El agente secreto

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From the series: Clásicos
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—Siempre que no estén escritos en latín, imagino.

—O en chino —agregó inconmovible el señor Verloc. —Humm... Los desahogos de algunos de sus amigos revolucionarios están escritos en una charabia tan incomprensible como si fuera chino. —El señor Vladimir, despectivo, dejó caer una hoja verde escrita—. ¿Qué son todos estos folletos encabezados con las letras F. P., con un martillo, una pluma y una antorcha cruzadas? ¿Qué significa lo de F. P.? —El señor Verloc se aproximó a la imponente mesa escritorio.

—El Futuro del Proletariado. Es una sociedad —explicó gravemente, de pie junto al sillón— no anarquista en principio, sino abierta a todos los matices de opinión revolucionaria.

—¿Está usted en ella?

—Soy uno de los vicepresidentes —dijo el señor Verloc respirando pesadamente, y el Primer Secretario de la Embajada levantó la cabeza para mirarlo.

—En ese caso debería avergonzarse —dijo incisivo—. ¿Su sociedad no es capaz de otra cosa que de imprimir esta palabrería profética en toscos caracteres sobre un papel inmundo? ¿Eh?

¿Por qué no hacen algo? Mire usted: ahora tengo esta cuestión en mis manos, y le digo con toda claridad que el dinero tendrá que ganárselo. Se acabaron los tiempos del buen viejo Stott-Wartenheim. El que no trabaja no cobra.

El señor Verloc experimentó una extraña sensación de debilidad en sus robustas piernas. Dio un paso atrás y se sonó ruidosamente la nariz.

Estaba sorprendido y alarmado de veras. El herrumbroso brillo del sol londinense, que luchaba por librarse de la niebla, iluminaba sin entusiasmo la estancia privada del Primer Secretario: y en el silencio, el señor Verloc oyó contra un panel de la ventana el leve zumbido de una mosca —la primera del año para él— anunciando mejor que cualquier cantidad de golondrinas la proximidad de la primavera. El ajetreo inútil de aquel diminuto y enérgico organismo afectó desagradablemente a aquel hombrón amenazado en su indolencia.

Durante la pausa, el señor Vladimir formuló en su mente una serie de desdorosos comentarios acerca del semblante y la figura del señor Verloc. El sujeto resultaba insólitamente ordinario, tardo e insolentemente falto de inteligencia. De forma curiosa tenía el aire de un maestro fontanero que hubiera venido a presentar la cuenta. El Primer Secretario de la Embajada se había formado, a partir de sus ocasionales incursiones en el terreno del humor americano, la idea específica de que aquel tipo de personal era la encarnación de la incompetencia y de una solapada pereza.

¡Aquél era, pues, el famoso y confiable agente secreto, tan secreto que jamás era nombrado de otro modo que con el símbolo en la correspondencia oficial, semioficial y confidencial del barón Stott-Wartenheim; el celebrado agente cuyos avisos tenían el poder de modificar los planes y fechas de los viajes de reyes, emperadores y grandes duques, y a veces dar lugar a que fuesen suprimidos por completo! ¡Aquel individuo! Y el señor Vladimir se permitió en su interior un inmenso y despectivo acceso de risa, provocado en parte por su propio asombro, que juzgaba ingenuo, pero sobre todo a expensas del universalmente lamentado Barón Stott-Wartenheim. Su Excelencia, el difunto, a quien el augusto favor de su amo imperial había nombrado embajador superando la renuencia de varios ministros de asuntos exteriores, había gozado en vida de fama por una credulidad presuntamente sabia para lo pesimista. Su Excelencia estaba obsesionado con la revolución social. El diplomático se creía escogido por dispensa especial para contemplar el fin de la diplomacia —y prácticamente el fin del mundo— en un horrendo levantamiento democrático. Sus despachos, proféticos y lúgubres, habían sido durante años centro de las bromas en las Cancillerías. Se decía que en su lecho de muerte (acompañado por su amigo y amo imperial) había exclamado: ”¡Desdichada Europa! ¡Perecerás por culpa de la insanía moral de tus hijos!” Estaba destinado a ser víctima del primer bribón farsante que se le presentase, pensó el señor Vladimir, sonriendo vagamente en dirección al señor Verloc.

