Tres modelos contemporáneos de agencia humana

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From the series: Ciencias Humanas
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Por lo anterior, la moral se hace necesaria al permitir que el mercado opere como si se tratase de un mercado ideal o perfectamente competitivo, reemplazando de este modo a la “mano invisible” de Adam Smith, al proveer una armonía artificial entre los intereses de los distintos individuos: cada uno buscando su propio beneficio aportaría, sin buscarlo, al beneficio de todos.14 O mejor, el aporte que se hace al beneficio de otros se hace sin coerción, voluntariamente, como una forma de apostar por el beneficio propio. Frente a Hobbes, Gauthier cree que su esquema cuenta, entonces, con la ventaja de la no coerción, que será indispensable para ganar la aceptación voluntaria, no coaccionada de los agentes y, por esta vía, garantizar la estabilidad y la legitimidad del sistema. Así mismo, y como contrapunto al relato de Smith, a Gauthier le interesa resaltar que, puesto que los agentes para los que él está haciendo su propuesta no participan en un mercado ideal, la búsqueda que cada uno de ellos hace de su propio beneficio necesitará de una serie de restricciones —que serían innecesarias en un mercado sin fallos— a fin de que a nadie se le impongan costes forzosos, y que dichas restricciones beneficien a todos. Por ello, se hace indispensable alcanzar un acuerdo racional que cuente con la aquiescencia de todos y en virtud del cual cada uno se comprometa a cooperar. Este acuerdo se dará solo si cada agente calcula que de dicho pacto podrá obtener para sí mismo el máximo beneficio posible que sea compatible con el máximo beneficio que logran los demás, aportando, a cambio, el mínimo posible de sacrificio. En otros términos, el acuerdo deberá cumplir con el principio básico racional del minimax (en contraste con el maximin de Rawls).15 El reto que Gauthier ve ante sí es mostrar las razones para seguir cumpliendo con el acuerdo luego de que este ha sido suscrito. Para ello propone que se distinga entre dos tipos de agente maximizador: aquel a quien el autor define como un maximizador “restringido” o “constreñido”, y al que me referiré como MR; y otro tipo de maximizador al que Gauthier considera un maximizador “irrestricto”, al que llamaré MI.

1.1.3. El problema de la motivación moral del maximizador constreñido

El MR es el sujeto dispuesto a cooperar con otros y, por lo tanto, a sacrificar parte de sus beneficios posibles en aras de garantizar una estructura de cooperación menos riesgosa que, finalmente, también le rendirá sus beneficios. En contraste con esta forma de agencia, está la del MI: el individuo no cooperador que no está dispuesto a hacer este tipo de concesiones y de allí que, según Gauthier, tampoco podrá acceder a los beneficios que arroje la cooperación. “We distinguish the person who is disposed straightforwardly to maximize her satisfaction, or fulfil her interest, in the particular choices she makes, from the person who is disposed to comply with the mutually advantageous moral constraints, provided she expects similar compliance from others. The later is a constrained maximizer. And constrained maximizers interacting one with another, enjoy opportunities for cooperation with others lack” (p. 15).

La figura del MR será la que asuma el papel de un agente moral, o mejor, un agente moral es, para Gauthier, básicamente un MR. A estas alturas creo que el lector bien puede preguntar: ¿qué explica que este tipo de agente quiera comportarse como un MR y no como un MI, o un maximizador sin más? Adicionalmente, ¿qué garantiza que quiera seguir siendo un MR una vez que ha suscrito el acuerdo en virtud del cual ha renunciado a ser un MI, pero que, con posterioridad a este, se le presenten nuevos incentivos para traicionar dicho pacto? En todo caso, para Gauthier, la garantía de ese cumplimiento no puede residir en previos compromisos morales con valores sustantivos, pues esto, además de viciar de no racionalidad y de parcialidad el acuerdo previo, resulta ser, a los ojos de nuestro autor, algo bastante incierto e inestable. Las restricciones morales a la conducta maximizadora tienen que contar, según él, con la aquiescencia racional de los agentes, quienes deben “ver por sí mismos” la racionalidad de dichas restricciones. Estas han de tener un sentido en virtud del cual los individuos se convenzan a sí mismos y por buenas razones que, en su caso, la moral ‘paga’, lo que supone que nadie les fuerce ni les manipule para creer irracionalmente en ella. De allí la importancia que reviste para el autor la característica del no concernimiento mutuo, propia de la actitud de cada agente, tal como ya se mencionó.

