Anna Karenina

Text
From the series: Colección Oro
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

El recuerdo de Vronsky, en cambio, siempre le producía un cierto malestar y le daba la impresión de que había algo de falso en sus relaciones con él, de lo que no podía señalar como culpable a Vronsky, que todo el tiempo se mostraba sencillo y agradable, sino a sí misma, mientras que con Levin se sentía tranquila y confiada. Pero, cuando imaginaba el futuro con Vronsky junto a ella, se le antojaba feliz y resplandeciente, mientras que el futuro con Levin se le aparecía confuso, brumoso.

Cuando subió a su habitación para vestirse, Kitty, mirándose al espejo, comprobó con felicidad que estaba en uno de sus mejores días. Se sentía con pleno dominio de sí misma, serena, y sus movimientos eran graciosos y desenvueltos.

El sirviente anunció, a las siete y media, apenas había bajado al salón:

—El señor Constantino Dmitrievich Levin.

La Princesa se encontraba todavía en su habitación y el Príncipe tampoco había bajado. «Ahora...», se dijo Kitty, mientras sentía que la sangre le afluía al corazón. Se miró al espejo y se espantó de su propia lividez.

Ahora comprendía claramente que si él había llegado tan rápido era para hallarla sola y pedir su mano. Y repentinamente el asunto se le presentó bajo una nueva apariencia. Ya no se trataba de ella sola, ni de saber con quién podría ser dichosa y a quién elegiría; ahora entendía que era preciso herir de una manera cruel a un hombre a quien quería. Y ¿por qué? ¡Porque él, tan encantador, estaba muy enamorado de ella! Pero ella no podía hacer nada: las cosas tenían que ser de esa manera.

«¡Mi Dios! ¡Que sea yo misma quien se lo tenga que decir!», pensó. «¿Voy a tener que decirle que no le amo? ¡Pero esto sería una mentira! ¿Que quiero a otro? ¡Eso no es posible! Me marcho, me marcho...».

Ya se iba a ir cuando sintió los pasos de Levin.

«No, es incorrecto que me marche. ¿Y por qué tengo que tener miedo? ¿Qué hice de malo? Le voy a decir la verdad y no me sentiré cohibida ante él. Sí, es mejor que suceda... Ya está aquí», pensó al distinguir la tímida y pesada silueta que la contemplaba con ojos apasionados.

Kitty le miró a la cara como si suplicase su misericordia, y le extendió la mano.

—Veo que llegué demasiado pronto —dijo Levin, mientras examinaba el salón vacío. Y su cara se ensombreció cuando comprobó que, como esperara, nada iba a dificultar sus explicaciones.

—¡Oh, no! —respondió Kitty, tomando asiento al lado de una mesa.

—En verdad quería encontrarla sola —explicó él, sin tomar asiento y sin mirarla, con el fin de no perder el valor.

—Mamá vendrá pronto. Se cansó mucho ayer... Ayer...

Conversaba sin saber lo que estaba diciendo y sin apartar de Levin su mirada acariciadora y suplicante.

Él la contempló de nuevo. Kitty se sonrojó y calló.

—Le dije ya que ignoro cuánto tiempo voy a estar en Moscú, que todo dependía de usted.

Ella inclinó más todavía la cabeza no sabiendo cómo habría de responder a la pregunta que intuía.

—Y depende de usted porque deseaba... deseaba decirle que... quisiera que usted se casara conmigo.

Habló casi inconscientemente. Después guardó silencio y miró a la muchacha cuando se dio cuenta de que lo más grave ya lo había dicho.

Kitty respiraba con dificultad, apartando la mirada. En lo profundo de su ser se sentía contenta y su alma rebosaba felicidad. Jamás había creído que esa declaración le pudiera producir una impresión tan honda.

Sin embargo, eso duró un solo instante. Le vino a la memoria Vronsky y, dirigiendo a Levin la mirada de sus ojos transparentes y sinceros y viendo la expresión angustiada de su cara, dijo de forma precipitada.

—Discúlpeme... Es imposible...