—Usted debería venerar la memoria del barón Stott-Wartenheim —exclamó de pronto.

Los abatidos rasgos fisonómicos del señor Verloc expresaron una sombría y fatigada irritación.

—Permítame hacerle notar —dijo— que yo he venido porque me han citado por medio de una carta perentoria. En los once años precedentes he estado aquí sólo dos veces, y por cierto nunca a las once de la mañana. No es muy razonable convocarme de esta manera. Existe la posibilidad de que alguien me vea. Cosa que no sería para mí ninguna broma.

El señor Vladimir se encogió de hombros.

—Destruiría mi utilidad —continuó el otro en tono acalorado.

—Eso es cosa suya —murmuró el señor Vladimir, con moderada rudeza—. Cuando deje usted de ser útil cesaremos de emplearlo. Sí, de inmediato. Cortaremos con usted. Lo... —con el ceño fruncido, sin encontrar una expresión lo bastante coloquial, el señor Vladimir hizo una pausa, y acto seguido su rostro resplandeció, con una sonrisa que dejó ver sus hermosos dientes blancos—. Lo echaremos a patadas —le espetó con ferocidad.

Una vez más, el señor Verloc tuvo que reaccionar con toda la fuerza de su voluntad contra esa sensación de debilidad que le baja a uno por las piernas y que una vez inspiró a algún pobre diablo la feliz expresión de “se me cayó el alma a los pies”. El señor Verloc, conciente de aquella sensación, irguió con valentía la cabeza.

El señor Vladimir soportó con absoluta serenidad el intenso interrogante en su mirada.

—Lo que necesitamos es administrar un tónico al Congreso de Milán —dijo con soltura—. Sus deliberaciones sobre una acción internacional para la supresión del crimen político no parecen conducir a ninguna parte. Inglaterra remolonea. Este país es absurdo, con su sentimental consideración por la libertad del individuo. Resulta intolerable pensar que todos sus amigos no tienen más que acercarse para...

—De esa manera los tengo a todos bajo control —interrumpió con sequedad el señor Verloc.

—Sería mucho más adecuado tenerlos a todos bajo siete llaves. Hay que disciplinar a Inglaterra. La imbécil burguesía de este país se hace cómplice de la propia gente cuyo objetivo es sacarla de sus casas y llevarla a morir de hambre en las cunetas. Y todavía cuenta con el poder político, que ojalá tuviera el sentido de utilizar para mantenerse donde está. Supongo que estará usted de acuerdo en que la clase media es estúpida...

El señor Verloc asintió con brusquedad.

—Lo es.

—Carece de imaginación. Le ciega una vanidad idiota. Lo que le hace falta ahora mismo es un buen sobresalto. Está en el momento psicológico para poner a sus amigos a trabajar. Si lo he hecho llamar ha sido para exponerle mi idea.

Y el señor Vladimir expuso su idea con superioridad, con desdén y condescendencia, exhibiendo al mismo tiempo un caudal de ignorancia en cuanto a los verdaderos propósitos, pensamientos y métodos revolucionarios, que llenó al señor Verloc de íntima consternación. Confundía las causas con los efectos más allá de lo excusable; a los más distinguidos propagandistas con los impulsivos portadores de bombas; imaginaba una organización allí donde por la naturaleza de las cosas no podía existir; de pronto hablaba del partido social revolucionario como de un ejército perfectamente disciplinado, en el que la palabra de los jefes era decisiva, y en otro momento como si hubiera sido la más laxa de las asociaciones de temerarios bandoleros que jamás acampara en un paso de montaña. En una ocasión, el señor Verloc abrió la boca para protestar, pero fue disuadido por una blanca mano grande y bien formada alzada ante él. Muy pronto estuvo demasiado abrumado incluso para protestar. Escuchaba con la inmovilidad del sobrecogimiento, que pasaba por la de una profunda atención.

