Lunes por la tarde... 5

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Pero ¿de dónde viene ese nerviosismo? Por un lado, de que tenemos que absorber un sinnúmero de impresiones que no podemos procesar interiormente. Por eso es prudente que nos digamos: renunciamos a ciertas impresiones que vienen de fuera. Por eso, no estoy todo el día prendido a la radio y a la televisión. No participo en todo lo que la vida moderna ofrece. ¿Quién puede soportar, procesar interiormente todo eso? Sobre todo nuestros pobres niños, ¡qué nerviosos tendrán que estar! Les llega una impresión tras otra, y ninguno de los niños puede procesarlas.

Una vez más: ¿de dónde proviene que estemos tan nerviosos? Permítanme exponerles dos expresiones que he utilizado a menudo en Alemania. Suenan raras. La primera dice: «seguridad del péndulo». ¿Pueden imaginarse un péndulo? Puedo jugar con él haciéndolo oscilar de un lado al otro. ¿Cuál es la otra seguridad? Hay una expresión jocosa: existe una cierta «seguridad de la caja» —la caja está apoyada abajo, en el suelo,— Dios, el Señor, quiere quitarnos a todos esta seguridad de caja y nos sacude y zarandea a través de las circunstancias. ¿Qué quiere regalarnos? La seguridad del péndulo. ¿Qué significa seguridad del péndulo? Exactamente lo que quiere el poder en blanco: que yo salte a la mano de Dios. Allí estoy seguro. Patris atque Matris sum. Haz conmigo lo que quieras.

¿Qué quiere Dios de nosotros, entonces? Debemos estar a la escucha de lo que él quiera en cada caso, de lo que él quiera en cada segundo de nosotros. ¿Cómo me lo da a entender? En parte por mociones interiores, en parte a través de otras circunstancias. Esto es santidad. Pero una santidad semejante implica siempre una enorme cantidad de inseguridades terrenas. ¿Y qué exigen las inseguridades terrenas? Que demos el salto hacia arriba, hacia la seguridad divina.

Si el tiempo no les resulta excesivamente largo, me permito remitirlos a un ejemplo muy hermoso, la parábola del hijo pródigo.1 Puede ser también una hija pródiga, no tiene por qué ser un hijo varón. Ahora tienen que reflexionar lo siguiente: ¿cuál de los dos hijos les resulta más simpático? Si tuviesen que darme ahora una respuesta inmediata, probablemente dirían: el hijo que permaneció en casa. Pero si piensan por un poco más de tiempo, probablemente pongan esa respuesta entre signos de interrogación. Ahora tienen que considerar detenidamente la parábola entera. Entonces podrán contemplar con ella de manera ilustrativa todas las grandes leyes de la seguridad y la inseguridad.

Primero: junto a la seguridad hay un sinnúmero de inseguridades. ¿Quién estaba seguro del amor del padre? El hijo que permaneció en casa. Él se sentía seguro en el corazón del padre, cumplía la voluntad del padre y permaneció siempre junto al padre. Estaba disponible para el padre. ¿Y quién estaba inseguro, quién era el símbolo de la inseguridad? El hijo pródigo. Estando fuera, se sentía inseguro, tenía hambre y sed, no tenía suficiente dinero. Comía la comida de los cerdos. Con eso se daba por satisfecho. Este es el símbolo de la inseguridad. Del mismo modo, también hoy hay en la vida seguridad e inseguridad.

Tienen que contemplar una vez más a los dos hijos. Entonces encontrarán, en segundo lugar, que en toda seguridad se esconde muchísima inseguridad. ¿Dónde está eso en la parábola? Pensemos en el hijo que permaneció en casa, que se sentía bien. Ahora regresa el hijo pródigo. ¿Y qué hace el padre? Da un banquete. ¿Qué hace matar? ¿Y qué ocasiona esto en el hijo que había permanecido en casa? Se siente postergado. ¿Qué significa eso? De pronto, inseguridad. Como ven, en toda seguridad se esconde, mientras estemos en la tierra, muchísima inseguridad.

