Diez razones para amar a España

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Baltasar Gracián, el jesuita aragonés rebelde a la disciplina de su orden, teorizó el concepto en su Agudeza y arte de ingenio. Lo llevó más lejos que nadie con sus explosivos aforismos del Oráculo manual, leídos hoy en día como consejos para medrar en un mundo sin piedad, donde rige la guerra hobbesiana de todos contra todos. «Sin mentir, no decir todas las verdades». «Saber vender sus cosas». «Naturaleza y arte; materia y obra». «La realidad y el modo»… También aquí se escribe para pocos, aunque todos estén invitados al juego de la inteligencia. Menos radical, el gran político y diplomático Saavedra Fajardo utilizaría el procedimiento conceptista en su Príncipe cristiano, explicando cien «empresas», es decir, cien «jeroglíficos» para la formación del buen gobernante.

Del ejercicio sistemático del ingenio conceptual, puesto al servicio de la agudeza, sale un idioma ágil, sin elementos superfluos, que se atiene a lo sustancial. Se puede remontar a las formas de la prosa latina más pura, como el portugués Melo en su Guerra de los catalanes, o reinventar un castellano clásico a su manera, como el de Feijoo y Jovellanos. El periodismo moderno lo inaugura un escritor nutrido en este estilo, como es Larra, y luego Unamuno lo reinventará al ponerse al servicio de una obsesión espiritual en la que la lengua misma se convierte en el testimonio vivo de Dios por su capacidad para revelar lo indecible. Dios admite fuerza (es decir, ha de ser conquistado por la violencia), y eso le lleva a Unamuno a emprender con el castellano —con el divino verbo español, lengua sagrada en la que va escrita esa biblia española que es el Quijote— una lucha similar a la que Jacob mantuvo toda una noche con el Señor.

Heredero del concepto es, en parte, el castellano de Ramón Gómez de la Serna, muy en particular sus greguerías, apuntes en los que la lengua juega con sus propios giros para descubrir nuevos significados y nuevas sugerencias, siempre inesperadas y al borde mismo del número circense, más sentimental y efectista de lo que la práctica clásica del concepto habría admitido. En el polo opuesto están los escolios del colombiano Nicolás Gómez Dávila, aforismos clásicos, cincelados en un castellano aristocrático, el gran idioma heredero del latín clásico que fue modelo de distinción para tantos prosistas europeos, en particular para los moralistas franceses del siglo xvii.

Entre los últimos grandes conceptistas españoles estuvo José Bergamín —católico y comunista, lo que hace de él un concepto ambulante—. En pleno siglo xx, en su castellano volvía a prender la chispa —inteligencia y sensibilidad fundidas— que saca una nueva idea del choque de dos ideas dispares. No extrañará a nadie que Bergamín, aficionado al arte del toreo, se declarara rendido amante de Madrid cuando volvió del exilio en 1959.

Lo que vi en las calles, en el Prado y Recoletos, Alcalá, las plazas de Cibeles y Neptuno, fue la gente, una gente increíblemente noble, limpia, elegante, seria, casi grave: un pueblo más velazqueño que goyesco. ¡Y qué luz, qué aire, qué prodigioso encanto vivo en todo!

La gracia, la delicadeza, la cortesía… todo eso, tan propio del ideal estético y vital de la lengua castellana, es lo que destaca Bergamín a su amiga María Zambrano desde su casa de la calle Londres. Madrid —en cierto sentido la esencia de España— sería el más acabado de los conceptos y los madrileños, los perfectos conceptistas.

Una lengua

El castellano matizado de una cierta sensualidad catalana o de la suavidad gallega no es el mismo que el muy sonoro y pautado de Burgos o del País Vasco. El del centro —el mismo que fue durante mucho tiempo el castellano canónico— ha permanecido fiel a esa fluidez monocorde, sin apenas variaciones de altura, que lo distingue del castellano de Andalucía, lleno de armonías y de contrastes de altura, de aceleraciones y de pausas que acompañan al gusto por el juego puramente lingüístico de imágenes y de ideas. También el madrileño popular que todavía se escucha alguna vez conservó, más contenido, a veces señalado tan solo por una pausa entre sílabas, ese gusto por la ironía, la autoirrisión y cierta chulería.