¡Qué cercana estaba Kitty a él un instante antes y lo necesaria que era para su vida! Y en este momento, ¡qué distante, qué alejada de él!

—Claro, no podía ser de otra manera —dijo él, sin mirarla. Se despidió y se dispuso a irse.

XIV

Sin embargo, la Princesa entró en aquel momento. Al ver que los dos muchachos estaban solos y que en sus caras se retrataba una turbación muy profunda, el horror se dibujó en su rostro. En silencio, Levin saludó a la Princesa. Kitty mantenía baja la mirada y callaba.

«Le dijo que no, gracias a Dios», pensó su madre.

Y en su cara apareció la sonrisa acostumbrada con que recibía cada jueves a sus invitados.

Tomó asiento y comenzó a preguntar a Levin sobre su vida en el pueblo. Él también se sentó, esperando que llegasen otros invitados con el fin de poder marcharse sin llamar la atención.

Cinco minutos después entró la condesa Nordston, una amiga de Kitty, que se había casado el invierno pasado.

Era una mujer de brillantes ojos negros, nerviosa, enfermiza, seca y amarillenta. Quería a Kitty y, como ocurre siempre cuando una mujer casada siente afecto por una soltera, su cariño se expresaba en su deseo de casar a la muchacha con un hombre como Vronsky, que respondía a su ideal de felicidad.

A comienzos de invierno, la Condesa había encontrado frecuentemente a Levin en casa de los Scherbazky. No sentía simpatía por él. Cuando le encontraba, su placer más grande consistía en divertirse a costa suya.

—Me gusta mucho —decía— darme cuenta cómo me observa desde la altura de su superioridad, bien cuando condesciende en soportar mi inferioridad o bien cuando interrumpe su charla culta conmigo considerándome una estúpida. Me encanta esa condescendencia. Me complace bastante saber que no me puede tolerar.

Estaba en lo cierto: Levin sentía desprecio por ella y la encontraba completamente inaguantable en virtud de lo que ella consideraba sus mejores cualidades: el nerviosismo y la refinada indiferencia y desprecio hacia todo lo corriente y simple.

Entre los dos se habían establecido, pues, esas relaciones tan habituales en sociedad, caracterizadas por el hecho de que dos personas sostengan, aparentemente, relaciones amistosas sin que por eso dejen de sentir tanto desprecio el uno por el otro que ni siquiera se puedan ofender.

De inmediato, la condesa Nordston atacó a Levin.

—¡Vaya, Constantino Dmitrievich! ¡Ya le tenemos nuevamente en nuestra pervertida Babilonia! —dijo, tendiéndole su pequeña mano amarillenta y recordando que, meses antes, Levin llamó a Moscú Babilonia—. ¿Qué? ¿Usted se ha corrompido o Babilonia se ha regenerado? —preguntó, mientras miraba a Kitty con cierto sarcasmo.

—Condesa, me honra bastante que usted recuerde mis palabras —respondió Levin, quien, ya repuesto, se adaptaba instintivamente al tono acostumbrado, entre hostil e irónico, con que trataba a la Condesa—. ¡Debieron de impresionarla bastante!

—¡Imagínese! ¡Hasta las anoté! Kitty, ¿patinaste hoy?

Y empezó a hablar con la muchacha. A pesar de que irse en ese momento era una inconveniencia, Levin prefirió cometerla a quedarse durante toda la noche viendo a Kitty mirarle de vez en cuando y esquivar su mirada en otras oportunidades.

Ya se iba a poner en pie cuando la Princesa, dándose cuenta de su silencio, le preguntó:

—¿Va a estar mucho tiempo aquí? Lo más seguro es que no podrá ser mucho, pues usted es integrante del zemstvo, según tengo entendido.

—Princesa, ya no me ocupo del zemstvo —contestó él—. Vine solo por unos días.

«Algo le ocurre», se dijo la condesa Nordston mirando su cara concentrada y seria. «Es muy raro que no comience a desarrollar sus tesis... Pero yo le voy a conducir al terreno que me interesa. ¡Me encanta ridiculizarlo frente a Kitty!».