Ahora viene lo tercero, lo más importante. ¿Cuál es el sentido de la inseguridad, de la inseguridad terrena? Aquí tenemos que mirar de nuevo al hijo pródigo. Él estaba verdaderamente inseguro. Ahora regresa a casa y, en el corazón del padre, se siente seguro en una medida incrementada. Parece como si hubiese hecho sabe Dios qué cosas buenas, como si tuviese derecho a un amor muy especial de parte del padre. ¿Me permiten que repita las tres leyes? Esto tienen que reflexionarlo a menudo también para sus adentros, cuando estén en el trabajo.

Primero: inseguridad junto a seguridad. Segundo: en toda seguridad se esconde aquí en la tierra algo de inseguridad. Tercero: el sentido de la inseguridad (terrena) es una seguridad perfecta en la mano de Dios. ¿Lo comprenden? Cuanto más inseguras son las circunstancias terrenas, tanto más quiere Dios que yo dé el salto a lo que hemos denominado seguridad del péndulo. ¡Fuera con la seguridad de la caja! ¡A la seguridad del péndulo! ¿Qué presupone esto? Que yo esté a disposición de Dios, el Padre, y de la Santísima Virgen. Ellos pueden hacer conmigo lo que quieran. Pero yo estoy convencido de que el Padre y la Madre se portarán paternal y maternalmente conmigo. Eso significa que también ellos están a disposición mía: ellos están allí para mi bien. La seguridad plena en la visio beata.2

¿Comprenden lo que significa todo esto? Pienso que ahora puedo repetir: Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium. Todo un mundo se encuentra en ello. Allí podemos comenzar siempre de nuevo, ahondar cada vez más.

A este escuchar sigue ahora el obedecer. Es decir que cuando he reconocido de este modo la voluntad del Padre, le digo siempre: «Sí, Padre, sí; que se haga siempre tu voluntad, ya sea que me traiga alegría, sufrimiento o dolor».3

Esto es lo más esencial para el tiempo actual. Al comienzo dije que nuestra piedad asume formas algo diferentes de, por ejemplo, las de los religiosos. Aun así, hay muchísimas semejanzas. Para empezar: también los religiosos tienen que luchar por esta disponibilidad. Pero ¿a través de qué se determina aquí el tipo original de disponibilidad? A través de la pobreza, la castidad y la obediencia. Ahora tienen que reflexionar lo siguiente: Dios exige de nosotros, los casados, lo mismo que de los religiosos —a nuestra manera—, y a menudo de forma mucho más difícil.

¿Qué implica la pobreza? La independencia interior de los bienes terrenos. Tienen que fijarse cómo Dios cuida de que permanezcamos independientes. ¡Cuántos de nosotros lo tienen difícil para poder subsistir! ¡Y a cuántas fluctuaciones está sometida la vida económica! ¿Cuida Dios de que lleguemos a ser interiormente independientes de un apego esclavizado? ¿Qué quiere con ello? No debemos ser esclavos de los bienes terrenos. Patris atque Matris sum, non pecuniae sum: no pertenezco al dinero. Por eso nos «sacude». Si consideran todo lo que tienen que trabajar y hacer ustedes para poder subsistir, y cómo Dios juega con su patrimonio, ¿comprenden lo que significa? ¿Qué quiere él? Todos mis bienes tienen que estar a disposición suya, sobre todo si alguna vez viene la revolución. El millonario será mañana más pobre que una rata. ¿Es esto santidad? Sí, realmente, esto es también santidad, semejante a la que tienen los religiosos.