Pues bien, a pesar de las variedades de dicción y de acento, a pesar de la diversidad de costumbres y las particularidades geográficas, la lengua española ha sabido conservar su unidad. Son muy raros los casos en los que los españoles pierden la capacidad de comprender lo que dice un compatriota, aunque sea de una región muy alejada de la suya. Otro tanto ocurre en la gran área hispanoparlante, dentro de la cual ni las distancias, ahora sí de verdad continentales, ni la consolidación de naciones independientes han perjudicado a la unidad del idioma.

Alfonso Reyes subrayó que el castellano, además de su consistencia característica y de su sencillez fonética, ha sido un idioma integrador. En América, la lengua preservó su característica consistencia. La obsesión castellana, o española, por la documentación escrita reforzaba la unidad lingüística. El peligro llegó cuando, tras las independencias, una parte de las elites recién emancipadas soñaron con la posibilidad de liberarse también del castellano, que algunas de ellas juzgaban bueno solo para la tradición y la religión. También se llegó a suponer que el castellano seguiría la suerte del latín. El español hablado en México, en Colombia o en Argentina emprendería cada uno una evolución propia. Y si no se llegaba a tanto, al menos era hora de reconocer las originalidades particulares del español hablado en América. Así lo hizo el gramático Andrés Bello, que propuso una reforma ortográfica adaptada al habla chilena. Bello, que era un gran humanista, rectificó luego. Insistió en la importancia de «la preservación de la lengua de nuestros padres, en su posible pureza, como un modo providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español». Con los años, las academias y las universidades de uno y otro lado del Atlántico sumaron fuerzas para evitar la ruptura del idioma común.

Las reivindicaciones indigenistas y la obsesión multicultural volvieron a plantear objeciones a la lengua única. Hay quien piensa que el español se ha convertido en una koiné, un instrumento lingüístico sin raíces, de dimensión puramente utilitaria, que sirve para que puedan comunicarse hablantes de culturas distintas… también de distintas lenguas. De ser así, un colombiano, un mexicano, un chileno y un español hablarían lenguas diferentes, como diferentes serían sus culturas.

Nada indica que esto haya ocurrido, ni siquiera en Estados Unidos, donde los hispanoparlantes viven en una sociedad de lengua inglesa. El famoso spanglish no es un idioma, ni siquiera un dialecto, inicio posible de una lengua. Es la forma en la que algunas personas se comunican en situaciones de bilingüismo, con saltos permanentes y no reglados de uno a otro idioma. Es muy difícil de trasplantar de una comunidad a otra, e imposible de codificar por su carácter espontáneo y el cambio permanente que constituye su esencia. El spanglish, a pesar del esfuerzo que se ha hecho, incluida la traducción de clásicos como el Quijote, no parece destinado a tener un gran futuro como lengua. En los años sesenta y setenta, también los españoles emigrantes en Francia practicaron el fran-pañol.

Según el Instituto Cervantes, 480 millones de personas hablan español como lengua materna. Es la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes, tras el chino mandarín. El porcentaje de población mundial que lo utiliza como lengua nativa está aumentando, aunque sea por razones demográficas. En 2015, el 6,7% de la población mundial era hispanohablante, porcentaje que destaca por encima del correspondiente al ruso (2,2%), al francés (1,1%) y al alemán (1,1%). Las previsiones estiman que en 2030 los hispanohablantes serán el 7,5% de la población mundial. Dentro de tres o cuatro generaciones, el 10% de la población mundial se entenderá en español. Más de 21 millones de alumnos lo estudian ya como lengua extranjera. Y según un eurobarómetro de 2018, es la lengua que más quieren aprender los europeos menores de 30 años —preferencia mayoritaria entre los alemanes, belgas, holandeses, irlandeses, británicos, franceses, daneses, suecos, fineses, luxemburgueses, italianos, austríacos, eslovacos, húngaros, polacos, estonios, búlgaros y griegos—.

El Atlas de la lengua española en el mundo destaca algunas características del español como lengua internacional. Es un idioma homogéneo. La mayor parte de los países hispanohablantes ocupa territorios contiguos. Tiene carácter oficial y vehicular en 21 países del mundo. También es una lengua en expansión y es propia de una cultura internacional. Eso explica la importancia económica del español, relevante en los intercambios comerciales y en las inversiones, con más de 103.000 empresas que desarrollan su trabajo en el terreno cultural y un sector editorial de primera importancia, extendido por todo el territorio hispanoparlante. En una sociedad posindustrial, donde el sector servicios es el predominante, la lengua, como recordó Ramón Lodares, es dinero.

