Sobre el razonamiento judicial

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En segundo lugar, la distinción entre justificación interna y externa, introducida por Wróblewski a comienzos de los años setenta del siglo XX12 y que en seguida adquirió carta de naturaleza, es en realidad un nuevo nombre para expresar un viejo concepto. Se trata de la noción de epiquerema, esto es, el silogismo, el razonamiento, que incluye junto a las premisas, la prueba de las mismas. Pues bien, la justificación externa, la justificación de las premisas, no tiene por lo general un carácter simplemente deductivo, pero eso no quiere decir que la lógica se vaya aquí de vacaciones, como algunos han interpretado. Sigue jugando, naturalmente, un papel, pero se supone que, por ejemplo, el argumento de la coherencia normativa o la inducción probatoria implican algo más que una simple deducción. Desde luego, ambos podrían representarse en forma deductiva, pero lo más característico de esos razonamientos no consiste en su “forma”. En conclusión, creo que la distinción entre justificación interna y externa habría que interpretarla en este sentido: por un lado está el tramo final (o el esquema general) del razonamiento judicial (o de cualquier razonamiento complejo) con sus premisas últimas y su conclusión; y por otro, el conjunto de los razonamientos empleados para establecer esas premisas finales o definitivas.

Pero resulta, en tercer lugar, que ese tramo final del argumento justificativo judicial no tiene siempre (aunque sí en la mayor parte de las ocasiones) la forma del famoso silogismo subsuntivo. Adopta esa forma cuando la regla que controla el caso es una regla de acción. Pero en ocasiones la premisa normativa de ese esquema final o general puede estar configurada por una regla de fin o por un principio. De manera que el razonamiento judicial de carácter justificativo tiene tres formas de “justificación interna”: el silogismo subsuntivo; el silogismo práctico o finalista, si se trata de una regla de fin (cuyo esquema sería: “Se debe obtener el fin F; sólo si se realiza M se puede obtener F; por lo tanto, se debe realizar M”13), y la ponderación, si se trata de principios.

- IV -

Motivar una decisión judicial consiste en ofrecer buenas razones organizadas en la forma adecuada para que sea posible la persuasión.

La clave de la motivación judicial reside en que se trate de buenas razones, lo que supone dar cierta prioridad a lo que antes llamaba la concepción o la dimensión material de la argumentación. Significa que las premisas de tipo fáctico tienen que ser verdaderas o, mejor dicho, deben tener el grado de probabilidad exigido por el estándar de prueba correspondiente, y tienen que cumplir con el resto de los requisitos fijados por el Derecho probatorio. Y las premisas normativas tienen que ser correctas, esto es, y según el tipo concreto de problema de que se trate, han de cumplir los criterios de validez, interpretación, etc., establecidos en el sistema.

Para que pueda hablarse de que existe motivación, las razones tienen que revestir un mínimo grado de explicitud y cumplir con algunos requisitos muy básicos. Pero diferente del concepto de motivación suficiente (para entender que se ha cumplido con el deber jurídico de motivar) es el de motivación correcta; este último hace referencia fundamentalmente a la bondad, a la calidad, de las razones. Casi siempre que un tribunal acepta el recurso presentado contra una decisión de otro órgano es porque, aun considerando que la decisión estuvo motivada, sin embargo, entiende que no estuvo bien motivada, esto es, que contiene algún error en la valoración de la prueba, en la interpretación del material normativo, etc14.

La presentación en términos formalmente adecuados de las razones hace referencia, esencialmente, a la forma lógica. Una (buena) motivación tiene que tener una forma lógica reconocible, lo que, como se ha dicho, va más allá de la llamada justificación interna: en la justificación externa también debe ser posible reconocer las formas de argumento utilizadas. Es obvio que una motivación puede ser defectuosa por razones formales, pero es raro que esos defectos consistan, en sentido estricto, en la comisión de errores de tipo lógico. Con las reglas de la lógica ocurre como con las de la gramática: uno puede no ser muy consciente de ellas pero, sin embargo, cumplirlas de manera más o menos espontánea. Ello es así porque los aparentes incumplimientos resultan muchas veces salvables recurriendo a la interpretación (con lo que se evita pensar que hay contradicción cuando en una sentencia se afirman dos enunciados que serían entre sí incompatibles si se entendiesen en sentido literal) o suponiendo la existencia de premisas implícitas (lo que evitaría, por ejemplo, pensar que en la motivación se ha incurrido en un non sequitur)15. Todo lo cual no ha de llevar a pensar que la lógica no es aquí importante: lo es, pero no tanto para evitar errores de razonamiento como para dar claridad a la argumentación.

