 

P: Usted dijo una vez que era el primer escritor gay ganador del Pulitzer… ¿Hay una relación directa entre su identidad sexual y su escritura?

Soy la primera persona abiertamente gay que gana el Pulitzer en literatura. Eso me honra pero, cuando el diario español lo puso como título de la nota, estaban sacando de contexto mis palabras. Yo creo que todo en un escritor importa hasta cierto punto y que, hasta cierto punto, nada importa. Yo soy hombre y blanco y estadounidense. Cada una de esas identidades me da acceso a cierta información que solamente aparece así frente a una persona como yo; otros la verían de otra forma. Así que sí, esas identidades me sirven para escribir pero espero ser más que eso.

P: ¿Siempre le interesaron los escritores como Woolf y Walt Whitman?

Me interesan los grandes artistas pero Woolf y Whitman son especiales para mí. Es casi como… como sentir que necesitaba escribir una o dos novelas sobre mi madre y mi padre antes de seguir adelante. Woolf y Whitman son mis padres extraños. Yo soy su hijo adoptivo.

Joyce Carol Oates: la literatura significativa es política

La entrevista se hizo por correo electrónico: sin gestos ni tonos ni silencios. Solo palabras. Y las palabras son el oficio de Joyce Carol Oates: se nota en las respuestas concisas, “pensadas”. En la literatura de Oates, cada historia tiene su propio método narrativo. Nada más distinto que Agua negra y Blonde; en ambas, las voces hacen lo que las dos historias requieren. Estas respuestas son así también: dicen lo que quieren decir de la mejor manera posible.

Usted utiliza técnicas narrativas diferentes para cada uno de sus libros. Esas diferencias en el tratamiento del tiempo, el suspenso, las voces, ¿son evidentes para usted desde el comienzo de la escritura? ¿Cuáles son sus puntos de partida?

Mi escritura es un desafío para mí desde dos perspectivas: el “contenido” de la historia —lo que trata la historia (literalmente)— y la “forma” de la historia —cómo se la presenta a los lectores, párrafo por párrafo—. Aunque a mí me acosan las imágenes y los sueños diurnos, soy una “formalista”, siempre fascinada por las formas de la literatura, las posibilidades del discurso narrativo. Me gusta mucho contar historias de distintas formas, formas relevantes para los temas que exploro. Mis puntos de partida son por lo menos dos: los personajes y la “forma” (incluyendo el habla que corresponde a cada personaje).

¿Usted sabe dónde va la historia desde que empieza a escribir o la va descubriendo más tarde?

Los novelistas tienen que tener una idea general —tan específica como sea posible—antes de sentarse a escribir. Es igual que un explorador que necesita una idea de sus metas y el (probable) sentido de su aventura. Yo no empezaría a escribir una novela larga sin saber la escena final y las últimas palabras. Para mí, lanzarse de esa forma sería una locura fatal. Mis novelas están muy cuidadosamente planeadas, hago esquemas de escenas y borradores de capítulos antes de empezar. Es equivalente a la “preproducción” de una película: el tiempo de filmación es muy corto comparado con el de la preproducción, que lleva meses, hasta años. Pero el argumento siempre evoluciona, sufre cambios significativos cuando escribo. En general, me pasa que no necesito algún capítulo final que pensé que iba a necesitar. En el caso de La hija de sepulturero, me di cuenta de que la historia de Rebecca había terminado y de que solo me quedaba el intercambio de cartas entre ella y su prima “perdida”. Aunque soy autora de esas cartas, nunca dejan de hacerme llorar… Es muy raro: tal vez porque Rebecca está basada en mi abuela paterna, me conmueve enormemente ese intercambio tan tardío entre las dos primas.

En todas sus novelas, la Historia es una fuerza esencial. ¿Le parece que el siglo XXI trajo cambios en su manera de pensar esa fuerza?