Si piensan en la castidad, ¿qué quiere el voto de castidad? Que yo no me aferre a un ser humano, que Dios no quede así en desventaja. Por eso los religiosos renuncian al matrimonio, a fin de no atarse tanto a un ser humano. En virtud del matrimonio no sólo podemos, sino también tenemos que regalarnos especialmente el uno al otro. Hasta nos damos mutuamente un derecho al cuerpo. Pero ahora tienen que reflexionar cómo Dios cuida de que, aun así, el amor mutuo siempre lleve a elevarse hacia él. Por eso las muchas decepciones de uno con el otro, por eso los muchos malentendidos, por eso el enfriamiento, por períodos, de la mutua relación de amor. Es algo grande si decimos: ya son 25 años que estamos casados y hemos permanecido fieles en nuestro amor. Pueden estar completamente seguros de que, si han permanecido fieles el uno al otro, ese amor está también inmerso en el amor de Dios. El sentido de la castidad, del voto de castidad, lo tenemos que vivir también nosotros. Dios nos fuerza simplemente a hacerlo, y esto tenemos que tenerlo siempre presente. Entonces notamos cómo Dios, a pesar de todo, nos atrae más y más hacia sí.

Aunque puedo decir también a mi esposa: «Tuus sum»,4 eso no es impedimento alguno para el Patris atque Matris sum. Es como si Dios hubiese «bajado» a mi esposa para que yo me vinculara a ella y él me izara, después, junto con mi esposa hacia lo alto. Para que yo no permanezca abajo: para eso están las decepciones de uno con el otro. Para que yo realmente suba con mi esposa hacia lo alto, él llama la atención una y otra vez hacia sí. Me muestra que no hay amor humano que se sostenga si no está inmerso en el amor de Dios. Es un gran error pensar que el amor a Dios me es un impedimento para el amor conyugal, para la intimidad; ¡de ninguna manera!

Y si piensan ahora en el tercer voto, en el voto de obediencia, ¡santo Dios!, quisiera yo saber quién tiene que practicar más la obediencia, si los casados o los religiosos. Creo que si reúnen ustedes a todos los casados, en las ocasiones en que tienen que ser obedientes, dirán: ¡qué es esto frente a los religiosos! ¡Cuántas veces el esposo tiene que seguir a la esposa, a pesar de que él es el «señor de la creación»! ¡Cuántas veces tiene la esposa que seguir al esposo, y cuán a menudo tienen que seguir ambos a los hijos! Pienso que aquí tienen que observar, una vez más, cómo es la vida matrimonial. Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium. Ahora bien, ¿quién ha de darnos la fuerza para llevar una vida semejante? La Santísima Virgen desde el santuario. ¿Ven? Esto es lo que significa espíritu del poder en blanco. ¿Resuena ese espíritu en el lema? Y todo esto es, para empezar, solo poder en blanco. ¿Me permiten que les recite una oración de Hacia el Padre?5

«Por manos de mi Madre

recibe, Señor,

la donación total de mi libertad soberana».

 

Quiero llegar a ser un hombre soberanamente libre. ¿Y a quién le regalo mi libertad? Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium.

Y ahora, más en detalle:

«Toma mi memoria, los sentidos, la inteligencia;

recíbelo todo como signo de amor».

Más aún:

«Toma el corazón entero y toda la voluntad…».

Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium. Todo eso está con detalle aquí dentro. Por eso:

«Toma el corazón entero y toda la voluntad,

y de este modo se sacie en mí el auténtico amor; […]

cuanto Tú me has dado,

sin ninguna reserva te lo devuelvo…».

¿Qué me ha dado Dios? Memoria, sentidos, voluntad, corazón, entendimiento, bienes terrenos, mi esposa, mi esposo, mis hijos, miembros sanos. ¡Tómalo nuevamente todo, todo! Todo eso te pertenece nuevamente, y sin reserva alguna. Puedes hacer conmigo lo que quieras.

Ahora viene:

«Sobre todo esto dispón siempre a tu gusto;

sólo una cosa te pido:

¡que te ame, Señor!».

Sólo quiero amarte —y este es el sentido último de mi vida—.

«Haz que, cercano o lejano, me sepa amado por ti

como la cara pupila de tus propios ojos».

Saberme amado estando cerca o lejos, en todas las situaciones. Todo lo que me envías ¿qué es? Lo haces por amor a tu hijo.