Finalmente, la persuasión es el efecto que una buena motivación debe producir, y de ahí que un manejo adecuado de los elementos retóricos en la sentencia tenga una gran importancia. Pero una buena argumentación es aquella que debería persuadir, aunque de hecho no lo logre. Aquí ocurre como con la medicina: una buena actuación médica es la que pone todos los medios disponibles para curar al paciente, aunque de hecho no alcance ese fin.

- V -

Una argumentación (justificación) judicial es un proceso que comienza con el planteamiento de un problema (casi siempre bivalente) y termina con una solución al mismo que se resuelve también con un “sí” o un “no”: se absuelve o se condena; se declara la constitucionalidad o la no constitucionalidad de un artículo de una ley; se acepta o no se acepta (o se acepta en tal aspecto, pero no en tal otro) el recurso de una de las partes del proceso; etc.16

Es importante darse cuenta de que una argumentación no consiste únicamente en argumentos; entre el punto inicial y el final se produce toda una sucesión de actos lingüísticos (la argumentación puede verse como un acto de lenguaje complejo) que puede consistir, además de en dar razones a favor o en contra de una tesis, en narrar hechos, en hacer suposiciones, en plantearse preguntas… En todo ese entramado, tiene una especial importancia la cuestión o las cuestiones de la(s) que depende fundamentalmente la solución del problema inicial y que hacen que se trate realmente de un caso difícil. Una tipología conocida de casos difíciles que se podría extender también a los que hemos llamado “intermedios” (y que de alguna forma —seguramente inconsciente— sigue la tradición retórica de lo que se llamó doctrina de los “estados de causa”) es la presentada por MacCormick, que distingue entre cuestiones concernientes a la premisa normativa (de relevancia y de interpretación) o bien a la premisa fáctica (de prueba o de calificación). Pero yo creo que la misma debe ser enriquecida para superar su anclaje en la teoría del silogismo (él la llama la justificación de primer nivel, que es otra forma de referirse a la justificación interna) que, tal y como él la entiende, tendría como premisa normativa una regla de acción de Derecho sustantivo. En mi opinión, resulta útil distinguir estos 8 tipos de cuestiones (que no son excluyentes entre sí) que determinan la necesidad de argumentar (de argumentar en relación con la justificación externa): procesales (la premisa mayor no es una norma sustantiva, sino de carácter procesal: un tipo de norma constitutiva); de prueba; de calificación; de aplicabilidad (correspondientes a las que MacCormick llama de relevancia); de validez (si una norma o un acto cumplen con los requisitos para ser considerados válidos); de interpretación; de discrecionalidad (la premisa última es una norma de fin, no de acción); y de ponderación (no hay regla aplicable, sino principios).

Para dar claridad a la argumentación (o la motivación), puede resultar conveniente utilizar diagramas de flechas con los que se muestre el flujo de la argumentación, así como el conjunto de los argumentos que se contienen en la misma, señalando cómo están estructurados (cómo se relacionan entre sí) y qué papel juegan en cada paso de la argumentación.

Una motivación judicial completa debería contener los siguientes extremos: 1) la narración de los hechos del casos; 2) la identificación del problema o de los problemas iniciales; 3) la identificación de la cuestión o de las cuestiones de las que depende la solución de cada uno de los problemas; 4) la respuesta a cada una de las cuestiones; 5) las razones (los argumentos) a favor de esas respuestas y, eventualmente, las razones para no suscribir otras posibles respuestas; 6) la solución del problema inicial; 7) la decisión.

- VI -

En materia de prueba, el papel de la teoría de la argumentación jurídica consiste fundamentalmente en aclarar nociones básicas y en advertir sobre la comisión de una serie de errores frecuentes.