—Una serie de atentados —continuó el señor Vladimir calmosamente— ejecutados aquí en este país. No nada más planeados aquí: eso no serviría, no les importaría. Sus amigos podrían pegar fuego a medio Continente sin mover a la opinión pública de aquí a favor de una legislación represiva universal. Aquí nadie mira fuera de su patio trasero.

El señor Verloc carraspeó, pero le falló el ánimo y no dijo nada.

—Esos atentados no tienen por qué ser cruentos —prosiguió el señor Vladimir, como si diera una conferencia científica—, pero han de ser bastante alarmantes... eficaces. Que sean contra edificios, por ejemplo. ¿Cuál es el fetiche de moda reconocido por toda la burguesía? ¿Eh, señor Verloc?

El señor Verloc mostró las manos abiertas y se encogió ligeramente de hombros.

—Es usted demasiado indolente para pensar —fue el comentario del señor Vladimir ante aquel gesto—. Preste atención a lo que le digo. El fetiche actual no es ni la realeza ni la religión. En consecuencia, palacio e iglesia deben dejarse en paz. ¿Comprende lo que le digo, señor Verloc?

La consternación y el desprecio del señor Verloc hallaron cauce en un intento de frivolidad.

—Perfectamente. Pero ¿qué hay de las embajadas? Una serie de ataques a varias embajadas —empezó diciendo; pero no pudo soportar la mirada fría y vigilante del Primer Secretario.

—Veo que puede usted ser gracioso —observó este último, sin darle importancia—. Eso está muy bien. Puede dar vivacidad a su oratoria en los congresos socialistas. Pero esta habitación no es el lugar adecuado. Sería mucho más seguro para usted seguir con atención lo que le estoy diciendo. Como lo que se le pide son hechos en lugar de patrañas, le conviene tratar de sacar provecho de lo que me estoy tomando el trabajo de explicarle. El fetiche sacrosanto es hoy en día la ciencia. ¿Por qué no consigue que algunos de sus amigos arremetan contra ese mascarón de proa, eh? ¿No forma parte de esas instituciones que hay que barrer para que el F. P. prospere?

 

El señor Verloc no dijo nada. Tenía miedo de abrir los labios por si se le escapaba un gemido.