Y ahora continúa. Es una meta tan alta que tengo que decirme: necesito muchas gracias para ello. Por eso nosotros decimos: vivat sanctuarium. Textualmente dice la oración:

«Concédeme las gracias que me impulsen con vigor

hacia aquello que sin ti

no me atrevo a emprender;

dame participar en la fecundidad

que tu amor otorga a tu Esposa.

Dame ser fecundo para el terruño de Schoenstatt:

mi vida sea un Sí creador

para cuanto, bondadosamente,

con la tierra de Schoenstatt tú has planeado

para la salvación de los hombres».

Querido Dios, te regalo todo lo que soy y lo que tengo a fin de que la Santísima Virgen pueda realizar desde el santuario su gran tarea para este tiempo. Y si tú me tratas así, puedo decir:

«Sólo entonces me deben llamar dichoso, pleno,

y nunca se me podrá dar una felicidad mayor;

ya nada hay que continúe anhelando:

lo que tú dispongas

es mi querer y mi bien».

Y ahora se resume toda la oración:

«Mi Señor y mi Dios,

toma todo lo que me ata,

cuanto disminuye mi fuerte amor por ti;

dame todo lo que acreciente el amor por ti

y, si estorba al amor, quítame mi propio yo. Amén».

Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium. ¿Pueden entenderlo ahora? Estos son hombres verdaderamente libres. Hombres que son libres, que están siempre alegres, que tienen siempre paz y de los cuales dimana siempre serenidad. Pero para que nosotros, hombres que cargan con el pecado original, vivamos este «poder en blanco», para que logremos vivir a partir del «espíritu en blanco», tenemos que extender nuestras manos más hacia lo alto, hacia la inscriptio. ¿Qué es inscriptio? Quiero recitarles ahora una oración y se las explicaré más adelante. Pero tienen que escuchar bien.

«Te pido todas las cruces y sufrimientos

que tú, Padre, me tengas preparados».6

¿Qué significa: incluso te pido las cruces y sufrimientos? ¿Qué cruces y sufrimientos? Aquellos que tú, Padre del cielo, me tengas preparados. Es así: desde que tenemos el pecado original, podemos decir: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»,7 pero cuando las cosas se ponen más duras, decimos, a pesar de todo: hágase mi voluntad en la tierra como en el cielo. Por eso tenemos que cuidar de que se supere lo que se llama miedo a la cruz y sufrimiento, una predisposición negativa. El miedo a la cruz y al sufrimiento es el gran impedimento para el sí que hemos de decir. Y hasta pido superar este miedo: si tú has previsto para mí una cruz —pero, suponiendo que la hayas previsto—, te pido esa cruz para que llegue a ser interiormente libre para tu voluntad.

Disponibilidad: para que este espíritu no quede solamente en un acto, sino que también lo vivamos realmente, tenemos que mantener un contacto constante con Dios. Esto es lo que llamamos «horario espiritual».8 ¿Qué quiere decir esto? Aquí tenemos que reflexionar: ¿qué prácticas de piedad puedo incluir a diario en mi horario como hombre casado, en mis propias circunstancias?

Ahora se plantea la pregunta: ¿qué debo hacer en ese sentido? En esto tenemos que dejar libertad a cada uno, puesto que las circunstancias pueden ser distintas. Pero, en general, tengo que incluir tantas (practicas de piedad) como sean necesarias para que pueda mantener esta relación con Dios en todas las situaciones. Estas cosas no obligan bajo pecado. No es más que una usanza. De modo que si no las hago, no peco. Solo me he perjudicado a mí mismo. ¿De qué modo me he perjudicado a mí mismo? El espíritu del poder en blanco desaparece más y más.

Aquí podemos distinguir un cierto componente básico y permanente de nuestro horario espiritual. Una de las leyes dirá: tantas prácticas de piedad como lo permitan mis circunstancias. Pero ahora tienen que mantener con firmeza: nadie me obliga a ello, yo mismo tengo que reflexionarlo. En la práctica, esto significaría, por ejemplo: tan frecuentemente como sea posible —si se puede, a diario— santa misa y comunión. Escúchenlo una vez más: si es posible. Si no se puede, entonces no se puede.