En sus sentidos más amplios y más específicos, quizá la Historia es el tema subyacente de todas mis novelas. Me refiero a la intersección entre el individuo y la “Historia”; como en Blonde, donde la icónica Marilyn Monroe se ve arrastrada por la paranoia política de la década de 1950, un tiempo horrible en la historia de los EEUU, con persecuciones a los ciudadanos por parte de los “anticomunistas” como el Senador McCarthy en el poder. Y no creo que haya un cambio evidente entre el siglo XX y el XXI. Mis estudiantes de Princeton no soy muy diferentes de los que tenía en la misma universidad hace una o dos generaciones. Desde la maravillosa, mágica elección de Obama a nuestra peligrosa presidencia, hay una nueva sensación de apertura y esperanza, de optimismo y posibilidades en muchos estudiantes de distintos orígenes étnicos… Otros, en cambio, no han cambiado mucho, tal vez nada.

Cierta crítica tiende a considerar que la literatura política tiene menos valor que la “no política”. Yo leo sus libros como muy políticos. ¿Cree que hay relación entre los libros y lo que está fuera de ellos?

A mí me parece que las novelas políticas —las de Stendhal, Flaubert, George Eliot, Joseph Conrad, Tolstoi— son las obras de ficción más grandes. La mayoría de mis novelas tiene un significado político —la intersección del individuo con la sociedad a gran escala, como dije— y ése es el único tipo de literatura política que creo significativa. Las obras políticas de Shakespeare son tragedias primero y en segundo lugar, son políticas, pero lo “político” es esencial para su profundidad, su significación permanente. En cuanto a la relación entre los libros y el “mundo exterior”, es íntima. Como dijo Stendhal en una famosa cita: una novela es una especie de “espejo” que se mueve por un camino; yo agregaría, como hubiera dicho Virginia Woolf, que también tiene que aparecer el “mundo interior”.

¿Hay alguna diferencia entre sus novelas con personajes “históricos” y las que tienen como protagonistas “personas comunes”, como La hija del sepulturero?

La distinción entre esos dos tipos de novela me parece temática: en uno, está la imagen pública (muchas veces abusada, malentendida, vilipendiada), la de Marilyn, que fue la persona pública de Norma Jeane Baker, y en el otro, lo que parece solo privado e individual. Pero en realidad Norma Jeane Baker era una “persona común” y también Kelly Kelleher (la secretaria de Robert Kennedy) en Agua Negra, víctima de su idealismo naive y su encaprichamiento con el poder.

El dinero es factor esencial en sus libros, una “institución” a partir de la cual su ficción estudia las clases, el género, la edad, la raza, la cultura. ¿Eso es algo consciente de su parte? ¿O aparece porque el dinero es un factor fundamental en la vida estadounidense?

Como crecí en una granja muy chica y mi padre fue de la “clase obrera” toda su vida, soy totalmente consciente de los límites económicos de nuestras vidas. Nuestra crisis económica actual en los EEUU, bueno, si hay una segunda Depresión, nos va a partir la vida en dos. El “dinero” es un intercambio de mucho más que un valor monetario práctico. Lleva consigo una definición espiritual muy poderosa. Una persona “es” lo que puede pagar con su dinero.

En muchas de sus novelas, las mujeres están sentenciadas al silencio. Encuentro paradójico y bello que libros como La hija expresen el poder de ese silencio a través de las palabras.

En realidad, los personajes femeninos de mis novelas —Rebecca en La hija, por ejemplo— no están en silencio: eligen con infinita precaución su lenguaje para poder sobrevivir y prosperar.

A veces, la voz narradora de sus libros mira a través de ojos masculinos. ¿Cómo construye esas voces? ¿Pregunta a los hombres, lee libros escritos por hombres?

No, no, yo me siento totalmente cómoda con las voces de los hombres. Crecí muy cerca de mi padre y mi abuelo, tuve un hermano menor maravilloso, hace 48 años que estoy casada con mi “mejor amigo”; los hombres nunca me parecieron extraños o distantes, mucho menos “otros”. Es difícil crear una voz masculina singular y conmovedora pero es igualmente difícil crear una femenina.