—Eso es lo que deberían intentar. Un atentado contra una testa coronada o un presidente es bastante sensacional en cierto modo, pero no tanto como solía. Ha ingresado en la concepción general de la existencia de todos los jefes de Estado. Resulta casi convencional, sobre todo dado que tantos presidentes han sido asesinados. Ahora bien: supongamos un atentado contra, digamos, una iglesia. Bastante horrible a primera vista, sin duda, y sin embargo no lo bastante eficaz como una persona de mente corriente podría pensar. Por revolucionario y anarquista que sea en principio, habría suficientes tontos como para dar a un atentado de esa naturaleza el carácter de una manifestación religiosa. Y eso en detrimento del particular significado de alarma que pretendemos darle al acto. Un intento de asesinato en un restaurante o un teatro podría igualmente sugerir una pasión no política; la exasperación de un sujeto hambriento, un acto de venganza social. Todo eso está gastado; ya no resulta instructivo, como lección objetiva, en el anarquismo revolucionario. Todo periódico cuenta con frases hechas para dar a tales manifestaciones una explicación convincente. Me dispongo a explicarle la filosofía del atentado con bomba desde mi punto de vista; desde el punto de vista al que usted pretende haber estado sirviendo los últimos once años. Intentaré hacerme entender. La sensibilidad de la clase a la que ustedes atacan se debilita pronto. La propiedad les parece una cosa indestructible. No se puede contar por mucho tiempo con sus emociones, sean de lástima o de miedo. Para que un atentado con bomba tenga en la actualidad cierta influencia sobre la opinión pública, debe ir más allá de la intención de venganza o de acto terrorista. Debe ser puramente destructivo. Debe ser eso, y sólo eso, ajeno a la más leve sugerencia de todo otro motivo. Ustedes los anarquistas deben dejar claro que están cien por ciento resueltos a barrer en su totalidad la estructura social. Pero ¿cómo lograr que esa idea tan absurda penetre en la cabeza de la clase media de tal manera que no haya confusión posible? Ésa es la cuestión. Dirigiendo los golpes a algo ajeno a las pasiones corrientes de la humanidad: ésa es la respuesta. Está, naturalmente, el arte. Una bomba en la National Gallery provocaría cierto ruido. Pero no sería lo bastante grave. El arte no ha sido nunca para ellos una obsesión. Sería como romperle a un hombre algunas ventanas traseras de su casa, cuando para ponerlo realmente en vilo habría que intentar cuando menos volarle el techo. Por supuesto que habría un cierto escándalo, pero ¿por parte de quién? De los artistas, los críticos de arte y semejantes, gente que apenas cuenta. A nadie le importa lo que digan. En cambio, está el saber, la ciencia. Cualquier imbécil que cuente con ingresos cree en ella. Ignora por qué, pero cree que importa de algún modo. Es el fetiche sacrosanto. Todos los malditos profesores son en su fuero íntimo radicales. Hagan que se enteren de que también su gran figurón ha de irse para dejar sitio al Futuro del Proletariado. Un clamor por parte de todos esos idiotas intelectuales ayudará seguramente al progreso de los trabajos del Congreso de Milán. Escribirán a los periódicos. Su indignación estará por encima de toda sospecha, al no haber intereses materiales en juego, y el atentado hará que se agiten todos los egoísmos de la clase a la que se debe asustar. Ellos creen que, de un modo misterioso, la ciencia está en el origen de su prosperidad material. Lo creen. Y la absurda ferocidad de una demostración semejante los afectará más hondo que el arrasamiento de una calle —o un teatro— colmada de los suyos. Ante tal cosa siempre pueden decir: “¡Oh!, se trata de simple odio de clase.” Pero ¿qué cabe decir frente a un acto de ferocidad destructiva tan absurdo que resulta incomprensible, inexplicable, punto menos que impensable, en realidad, demencial? Sólo la locura es verdaderamente aterradora, en cuanto que no se la puede aplacar con la amenaza, la persuasión, el soborno. Por otra parte, yo soy un hombre civilizado. Jamás soñaría con encomendarle la organización de una carnicería, incluso si esperase sacar el mejor partido de ello. Tampoco esperaría de una carnicería el resultado que deseo. El crimen está siempre con nosotros. Es casi una institución. La demostración debe ser contra el saber, contra la ciencia. Pero cualquier ciencia no servirá. El ataque debe poseer toda la chocante insensatez de la blasfemia gratuita. Puesto que las bombas son su medio de expresión, sería bastante elocuente poder arrojarle una a la matemática pura. Pero eso es imposible. Intentando educarlo, le he expuesto la filosofía superior de su utilidad y le he sugerido algunos argumentos aprovechables. La aplicación práctica de mi enseñanza le interesa principalmente a usted. Pero desde el momento en que convine en entrevistarlo he dedicado también cierta atención al aspecto práctico del asunto. ¿Qué le parece si hace una prueba con la astronomía?

Ya hacía un rato que la inmovilidad del señor Verloc junto al sillón se parecía a la postración de un estado de coma, una especie de pasiva insensibilidad interrumpida por leves arranques convulsivos, como la que puede observarse en el perro doméstico que está sufriendo una pesadilla mientras duerme sobre la alfombrilla delante del hogar. Y fue con un inquieto gruñido perruno como repitió aquella palabra:

—Astronomía.