Después, en segundo lugar: cada día una lectura espiritual y, si es posible una visita.9 Son prácticas de las que se dice: si las mantengo, puedo suponer que el Espíritu de Dios me sostiene interiormente, puedo suponer que también lograré no solo sellar la alianza de amor, sino también vivir a partir de ella.

Después es costumbre entre nosotros —en determinados círculos, no en todos— dar cuenta por lo menos una vez al mes al confesor (del cumplimiento del horario espiritual), pero no por escrito. Por ejemplo: me había propuesto comulgar tantas y tantas veces, pero no lo he hecho por negligencia. Aunque no sea un pecado, me acuso para estimularme a cumplirlo nuevamente. Comprendan, por favor, lo siguiente: naturalmente, sólo con deseos no avanzamos; ahora tenemos también que «clavar la lanza».

Pienso que les he llenado la hora con todo tipo de pensamientos difíciles y también hermosos. Y ahora: Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium.

Repitámoslo una vez más.10 Mis queridos alumnos, muy bien hecho.11

1 Véase Lc 15,11-32.

2 Visión beatífica.

3 Oración de la tradición popular que el P. Kentenich citaba a menudo: «Ja, Vater, ja; dein Wille stets gescheh’, ob er mir Freude bringt, ob Leid, ob Weh’».

4 Tuyo soy.

5 Véase P. José Kentenich, Hacia el Padre. Oraciones para uso de la Familia de Schoenstatt, Nueva Patris: Santiago de Chile 172013, estr. 386ss, págs. 132-133 (ed. original en alemán, 1945).

6 Ibíd., estr. 393, pág. 134.

7 Mt 6,10.

8 El horario espiritual tal como se practica en el seno de la Familia de Schoenstatt es un medio para el cultivo de la unión con Dios. Uno establece para sí determinadas prácticas religiosas que deben atravesar todo el día. En la medida en que también se controla su cumplimiento, uno se protege a sí mismo de «los olvidos, las veleidades y los cambios de humor» en la vida religiosa. Véase A. M. Nailis, La santificación de la vida diaria, Herder: Barcelona 1955 (y ediciones posteriores), pág. 88.

9 Referencia a la visita al Santísimo Sacramento, una oración frente al sagrario.

10 Los presentes repitieron el lema en común, a lo que el P. Kentenich reaccionó con la siguiente acotación jocosa.

11 A continuación, el P. Kentenich pregunta si los oyentes tienen todavía interrogantes. Uno de ellos le pregunta cómo se puede definir un instituto secular. El P. Kentenich responde: En sí es fácil exponérselo ahora a ustedes. Lo que les he expuesto, de cómo pueden aspirar a la santidad, ese es el gran ideal en nuestras hermanas como instituto secular. Nuestras hermanas viven como laicas. Primero, como comunidad no hacen oficialmente voto alguno, del mismo modo como tampoco ustedes hacen oficialmente ningún voto. En segundo lugar, ellas pueden estar solas fuera de las casas de la comunidad y no es preciso que lleven su vestido de hermana.


Sinopsis

El regalo del amor misericordioso de Dios

Renovamos hoy nuestra alianza en el sentido de nuestro lema: Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium.

La renovamos en el sentido de la mutua disponibilidad y nos ponemos a disposición del Padre Dios.

Esto se expresa también en el lema: Porque el Padre así lo desea.

Cristo vivió este lema de forma ejemplar para nosotros.

por su encarnación a la edad de doce años, en el templo en Nazaret al comienzo de su vida pública a través de su muerte en la cruz.

Decimos también: «Matris sum nunc et in perpetuum», pues Dios ha querido que sellemos una alianza con la Santísima Virgen.

Nos ponemos a disposición de Dios y de la Santísima Virgen y ellos se ponen a nuestra disposición.

Ellos nos ofrecen en el santuario su amor misericordioso.