El éxito parece el centro de la cultura masculina blanca en los EEUU y usted es muy irónica con respecto a él. En La hija, el éxito es un concepto muy complejo…

El éxito suele ser una quimera. La persona que “tiene éxito” generalmente lo consigue cuando ya pasó su mejor época, cuando está agotada y sola, aislada. Son, sobre todo, las vidas anteriores al éxito las que están llenas de promesa, significado, empuje y fervor. Y cuando se logran las metas ostensibles, a veces hay un vacío, un agotamiento espiritual. Lo único que importa realmente en las vidas individuales —a diferencia de lo que pasa en la “vida” literaria— son las relaciones humanas, tan trágicamente vulnerables.

La primera parte de La hija es un estudio sobre la alienación. Después de la globalización, se ven imágenes casi nostálgicas de las fábricas. Su novela parece poner las cosas en su lugar: describe a las fábricas de los años 50 como un infierno.

¡Por favor! Las fábricas no son objetos de “nostalgia” para quienes trabajaron en ellas. Mi padre, Frederic, trabajó en una fábrica durante 40 años. Le pagaban bien porque estaba en un sindicato y había hecho buenos amigos en el trabajo pero lo único que sintió cuando se jubiló fue alivio. Entró en la Universidad de Búfalo y estudió unos 20 años, los más felices de su vida. Nadie describió la alienación del trabajador en una sociedad capitalista con mayor claridad que Marx. Y las observaciones de Marx sobre religión (“la religión es el opio de los pueblos”) también son dolorosamente relevantes para los EEUU del presente.

El hecho de que Jacob, en La hija, se convierta en un asesino parece un comentario sobre la capacidad de crueldad que tienen las personas (o pueblos) heridos por la Historia. ¿Por eso, el Holocausto como tema secundario?

El tema me toca de cerca porque es sobre mi abuela Blanche Morgenstern y sus desdichados padres… Ella fue la “hija del sepulturero” y su padre murió como muere Jacob en la novela, o casi: se suicidó con una pistola. Mi novela evoca al Holocausto a la distancia, sí… Pero hubo “holocaustos” más chicos en las vidas personales de ese tiempo de nuestra historia, especialmente para los judíos inmigrantes que no tenían comunidad en la que insertarse, y vivían dentro de una cultura antisemita.

Jacob juega con su hija a no verla. De pronto, el juego se convierte en pesadilla para ella. La historia de Rebecca, ¿es como la de las mujeres del siglo XX, que consiguieron obligar a los hombres a verlas?

Sí, claro, esa es una preocupación feminista… Pero el juego de “no ver” en el cementerio es un emblema de todos los juegos de los niños —el padre lo sabe todo; el hijo está inerme, no sabe defenderse—, y sin embargo, hay cierto amor poderoso ahí… Rebecca siempre se acuerda de ese tipo de ternura torpe que tenía su padre antes de que su personalidad quedara envuelta en las presiones de su “nueva” vida.

Hay una contradicción entre la inocencia de Rebecca y su clara conciencia de los hombres. ¿Eso es un comentario sobre los mandatos de la sociedad y sobre la forma en que las mujeres consiguen sobrevivir con ellos?

Rebecca es inocente cuando es una nena pero astuta y manipuladora como mujer joven y madre/esposa. Necesita controlarse a sí misma y a los demás. Cuando se presenta como la encantadora Hazel, está controlando completamente las interpretaciones que los otros hacen de ella y por lo tanto, también el comportamiento de esas personas hacia ella.

¿Qué puede usted agregar sobre el diccionario que gana Rebecca en la escuela? Es un símbolo tan profundo y ambiguo…

¡El diccionario es el que yo me gané en mi escuela de campo a los diez años! Fue un regalo maravilloso para mí… en ese momento, no me di cuenta de lo importante que era… A diferencia de los padres de Rebecca, mis padres estaban muy orgullosos de mí por ese premio en el concurso de ortografía. A diferencia de Rebecca, yo tuve padres que me alentaron, me amaron y me apoyaron infinitamente.

El libro usa la “anagnorisis”, el “reconocimiento” de las tragedias griegas. ¿Planificó usted La hija como una moderna tragedia griega? ¿O se trata de un comentario sobre la herencia, el peso del pasado?