Las restricciones morales deben ser racionales a los ojos de quien está preocupado por su propio beneficio, sin condicionar su motivación para el cumplimiento de ellas a un previo compromiso con el bienestar de los otros; compromiso que se base en valores asumidos pre o extrarracionalmente, tales como los que caracterizan, según Gauthier, a las morales tradicionales o no filosóficas. Nuestro autor estima que su modelo contractualista de la moral permite dar cuenta de esa motivación puramente racional y autointeresada para cooperar. Con ello se gana, según él, la ventaja de ofrecer una concepción “débil” y “amplia” de racionalidad práctica, concepción que aporta una base más firme y menos incierta para la moral (pp. 8 y 16). Solo así podría explicarse de un modo plausible por qué querría alguien comportarse moralmente sin apelar a una noción más ‘fuerte’ de racionalidad que incluyera compromisos morales previos. Al contrario de lo que implica esta última estrategia —errónea a los ojos de Gauthier—, para él la moral debe poderse deducir o ha de poder ser justificada como el resultado lógico de la aplicación de principios de elección racional a situaciones de interacción; principios que tendrían que ser axiológicamente neutros, para que puedan motivar/obligar a cualquier agente racional (pp. 18-20). Tal vez en este punto se podría objetar que nuestro autor considere su noción de racionalidad como más débil, amplia, neutra y moralmente más vinculante que otras nociones alternativas —y ello, además, suponiendo que estos epítetos necesariamente señalen características positivas, lo cual, en mi opinión, no es evidente—. Por otra parte, creo que sorprende que Gauthier no se pregunte, por lo menos en la primera parte de su texto, si una motivación no altruista y no arraigada en compromisos con valores morales previos a un acuerdo de mutuo beneficio ¿acaso no sería tan débil que pondría en peligro la lealtad hacia dicho acuerdo? A lo mejor el lector podría cuestionar: alguien que se comprometa a restringir su conducta maximizadora únicamente en virtud de sus expectativas de beneficio, ¿tal vez no sería, precisamente por ello, visto por sus congéneres como un sujeto de poco fiar, como un ser al que difícilmente se le podría llamar ‘agente moral’? En suma, la cooperación con este tipo de individuo ¿no sería, a lo mejor, percibida como riesgosa por parte de los demás agentes?

Al final de su libro, Gauthier reconocerá estas limitaciones de su maximizador MR y tratará de mostrar que este se parece menos al homo oeconomicus y más al “individuo liberal”, figura a la cual el autor intentará presentar como caracterizada por una mayor sensibilidad moral. Con estos ajustes posteriores que Gauthier le hará a su agente modélico, veremos que el autor asume que se solventan estos problemas de falta de motivación y de compromiso propiamente moral, de los que puede acusarse al MR. En su momento podremos comprobar si resulta convincente la solución que nuestro filósofo propone para estas dificultades que él mismo crea. Pero las crea, y es lo que por ahora quisiera destacar, al haber atado desde un principio su modelo de agente a la estructura del mercado, o al haber postulado al mercado como modelo de interacción humana y, con ello, al homo oeconomicus como modelo de agente moral. Este problema puede ser visto como el talón de Aquiles de la propuesta de Gauthier. Volveremos sobre este asunto a lo largo de estos tres capítulos, dado que resulta determinante para el modelo de agencia moral y el modelo de racionalidad asociado a dicha agencia.