El primero de esos errores, naturalmente, es el de haber descuidado la importancia que tiene ese tipo de cuestiones cuando se considera el conjunto de la actividad jurisdiccional en cualquier país17. Esa dejación afecta sobre todo a los países de cultura más formalista en los que, hasta hace poco, se pensaba que, simplemente, las cuestiones de hecho no necesitaban ser motivadas. Un reflejo de ello se advierte todavía en la práctica (por ejemplo, en España) de incluir los razonamientos sobre los hechos en el apartado de la sentencia reservado a los “fundamentos de Derecho”. Pero, por lo demás, podría decirse que la “laguna” en la que, en este aspecto, incurrió la teoría estándar de la argumentación jurídica está hoy ya cubierta por un buen número de trabajos de los últimos tiempos debidos sobre todo a teóricos del Derecho y ampliamente coincidentes entre sí18. Conviene, de todas formas, no olvidar que ese déficit tiene mucho que ver con el normativismo jurídico: con la propensión a ver el Derecho únicamente como un conjunto de normas en lugar de como una práctica compleja guiada por fines y por valores (que, naturalmente, no son ajenos a las normas).

 

Hay un amplio acuerdo en pensar que el tipo de razonamiento que el juez lleva a cabo en relación con los hechos tiene la forma de una inducción, o sea, que el paso de las premisas a la conclusión no tiene un carácter necesario (como ocurre con los argumentos deductivos) sino meramente probable (en el sentido de probabilidad cualitativa, lógica, no de probabilidad cuantitativa, estadística). Pero conviene también precisar que esa manera de abordar el razonamiento probatorio no tiene por sí misma demasiada importancia. Entre otras cosas, porque cualquier argumento inductivo puede, trivialmente, convertirse en deductivo si se le agrega una premisa de la forma adecuada; de manera que la forma, el esquema, del argumento podría verse, sin que eso cambiara mucho las cosas, en términos de inducción o de deducción. Y, en todo caso, porque no se puede olvidar que la anterior definición de inducción y de deducción (que son las habituales), según que el paso de las premisas a la conclusión tenga o no carácter necesario, está trazada desde una perspectiva puramente formal, de manera que no dice nada en relación con el valor “epistemológico” del argumento en cuestión o, mejor aún, de la conclusión del mismo. O sea, es perfectamente posible que un argumento de forma inductiva, y con premisas sólidas, nos lleve a una conclusión que tenga un mayor grado de certeza (de certeza material) que otro de forma deductiva pero que parta de premisas dudosas19.

Tampoco creo que deba dársele demasiada importancia a la posibilidad de interpretar una parte del razonamiento sobre los hechos (o incluso todo él) como un razonamiento abductivo: como se sabe, los argumentos dirigidos a construir una hipótesis (por ejemplo, la de que el autor del robo —cometido en tales y cuales circunstancias— fue X; o la de que la inmensa mayoría de los lectores de este texto no necesitarían de la anterior aclaración sobre qué es una abducción). Sin duda, resulta interesante en la medida en que con ello se subraya el elemento dinámico del razonamiento (verlo como una actividad, no como un resultado) y su carácter derrotable o revisable (pasar a pensar, como consecuencia de una nueva prueba, que el autor del robo no había sido X, sino Y); y lleva también a efectuar una comparación, que puede ser fructífera, del razonamiento judicial con el del detective, el historiador o el médico que efectúa un diagnóstico. Pero, en realidad, nada de esto parece ser muy novedoso, sino que, más bien, se trata de traducir a un lenguaje nuevo cosas bastante sabidas. O sea, no me parece que la abducción sea otra cosa que un tipo de inducción: la inducción en un contexto heurístico y considerada no como un resultado, sino como una actividad, en el transcurso de la cual la conclusión puede ser revisada como consecuencia de la aparición de nuevas informaciones, de nuevas premisas20.