Todavía no se había recuperado por completo del estado de aturdimiento suscitado por el esfuerzo de seguir la rápida e incisiva exposición del señor Vladimir. Esta última había superado su poder de asimilación. Lo había irritado. Una irritación incrementada por la incredulidad. Y de súbito se le ocurrió que todo aquello era una estudiada broma. El señor Vladimir exhibía su blanca dentadura en una sonrisa de autosatisfacción, con hoyuelos en su redondo rostro lleno inclinado por encima del encrespado lazo de la corbata. El favorito de las señoras de sociedad inteligentes había adoptado la actitud de salón con que acompañaba el alumbramiento de sus finas agudezas. Sentado bien adelante, la blanca mano en alto, parecía sostener de forma delicada entre el pulgar y el índice la sutileza de su sugerencia.

—Nada podría ser mejor. Una atrocidad como ésa combina la mayor de las consideraciones posibles por la humanidad con la más alarmante muestra de feroz imbecilidad. Desafío el ingenio de los periodistas para persuadir a su público de que un miembro cualquiera del proletariado pueda tener un agravio personal contra la astronomía. Sería difícil traer a colación el hambre de los trabajadores, ¿eh? Y hay otras ventajas. Todo el mundo civilizado ha oído hablar de Greenwich. Hasta los limpiabotas del subsuelo de la estación de Charing Cross saben algo al respecto. ¿Se da cuenta?

Los rasgos del señor Vladimir, tan bien conocidos en la mejor sociedad por su cortés gracejo, resplandecieron con una cínica satisfacción, que hubiera asombrado a aquellas inteligentes mujeres a las que su ingenio entretenía tan exquisitamente.

—Sí —prosiguió, con una sonrisa despectiva—, la voladura del primer meridiano levantará con toda seguridad un clamor de execración.

—Un asunto difícil —farfulló el señor Verloc, sintiendo que era el único comentario inocuo posible.

—¿Qué pasa? ¿No tiene usted a toda la banda bajo control? ¿A la flor y nata? Está aquí el viejo terrorista Yundt. Lo veo casi a diario andando por Piccadilly con su cogotera verde. Y no me diga que no sabe dónde está Michaelis, el apóstol en libertad condicional. Porque en ese caso, yo puedo decírselo —continuó el señor Vladimir en tono amenazador—. Si se imagina que es usted el único que está en la lista del fondo secreto, se equivoca.

Esta insinuación tan gratuita hizo que el señor Verloc moviera levemente los pies en ademán de impaciencia.

—Y la banda completa de Lausana, ¿eh? ¿No se han estado congregando aquí ante el primer indicio del Congreso de Milán? Este país es absurdo.

—Costará dinero —dijo el señor Verloc, casi por instinto.

—De eso nada —replicó el señor Vladimir con un acento asombrosamente inglés—. Usted tendrá su paga todos los meses y nada más hasta que ocurra algo. Y si no ocurre nada muy pronto, ni siquiera eso. ¿Cuál es su ocupación visible? ¿De qué se supone que vive?

—Tengo una tienda —respondió el señor Verloc.

—Una tienda! ¿Qué clase de tienda?

—Papelería, periódicos. Mi esposa...

—¿Su qué? —lo interrumpió el señor Vladimir en su gutural tono centroasiático.

—Mi esposa —el señor Verloc levantó un tanto su ronca voz—. Estoy casado.

—¡Que me cuelguen de un hilo! —exclamó el otro con auténtico asombro—. ¡Casado! ¡Nada menos que usted, un anarquista profesional! ¿Qué significa este disparate? Pero supongo que no es más que una manera de hablar. Los anarquistas no se casan. Es bien sabido. No pueden. Sería como apostatar.

—Mi esposa no lo es —musitó con rudeza el señor Verloc—. Además, no es cosa suya.

—Oh, sí que lo es —replicó cortante el señor Vladimir—. Estoy empezando a convencerme de que usted no es en absoluto el hombre indicado para el trabajo que tiene encomendado. Como que con ese matrimonio debe usted haberse desacreditado por completo en su propio mundo... ¿No podía haberse pasado sin él? Es su vínculo virtuoso, ¿eh? Lo que pasa es que entre vínculos de una u otra clase está usted acabando con su utilidad.

El señor Verloc hinchó de aire las mejillas, lo dejó escapar de manera violenta, y sanseacabó. Se había armado de paciencia y no se le podía poner a prueba por mucho más tiempo. El Primer Secretario se volvió de pronto sumamente tajante, distante, definitivo.