1.1.4. El modelo mecanicista, la moral como anomalía y la moderna sociedad de mercado como ‘caso ejemplar’

A continuación, me permito abrir un breve paréntesis, con el fin de señalar algo que considero importante para contextualizar e interpretar las tesis de Gauthier. Algunos comentaristas lanzan serias sombras de duda relacionadas con el problema específico de la amoralidad y la falta de una motivación propiamente moral de la que puede ser acusado el agente MR, así como con el carácter general de la propuesta del filósofo canadiense. Desde distintos puntos de partida, R. Brandom y A. Ripstein señalan que en La moral por acuerdo surgen las dificultades propias de una ya larga tradición, cuyas raíces pueden rastrearse en la revolución científica que protagonizó el nacimiento del mecanicismo clásico.16 Ambos autores afirman que en un mundo pensado bajo el paradigma mecanicista no habría cabida para los valores ni las normas y, por ello, dar razón de una realidad social en la cual dichos valores y normas parecen seguir operando exigiría explicarlos como algo que los agentes “introducen” en el mundo con posterioridad a su mutuo encuentro en el espacio social. En otros términos, si se toma demasiado en serio la imagen del mundo tal y como surge bajo este paradigma y se extrapola la realidad física a la social, los valores y las normas que parecen operar en esta última se hacen anómalos.

Por ello, no se los podría explicar, a menos que se los postulara como artificios que se agregan al mundo, adicionándoselos a la “verdadera” realidad —física— que les antecede y que no está hecha de suyo en clave social ni humana. De allí la vieja idea, aún tan presente en algunas propuestas filosóficas del siglo XX, v. g., el positivismo lógico y algunos autores contemporáneos que simpatizan con los supuestos de este tipo de filosofías (como es el caso del mismo Gauthier), de que la moral, tal y como se aprecia en las sociedades humanas que conocemos, debe poder ser “domesticada”; tiene que ser “purgada” y reducida a cálculo racional, ya que, de lo contrario, no podría darse cuenta de ella ni de su fundamento; no se vería de dónde viene ni qué sentido tiene.17 Para que la moral y, en general, las normas que parecen guiar las interacciones humanas no sean una anomalía inexplicable dentro de un mundo pensado mecanicistamente, acaba por considerárselas como un epifenómeno de ese mundo físico ‘verdadero’ o ‘de base’ que antecede a lo humano y lo social. A la moral se la ha de mostrar, entonces, como un resultado posterior que brota del cálculo racional de los individuos. A su vez, la constitución de estos individuos es pensada como una autoconstitución que antecede y moldea a lo social. Así, de la mano de la mencionada extrapolación del modelo mecanicista a lo social, vendría otra imagen conexa a esta y que se halla muy presente en pensadores como Gauthier, herederos de esta tradición criticada por Ripstein y Brandom: la idea de unos agentes humanos que desde siempre han sido individuos.

 

Se trata de sujetos autoconstituidos, que cuentan con una plena capacidad de agencia y que son el origen de la sociedad. Nunca al revés: la sociedad no puede anteceder ni moldear a los individuos; no incide, por lo tanto, en su capacidad de agencia. Ellos no necesitan la sociedad para ser lo que son, es decir, para constituirse como tales sujetos-agentes, mientras que, por el contrario, lo social solo se puede explicar como el resultado de la agregación de los individuos y el acuerdo o la negociación entre ellos. De allí que dar cuenta de cómo surge la moral —que ahora aparece como un extraño nexo entre los agentes humanos— equivalga a dar razón de una auténtica anomalía, la cual se soluciona mediante una estrategia reduccionista.18 Esta necesidad de introducir la moral en un mundo que le es ajeno supone ingeniarse algo que, en mi opinión, admite ser visto, a su vez, como verdaderos artificios que permitirían explicarla a partir de ese mundo no moral. Dentro de esos artificios hay uno que acaso resulte especialmente revelador: la ausencia de contextos históricos-culturales dentro de los cuales se insertarían los individuos y los códigos morales que parecen guiarles o que, por el contrario, puedan ser objeto de crítica por parte los primeros. Así, se señala un origen ahistórico, no concreto sino puramente conceptual de lo moral como algo neutro, válido para cualquier agente racional en cualquier tiempo y lugar.