—Por favor, explíqueme esto —le dijo en voz alta—, usted, que tanto pondera a los campesinos. Los aldeanos y las aldeanas de nuestra aldea de la provincia de Kaluga se bebieron todo lo que tenían y ahora no nos pagan. ¿Usted qué me puede decir de esto, usted que pondera siempre a los campesinos?

En aquel instante entraba una señora. Levin se puso en pie.

—Disculpe, Condesa; pero le puedo asegurar que no comprendo absolutamente nada ni nada puedo comentarle —contestó él, mirando a la puerta, por donde acababa de entrar un militar, detrás de la dama.

«Seguro es Vronsky», pensó Levin.

Y, para tener la certeza de ello, miró a Kitty, que, ya habiendo tenido tiempo de observar a Vronsky, en este momento fijaba su mirada en Levin. Y Levin entendió en esa mirada que ella amaba a aquel hombre, y lo entendió con tanta claridad como si ella misma se lo hubiese confesado. Pero, ¿qué clase de gente era?

Ahora ya no se podía marchar. Se tenía que quedar para conocer a qué tipo de hombre quería Kitty.

Hay gente que cuando encuentra a un rival afortunado únicamente ven sus defectos, y se niegan a aceptar sus cualidades. En cambio hay otra clase de gente que solamente ve, aunque con mucho sufrimiento en el corazón, las cualidades de su rival, las virtudes con los cuales le venció. Levin pertenecía a este tipo de personas.

Y era muy fácil encontrar atractivos en Vronsky. Era un joven moreno, de complexión recia, no muy alto, de cara simpática y muy bella. En su rostro y figura todo era sencillo y distinguido, desde sus cabellos negros, muy cortos, y sus mejillas afeitadas de una forma perfecta, hasta su flamante uniforme, que en nada entorpecía la soltura de sus gestos.

Dejando pasar a la dama, Vronsky se aproximó a la Princesa y posteriormente a Kitty.

Al acercarse a la muchacha, sus hermosos ojos brillaron de una forma especial, con una casi imperceptible sonrisa de vencedor que no abusa de su triunfo (de esa manera le dio la impresión a Levin). La saludó con una muy respetuosa cortesía, extendiéndole su mano vigorosa, aunque no muy grande.

Después de saludar a todas y susurrar algunas palabras, tomó asiento sin mirar a Levin, que no apartaba los ojos de él.

 

—Déjenme presentarles —dijo la Princesa—. El conde Alexis Constantinovich Vronsky; Constantino Dmitrievich Levin.

Vronsky se puso en pie y, mirándole de una forma amistosa, estrechó la mano de Levin.

—Creo que teníamos que haber coincidido en una comida este invierno —dijo con su risa espontánea y sincera—, pero usted se marchó a sus propiedades repentinamente.

—Es que Constantino Dmitrievich aborrece y desprecia a la ciudad y a los ciudadanos —comentó la condesa Nordston.

—Se nota que mis palabras le provocan a usted gran efecto, ya que las recuerda bastante bien —respondió Levin.

Y se puso rojo al advertir que poco antes había dicho lo mismo.

Vronsky miró a la condesa Nordston y a Levin, y sonrió.

—¿Siempre vive en el pueblo? —preguntó—. Usted debe aburrirse bastante en invierno.

—Si se tienen ocupaciones, vivir allí no tiene nada de aburrido. Y, además, uno jamás siente aburrimiento si sabe vivir consigo mismo —contestó Levin con brusquedad.

—A mí también me gusta mucho vivir en el pueblo —dijo Vronsky, aparentando no haber notado el tono de su interlocutor.

—Pero imagino que usted, Conde, habría sido incapaz de vivir todo el tiempo en una aldea —comentó la condesa de Nordston.

—Bueno, no sé; jamás he probado a estar mucho tiempo en ellas. Sin embargo, me ocurre algo muy extraño. Nunca he sentido tanta nostalgia por mi aldea de Rusia, con sus campesinos calzados con lapti8, como después de pasar una época de invierno con mi madre en Niza. Niza, como ustedes saben, es excesivamente aburrida. Sorrento y Nápoles son muy atractivos, pero para un tiempo muy corto. Y jamás se recuerda y añora tanto a nuestra Rusia como allí. Da la impresión de como si...