Por sobre todas las cualidades de Dios se encuentra su amor misericordioso.

Esta es también la imagen que tienen el apóstol Pablo y la Santísima Virgen de la historia.

Pablo declara: Dios gobierna a una humanidad pecadora para poder apiadarse tanto más de ella.

En el Magníficat de la Santísima Virgen dice: «Su misericordia llega de generación en generación a los que le temen»

En el Antiguo Testamento leemos cómo Dios se apiada del pueblo de Israel.

El Padre Dios pone a nuestra disposición en la alianza de amor su amor misericordioso.

Su condición: tenemos que reconocer y confesar nuestras debilidades y miserias.

Nuestra miseria reconocida es el mayor título que nos da derecho al amor misericordioso de Dios.

También la Obra de Schoenstatt vive a partir de ese secreto.

Por eso hemos sostenido siempre: no ha sido nuestra virtud, sino nuestra miseria la que movió a la Santísima Virgen a sellar con nosotros la alianza de amor.

Nuestra alianza de amor es un desposorio entre la misericordia de Dios y nuestra miseria.

Alianza de amor en el sentido de la disponibilidad mutua significa, por tanto: El Padre y la Madre ponen a nuestra disposición su amor misericordioso.

Esto exige de nosotros entrega humilde, plenamente confiada.

Mi querida Familia de Schoenstatt1:

Tal como lo hemos hecho mes a mes en el año transcurrido, hoy podemos renovar una vez más nuestra alianza de amor. Queremos hacerlo hoy, y mes a mes, durante el año próximo en el sentido de nuestro lema, en el sentido de nuestro lema actual: Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum, vivat sanctuarium

¿Recuerdan todavía cómo interpretamos el mes pasado este lema, esta fórmula de saludo? Dijimos: renovamos cada vez nuestra alianza de amor en el sentido de la perfecta disponibilidad mutua. ¿Qué significará eso de perfecta disponibilidad mutua? Ya lo saben: Patris sum nunc et in perpetuum. Nos ponemos a disposición, perfectamente a disposición, sin voluntad propia a disposición del Padre, en todas las situaciones, en toda circunstancia, independientemente de lo que el Padre disponga sobre nosotros. Sabemos teóricamente lo que esto quiere decir. Pero ¿lo habremos elaborado perfectamente en nuestro interior, también en la práctica? A fin de que llegue al corazón quiero explicar brevemente qué es lo que quiere decir.

 

De un arzobispo portugués, de nombre Bartolomé de los Mártires,2 se cuenta que, haciendo en una ocasión un viaje de visita pastoral, llegó también a regiones de montaña muy solitarias y fue sorprendido de improviso por una fortísima tormenta. No sabía qué debía hacer, pero después vio que justo en las inmediaciones había una cueva. Gracias a Dios, dijo: ahora te vas a la cueva hasta que pase la tormenta. Entonces ve que por encima de la cueva está un muchacho, un joven pastor que apacienta su rebaño. Le pregunta al muchacho: ¿No quieres entrar también en la cueva para protegerte de esta terrible tormenta? No, dijo el muchacho, no debo hacerlo.

¿Por qué no debes hacerlo? Porque el padre no quiere. El padre quiere que yo permanezca aquí, porque aquí, en la zona, hay lobos, y si no permanezco aquí el rebaño no está seguro de los lobos. El arzobispo grabó profundamente en su interior la pequeña frase: «Porque el padre lo desea, permanezco aquí». Y desde ese momento, hizo de esa frase el lema de su vida. «Porque el Padre así lo desea».

