El puzle de la historia

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PERSONAS Y PERSONAJES


Fernando VII. Grabado coloreado a mano. Siglo XIX.

Juan Perea

Hace unos meses, el patrimonio municipal antequerano se vio enriquecido con la adquisición por parte del Ayuntamiento de nuestra ciudad, de una obra de arte realmente excepcional. Se trata de un retrato firmado y fechado por Antonio María de Esquivel.

Este pintor nació en Sevilla el 8 de marzo de 1806. Descendía de una noble familia andaluza. Hijo de militar, su padre murió en la batalla de Bailén, también lo fue Esquivel, hasta el punto de ser condecorado por sus servicios en el ejercicio de las armas. Antonio María dio muestras de su especial disposición para las artes plásticas en la Escuela de Dibujo de Sevilla, donde ingresó muy joven. Acabada su actividad castrense, se trasladó a Madrid, y a los 26 años ya fue designado académico de mérito en la Real Academia de San Fernando.

Esquivel pintó escenas andaluzas, retratos y una gran diversidad de asuntos, pues era un infatigable trabajador y realizó una obra considerable. Durante más de un año, en 1839, sufrió una enfermedad de la vista que le dejó prácticamente ciego, pero se repuso tras una operación y en 1840 pudo reanudar su tarea artística. Fue nombrado pintor de cámara en 1843, y cuatro años más tarde, académico de número de la de San Fernando. Pintó a las reinas María Cristina e Isabel II, a las infantas, a Espartero, a Prim, a Castelar. Falleció en Madrid, el 9 de abril de 1857.

La obra que ha venido a engrosar el patrimonio antequerano se encuentra depositada en el Archivo Histórico Municipal, y que reproducimos junto a estas líneas. Esta fechado al pie en 1839. El retrato representa a un personaje antequerano. En la parte superior derecha se inserta una cartela con el siguiente texto:

Juan Perea, natural y vecino de Antequera. Lo dedica a sus hijos exhortándoles a que sigan sus huellas de su constante laboriosidad y honradez.

¿Quién era este Juan Perea? Puestos a indagar, hemos podido llegar y reconstruir en parte la existencia de este personaje.

Su nombre completo era Juan Perea Vejar, nació en 1781, fue bautizado en la iglesia parroquial de San Pedro con los nombres de Juan Mateo José Isidoro y era hijo de Juan Perea y de Nicolaza de Bejar. Contrajo matrimonio dos veces, la primera con doña María Borrego en 1801. Tras el fallecimiento de esta, cinco años después, en 1806, contrae nuevas nupcias con Marina Romero en septiembre de 1808.

Del primer matrimonio tuvo tres hijos, de los que solo le sobrevivió uno, Maria Dolores, y del segundo, nueve. Juan Perea falleció en 1843.

Su actividad principal a lo largo de su vida fue la industrial. Era propietario de una tenería o fábrica de curtidos, ubicada en el cauce del Río Alto, que era conocida como Cauz Zimada. Se trataba de una industria que aparece clasificada en el Repartimiento del subsidio Industrial y del comercio, como de clase primera y sobre la que pagaba al año un impuesto de 700 reales. Los negocios le debieron marchar muy bien ya que adquiere otra tenería más, cuya dirección traspasa con el tiempo a su hijo José, aunque parece, por la documentación que hemos podido consultar, que la producción principal provenía de la primera. Además de estos establecimientos industriales, Juan Perea era poseedor de un huerto, que seguramente adquirió o mantuvo más como inversión que como forma de ingresos. Así mismo, tenía establecida una tienda o casa mercantil donde comercializaba sus productos, que a la vez le servía como vivienda principal. Hemos conseguido ubicar y localizar esta casa, que aún se conserva. Se trata de un edificio de grandes dimensiones en calle Encarnación, a la altura del Cozo Viejo, y que actualmente se encuentra cerrado. Entrar a describir las numerosas propiedades urbanas y rurales que llegó a acumular a lo largo de su vida sería un tanto tedioso.

En cuanto a su relación con el entorno y la sociedad de la época, sabemos que estuvo estrechamente relacionado con el denominado grupo de los franceses y al que nos referiremos en otra ocasión más ampliamente. Se trata de un grupo de comerciantes de origen francés que se instalan en nuestra ciudad a finales del siglo XVIII constituyendo una sociedad dedicada al comercio. Entre ellos estarían los Boudere, Laude, Serraller, etc. Juan Perea mantiene una especial relación comercial con uno de estos personajes, concretamente con Juan Auroux y Maibila, a quien incluso llega a designar en su testamento como albacea. Sin duda, Juan Perea fue un importante elemento dentro de la sociedad antequerana de la época, tanto desde el aspecto puramente económico, ya que mantuvo un saneado y rentable negocio y una importante producción industrial, como desde el aspecto cultural, la prueba más evidente es el hecho del cuadro que ha motivado este trabajo.