Vronsky se dirigía a Levin y a Kitty al mismo tiempo, mirando de manera alternativa al uno y al otro, con ojos serenos y afectuosos. Se percibía que estaba diciendo lo primero que le venía a la mente.

Y dejó sin terminar la frase al darse cuenta de que la condesa Nordston iba a hablar.

La charla no decaía. Por lo tanto, la Princesa no necesitó usar las dos piezas de artillería pesada que reservaba para tales situaciones: el servicio militar obligatorio y la enseñanza clásica de los jóvenes. A la condesa Nordston, por su parte, no se le presentó ninguna ocasión de martirizar a Levin.

Este quiso, varias veces, intervenir en la conversación, pero no se le ofreció oportunidad; a cada momento se decía «ahora me puedo ir», pero no se marchaba y seguía allí como si estuviera esperando algo.

Se charló de veladores que giraban, de espiritismo, y la condesa Nordston, que creía en los espíritus, empezó a contar los fenómenos que había presenciado.

—¡Condesa, por Dios: lléveme, por favor, a donde pueda ver algo de eso! —dijo Vronsky, sonriendo—. Pese a lo mucho que siempre lo busqué, nunca me he encontrado con algo extraordinario.

—Entonces, el próximo sábado. ¿Y usted cree en ello, Constantino Dmitrievich?

—¿Para qué me está preguntando eso? Sabe de sobra lo que le voy a responder.

—Quiero conocer su opinión.

—Está bien, opino que todo eso de los veladores confirma que la sociedad culta no está mucho más por encima de los aldeanos, que creen en hechizos, brujerías y el mal de ojo, mientras que nosotros...

—¿Usted no cree, entonces?

—No, Condesa, no puedo creer.

—¡Pero si yo misma lo he presenciado!

—Las campesinas también cuentan que también han visto fantasmas.

—Es decir, ¿que lo que digo no es cierto?

Y sonrió de manera forzada.

—Macha, no es eso —intervino Kitty, sonrojándose—. Lo que Levin dice es que él no cree en eso.

Más irritado todavía, Levin trató de contestar, pero Vronsky, con su sincera y jovial sonrisa, acudió para desviar la charla, que estaba amenazando con tomar un desagradable cariz.

—¿No acepta la posibilidad? —dijo—. ¿Pero por qué no? De la misma manera como aceptamos la existencia de la electricidad y no la conocemos, ¿por qué no puede existir una fuerza nueva y desconocida, la cual...?

—Al descubrirse la electricidad —contestó Levin enseguida— se pudo comprobar el fenómeno y no su causa, y antes de llegar a una aplicación práctica pasaron siglos. Los espiritistas, en cambio, parten de la base de que los espíritus les visitan y los veladores les transmiten comunicaciones, y es posteriormente cuando añaden que es una fuerza desconocida.

Como hasta entonces, Vronsky escuchaba atentamente a Levin, visiblemente interesado por lo que estaba diciendo.

—Muy bien; sin embargo, los espiritistas sostienen que la fuerza existe, a pesar de que no saben cuál es, y agregan que actúa en determinadas situaciones. Descubrir el origen de esa energía le corresponde a los sabios. No veo por qué no debe existir una nueva fuerza que...

—Porque —interrumpió otra vez Levin— en la electricidad se produce el fenómeno de que siempre que se frote resina con lana se da cierta reacción, mientras que en el espiritismo, en las mismas situaciones, no se producen iguales efectos, lo que significa que no es un fenómeno natural.

La conversación se hacía demasiado seria para el ambiente del salón y Vronsky, entendiéndolo, en lugar de responder, intentó cambiar de tema. Entonces, sonrió alegremente, y se dirigió a las damas.

—Princesa, podíamos probar ahora —dijo.

Sin embargo, Levin no quiso dejar su pensamiento incompleto.

—Soy de la opinión de que es bastante desacertado el intento de los espiritistas de explicar sus fenómenos por la existencia de una fuerza no conocida. La cuestión es que hablan de una fuerza espiritual y desean someterla a pruebas materiales.