De manera que lo verdaderamente importante en el razonamiento probatorio no es la forma del argumento, sino la naturaleza de las premisas, esto es, el tipo de enunciados que las componen y los criterios que cabe utilizar para la evaluación de la inferencia. Algo, por otro lado, característico de cualquier inducción; como ha escrito Black, en una inducción son fundamentales factores como la relevancia, el peso, el buen juicio, etc.; “pedir a alguien que se forme un juicio inductivo sobre un esquema de argumento, presentado en toda su desnudez de símbolos abstractos, es como pedir a un connaisseur que evalúe un cuadro imaginario”21. Y, en este sentido, lo que resulta crucial en el razonamiento probatorio es tomar conciencia de las debilidades y fortalezas que cabe atribuir a cada uno de los medios de prueba (testimonio de testigos, prueba pericial, etc.) de los que dependen los hechos probatorios enunciados en las premisas de carácter individual; de la necesidad de contar con un enunciado general (una máxima de experiencia) al que, por razones materiales, no formales (según se trate de una generalización válida, de una cuasi-generalización, etc.22), habría que otorgarle un mayor o menor peso; o de la existencia de una variedad de enunciados que exigen tratamientos diferenciados: según que afirmen, por ejemplo, la existencia de un hecho externo o de un hecho psicológico, se refieran a hechos determinados valorativamente (“razonable”, “normal”), etcétera.

La argumentación en materia de hechos es, sin duda, una de las instancias de la vida del Derecho en la que se hace más patente la necesidad de apertura hacia el conocimiento científico (hacia las ciencias empíricas). Así, es natural que los criterios que suelen usarse para justificar las inducciones científicas sean en principio de aplicación a la inducción probatoria. Pero no puede olvidarse tampoco que entre ambos campos existen diferencias considerables. Una de ellas es que la conclusión de una inferencia probatoria es un enunciado que afirma que en el pasado se ha producido tal hecho, de manera que la analogía tendría que trazarse no tanto con lo que se ha llamado ciencias nomotéticas (que establecen leyes generales), sino con las ciencias idiográficas, orientadas hacia lo concreto y lo individual (las ciencias históricas). Y otra, la más importante, es que los presupuestos que presiden el razonamiento probatorio del juez no son únicamente de carácter teórico, cognoscitivo (el objetivo no es simplemente conocer lo que ocurrió), sino también práctico. Es obvio que la presunción de inocencia o la prohibición de tomar en consideración las pruebas ilícitamente obtenidas no son tanto (o no solo) garantías de carácter epistemológico como (o también) de carácter práctico: no están dirigidas (o no lo están centralmente) a incrementar la probabilidad de alcanzar la verdad, sino a evitar resultados que se consideran (y con toda razón) como indeseables: castigar a un inocente (lo que se quiere evitar aunque la presunción de inocencia suponga también no castigar a muchos culpables) o que la policía, la fiscalía, etc., incurran en comportamientos atentatorios de los derechos de los individuos (lo que ocurriría si no hubiese límites estrictos en cuanto a cómo obtener las pruebas).

En definitiva, a propósito del razonamiento probatorio (como ocurre en general con el razonamiento jurídico), es esencial tener en cuenta el marco institucional. El razonamiento probatorio del juez no es (o no del todo) un caso especial de diálogo racional de carácter teórico o teórico-práctico, por más que la verdad sea, por supuesto, un valor fundamental del proceso (pero no el único). Y menos aún puede considerarse la argumentación en materia de prueba en términos de ese tipo de diálogo si en lugar de situarnos en la perspectiva del juez nos pusiéramos en la del abogado. Es bastante obvio, por ejemplo, que el interrogatorio de testigos que llevan a cabo los abogados es un tipo de diálogo que se aleja mucho del diálogo racional. Como decía al comienzo, pretender que la argumentación jurídica, en todas sus instancias, sea un caso especial del discurso racional presupone una concepción idealizada, por no decir directamente falsa, de la práctica jurídica.

- VII -

En un sentido amplio de la expresión (el de la tradición hermenéutica), toda la práctica del derecho tiene un carácter interpretativo. Pero lo que los juristas suelen entender por problema de interpretación es un tipo específico de cuestión cuya solución requiere de diversas formas y técnicas de razonamiento necesariamente presididas por una teoría no sólo general, sino también normativa del derecho23.