 

Yo había imaginado la novela como un trabajo formal, no una tragedia, tal vez porque no hay un desarrollo trágico per se. Pero me fascina el “ritual” en nuestras vidas, la súbita iluminación de un sentido a partir de una experiencia aparentemente común. Finalmente, Rebecca obliga a su elusiva prima Freyda a reconocerla… Ése es su triunfo: el libro nos lleva a creer que las primas, separadas durante tanto tiempo, van a conocerse por fin.

En la novela, la música y las palabras son armas contra el silencio. ¿Usted cree que se logra comunicación en la novela?

La música es muy importante en esta novela, claro. Pero no es lo central. Rebecca/Hazel quiere a su segundo esposo pero no puede confiar en él. En cambio, sí confía en su prima Freyda. Así, estuvo sola durante gran parte de su vida pero ya no lo está al final. Eso es comunicación. Yo creo en el poder de la transformación…, es una posibilidad viva en nuestras vidas. No me atrae describir vidas de individuos que son víctimas incapaces de defenderse… Mis personajes “víctimas” se perciben como al principio de un viaje que, aunque arduo, los va a llevar a la transformación. Y eso es así tanto entre los hombres como entre las mujeres. Yo me siento tan cerca de Skyler Rampike (el protagonista de Mi hermana, mi amor, publicada en 2007 en los EEUU), un chico que deja la escuela a los diecinueve, como de Rebecca, de Kelly Kelleher o de Norma Jeane Baker.

José Saramago: “Atención, este libro lleva una persona adentro”

Para el que lo leyó, oírlo hablar es un descubrimiento porque habla como escribe: las mismas oraciones enrevesadas, digresivas, y sin embargo, completamente coherentes, la misma inteligencia lúcida y atenta, la misma atención obsesiva hacia todo lo que dice, el mismo ritmo pausado que después de un rato se vuelve agotador. El mismo entusiasmo de un chico, el mismo escepticismo de un sabio que conmueven en Memorial del convento y El Evangelio según Jesucristo.

1- Historia y literatura

Me gustaría que me hablara un poco de las relaciones entre la historia y la literatura.

La historia es una de mis preocupaciones, tal vez la principal. A veces me pregunto si no soy un historiador que no llegó a ser. La historia se me presenta como algo inacabado, algo que dice apenas una parte de lo que ocurrió, y esa sensación de cosa incompleta — pero no conscientemente, el trabajo es por dentro, las cosas se nos plantean como consecuencia de una reflexión muy atenta pero no lo son, son un punto de llegada de muchas reflexiones que se van dando y en un momento, tenemos algo que decir que no se dicho antes— me ha llevado a decir una vez que quiero “corregir la historia”, tal vez eso no sea exacto pero sí quiero rescatar algo de lo que quedó afuera. A mí me preocupa mucho el punto de vista, dónde está uno cuando mira algo, y la historia oficial que nos enseñan no es más que una selección de hechos organizados coherentemente aunque nos la presentan como una fatalidad, como algo que ocurrió porque no podría haber ocurrido otra cosa. Esa historia deja mucho afuera: la historia escrita por las mujeres, los vencidos, los indios, los pobres, todos los que no tienen lugar en la historia oficial o cuando lo tienen, son un decorado. A la hora de escribir una novela, yo tengo esa necesidad, a veces obsesiva, de buscar lo que no ha sido dicho y a veces lo que no ha sido dicho va en contra o ilumina de otro modo lo que sí se dijo.

¿Hay diferencias entre literatura e historia?

No muchas, en el fondo. El historiador se comporta como un novelista: elige lo que le parece bien para contar una historia, la organiza todo para que tenga una coherencia, para que parezca que tenía que ocurrir así. El novelista sabe que hay más historias que pudo introducir y que se reserva para otro momento. El historiador no lo acepta, aunque a veces cambia porque descubre un documento nuevo o porque cambia el poder (y eso es suficiente para que la historia cambie) pero fuera de eso, la manera de hacer las cosas no es muy distinta. Después de la nouvelle histoire, afortunadamente, el aire fresco y nuevo de la historia tuvo mucha influencia en algunos escritores, sobre todo en circunstancias como las nuestras, después de una dictadura de cincuenta años, en que tuvimos la necesidad de mirar atrás para buscar nuestras raíces.