Todo el mundo estaba esperando que completase su idea y él lo entendió.

—Pues, usted sería un excelente médium, a mi entender —dijo la condesa Nordston—. En usted hay algo de... extático...

Levin abrió la boca para contestar, pero enrojeció y se quedó callado.

—Ea, probemos, vamos a probar lo de las mesas —insistió Vronsky. Y hablando con la madre de Kitty, preguntó—: ¿Nos deja hacerlo? —al tiempo que miraba a su alrededor, buscando un velador.

Kitty se puso en pie para ir a buscarlo. Cuando pasó ante Levin, sus miradas se cruzaron. Ella le compadecía con todo su corazón. Le compadecía por el sufrimiento que le ocasionaba.

«Discúlpeme, si puede», le dijo con los ojos. «¡Soy tan dichosa!».

«Detesto a todos, incluso a mí mismo y a usted», respondió la mirada de él.

Y cogió el sombrero. Sin embargo, la suerte también le fue adversa en esta ocasión. En el momento en que todos tomaban asiento alrededor del velador y Levin se disponía a marcharse, entró el anciano Príncipe y, después de saludar a las señoras, dijo a Levin, alegremente:

—¡Vaya! ¿Y desde cuándo está usted aquí? ¡No sabía nada! Me alegro bastante de verle.

A veces, el Príncipe le hablaba de usted, a veces de tú. Le dio un abrazo y comenzó a conversar con él. No advirtió la presencia de Vronsky, que se había puesto en pie y esperaba el instante en que el Príncipe hablara con él.

Kitty entendía que, después de lo sucedido, la gentileza de su padre debía resultar bastante dolorosa para Levin. También se dio cuenta de la frialdad con que el Príncipe saludó finalmente a Vronsky y cómo este le observaba con amistoso asombro, preguntándose, indudablemente, por qué se sentiría tan mal dispuesto hacia él. Kitty se sonrojó.

—Príncipe: permita que Constantino Dmitrievich nos acompañe. Queremos realizar unos experimentos —dijo la condesa Nordston.

—¿De qué se trata? ¿Qué experimentos son esos? ¿Con los veladores? Discúlpeme, pero, en mi opinión, el juego de prendas es casi más divertido —dijo el Príncipe mirando a Vronsky y adivinando que era él quien sugirió el entretenimiento—. Al menos, tiene algún sentido jugar a prendas.

Más extrañado todavía, Vronsky contempló al Príncipe con sus ojos serenos. Después comenzó a conversar con la condesa Nordston del baile que se debía celebrar la próxima semana.

—Usted va a asistir, ¿no? —preguntó a Kitty.

Apenas el viejo Príncipe dejó de hablarle, Levin salió tratando de no llamar la atención.

La expresión sonriente y feliz de la cara de Kitty al responder a Vronsky a su pregunta sobre el baile que se iba a celebrar fue la última impresión que retuvo de esa noche.

XV

Kitty contó a su madre, cuando todos se habían marchado, la charla que había sostenido con Levin. Se sentía complacida de que hubiese pedido su mano, a pesar de la compasión que él le inspiraba.

Estaba completamente segura de haber actuado correctamente. Sin embargo, una vez que se acostó, tardó mucho en conciliar el sueño. La imagen de Levin, con los ojos bondadosos y el ceño fruncido, contemplándola afligido y descorazonado, al tiempo que escuchaba a su padre y miraba a Vronsky que conversaban juntos, no se quitaba de su cabeza, y las lágrimas acudieron a sus ojos, porque sentía mucha compasión por él. Sin embargo, después pensó en el hombre a quien había escogido, recordó su cara decidida y serena; la noble tranquilidad y la benevolencia que brotaban de su rostro, y se sintió nuevamente feliz y contenta.

«Es muy triste, demasiado triste, pero, ¿yo qué puedo hacer? Yo soy culpable», se decía.

Pero una voz dentro de ella le aseguraba lo contrario. No sabía si se sentía arrepentida por haber atraído a Levin o por no haberle aceptado, y su felicidad se amargaba por estas dudas.