A uno y otro lado del Atlántico, seguimos hablando el mismo idioma. Las diferencias de pronunciación, de vocabulario y a veces de sintaxis no varían ese dato fundamental. Y sigue siendo algo milagroso, para un hispanoparlante, desembarcar del otro lado del océano y seguir hablando el mismo idioma. También es cierto que desde el momento en que los españoles llevaron el castellano al Nuevo Mundo este adquirió vida propia y cualquier pretensión de superioridad o patrimonialización por parte de los hispanoparlantes españoles está abocada al fracaso.

Del «¿Cómo se dice “te quiero” en guaraní?» escuchado en el centro de Madrid, tan importante como la respuesta es, llegados a este punto, la pregunta en sí.

 

3 LA LITERATURA

En el siglo xiii, Yehudá ben Selomó al-Jarizi, traductor judío, nacido en Barcelona y residente luego en Toledo y en Oriente, dijo de su país:


Me ha sido referido en mi juventud que España era una delicia para los ojos. Su luz era como «un sol en medio de los cielos». El perfume de su tierra era para el paladar como miel. Su aire era vida de las almas, su tierra la mejor de las tierras. Era el esplendor de las almas, «la alegría de Dios y de los hombres». Los frutos de sus jardines eran como estrellas del cielo, su tierra como «un lirio de Sarón, una rosa de los valles».


El elogio de España venía de lejos, de tiempos de los griegos y los romanos, que se esforzaron por trasladar la belleza de aquel país. Después de san Ildefonso, Alfonso X, en uno de los primeros textos escritos en prosa castellana, renovó la tradición y refundió los antiguos elogios con la evocación de las Escrituras Sagradas. España se refina aún más como materia literaria. La literatura imagina la realidad con tanta intensidad que se incorpora a ella y la crea de nuevo.

En el siglo xvi, la imaginación de los españoles andaba poblada de Amadises, Orianas, Esplandianes, Palmerines y Felixmagnos. Habiendo salido en busca de aventuras y en defensa de la justicia y el honor, lo mínimo que había hecho cualquiera de estos caballeros era conquistar una isla encantada y derrotar un ejército de gigantes. Hubo algún intento un poco más realista, como Tirant lo Blanc. Como era de esperar, no tuvo éxito. Los españoles preferían las maravillosas aventuras del caballero del Febo o de Palmerín de Oliva.

Los libros de caballerías tienen autor, pero casi nadie lo recuerda. Lo importante era el soplo de la imaginación, que antes se había plasmado en otra forma de expresión, esta vez sí anónima, y en verso: fácil de retener y de difundir, por tanto. Fueron los romances, sobre los que se debatió mucho tiempo si eran obra de poetas anónimos o creación popular espontánea. Los estudiantes de hace unos años nunca logramos saber cuál de las dos hipótesis era la buena. Lo que cuenta es que crearon una conciencia común: historias compartidas, virtudes y ejemplos de actuación, una cierta estética hecha de concisión y movimiento, y la música del verso octosílabo. Más tarde, dieron pie a la variedad melódica y rítmica del teatro nacional. Muchos de estos romances se atienen a los datos de la realidad, aunque sea inventada: lo sobrenatural quedaba reservado para la poesía santa. También hubo romances novelescos —con muertos de amor— y otros, como los de frontera, que contaban historias caballerescas entre moros y cristianos. Algunos alcanzaron el límite de lo fantástico y lo erótico, como el del conde Arnaldos, del que no sabemos si se dejó seducir por el canto de un marinero.

Luego llegó Cervantes. Con don Quijote, los españoles empezaron a reírse de aquellas locuras que tanto les habían inspirado. Era la hora del desencanto y con él del realismo. Esta interpretación, un poco existencialista, de ribetes nihilistas, triunfó cuando las elites españolas impusieron una historia desgraciada de su país.