El carácter genéricamente interpretativo de la práctica jurídica es una consecuencia de que el Derecho no sea una realidad natural, sino una actividad humana, cuyo sentido no puede captarse si nos situáramos en una perspectiva completamente ajena a la de los participantes en esa práctica. Ocurre como con cualquier otra actividad, por ejemplo, un juego, cuyos movimientos no podríamos entender si prescindiéramos del propósito del mismo, de las reglas que lo rigen, etc. Los “hechos” (la realidad) del Derecho son por ello siempre, en alguna medida, hechos interpretados, entendidos desde la perspectiva de esa institución.

Pero además, la materia prima del Derecho es, en buena medida, lingüística, y eso plantea un particular problema de interpretación. O sea, un fragmento lingüístico tiene siempre que ser entendido (interpretado en el sentido amplio de la expresión), pero esto puede ocurrir de manera espontánea o bien (cuando surge alguna duda) merced a un procedimiento que es a lo que cabe llamar interpretación en un sentido más estricto. Así entendida, una cuestión interpretativa no tiene necesariamente un carácter normativo, puesto que la duda puede surgir, por ejemplo, en relación con la declaración (escrita u oral) de un testigo o en relación con cualquier documento que pueda resultar relevante para el Derecho. Entre las cuestiones de prueba y las cuestiones de interpretación no puede establecerse, por lo tanto, una separación tajante.

En su sentido más estricto, una cuestión interpretativa surge cuando se tiene una duda de comprensión en relación con un texto normativo. La estructura del problema es simple: en un determinado texto hay una expresión (una palabra o una oración) que puede entenderse en más de un sentido y se necesita optar por uno de ellos; simplificando, en favor de S1 o de S2. En un argumento (judicial) interpretativo cabe distinguir entonces (podría considerarse como su “justificación interna”) tres elementos: 1) el enunciado a interpretar, 2) el enunciado interpretativo y 3) el enunciado interpretado; este último se sigue deductivamente como conclusión de los dos anteriores, que funcionan como premisas. Para resolver el problema se necesita argumentar a favor de tal enunciado interpretativo (de la premisa 2), puesto que 1) está, por así decirlo, ya dada), y a esto es a lo que podría denominarse como la “justificación externa” del argumento interpretativo. Por ejemplo:

1. Todos tienen derecho a la vida (art. 15 de la CE).

2. “Todos”, a los efectos de este artículo, significa todos los nacidos.

3. Por lo tanto, todos los nacidos tienen derecho a la vida.

Y la “justificación externa” de 2) consistirá en un argumento más o menos complejo en el que se habrán utilizado diversos “cánones interpretativos” que pueden referirse al significado literal de “todos”, a la intención que tuvo el autor del texto al usar esa expresión, etcétera.

Dado que una cuestión interpretativa surge en relación con un texto (normativo), lo que origina una duda interpretativa tiene que ser algún tipo de dificultad conectada con la redacción de ese texto. O sea, la teoría de la interpretación es, en cierto modo, el revés de la teoría de la legislación24. Por eso, yo creo que las dudas interpretativas (las subcuestiones interpretativas) pueden clasificarse en cinco apartados, cada uno de ellos conectado con el correspondiente nivel de racionalidad legislativa. O sea, lo que hace que el significado de un texto resulte dudoso puede ser alguno de los siguientes factores (o una combinación de ellos)25: 1) el autor del texto ha empleado alguna expresión imprecisa (problemas de ambigüedad o de vaguedad); 2) no es obvio cómo ha de articularse ese texto con otros ya existentes (problemas de lagunas y de contradicciones); 3) no es obvio cuál es el alcance de la intención del autor (la relación entre lo dicho —lo escrito— y lo que se quiso decir); 4) es problemática la relación existente entre el texto y las finalidades y propósitos a que el mismo ha de servir (con relativa independencia de lo que haya querido el autor); 5) es dudoso cómo ha de entenderse el texto de manera que sea compatible con los valores del ordenamiento.