«¡Mi Dios, perdóname, perdóname!», repitió en su mente incesantemente, hasta que logró conciliar el sueño.

Mientras tanto, abajo, en el despacho del Príncipe, se producía una de las habituales escenas que se originaban a propósito de esa hija tan amada.

—¡Claro, eso es! ¡Ni más ni menos! —gritaba el Príncipe, gesticulando, al tiempo que se ajustaba su bata gris—. ¡No tienes dignidad ni orgullo! ¡Estás cubriendo de vergüenza a tu hija con ese absurdo y vil plan de matrimonio!

—Pero, ¡por Dios!, respóndeme: ¿yo qué hice? —contestaba la Princesa, a punto de llorar.

Sintiéndose alegre y dichosa después de la conversación con Kitty, entró, como siempre, en el despacho del Príncipe para desearle buenas noches. No tenía la más mínima intención de hablar a su esposo de la propuesta de Levin y la negativa de su hija, pero insinuó que lo de Vronsky se podía considerar como firme y que, para formalizarlo, únicamente faltaba que llegase su madre.

Al escucharla, el Príncipe se encolerizó y empezó a pronunciar palabras llenas de violencia.

—¿Y me preguntas qué hiciste? Yo te lo voy a decir. Intentar, ante todo, pescar un novio. ¡Todo Moscú va a hablar de ello y con mucha razón! Si quieres dar veladas y fiestas, invita a todo el mundo y no a esos galancetes preferidos, invita a todos esos pisaverdes (de esa manera llamaba el Príncipe a los muchachos de Moscú), contrata a un pianista y que todos bailen, pero, ¡por Dios, no invites a los galanes con el propósito de arreglar matrimonios! ¡Pensar en ello me repugna! Pero tú has logrado tu objetivo: llenar la cabeza de la niña de pájaros. Levin, personalmente, vale mil veces más. El otro es un petimetre de San Petersburgo, igual a los otros. ¡Da la impresión de que los fabrican en serie! Y mi hija no necesita a nadie, aunque él fuera el heredero de la corona...

—Pero ¿yo qué hice de malo?

—En este momento te lo voy a decir... —comenzó el Príncipe, con rabia.

—De antemano lo sé. Nuestra hija jamás se casaría si yo te hiciera caso. Para eso sería preferible marcharnos al pueblo.

—Sí, sería preferible.

—Vamos, no te pongas así. ¿Yo acaso busqué algo por mí misma? Es un joven que tiene las cualidades, se enamoró de nuestra hija y parece que ella...

—¡Sí: a ti te lo parece! ¿Y si la niña realmente se enamora y él piensa tanto en contraer matrimonio como yo? Eso no quiero ni pensarlo... «¡Oh, Niza, oh, el espiritismo, oh, el baile!» —y el Príncipe imitaba las muecas de su esposa y después de cada palabra hacía una reverencia—. Y si después hacemos desdichada a nuestra Kateñka, entonces...

—¿Por qué tiene que ser de esa manera? ¿Por qué te lo supones?

—No me lo supongo; lo veo. Para algo los hombres tenemos ojos, mientras que ustedes las mujeres no los tienen. Yo veo muy bien quién lleva intenciones muy serias: Levin. Y veo al lechuguino, al pisaverde, que solamente se propone entretenerse.

 

—Cuando se te mete en la cabeza algo...

—Ya me vas a dar la razón, pero cuando sea muy tarde, como pasó con Dolly.

—Muy bien, ya es suficiente. No hablemos más —interrumpió la Princesa mientras recordaba la desdicha de la mayor de sus hijas.

—Muy bien. Adiós.

Según la costumbre, se dieron un beso y se persignaron el uno al otro y se separaron, bien convencidos cada uno de que la razón estaba de su lado.

La Princesa, hasta ese momento, había estado completamente segura de que esa noche se había decidido la suerte de su hija y de que no cabía ninguna duda sobre las intenciones de Vronsky, pero ahora las palabras de su esposo la llenaron de turbación.