En Gauthier, esta neutralidad y esta ausencia de contexto de lo racional y de lo moral pienso que sufren un giro muy interesante: el autor no solo asume sus nociones de lo racional y de lo moral como neutras, sin hacer caso de la sospecha de que estas puedan estar cargadas valorativa e históricamente —cosa que, por lo demás, creo que no tiene por qué ser vista como necesariamente negativa o vergonzosa—. Lo extraño es que, amén de lo anterior, de tanto en tanto Gauthier parece que se viera en la necesidad de hacer unas curiosas apologías de la moderna sociedad occidental y, sobre todo, de la moderna sociedad de mercado. Lo cual equivaldría a defender, paradójicamente, una forma histórica-concreta de sociedad y, por lo tanto, a traicionar su propia consigna de neutralidad. En estas apologías, nuestro autor intenta demostrar que este tipo concreto (repito, históricamente datable) de sociedad es moralmente superior a otros, y lo es —con lo cual surgiría otra paradoja— por gozar de una especial neutralidad en virtud de la cual la moralidad y la racionalidad que Gauthier le atribuye a la moderna sociedad de mercado son válidas para todo tiempo y lugar. Es como si en dicha sociedad se realizara (aunque el autor no lo diga en estos términos) el ideal hegeliano de la realidad que es racional.19 De allí que Gauthier afirme en muchos apartes de su Morals by Agreement que en la moderna sociedad occidental, y, sobre todo, en la institución del mercado, se encarna el ideal de cooperación social que él propone con su “moral por acuerdo”. Pues, según él, en nuestras modernas sociedades occidentales sí hemos hallado la clave para interactuar de tal manera que cada uno, buscando su propio beneficio, aporte al mismo tiempo al beneficio de todos (pp. 101-102, 231, 289-298).

Esto explicaría la ejemplaridad y el valor normativo que el autor atribuye a nuestra sociedad, en claro contraste, según él, con otras sociedades previas o contemporáneas a ella. Señalo este énfasis del discurso de Gauthier no porque malévolamente insista en mostrar sus flancos más débiles, sino porque creo que resulta ser bastante revelador del modelo de agente moral y de racionalidad práctica que puede extraerse de su texto. Centrémonos, pues, en dicha noción de racionalidad, para lo cual a continuación se hará un breve repaso de algunos conceptos básicos de la teoría de la elección racional y se intentará mostrar hasta qué punto nuestro autor se ciñe a esta.

1.2. El modelo de la teoría de la elección racional y la reforma normativa que propone Gauthier

Para llevar a cabo su justificación racional de la moral y con ello desarrollar su propuesta de una “moral por acuerdo”, Gauthier parte de aquella noción de racionalidad que en su momento fue formulada de manera ejemplar por Hume y que contemporáneamente tiene su mejor expresión en la teoría de la elección racional. Dicha noción es la que nuestro autor considera la más acertada, la más clara y mejor desarrollada, hasta el punto de ofrecer, para el filósofo canadiense, el modelo que han de tomar como supuesto imprescindible las ciencias sociales y, en general, todo intento de dar cuenta de las acciones humanas. Veamos, entonces, la versión que ofrece Gauthier del esquema básico de la teoría de la decisión, lo que hereda gustoso de esta y aquello que, por el contrario, piensa que debería ser objeto de ajustes para mejorar la teoría.

1.2.1. El esquema de la teoría de la decisión

Siguiendo las nociones iniciales de la teoría de la elección racional, para Gauthier las acciones humanas pueden ser vistas como el producto de unas elecciones — elecciones de acciones— que se explican o se prevén causalmente a partir de las preferencias de los agentes. A estos se les considera ‘racionales’ en tanto se supone que intentan maximizar la medida de dichas preferencias, esto es, su utilidad.20 Al mismo tiempo, las preferencias y las acciones llevadas a cabo para satisfacerlas se explican por los deseos y creencias del agente, de acuerdo con el clásico esquema de la moderna teoría de la acción: el agente A lleva a cabo la acción B porque A tiene el deseo X y la creencia Y de que B es un buen medio para satisfacer X.21 Gauthier parte de un supuesto del que, según él, también han partido ciertos desarrollos de teoría de la decisión:22 una sana medida de asepsia metafísica y neutralidad valorativa, desde la cual se exigiría omitir cuestiones tales como la naturaleza de las creencias y los deseos de agentes concretos, puesto que dichos deseos y creencias no serían objeto de una observación o de un control empírico directo. Para ofrecer los criterios de racionalidad de las elecciones humanas en general bastaría, entonces, con un presupuesto ontológico muy débil: que dichos deseos y creencias, cualesquiera que sean, pueden ser asumidos como aquello que explicaría las preferencias de cualquier agente racional, esto es, uno que intente satisfacer esas mismas preferencias mediante la elección de sus acciones.