No era obligatoria. Don Quijote, sin ir más lejos, muere cuando deja de creer en su sueño. La locura del hidalgo es algo más que un simple extravío. Además, el personaje, con la ayuda de su creador, ha instaurado una realidad nueva en la que vivirá para siempre. Antes incluso de su muerte, las aventuras del hidalgo en busca de su ideal de justicia y de amor habían pasado a formar parte de la realidad española. En tiempos de don Quijote, el Romancero nuevo recreó con una renovada brillantez la antigua forma popular, más novelesca que nunca. Tal prestigio tenía esta que hasta los más grandes poetas, entre ellos Lope y Góngora, se plegaron al requisito del anonimato. Era el homenaje a una creación que a todos pertenecía.

Sobrevivieron también otras formas literarias que hoy nos parecen tan lejanas y artificiales como los libros de caballería. Son las novelas de aventuras (el Persiles del propio Cervantes, su obra última y predilecta) y los libros de pastores (género que el mismo autor cultivó en La Galatea, de la que prometió una segunda parte hasta el final). Las dos sedujeron durante mucho tiempo la imaginación de los españoles con sus emociones desbordadas, sus alegorías, tan intrincadas de descifrar, y sus interminables y fascinantes debates sobre la naturaleza y los efectos del amor.

Sobre todo, surgió una forma absolutamente nueva, el teatro inventado por Lope de Vega y sus amigos, entre Valencia y Madrid. Todo aquí era inaudito: la mezcla de lo cómico con lo serio o lo trágico, el halago al público, la combinación de realismo y fantasía, la libertad en el tratamiento de los asuntos más arriesgados… Al mismo tiempo, todo era reconocible, como si los grandes creadores, incluidos los actores, hubieran dado con una clave compartida —otra vez— por todos. Así se puso en marcha una fábrica de sueños que formó durante siglos la conciencia europea.

La risa que suscitó —y sigue suscitando— el Quijote no es por tanto incompatible con el vuelo de la imaginación. Galdós, que sabía de lo que hablaba, la llamó «la loca de la casa».

Un idioma apuesto y seductor. Calila y Dimna

En su Coloquio de los perros, Cervantes pone a hablar a dos perros, Cipión y Berganza, una noche, en el hospital de la Resurrección de Valladolid. Sería mejor decir que los pone a hablar el alférez Campuzano, un soldado enfermo de sífilis que se encuentra allí en tratamiento. Es él quien transcribe el diálogo que le dará a leer a un amigo suyo. Dotados del don de la palabra, los perros deciden contarse el uno al otro su vida. Empezará Berganza, que relata una auténtica novela picaresca. Con la particularidad de que el protagonista quiere trabajar —a diferencia de lo que desean los pícaros de verdad, es decir, humanos—. Al pobre Berganza, son sus amos los que le impiden seguir trabajando. La ficción queda convertida en una crítica de la conducta humana y los perros, en unos moralistas. En griego, «perro» se dice kion. Es la palabra que dio origen al nombre de la escuela cínica, la de los filósofos que dicen siempre la verdad y se ven reducidos a la categoría perruna, confinados en los márgenes de la sociedad.

Los animales parlantes aparecieron por primera vez en lengua española en el siglo xiii, en una traducción: el Libro de Calila y Dimna. Calila y Dimna, los protagonistas, son dos «lobos cervales», dos linces. También son hermanos y viven en la corte del rey León. Dimna quiere hacer carrera política y acercarse al monarca. Siguiendo una indicación suya, introduce en la corte al buey Senceba, que se convertirá en el favorito del soberano y acabará muerto tras una intriga del lobo, celoso de su antiguo protegido. Lo diálogos entre los personajes, y entre un rey y un filósofo, dan pie a pequeñas fábulas o apólogos que sirven como ejemplo de conducta.

Todo tiene un fuerte sabor oriental. El origen del Calila y Dimna se remonta a un libro indio, escrito en sánscrito, el Panchatantra, redactado en torno a 300 a. C., aunque muchas de las fábulas parecen ser muy anteriores. Con algunas de estas y otras venidas del Mahabharata, la gran epopeya hindú, se formó el Calila y Dimna. El nuevo libro también incorporó cuentos de origen budista, como el de la rata convertida en niña a petición de un monje y que, a la hora de casarse, volverá a su auténtica naturaleza. Era tradición de los monjes budistas recurrir a cuentos y apólogos, o parábolas, para ilustrar sus enseñanzas. Así lo harían igualmente los predicadores cristianos.