Y, ya en su habitación, temerosa, como Kitty, ante el futuro desconocido, repitió mentalmente una y otra vez: «Ayúdanos, Dios; ayúdanos, Dios».

XVI

Vronsky jamás había conocido la vida familiar. De joven, su madre fue una dama del gran mundo que había tenido muchas aventuras, que todos conocían, durante su matrimonio y, sobre todo, después de quedar viuda. Vronsky casi no conocía a su padre y recibió su educación en el Cuerpo de Pajes.

Cuando salió de la escuela convertido en un oficial joven y brillante, comenzó a frecuentar el círculo de los militares ricos de San Petersburgo. Pero, a pesar de que vivía en la alta sociedad, sus intereses amorosos se encontraban fuera de ella.

En contraste con la vida agitada y esplendorosa de San Petersburgo, en Moscú sintió por primera vez el encanto de relacionarse con una muchacha de su esfera, pura y agradable, que le quería. No se le ocurrió ni pensar que en sus relaciones con Kitty habría nada de malo.

La visitaba en su casa, en las fiestas bailaba con ella, le hablaba de lo que se habla normalmente en el gran mundo: de boberías, a las que él daba, no obstante y para ella, un sentido particular. A pesar de que cuanto le decía podía muy bien haber sido escuchado por todos, entendía que ella, cada vez más, se sentía unida a él. Y cuanto más experimentaba tal sensación, más agradable le era sentirla y le inclinaba, a su vez, un sentimiento más dulce hacia la muchacha.

No sabía que esa forma de tratar a Kitty tiene un nombre específico: la seducción de jóvenes con las que uno no piensa contraer matrimonio, acción reprochable muy normal entre los muchachos como él. Pensaba que era el primero en descubrir ese placer y disfrutaba con su descubrimiento.

Se habría quedado sorprendido, casi sin llegarlo a creer, si hubiese podido escuchar la charla de los padres de Kitty, si se hubiera colocado en su punto de vista y pensado que no contrayendo matrimonio con ella Kitty iba a ser desdichada. No le era posible imaginar que lo que tanto le gustaba —y a ella más todavía— pudiera suponer mal alguno. Y todavía le era menos posible imaginar que se tenía que casar.

Jamás pensaba en la posibilidad del casamiento. No solamente no le interesaba la vida del hogar, sino que en la familia, y sobre todo en el papel de esposo, de acuerdo con lo que opinaba el círculo de solterones en que se movía, veía algo hostil, ajeno, y, sobre todo, un poco ridículo.

A pesar de ignorar la charla de los padres de Kitty, esa noche, de vuelta de casa de los Scherbazky, tenía la sensación de que se había estrechado todavía más el lazo espiritual que le unía con Kitty y que había que buscar algo mucho más profundo, aunque no sabía con exactitud qué.

Mientras caminaba hacia su casa, experimentando una sensación de suavidad y pureza gracias en parte a no haber fumado en toda la noche y en parte a la tierna impresión que le producía el amor de Kitty, se iba diciendo:

«Lo más encantador es que sin haber hablado, sin que exista nada entre los dos, nos hayamos entendido perfectamente con esa callada conversación de las insinuaciones y las miradas. Kitty me ha dicho hoy más elocuentemente que nunca que me ama. ¡Y lo hizo con tanta simplicidad y sobre todo con tanta confianza! Me siento más puro, mucho mejor, siento que en mí hay mucho de bueno y que tengo corazón. ¡Oh, sus bellos ojos enamorados! Cuando ella dijo: “Y además...”. ¿A qué se estaba refiriendo? Realmente, a nada... ¡Todo esto me es tan agradable! Y a ella también...».

Vronsky empezó a pensar dónde finalizaría la noche. Pensó en los lugares a los que podía ir.

«¿El círculo? ¿Quizá beber champán con Ignatiev y una partida de besik...? No, no. ¿El Château des fleurs? Allí voy a encontrar a Oblonsky, habrá canciones, cancán... No; estoy hastiado de eso. Justamente si estimo a los Scherbazky es porque me parece que en su casa me vuelvo mejor persona de lo que soy... Es mejor irse a dormir».