Sabemos quién nos ha previvido en primer lugar y de manera ejemplar este lema a nosotros: fue el mismo Salvador. En efecto, también él es el pastor, el buen pastor, y su tarea consistió en proteger a su rebaño de los lobos, es decir, del diablo. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué vino a la tierra? ¿Por qué soportó la tormenta de su vida, cruz y sufrimiento de todo tipo? Él mismo lo dijo, y no solo una vez, como el muchacho pastor, sino innumerables veces. Ya hemos hablado extensamente sobre esto con anterioridad. Él declara solemnemente: He venido del cielo a la tierra no porque yo lo quisiera, sino porque lo quería el Padre.3 El Padre lo quiso. ¿Qué significa: el Padre lo quiso? ¡Cuán a menudo repitió esta frase! Pensemos en el Salvador a la edad de doce años, en la situación que se dio en Jerusalén —incomprensible para todos nosotros—. ¿Por qué, pregunta su madre, nos has hecho esto? ¿No sabíais que tengo que estar en las cosas de mi Padre?4 El Padre así lo ha deseado.

Treinta años estuvo en casa, pegado, como quien dice, al delantal de su madre. ¿Y por qué? Porque el Padre así lo quería. Después, ese tiempo terminó. Se había sentido a gusto en Nazaret, pero ahora, de pronto, se dijo: ¡Adiós, Nazaret! ¿Por qué? Porque el Padre así lo quería. ¡Qué agradable había sido convivir con la madre en casa —por supuesto, el padre (terreno) ya había muerto—! Pero no: debía salir a la vida pública. Ahora comenzaba lentamente la lucha de la vida, el morir. Patris sum nunc et in perpetuum. ¿No es siempre lo mismo?

Escuchemos otra expresión: Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre, que me ha enviado.5 Todos nosotros tenemos, tal vez, nuestra comida predilecta. El Salvador tuvo también una «comida predilecta». Esta «comida predilecta» no la saboreó solamente de tanto en tanto: la saboreó cada segundo. «Patris sum nunc et in aeternum»: ahora, en este segundo. Ahora había llegado el momento en el que debía ascender a la cruz, y ¿qué hizo? «Patris sum nunc: en ese momento ascendió a la cruz.

Patris sum nunc et in perpetuum. Pero no solemos decir, solamente: «Patris sum nunc et in perpetuum», sino también: «Matris sum nunc et in perpetuum». ¿Por qué «Matris sum nunc et in perpetuum»? La respuesta solo puede ser siempre la misma: porque el Padre así lo quiso. El Padre quiso que pertenezcamos a la Santísima Virgen. ¿No nos dio acaso de manera solemne a través del Salvador en la cruz el mandato: Ecce mater tua, ecce filius tuus?6 ¿Qué quería él con eso? El Padre quería que entremos en una alianza de amor no solamente con él, sino también con la Santísima Virgen. Y más aún: ¿no nos ha dicho el Padre a través de la fe en la Providencia que le dio a la Santísima Virgen la orden de descender a sus pequeños santuarios de Schoenstatt a fin de sellar allí con sus predilectos una alianza de amor?

Ya ven, esto significa: Patris atque Matris sum nunc et in perpetuum. Por tanto, queremos ponernos y nos pondremos sin reservas a disposición del Padre y de la Madre a través de nuestra alianza de amor. Pero decimos: la alianza de amor no es solo una disponibilidad unilateral, sino una perfecta disponibilidad mutua. En la práctica, esto significa, entonces: no solo nosotros nos ponemos a disposición de manera perfecta y sin voluntad propia, sino que el Padre y la Madre se ponen también a disposición nuestra, también a mi disposición.

¿Qué significa esto, entonces? El Padre y la Madre hacen también lo que yo quiero, lo que yo deseo, por supuesto, bajo determinadas condiciones. ¿Dónde está eso en nuestro lema? Vivat sanctuarium. ¿Qué significa «vivat sanctuarium»? En el santuario no hemos sellado solamente nosotros una alianza de amor con la Santísima Virgen y con el Padre del cielo, sino que también ellos han sellado una alianza con nosotros. Es decir, ellos se han puesto a nuestra disposición. ¿A través de qué se han puesto a nuestra disposición? A través de su amor misterioso, misericordioso. Ellos nos han ofrecido su amor, pero yo digo, intencionalmente: su amor misericordioso.