—Ahora puede irse —dijo—. Hay que provocar un atentado con dinamita. Le doy un mes de plazo. Las sesiones del Congreso se encuentran suspendidas. Antes de que se reanuden tiene que haber ocurrido algo aquí, o cesará su relación con nosotros.

Con perturbadora ductilidad varió el tono una vez más.

—Reflexione sobre mi filosofía, señor... señor... Verloc —dijo con una suerte de burlona condescendencia, señalando la puerta con un ademán—. Ataque ese primer meridiano. Usted no conoce a la clase media tan bien como yo. Tienen la sensibilidad estragada. El primer meridiano. Nada mejor, y nada más fácil, diría yo.

Se había puesto de pie y con los finos labios sensitivos contrayéndosele en una mueca divertida observó por el espejo de encima de la repisa de la chimenea al señor Verloc, que con torpeza retrocedía de espaldas para abandonar la habitación, sombrero y bastón en mano. La puerta se cerró.

El lacayo de pantalón marrón, que apareció de pronto en el pasillo, condujo al señor Verloc por otra salida y a través de una pequeña puerta en una esquina del patio. El portero, de pie en la entrada principal, no prestó la menor atención a su salida; y el señor Verloc rehizo el sendero de su peregrinaje matutino como sumido en un sueño: un sueño colérico. Su aislamiento del mundo material fue tan completo que, aunque la envoltura mortal del señor Verloc no se había dado una prisa indebida por las calles, aquella parte de él, a la cual sería injustamente descortés negarle la inmortalidad, se encontró de repente ante la tienda, como si hubiera sido transportada de oeste a este en alas de un gran viento. Se encaminó directamente a la parte de atrás del mostrador y se sentó en una silla de madera que allí había. Nadie se presentó a perturbar su soledad. Stevie, con un gran delantal de bayeta verde, se encontraba en ese momento arriba concentrado en barrer y quitar el polvo a conciencia, como si aquello fuera un juego; y la señora Verloc, advertida en la cocina por el martilleo de la campanilla rota, se había limitado a acercarse a la puerta acristalada de la sala del fondo, apartar un poco la cortinilla y atisbar el interior de la tienda en penumbras. Viendo allí a su esposo sentado, sombrío y voluminoso, con el sombrero echado hacia atrás, en la parte posterior de la cabeza, había retomado de inmediato a la cocina. Transcurrida una hora o más, le quitó a su hermano Stevie el delantal de bayeta verde y lo mandó a lavarse las manos y la cara, en el tono perentorio que venía empleando en tales menesteres desde hacía unos quince años, de hecho, desde que dejara de ocuparse ella en persona de las manos y la cara del chico. Poco después apartó por un momento la vista de su tarea para inspeccionar aquella cara y aquellas manos que Stevie, aproximándose a la mesa de la cocina, le exhibía para su aprobación con un aire de seguridad que ocultaba un perpetuo residuo de temor. Antiguamente la ira del padre era la sanción máxima en estos asuntos rituales, pero la placidez del señor Verloc en la vida doméstica habría hecho que la mera mención de una reacción colérica resultase increíble, incluso para el pobre y aprensivo Stevie. Se suponía que cualquier deficiencia en materia de limpieza a la hora de las comidas habría apenado y sorprendido inexpresablemente al señor Verloc. Tras la muerte de su padre, Winnie halló considerable consuelo en sentir que ya no tenía que temblar por el pobre Stevie. No soportaba ver sufrir al chico. La sacaba de quicio. De niña, con frecuencia se había enfrentado con ojos de furia al irascible tabernero, en defensa de su hermano. Ahora, nada en el aspecto de la señora Verloc inducía a suponer que fuese capaz de expresar apasionamiento.