Entró en su cuarto del hotel Diseau, pidió que le sirviesen la cena, se quitó la ropa y se durmió con un sueño profundo apenas puso la cabeza en la almohada.

XVII

Vronsky, a las once de la mañana siguiente, se dirigió a la estación del ferrocarril de San Petersburgo con el fin de esperar a su madre, y a Oblonsky fue la primera persona que encontró en la escalinata del edificio, que iba a recibir a su hermana, que llegaría en el mismo tren.

—¡Excelentísimo señor, hola! —gritó Oblonsky—. ¿A quién estás esperando?

—Estoy esperando a mi madre —contestó Vronsky, con una sonrisa, como todos cuando veían a Oblonsky. Y, después de estrecharle la mano, añadió—: Hoy llega de San Petersburgo.

—Anoche te esperé hasta las dos. ¿Cuando dejaste a los Scherbazky, adónde fuiste?

—Me fui a casa —respondió Vronsky—. No me quedaban ganas de ir a ningún otro lugar después que pasé tan agradable tiempo con ellos.

—A los caballos los conozco por el pelo y a los muchachos enamorados por la mirada —declamó Esteban Arkadievich con igual tono al utilizado con Levin.

Vronsky esbozó una sonrisa como no negando el hecho, pero cambió de inmediato de tema de conversación.

—Y tú, ¿a quién estás esperando?

—¿Yo? a una mujer muy hermosa —respondió Oblonsky.

—¡Vaya!

—Honni soit qui mal y pense!9 Estoy esperando a Anna, mi hermana.

—¡Ah, Anna Karenina! —dijo Vronsky.

—¿Tú la conoces?

—Bueno, creo que sí. Es decir, no... Realmente, no recuerdo... —respondió Vronsky distraído, relacionando vagamente ese apellido, Karenina, con algo afectado y aburrido.

—Pero probablemente conoces a mi famoso cuñado Alexis Alexandrovich. ¡Todo el mundo le conoce!

—Sí, le conozco de nombre y de vista... Sé que es bastante sabio, muy inteligente, ¡es casi un santo! Pero ya podrás entender que él y yo no frecuentamos los mismos lugares. Él no está en mi círculo —dijo Vronsky.

—Es un caballero importante. Gran persona, aunque demasiado conservador —afirmó Esteban Arkadievich—. ¡Es una excelente persona!

—Bueno, mejor para él —contestó Vronsky, con una sonrisa—. ¡Ah, ahí estás! —dijo, mientras se dirigía al alto y viejo sirviente de su madre—. Vamos, entra, entra...

Aparte de la simpatía natural que sentía por Oblonsky, desde hacía algún tiempo venía sintiendo una atracción especial hacia él: creía que su parentesco con Kitty les ligaba todavía más.

—¿Qué? ¿Finalmente el domingo se celebra la cena en honor de esa «diva»? —preguntó, al tiempo que le cogía del brazo.

—Por supuesto, sin falta. Haré la lista de los invitados. ¿Ayer conociste a mi amigo Levin? —preguntó Esteban Arkadievich.

—Naturalmente. Pero se marchó muy pronto, ignoro por qué...

—Es un joven bastante simpático —siguió Oblonsky—. ¿Qué opinas de él?

—No sé —contestó Vronsky—. En todos los hombres de Moscú, excepto en ti —bromeó—, encuentro cierta rudeza... Todo el tiempo están enfadados, sublevados contra no sé qué. Da la impresión de que quisieran expresar algún resentimiento...

—¡Toma, pues es cierto! —exclamó Oblonsky, riendo jovialmente.

—¿El tren va a llegar pronto? —preguntó Vronsky a un empleado.

—Ya salió de la última estación —respondió el hombre.

Por el ir y venir de los mozos, la aparición de gendarmes y empleados, y el movimiento de los que esperaban a los viajeros se notaba la cercanía del convoy. Se distinguían, entre nubes de helado vapor, las figuras de los ferroviarios, con sus botas de fieltro y sus toscos abrigos de piel, caminando entre las vías. A lo lejos se percibía una pesada trepidación y se escuchaba el silbido de una locomotora.