Esquivel no es un pintor cualquiera. El hecho de que Juan Perea le encargue su retrato tiene sus connotaciones. Implica un conocimiento de los círculos artísticos de la época y una serie de contactos sin duda con círculos de la oligarquía andaluza, lo que le permitía conocer perfectamente la trayectoria y la calidad del pintor, pero esto es un tema que los críticos del arte sabrán sin duda interpretar mejor.

Para concluir, reseñar que uno de sus nietos, Antonio Perea Muñoz, casó con doña Petra Arreses-Rojas Pareja-Obregón, marquesa de Cauche, hija de don Manuel Arreses-Rojas Yánez de Barnuevo. Vivió durante muchos años en Argentina, llegando incluso a fallecer en Córdoba, en 1909, y siendo enterrado en la iglesia del convento de la Encarnación de Antequera. Su mujer, doña Petra, tras su fallecimiento, queriendo honrar la memoria de su marido, adquirió unos terrenos en el lugar denominado el Campillo, a fin de edificar y dotar una guardería infantil. El dos de julio de 1919, la obra estaba ya prácticamente concluida, decidiendo ceder el edificio a las religiosas Terciarías Franciscanas de los Sagrados Corazones de Jesús y María, que inmediatamente establecen en el edificio un colegio mixto con internado, continuando la comunidad la conclusión de las obras y la construcción de una iglesia aneja al edificio. Este centro se puso bajo la advocación de María Inmaculada.

La captura de Boabdil

Tras la conquista de la ciudad por el Infante don Fernando y futuro rey de Aragón, Antequera y su tierra se convierten en una zona de frontera, durante ochenta años.

Las escaramuzas con el reino de Granada son constantes a lo largo de este periodo, quedando constancia de ellas en las crónicas locales y en los numerosos privilegios obtenidos por la ciudad por su lealtad a la corona y por sus constantes servicios en la lucha contra el Islam.

Romances y leyendas surgen a la sombra de la guerra, que se reviste de caballeresca. Así surge la leyenda de la Peña de los Enamorados, y los numerosos relatos de heroicas acciones militares, como la victoria de la Torre de la Matanza en mayo de 1424. En esta batalla, librada por el alcaide de Estepa y don Rodrigo de Narváez, se consigue una importante victoria. Gracias al ingenio, por primera vez se hace uso de la química como arma estratégica. Efectivamente, Antequera se vio acosada por numerosas incursiones de los musulmanes contra la vega, que saqueaban constantemente. Rodrigo de Narváez decide poner fin a ello, saliendo al encuentro del enemigo con 150 caballeros y 300 peones, llegando a un chaparral que se encontraba en las proximidades de la Peña de los Enamorados. Ocultándose entre la arboleda, por la cercanía del enemigo, una parte de sus fuerzas las manda desplazar a los pies de la Peña, ordenándoles que hicieran grandes fogatas y arrojando a las mismas pieles y cueros y astas de ganados y otras cosas que pudieran causar mal olor. El humo de estas candelas se desplazó hacia los musulmanes, quienes no pudiendo resistir el tufo, rompieron sus filas y comenzaron a retirarse de manera desordenada. Esta circunstancia fue aprovechada por Rodrigo de Narváez, quien consiguió una sonada victoria, sobre la que un participante en ella, Juan Galindo, vecino de Antequera y soldado de caballería, escribió en versos su relato, que recoge Manuel Solana en la Historia de Antequera.

Pero los enfrentamientos no solo se producen con los musulmanes. Las tensiones lógicas del constante estado bélico produjeron enfrentamientos también entre los propios cristianos. Tal vez, el más importante fue la lucha por el control político de Antequera que mantienen la casa de Narváez y la casa de Aguilar. En 1469, el rey Enrique IV, con objeto de sosegar las inquietudes y enemistades que había a lo largo de toda la frontera castellana, en un tiempo de paréntesis y de relativa paz, salió de Córdoba, donde se encontraba, primero a Ecija y de aquí vino a Antequera, con animo de entrevistarse en nuestra ciudad con el emir de Málaga. Llegado ante los muros de Antequera, quiso lógicamente entrar en ella con toda su tropa y comitiva, pero el alcaide Hernando de Narváez, hijo de ya fallecido Rodrigo de Narváez, receloso de que el rey entregase la fortaleza a don Alonso de Aguilar, que lo acompañaba en la comitiva, como parece ser que lo había intentado en otras ocasiones, no quiso abrir las puertas de la ciudad, sino tan solo al monarca y a quince caballeros que lo acompañasen como su guardia personal. El rey accede y, una vez en el interior, es conducido a la iglesia de San Salvador, encontrándose en él a todas las mujeres de la ciudad arrodilladas llorando al pensar que iban a sustituir a su alcaide. Así, también habían sacado el embalsamado cadáver de Rodrigo de Narváez y lo expusieron al rey en el altar mayor con las llaves de la fortaleza en la mano. Él se dirigió al féretro y, tomando las llaves, se las entrego a Hernando, confirmándolo como alcaide de la ciudad.