En su camino hacia Occidente, el libro pasó del sánscrito al persa, luego al siríaco y por fin al árabe. De esta última versión se encargó el gran escritor Ibn al-Muqaffa, que vivió en Basora, hoy Irak, en el siglo viii. Al-Muqaffa, apunta el estudioso Hans-Jörg Döhla, creó una prosa narrativa rica y elegante que sigue siendo un modelo: es la primera obra en prosa narrativa no religiosa escrita en árabe, carácter pionero que también tuvo su versión en castellano, la primera del citado género.

Es por entonces cuando arranca la prosa española. Estamos en la época de la mencionada Escuela de Traductores de Toledo. Fue Alfonso X el Sabio, rey de Castilla, quien mandó traducir Calila y Dimna a mediados del siglo xiii. Alfonso X estaba obsesionado, como dice su sobrino, el infante don Juan Manuel, por


acrecentar el saber cuanto pudo (…). Y tanto deseó que los de sus reinos fuesen muy sabios, que hizo trasladar en este lenguaje de Castilla todas las ciencias, tan bien de teología como de lógica, y todas las siete artes liberales, como toda la arte que dicen mecánica.


Lo que a Alfonso X le interesaba de Calila y Dimna no era, claro está, el entretenimiento con animales. En su origen, el libro era uno de esos «espejos de príncipes» que sirven para la formación de los gobernantes y los soberanos. El Panchatantra, de hecho, está escrito por un sacerdote, un brahmán, por encargo de un rey deseoso de educar a sus tres hijos, poco dados a la vida estudiosa y política. En el Calila y Dimna es un sabio persa, el médico Berzebuey, quien viaja a la India en busca de unas hierbas que le proporcionen la inmortalidad. El experimento falla y los sabios indios le hacen comprender que no es eso lo que debe buscar. Lo más valioso, aquello que garantiza la inmortalidad, es el saber. Está resumido en el libro de Calila y Dimna, que Berzebuey llevará a su soberano en Persia.

Se trata, por tanto, de un texto de literatura sapiencial. No expone saberes científicos ni secretos metafísicos. Lo que el lector halla en el Calila y Dimna es un arte práctico de comportarse en la vida y, más precisamente, el arte de saber quiénes son los amigos y quiénes no lo son. A diferencia del coloquio de Cervantes, los diálogos de los dos lobos están muy lejos de la intención moralizadora. Se trata de sobrevivir en un mundo en el que las apariencias son engañosas por esencia. Esa es la técnica que enseña el libro, técnica maquiavélica, de un tono subidamente cínico en un sentido muy distinto al que apunta la fábula de Cervantes. Aquí nadie, tampoco los animales, suele decir la verdad.

Calila y Dimna viven en un mundo urbano, impersonal, donde nada es lo que parece y en el que la imprudencia, la precipitación o la distracción cuestan la reputación, cuando no la vida. (Ibn al-Muqaffa, el autor de la versión árabe, que había tenido que convertirse del zoroastrismo al islam, fue asesinado en una intriga cortesana). La fábula, o «ejemplo», es la única forma en la que se puede expresar un saber como este, pegado a la realidad concreta, a la circunstancia y al resultado de la acción. Y cuenta sobre todo exponerlo de tal forma que no aburra al lector.

Lo dice muy bien el infante don Juan Manuel al hablar de su propia obra. Ni siquiera aquellos que no la entiendan bien dejarán de leerla «por las palabras seductoras y apuestas». La tradición clásica occidental se funde aquí con la oriental, y el saber con un castellano elegante y preciso —también humorístico, como corresponde a estas fábulas en las que la verdad se subordina a lo conveniente y la moral al provecho—.

El amor enamorado. Lope de Vega y La Dorotea

El protagonista de La Dorotea es un joven llamado Fernando, sin más oficio ni beneficio que el de poeta. Vive de una mujer joven, Dorotea. De una gran belleza, culta y sofisticada, Dorotea es una de las cortesanas más solicitadas de Madrid. Quiere tanto a Fernando que ha abandonado su oficio y se ha puesto a coser e incluso a vender sus pertenencias para pagar las necesidades del joven. La situación tiene un límite, sin embargo, y la madre y una amiga de esta, Gerarda, una nueva Celestina, le dejan bien claro que debe volver a la industria.