A partir de aquí, los cánones o reglas interpretativos podrían clasificarse según que su función sea la de resolver una u otra de las anteriores dudas, pero esto no tiene demasiada importancia, e incluso puede ser un inconveniente empeñarse en presentar de manera muy sistemática una materia que sólo admite un tratamiento del tipo de lo que Vaz Ferreira llamaba un “pensar por ideas para tener en cuenta”26. Lo que importa es darse cuenta de que todas esas reglas operan como la premisa mayor (o, en la terminología de Toulmin27, como la garantía) de la diversidad de “argumentos interpretativos” que los juristas utilizan en lo que antes habíamos llamado la justificación interna del argumento interpretativo, tomado en su conjunto.

Ahora bien, todos los argumentos interpretativos (el argumento a contrario, a simili, a fortiori, ad absurdum, etc.) constituyen técnicas que, naturalmente, cabe usar con uno u otro propósito y que presentan también ciertas dificultades típicas. Por ejemplo, la analogía permite ampliar el significado de una expresión, pero su uso supone que el caso en principio no previsto es esencialmente semejante al previsto y de ahí derivan una serie de estrategias argumentativas (con un importante ingrediente retórico) a utilizar. Pero la cosa no puede quedarse ahí, entre otras razones porque lo normal es que para resolver un problema pueda usarse, en principio, más de una técnica argumentativa (canon interpretativo), de manera que es necesario dar prioridad a alguno de esos criterios, lo que nos lleva a remontarnos a alguna teoría de la interpretación. O sea, una teoría de la interpretación jurídica (como parte de la teoría de la argumentación jurídica) no puede ser simplemente descriptiva e instrumental. Tiene que tener también un componente normativo, tiene que servir como guía para la práctica, y eso sólo puede lograrse si se parte de alguna concepción del Derecho que incorpore elementos de filosofía moral y política. Básicamente, se necesita partir de un modelo constructivo de interpretación, más o menos con las características del de Dworkin, en el que se articulen dos componentes básicos: el objetivo de mejorar la práctica del Derecho (que es la respuesta a la pregunta de para qué interpretar), y la necesidad de respetar los límites autoritativos que son definitorios de esa práctica (que puede verse como una contestación a la pregunta de por qué hay que interpretar en el Derecho).

 

- VIII -

A pesar de toda la polémica que rodea a la ponderación, hay ya disponible todo un arsenal conceptual que constituye una especie de sentido común jurídico que los jueces deberían suscribir. Básicamente, se trata de entender que la ponderación es un procedimiento argumentativo estructurado en dos fases, al que es inevitable recurrir en ciertos casos y en relación con el cual es posible fijar ciertas pautas de racionalidad que lo alejan de la arbitrariedad28.

En efecto, en la ponderación que lleva a cabo un órgano judicial (dejo, pues, de lado la ponderación legislativa) se pueden distinguir dos pasos. En el primero —la ponderación en sentido estricto— se pasa del nivel de los principios al de las reglas: se crea, por tanto, una nueva regla no existente anteriormente en el sistema de que se trate. Luego, en un segundo paso, se parte de la regla creada y se subsume en ella el caso a resolver. Lo que podría llamarse la “justificación interna” de ese primer paso es un razonamiento con dos premisas. En la primera se constata simplemente que, en relación con un determinado caso, existen dos principios (o conjuntos de principios) aplicables, cada uno de los cuales llevaría a resolver el caso en sentidos entre sí incompatibles. En la segunda premisa se establece que, dadas tales y cuales circunstancias que concurren en el caso, uno de los dos principios derrota al otro, tiene un mayor peso. Y la conclusión vendría a ser una regla general que enlaza las anteriores circunstancias con la consecuencia jurídica del principio prevaleciente: por ejemplo, si se dan las circunstancias X, Y y Z, entonces la conducta C está permitida.