Como puede adivinarse, este supuesto se encuentra en tensión con el interés que podría haber en que los principios formulados por la teoría, así como los modelos formales que desde ella se propongan, sean aplicables, en el sentido de que, aunque puedan ser expresados formalmente, también se logre hacer de ellos una herramienta útil para el economista, el filósofo o el científico social que quiera describir, explicar y prever las elecciones humanas, así como responder (a) —o incidir (en)— las preferencias que explican dichas elecciones. Para lograr esta finalidad práctica sin traicionar la consigna de asepsia metafísica y neutralidad valorativa, puede acudirse a una salida indirecta: utilizar la información proporcionada, no por unos deseos y creencias que no pueden observarse directamente, ni siquiera por aquello que dichos deseos y creencias se supone que producen inmediatamente, es decir, las preferencias del agente tal y como él las puede experimentar in foro interno, sino la conducta observable de elección con la que se supone que el agente buscaría satisfacer dichas preferencias. Esto es, se utilizaría la información proporcionada por lo que el observador alcance a ‘ver’ de la conducta de elección que manifiestan los agentes y, sin necesidad de lanzar tesis ontológicas ni juicios de valor, se pueden deducir las preferencias de los agentes a partir de dicha conducta. En otros términos, se partiría de sus preferencias reveladas:23 aquellas que se deducen de las elecciones de un agente, elecciones que sí pueden ser objeto de observación y, eventualmente, de previsión.

De este modo, se toma en consideración lo que puede hacer un observador que simplemente ‘ve’ que en determinadas situaciones de elección el individuo A suele simpatizar más con el resultado o el estado de cosas X que con el resultado o estado de cosas Y. Es decir, el observador puede concluir, a partir de la conducta desplegada por A, que A manifiesta una cierta preferencia por X antes que por Y. Ahora bien, ¿cómo medir qué tanto es que A prefiere X a Y, y cómo dar cuenta de dicha preferencia y de su relación con las demás preferencias de A? Aquí habría que hacer uso de otro supuesto: dicha medida vendría dada por el mayor peso que tendría para A su deseo de X si se lo compara con el peso que tiene su deseo de Y. Pero esto último, si se tiene en cuenta lo dicho respecto a la asepsia valorativa y metafísica, también envolvería dificultades, puesto que un término como ‘deseo’, o expresiones parecidas, que podrían ser utilizadas para designar aquello que explicaría que A suele preferir X a Y, expresiones tales como ‘atracción’, ‘necesidad’, ‘inclinación’, no designarían objetos directamente observables. Si antes se ha dicho que habría que deducir las preferencias de los agentes a partir de su conducta observable de elección, entonces ahora, de acuerdo con lo anterior, habría que también ‘deducir’, sin incurrir en falta de rigor, una cuantificación adecuada o una expresión cuantitativa o numérica adecuada del ‘mayor peso’ o la mayor ‘fuerza’ que tienen unos deseos de A, comparada con el peso o la fuerza que tienen otros de sus deseos.