Cuando Dorotea se sincera ante Fernando, el joven se enfada y decide marcharse a Sevilla. Deja así el campo libre a un nuevo amante, don Bela, hombre un poco mayor, recién llegado de las Indias con la fortuna que ha hecho allí. Dorotea intenta suicidarse tragando un diamante: los personajes de Lope, a pesar de la naturalidad y la aparente espontaneidad de su expresión, son siempre de una extrema sofisticación. Acaba cediendo a la presión de Gerarda, a don Bela y a sus regalos. Al volver, durante un encuentro en el paseo del Prado, Fernando comprueba que Dorotea le sigue queriendo y que él, en cambio, y tal vez por eso mismo, ya no la quiere a ella. Dorotea comprende el desvío y se deja llevar por la tristeza, mientras don Bela, cada vez más melancólico, se convierte al amor platónico, aunque sin abandonar el trato con la muchacha. Empieza así a escribir algunos poemas de gran complejidad conceptual. La obra termina con la muerte de don Bela en una pelea absurda y con la de Gerarda al caerse por unas escaleras. También se revela lo que traerá el futuro: la viudez de Dorotea, ya rica, y un nuevo rechazo de Fernando a su propuesta de estar juntos de nuevo.

 

En esta obra, de las últimas que escribió, Lope vuelve a un episodio juvenil. Andaba entonces enamorado de Elena Osorio, la hija de un cómico, y la joven, tal vez por instigación de la familia, lo dejó para conceder sus favores al sobrino de uno de los grandes personajes de la corte. Lope enfureció, insultó públicamente a Elena y acabó en la cárcel. Fue condenado a seis años de destierro de Madrid. Nunca olvidó esta historia, a la que volvió una y otra vez en su obra. Incluso la trasladó al mundo de los gatos, con Marramaquiz y Micifuz enfrentados por Zapaquilda, gata «mirlada», la nueva Elena, esta vez de una Troya de tejados y azoteas madrileños.

La historia del joven Lope con Elena Osorio se había convertido en pura materia poética, idealizada hasta el extremo, pero también cada vez más rica, más densa en significado y más saturada, por tanto, de poesía. Lope presta su genio poético a sus criaturas, pero también las hace participar de su propia personalidad y sus preocupaciones estéticas. Todos piensan y actúan en términos poéticos, hasta el punto de que Lope, el poeta del amor por excelencia, el que con más hondura y más sensibilidad ha tratado nunca el tema amoroso, se desdobla en diversos papeles: el joven Fernando, frívolo y descarado, don Bela, el rival convertido al platonismo, o Gerarda, la celestina que todo lo mueve gracias a una extraordinaria creatividad verbal. También Dorotea, avatar último y sublimado de Elena, hace poesía, y no la de menor belleza. Mucho antes de La Dorotea, Lope había creado un personaje extraordinario, al que bautizó Belardo, y que le sirvió para representarse a sí mismo enamorado y, por tanto, para retratar al Amor.

El culto a la belleza no impide la sordidez de la trama. Estamos en el núcleo del teatro español inventado por Lope y sus contemporáneos, el que mezcla los géneros y, al lado de la más fina disquisición psicológica, planta la figura del gracioso, o su correspondiente femenina, realistas, burlones, que se encargan de comentar la obra como lo haría el vulgo que paga su entrada y dicta, por tanto, las normas, el arte de hacer comedias. La Dorotea, sin embargo, no requiere de gracioso. La perspectiva del gracioso está en la distancia que Lope interpone entre él mismo y sus criaturas, convertidas ya, a fuerza de haber sido reinventadas una y otra vez, en seres vivos de una casi absoluta autonomía con respecto a su creador. La misma libertad que respiran los personajes del teatro español se despliega aquí, a raudales. El amor ha hecho el milagro gracias al cual alcanzan la verdad de ellos mismos.