Naturalmente, la dificultad de ese razonamiento radica en la segunda premisa, y aquí es precisamente donde se sitúa la famosa “fórmula del peso” ideada por Robert Alexy, que vendría a ser, por lo tanto, la “justificación externa” de esa segunda premisa. Todo el mundo sabe ya, a estas alturas, en qué consiste esa doctrina, de manera que no hace falta volver a repetirla aquí. Lo que sí me interesa aclarar es que ese planteamiento, al menos tal y como ha sido entendido por muchos juristas (no tanto por el propio Alexy), constituye un ejemplo bastante claro de lo que Vaz Ferreira llamaba la falacia de la falsa precisión29. Como se sabe, Alexy propone atribuir un valor matemático a cada una de las variables de su fórmula y construye así una regla aritmética que crea la falsa impresión de que los problemas ponderativos pueden resolverse mediante un algoritmo, ocultando en consecuencia que la clave de la fórmula radica, como es muy obvio, en la atribución de esos valores: o sea, en determinar si la afectación a un principio es intensa, moderada o leve, etc. Sin embargo, si la construcción alexiana se entendiera de una manera sensata, lo que tendríamos sería algo así como un esquema argumentativo que incluye diversos tópicos y que nos puede resultar muy útil a la hora de construir la justificación externa de esa segunda premisa: lo que vendría a decir es que, cuando se trata de resolver conflictos entre bienes o derechos (o entre los principios que los expresan: X e Y) y tenemos que decidir si la medida M está o no justificada, necesitamos construir un tipo de argumento que contenga premisas tales como (se podría presentar también como un conjunto de “preguntas críticas” a hacerse): “la medida M es idónea para alcanzar X”; “no hay otra medida M’ que permita satisfacer X sin lesionar Y”; “en las circunstancias del caso (o en abstracto) X pesa más —es más importante— que Y”; etcétera.

En relación con la pregunta de cuándo un órgano judicial tiene que ponderar, la respuesta es que tiene que hacerlo cuando las reglas del sistema no provean una respuesta adecuada a un caso (hay una laguna en el nivel de las reglas); o sea, cuando se enfrenta a un caso difícil y el juez necesita recurrir (de manera explícita) a los principios. Aquí, a su vez, es importante distinguir entre dos tipos de lagunas (insisto: de lagunas en el nivel de las reglas): las normativas, cuando no hay una regla, una pauta específica de conducta que regule el caso; y las axiológicas, cuando la regla existe pero establece una solución axiológicamente inadecuada, de manera que en este segundo supuesto, por así decirlo, es el aplicador o el intérprete (no el legislador) el que genera la laguna.

Pues bien, si se entiende que el Derecho, el sistema jurídico, no es necesariamente completo en el nivel de las reglas, esto es, puede tener lagunas normativas, entonces no queda otra opción que aceptar que el juez (que no puede negarse a resolver un caso) tiene que hacerlo acudiendo en esos supuestos a principios, es decir, ponderando. Mientras que, en relación con las lagunas axiológicas, el juez podría resolver sin ponderar, pero correría entonces el riesgo de incurrir en formalismo, o sea, no podría cumplir, en esos casos de desajustes valorativos, con la pretensión de hacer justicia a través del Derecho. Dicho de otra manera, hay ciertos casos en los que el recurso a la ponderación por parte de los jueces es simplemente inevitable (aunque no para todos los jueces: puede establecerse la regla de que, cuando un juez se encuentra frente a una situación de ese tipo, debe diferir el caso a un órgano superior). Mientras que en relación con los otros (con los supuestos de lagunas axiológicas) habría, en mi opinión, que hacer una distinción entre tres tipos de desajustes: a) entre lo establecido en la regla y las razones subyacentes a la propia regla: los propósitos para los que se dictó; b) entre las razones subyacentes a la regla y las razones (valores y principios) del ordenamiento jurídico en su conjunto; c) entre las razones subyacentes a la regla (y eventualmente al ordenamiento jurídico) y otras provenientes de un sistema moral o de algún principio moral no incorporado en el sistema jurídico. Sin entrar en detalles, yo creo que podría decirse (que el sentido común jurídico nos dice) que en el primer caso no es difícil justificar que se debe ponderar (sin entrar aquí en si debe hacerlo cualquier juez o si la operación debe quedar reservada a los jueces de los tribunales supremos o constitucionales); que en el tercero no lo está nunca, pues supondría dejar de jugar al juego del Derecho; y que en el segundo es donde se plantean los supuestos más complejos: en ocasiones puede estar justificado ponderar (en otras no), pero tendrá que hacerse con especial cuidado y asumiendo que la carga de la argumentación la tiene quien pretende establecer una excepción a la regla (quien crea la laguna).