 

Terminó de servir los platos. La mesa estaba puesta en el salón. Fue hasta el pie de la escalera y gritó:

—¡Madre! —después, abriendo la puerta acristalada que conducía a la tienda—... iAdolf! —El señor Verloc no había cambiado de postura; al parecer había estado hora y media sin mover siquiera un poco un solo miembro. Se levantó pesadamente y fue a cenar con el abrigo y el sombrero puestos, sin pronunciar palabra. Su silencio en sí no tenía nada de insólito en aquella casa, oculta en las sombras de una sórdida calle, rara vez visitada por el sol, en el cuarto trasero de aquella tienda mal iluminada, con un deleznable tipo de mercancía. Pero aquel día el talante taciturno del señor Verloc era tan evidentemente pensativo que impresionó a las dos mujeres. Ellas mismas permanecieron calladas, con un ojo vigilante sobre el pobre Stevie, no fuera que a éste le viniese uno de sus accesos de locuacidad. Enfrentado al señor Verloc al otro lado de la mesa, el muchacho se mantuvo muy compuesto y callado, con la mirada perdida. La tarea de evitar que mereciese cualquier tipo de objeciones por parte del amo de la casa no dejaba de causar considerable ansiedad en la vida de aquellas dos mujeres. “El chico”, como quedamente lo llamaban entre ellas, había sido una fuente de esa clase de ansiedad casi desde el propio día de su nacimiento. La humillación del difunto tabernero por tener por hijo a tan peculiar criatura se manifestaba por una propensión a tratarlo de forma brutal; porque él era una persona delicadamente sensible, y su mortificación como hombre y como padre era genuina. Más adelante hubo que impedir que Stevie resultara una molestia para los caballeros inquilinos que constituyen también ellos una curiosa especie y se enojan con facilidad. Y estaba siempre presente el temor por su mera existencia. Las visiones de la enfermería de un hospicio para su hijo siempre habían atormentado a la anciana en el sótano de los desayunos de la deteriorada casa de Belgravia. Solía decirle a su hija: “Si tú no hubieras dado con un esposo tan bueno, querida, no sé qué hubiera sido de ese pobre chico.”

El señor Verloc prestaba tanta atención a Stevie como la que un hombre no especialmente amante de los animales puede prestar al gato mimado de su esposa; esa atención, benevolente y superficial, era en esencia de la misma índole. Ambas mujeres admitían en su fuero íntimo que no cabía esperar de manera razonable mucho más. Alcanzaba para que el señor Verloc se ganase la reverente gratitud de la anciana. Al principio, con el escepticismo propio de las tribulaciones de una vida sin amigos, ella solía preguntar ansiosamente de vez en cuando: “¿No crees, querida, que el señor Verloc se está cansando de ver a Stevie a su alrededor?” A lo cual Winnie solía responder con una leve sacudida de cabeza hacia atrás. Una vez, sin embargo, replicó, con una vivacidad bastante ruda: “Primero tendrá que cansarse de mí.” A lo que siguió un largo silencio. La madre, con los pies en alto apoyados en un taburete, parecía estar tratando de llegar al fondo de aquella respuesta, cuya femenina profundidad la dejaba perpleja. Ella nunca había entendido en realidad porqué Winnie se había casado con el señor Verloc. Había sido muy sensato de su parte, y evidentemente había sido para bien, pero habría sido natural que la muchacha tuviese esperanzas de encontrar a alguien de una edad más adecuada. Había habido un joven formal, hijo único del carnicero de la calle adyacente, que ayudaba a su padre en el negocio y con quien Winnie había estado saliendo con visible complacencia.

Es verdad que él dependía de su padre; pero el negocio era bueno y las perspectivas del muchacho excelentes. Había llevado a su niña al teatro varias noches. Y entonces, precisamente cuando empezaba a temer que le dijeran que se comprometían (pues ¿qué podría haber hecho ella sola con aquella gran casa, con Stevie a su cargo?), el romance tuvo un final brusco, y Winnie anduvo aparentemente muy desanimada. Pero con la providencial aparición del señor Verloc que ocupaba el dormitorio de frente en la primera planta, la cuestión del joven carnicero se extinguió. Aquello fue claramente providencial.