Dicha cuantificación se hace necesaria si se va a efectuar algún tipo de cálculo o se intenta llegar a alguna forma de predicción. De modo que habría que ofrecer una expresión numérica o una cuantificación, a pesar, repito, de la dificultad que entraña el hecho de que tal fuerza/peso tampoco es directamente observable ni, por lo tanto, mensurable. Por tal razón, se requiere de nuevo alguna salida indirecta que, para el caso de la medición de ese peso/fuerza, implique dar cuenta no directamente de tal magnitud, sino de lo que pueda observarse y pueda atribuírsele como su efecto en la conducta observable de elección. La solución será acudir a una medida estadística: aquella que vendría proporcionada por la mayor probabilidad de que en aquellas situaciones en las cuales A pueda elegir entre X y Y, elija la primera antes que la segunda opción. Dicha medida probabilística/estadística es designada, precisamente, mediante un término clave: ‘utilidad’. Este vocablo tendría la ventaja de que, amén de que nos evita caer en los problemas presentados por expresiones tales como ‘deseo’, también podría designar la medida de aquello que intenta maximizar un agente racional con sus elecciones, las cuales, como se ha dicho, serían la expresión de sus preferencias. En conclusión, A es considerado un agente ‘racional’ en tanto que busca maximizar su utilidad, lo cual significa que en situaciones en las que se le presente la oportunidad de escoger entre X y Y, sabremos que efectivamente ocurre que A prefiere X a Y porque en dichas circunstancias el resultado más probable es que A termine por elegir X a Y. Las elecciones de A son racionales si se corresponden con sus preferencias, es decir, si A elige buscando maximizar su utilidad esperada. Esto puede ser deducido por el observador si este advierte cierta coherencia en la conducta de elección de A. Así, un individuo es considerado ‘racional’ en tanto que a sus elecciones se las puede calificar de coherentes, deduciéndose de ellas un sistema —también consistente— de preferencias y, por lo tanto, si puede afirmarse, en vista de su conducta recurrente de elección, que el agente busca satisfacer sus preferencias, i. e., maximizar su utilidad esperada. En otros términos, racionalidad es, justamente, maximización de utilidad.

 

Hasta acá, Gauthier suscribe estas nociones básicas de la teoría de la elección racional, aunque, como veremos, también se propone introducirle algunos cambios. Pero antes de continuar, en este punto me atrevo a señalar la coherencia que puede apreciarse entre la versión que hace nuestro autor de aquellos aspectos en los que dice coincidir con la teoría de la decisión y lo que anteriormente se comentó con respecto a cierto sesgo reduccionista en la propuesta de Gauthier, sesgo que en este aparte se vería reflejado en la asepsia metafísica y la neutralidad valorativa de los supuestos que el filósofo canadiense comparte con ciertas versiones de la teoría de elección racional. Creo que en Gauthier la aplicación de estos supuestos cuando se busca dar cuenta de los criterios para la racionalidad/irracionalidad de las decisiones y acciones humanas se traduce en un conductismo de fondo,24 desde el que se evita apelar a referentes que vayan más allá de la mera conducta observable de elección, referentes que tal vez permitirían hacer menos opacas nociones tales como ‘preferencia’ y ‘racionalidad’. De hecho, pienso que este conductismo de fondo puede verse en la utilización que hace nuestro autor tanto del concepto de preferencia revelada como, en general, del esquema y los supuestos que le atribuye a la teoría de la elección racional. En todo lo cual cabría advertir otro de los parentescos reduccionistas del filósofo canadiense que nos lleva a recordar la crítica que Brandom y Ripstein hacen de la propuesta de Gauthier. En breve se verá cómo dicho parentesco se puede apreciar también —e incluso a pesar suyo— en la centralidad que sigue teniendo, en el discurso del canadiense, la noción de preferencia tal y como la hereda de la teoría de la elección racional.

No obstante lo anterior, en algunos aspectos nuestro autor expresamente dice que intentará distanciarse de ciertos aspectos de dicha teoría, concretamente del hecho de que en ella puede acusarse la ausencia de un elemento normativo que vaya más allá de la mera consistencia lógica de los sistemas de preferencias. Gauthier considera que dicho elemento se hace necesario si se quiere dar cuenta de qué es lo que permite que tales sistemas sean evaluados como racionales/irracionales, en lo cual creo que no le falta razón. Empero, igualmente pienso que esta ausencia de lo normativo no debería sorprender, dado que, como ya se habrá hecho patente con lo dicho en lo que va de este aparte, los referentes normativos desaparecen si se iguala elección a conducta racional, y conducta racional a manifestación de preferencias. Si cualquier conducta de elección del agente A resulta siempre explicable —y sin necesidad de acudir a una complicada teoría de la mente— como la expresión de las preferencias de A, esto es, como la maximización de su utilidad esperada, entonces, para hacer un juicio evaluativo que busque establecer qué tan ‘racionales’ son la conducta de elección o las preferencias de A, bastaría simplemente con un único criterio normativo, y bastante débil, que permitiera evaluarlas en este sentido: la consistencia lógica del sistema de preferencias de A. Es importante señalar que aquí se habla de sistema, pues, como veremos, Gauthier también advierte que no se puede/debe evaluar la racionalidad de una preferencia considerada aisladamente. Así, cualquier conducta de elección y cualquier sistema de preferencias pueden ser considerados ‘racionales’ solo a condición de ser consistentes,25 y ninguna preferencia admitiría ser vista como racional ni como irracional de suyo sin que previamente se hayan examinado sus relaciones con el sistema de preferencias al que pertenece.