Esa verdad no es nunca estable y el amor juega con las criaturas de las que se ha adueñado, y que ha inventado, con la misma libertad que se toman ellas para servirle. Y para entender la paradoja —el concepto— del que se han convertido en ejemplo, Dorotea y sus compañeros, como los personajes del teatro de su tiempo, intentan sin tregua poner en claro sus sentimientos, el origen de sus emociones, la causa de sus preferencias. Son discutidores porque son poetas, como son poetas porque están enamorados. Por eso buena parte de La Dorotea transcurre en largas conversaciones que en apariencia no hacen avanzar la acción. Así es como Lope recreó el formato de diálogo, mucho más extenso, y aún más libre, que lo que permitía la impaciencia del público teatral. La «acción en prosa» parece más poesía que acción, e incluso que prosa. Es que los personajes quieren poner en claro lo más importante: su propia verdad poética. La Dorotea es uno de los grandes tratados de amor nunca escritos, como una réplica al Banquete platónico.

Así es como la historia triste del término de un gran amor se convierte en una celebración, broche último que clausura toda una vida dedicada a la investigación del sentido de la belleza, en particular de la belleza femenina. En su obra maestra final, la «más querida» de sus creaciones, Lope descarta la presencia y la evocación de Dios. Y sin embargo, sin Él, sin el Dios cristiano del amor y la misericordia, se entiende difícilmente que los personajes llegaran a tal grado de libertad. Tampoco se entendería bien que Lope, de vida amorosa tan atormentada e intensa como la de sus personajes, fuera capaz de tal delicadeza y, al tiempo, de tanto impudor, como si la inocencia, la abolición del pecado, solo pudiera aparecer cuando nos toca la mano del Amor y su arte.

El triunfo de la libertad. Pedro Calderón de la Barca, El príncipe constante

En 1973, muy joven, llegado a París pocos meses atrás, asistí con una amiga a una representación de teatro en la Sainte-Chapelle, la iglesia construida como si fuera un relicario en la Isla de la Cité, en el núcleo mismo de París, por el rey san Luis. La Sainte-Chapelle deslumbra por su luminosidad mística, pero aquella tarde estaba oscura y apenas iluminada por las velas y unos focos rasantes. Los espectadores habíamos recibido unas mantas para protegernos del frío y nos sentábamos en el suelo, pegados a las paredes, mientras se celebraba una especie de rito de una austeridad radical.

Pasado el tiempo, y durante muchos años, estuve convencido de que aquella función había sido la puesta en escena de El príncipe constante de Calderón a cargo de Jerzy Grotowski. Grotowski fue un mítico director polaco que preconizaba un teatro pobre, despojado de cualquier adorno. El actor debía enfrentarse sin defensa a su condición humana. Mucho más tarde comprobé que aquella tarde no habíamos asistido a la representación de la tragedia de Calderón, sino a otro montaje de Grotowski. El recuerdo persiste, sin embargo. A fuerza de fotos y de fragmentos grabados, aquello se combina con las imágenes que suscita el texto de la obra.

En el acto III, Fernando, infante portugués, se nos presenta casi desnudo, comido de pústulas y de piojos, tendido en una estera. Le han sacado un rato del muladar donde lo ha recluido el rey de Fez. Fernando se ha negado a ser liberado a cambio de la ciudad de Ceuta, como han negociado la casa real portuguesa y el rey marroquí. Va a pagar su constancia, la más alta virtud de un príncipe, con la humillación, el martirio y la muerte. Suplicará que lo ejecuten, pero de nada le servirá. Este Job moderno, castigado por su firmeza y su paciencia, sufrirá como sufren los animales, concentrado en su pura humanidad. Se entiende que Grotowski, en la Polonia de los años sesenta y setenta, con el totalitarismo triunfante, fuera sensible a la sugestión católica de la obra de Calderón.

La virtud primera de Fernando es decir no a una iniquidad. Los teólogos españoles del siglo xvi habían escrito mucho, y muy bien, acerca de la libertad en la que quedan los súbditos cuando el soberano incurre en injusticia y se convierte en un tirano: el príncipe ejerce el poder, sí, pero solo en nombre de esa comunidad política y para la perfección del bien común. Contra la maquiavélica razón de Estado, este modelo de príncipe cristiano consigue salvar su ciudad para la cristiandad. (Cuando Portugal vuelva a separarse de España, Ceuta seguirá siendo española por decisión de sus habitantes). Todo respira un aire nacional muy reconocible, propio de quienes se habían empeñado en la recuperación del territorio invadido por los musulmanes y están llamados luego a defenderlo.