¿Que implica la expresión «amor misericordioso»? Nuestra miseria, nuestros límites. Vean: de un lado, el Dios misericordioso, y del otro lado, nosotros, miserables criaturas. Por eso es evidente: el Padre y la Madre saben que somos desvalidos, que somos limitados, que tenemos defectos, que somos desvalidos. Por tanto, somos objeto del amor misericordioso del Padre y de la Madre.

En realidad, nunca podremos grabarnos de forma suficientemente profunda la expresión «amor misericordioso». ¿Qué significa amor misericordioso? En el Dios eterno, infinito, encontramos todas las buenas cualidades en medida y grado infinitamente elevados. Es así como hablamos del Dios justo, del Dios omnipresente, del Dios omnipotente. Pero si abrimos la Sagrada Escritura, nos sale al encuentro una pequeña frase que nos abre un mundo. La pequeña frase reza: Super omnia haec misericordia eius.7

Por encima de todas las cualidades se encuentra el amor misericordioso: ese amor supera todo, todo lo demás. Por tanto: el amor misericordioso, no solo el amor. Dios sabe cuán débil soy. Dios sabe que soy limitado. Dios sabe que tengo el pecado original. Dios sabe que innumerables veces he pecado personalmente. ¿Y ahora? Su amor misericordioso me dice «sí». Esta es la gran imagen de la historia que tiene el apóstol san Pablo, la gran imagen de la historia que tiene la Santísima Virgen. Por sobre todo está el Dios misericordioso. El Dios misericordioso tiene en sus manos las riendas del acontecer universal.

El apóstol Pablo reflexiona en una ocasión en la Carta a los Romanos: ¿Por qué ha dejado Dios que todos los hombres se enredaran en el pecado original? Si tenemos el pecado original, todos somos criaturas pecaminosas. Por eso la pregunta: ¿por qué gobierna Dios a una humanidad tan pecadora? La respuesta, maravillosamente profunda, reza: Para poder apiadarse tanto más de ella.8 ¿Qué significa esto, a su vez? Por ser la humanidad tan pobre y pecadora, el Dios vivo puede derramar su misericordia en esa humanidad. Esta es la gran imagen de la historia que tiene el apóstol Pablo. El Padre Dios gobierna una humanidad pecadora por misericordia divina, no en primer lugar por justicia. La justicia también está presente, pero por sobre toda justicia actúa en la historia de la humanidad su misericordia.

Lo mismo encontramos si examinamos la imagen de la historia que tiene la Santísima Virgen. Solo es preciso que nos detengamos a considerar el Magníficat. En él escuchamos la frase: «Su misericordia llega a los que le temen de generación en generación».9 ¿Qué significa «su misericordia»? Una misericordiosa mano paternal gobierna el acontecer universal.

Pero ¿qué se exige como condición? «Los que le temen», es decir, los que reconocen y confiesan con humildad y confianza su miseria.

Cuando abrimos el Antiguo Testamento, nos detenemos con gusto en la alianza divina que Yahveh selló con Israel. Sabemos cuán frecuentemente Israel violó esta alianza divina. Fue en el desierto. Allí el pueblo había adorado el becerro de oro en lugar de entregarse a Dios, o sea, en la práctica, había violado la alianza.10 El jefe del pueblo, Moisés, oye lo que sucede. Se enciende de ira, toma las tablas de la ley, las tira, se hacen pedazos, se destruyen, y él invoca el castigo de Dios sobre su pueblo. Tres mil hombres tienen que morir. Esto es el Dios justo. Así castiga Dios la violación de la alianza. Pero el mayor castigo consiste en que Yahveh declara: No quiero vivir más en medio de mi pueblo. Entonces, Moisés va, pide y suplica a Yahveh que sea de nuevo bondadoso y misericordioso. Confiesa que el pueblo ha pecado, que ha pecado gravemente, y Yahveh declara de inmediato: Quiero mostrarme a mi pueblo en toda mi belleza. He tocado a mi pueblo, me he inclinado hacia mi pueblo y me apiado de quien quiero. ¿Qué oímos aquí?

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