En esto último Gauthier estaría de acuerdo con la teoría de la elección racional, pero se separa de esta en lo que se refiere al vacío normativo que advierte en ella, suscribiendo, por ende, algunas de las críticas más importantes que dicha teoría ha recibido. Nuestro autor admite que las mencionadas críticas aciertan al señalar que el mandato “maximiza tu utilidad” dice muy poco sobre cómo ser más racional. Entre otras cosas, porque tiene la simpleza de las tautologías; equivaldría a ordenar algo parecido a “haz lo que quieras (hacer)”.26 Para superar esta falencia de la teoría, Gauthier se propone complementarla con la introducción de criterios normativos que permitan evaluar algo más importante que la mera consistencia lógica de los sistemas de preferencias de los agentes humanos. Dichos criterios permitirían sensu stricto establecer si estas últimas, así como las conductas de elección de las que hacen parte, son o no propiamente ‘racionales’.27

1.2.2. Las preferencias cualificadas o “consideradas” y el problema de lo normativo

Gauthier se propone sugerir algunas mejoras al andamiaje conceptual básico de la teoría de la decisión para que, de ahora en adelante, esta cuente con el criterio normativo que le hace falta. Tal criterio puede ser ofrecido si se repara en la diferencia cualitativa que, según el autor, distingue a un tipo especial de preferencias: aquellas que él propone llamar (p. 27) preferencias “consideradas” (considered). Creo que nuestro filósofo introduce esta noción en vista de los aprietos en los que se ve una vez que ha decidido comprometerse con el modelo de racionalidad que le atribuye a la teoría de la elección racional. Pues está claro que el precio que termina pagando por este compromiso es la renuncia a toda posible evaluación de las preferencias, esto es, a cualquier apelación a lo normativo, ya que toda instancia normativa desde la cual se intente llevar a cabo tal evaluación colapsaría, finalmente, en la mera expresión de preferencias no susceptibles de crítica. Como puede preverse, este sería un resultado indeseable para una propuesta moral como la que pretende hacer Gauthier. Pienso, entonces, que el autor utiliza su noción de preferencias “consideradas” para evitar dicho resultado y proporcionarle así un peso normativo tanto a la noción misma de preferencia —que, visto lo anterior, pareciera estar blindada frente a cualquier intento de evaluación— como al esquema general que el canadiense ha presentado de la teoría de la decisión, y, por supuesto, también al modelo de racionalidad que se desprende de este.

Gauthier reconoce que muchas de las preferencias que tiene cualquier agente no han pasado por un proceso de evaluación, reflexión o cualificación por parte de este y simplemente se manifiestan en su conducta de elección, a veces sin que el propio sujeto sea consciente de ello. Estas preferencias son, pues, algo muy parecido a las preferencias “reveladas” a las que se refieren, según el autor, los teóricos de la elección racional. Pero también puede ocurrir que un agente tenga otro tipo de preferencias que sí han pasado por un proceso de examen, y con respecto de las cuales el individuo expresa un compromiso en el largo plazo. Se trata, precisamente, de esas preferencias que Gauthier propone llamar “consideradas”. Según él, estas han sido formuladas por el sujeto bajo ciertas condiciones que las cualifican racionalmente. Por ejemplo, el agente las hace suyas contando con la información relevante; se fundan en creencias plausibles o adecuadas; no son el producto de la ignorancia o de estados psicológicos adversos, como el miedo o la sugestión; no son el mero producto de la manipulación, ni de los traumas de infancia, ni de pasiones que obnubilen el juicio, como el odio irracional, y un largo etcétera.28