2. La frase y el ritmo

Su manera de frasear, como una ameba que deriva hacia todos lados, que se abre siempre, ¿de dónde sale?

Yo necesito escribir como si tocara música, con algo que se expande... Mire, a la hora de escribirla la música parece lineal, una nota detrás de la otra, pero a la hora de hacerla sonar, se expande, no nos llega en línea recta. Eso es lo que pasa con mi discurso narrativo: es expansivo, envolvente.

Hablar es como hacer música en el sentido más obvio: hablamos con sonidos y con pausas y la música se hace con sonidos y con pausas. En la Novena de Beethoven, en el último movimiento, cuando los violoncellos y los contrabajos anuncian el tema que se va a cantar, la música se vuelve palabra. En esa parte, la música está hablando. Y cuando escribo, a veces, me doy cuenta de que ya dije todo lo que tenía que decir en la frase y que sin embargo, tengo que agregar dos o tres palabras más porque el tiempo musical quedó inconcluso. Y las agrego.

¿Entonces usted cree que sus textos se leen mejor en voz alta?

Ah, eso es interesante por algo que me pasó. Voy a decirle en qué condiciones nació eso que se llama “mi estilo”. Nació en una novela llamada Alzado del suelo. Cuando yo me quedé en paro en el año 75 por razones políticas —yo dirigía un periódico que estaba con la revolución y suspendieron a toda la dirección—, tuve que tomar la decisión más importante de mi vida: decidí no trabajar y escribir solamente y eso fue lo que hice. En el 76, me fui a una región del sur de Portugal, una región de latifundios y me quedé ahí dos meses porque quería escribir una novela sobre los campesinos —yo nací en una familia de campesinos sin tierra que después fueron a Lisboa y tenía necesidad de resolver esa especie de asignatura pendiente—. Hablé con la gente, comí con ellos, viví con ellos, casi dormí con ellos y tenía la historia muy clara en la cabeza. Pero cuando volví a Lisboa a escribir, me di cuenta de que tenía el qué de la historia pero no encontraba el cómo. El modo propio del tema hubiera sido el neorrealismo pero yo sentía que no quería contar esa historia así; no sabía por qué pero algo en mí rechazaba la idea de escribir ese tipo de libro. Después de tres años de pensarlo, me senté a escribir. Iba más o menos por la página veinte y sin saber por qué empecé a escribir como escribo ahora. Fue una especie de milagro porque no lo preparé, nunca me lo planteé.

Creo que si hubiera estado escribiendo una novela urbana, con gente de ciudad, no habría pasado. Le explico por qué: yo tengo muy claro que el discurso oral es mucho más creativo que el escrito. A la hora de decir algo, todos lo decimos. La verdad es que hablando, todos somos creadores, y en cambio no todos pueden serlo escribiendo. Lo que pasó esa vez fue que yo escribí con los personajes en el oído porque los había escuchado; tenía no sólo la palabra, sino la música que la acompañaba. Y era como si estuviera devolviéndoles lo que me habían dicho, tamizado por mi propia sensibilidad, por lo que yo me imagino que sé —conciencia política, conocimiento cultural y demás—. Yo me veía a mí mismo narrando sus propias vidas a esa asamblea de campesinos, narrándolas oralmente, y eso me impuso ese discurso que no acaba más.

Y ahora viene la anédota: le di la novela a un amigo mío. A los pocos días, me llama y me dice “no entiendo, leo una página y a la tercera me pierdo, ¿qué pasa?”, y yo le dije: “te sugiero que leas en voz alta”. Al día siguiente, me dijo “ahora sí entiendo todo”. Mi lector, aunque no ande por el pasillo leyendo en voz alta y molestando a la familia, tiene que oír la voz de la narración en su cabeza.