 

Alonso de Aguilar, que se encontraba acampado a las afueras, en las cercanías de la ermita de Santa Catalina, se consideró ofendido y retó a Narváez y a los habitantes de Antequera, ocurriendo una escaramuza de armas en la que salió vencedor Hernando.

Tal vez sea menos conocido otro hecho de armas en el que se vieron involucradas gentes de nuestra ciudad. Se trata de la que se conoce como la batalla del arroyo de Martín González, en las proximidades de Lucena en el año de 1483, en la que Boabdil El Chico, último Rey Nazarí de Granada, cae prisionero.

Tras la toma de Alhama, un grupo de nobles andaluces, entre los que se encontraban Rodrigo Ponce de León, Pedro Enríquez, don Alonso de Córdoba, maestre de Santiago, don Juan de Silva, conde de Fuentes y Adelantado de Andalucía y el entonces ya alcaide de Antequera, don Alonso de Aguilar, que había logrado la renuncia de Hernando de Narváez, organizan una cabalgada en enero de 1482, introduciéndose en territorio enemigo, haciendo cautivos, apoderándose del ganado, talando y quemando los árboles, sin apenas encontrar resistencia, adentrándose hasta la misma Axarquía, cometiendo un grave error. Las tropas cristianas se introdujeron en una zona desconocida y muy abrupta, donde la caballería no podía operar y los peones apenas moverse, siendo atacados y sufriendo una grave derrota, lo que les obligó a replegarse. El resultado fue nefasto: 1.500 muertos, 800 caballos sacrificados y una gran pérdida de armas y pertrechos.

Además, el rey Chico de Granada, Boabdil, contraataca y pone cerco a Lucena. Los cristianos ven en este hecho la oportunidad de tomarse la revancha, y tropas procedentes de Antequera participan en lo que se conoce como la batalla de Martín González, donde fue hecho prisionero el rey de Granada, según la tradición, por Alonso Conejo, natural de Antequera, y según otros, por Martín Hurtado.

El caso es que este hecho es recogido en las diversas historias manuscristas locales, como la del padre Cabrera, Solana o la Barrero Baquerizo, en las que se indica que el hecho quedó acreditado “[...] como consta de la cedula firmada de don Luis Fernández de Córdoba, duque de Sesa y Baena, su fecha en 2 de septiembre de 1525 [...]”****15.

A Alonso Conejo le fue concedida una capilla de entierro en el Convento de San Francisco, para él y sus descendientes. Es la conocida como capilla de la Virgen de los Ángeles. Alonso Conejo participa posteriormente en la tercera fase de la guerra de Granada, falleciendo en 1492. En pago de sus servicios, entre los que se incluyen el haber hecho prisionero a Boabdil, los Reyes Católicos, por medio de una Real Cédula, firmada el 20 de febrero de 1492 en la Villa de Santa Fe, conceden a su mujer tres caballerías, es decir, unas 180 fanegas de tierra, lo que ratifica este curioso hecho, que además queda inmortalizado en el propio escudo de armas de Alonso y sus descendientes, en el que aparece un rey moro encadenado. Además, se conserva un delicado dibujo, junto a la ejecutoria de hidalguía, donde se reproduce la escena. Vemos ambos en esta página.


Real Ejecutoria de Hidalguía de Ruy Conejo. Siglo XVI.

****15 Solana, M. Historia de Antequera. Ms. Antequera, 1814.

El regidor don Bernanbé
Delgado y Lara

Cuando hace ya algunos años se ubicaron en el remodelado edificio del Real Posito de la ciudad los Fondos del Archivo Histórico Municipal, junto a las colecciones y fondos documentales, se comenzó a reunir una serie de bienes muebles que, independientemente de servir, bien como objeto de utilidad, bien como mera pieza decorativa para el deleite de la vista, se procuró que estos bienes muebles que de manera sistemática van formando parte del edificio, tuvieran algún tipo de vinculación histórica con nuestra ciudad.

En este sentido, una de las obras que primero se integraron en el conjunto fue un lienzo al óleo que reproducimos junto a estas líneas, y que representa a un joven, en una pose y un ambiente que recuerda de alguna manera la iconografía regia y de la alta nobleza de la época. La pieza procede del fondo pictórico de José María Fernández, ignorando cómo pudo llegar a formar parte de él.

El personaje representado podría llegar a ser el hijo de cualquier noble de hacia mediados del siglo XVII, si no fuera porque, al pie del lienzo, en el margen izquierdo, aparece inscrito el nombre del joven retratado en el óleo. Se trata de don Bernabé Delgado y Lara, y su nombre aparece precedido de un título: Regidor.

Intrigados por saber quién fue el Regidor Bernabé Delgado y Lara, nos pusimos a investigar y, de esta forma, descubrimos que era hijo de don Bernabé Delgado y de doña Catalina Manuela de Villamayor Lara y Padilla, que fue bautizado en la iglesia parroquial de San Sebastián el doce de enero de 1658 con los nombres de Bernabé Melchor, y fue padrino su tío materno el licenciado don Francisco de Lara Villamayor.

Contrae matrimonio en 1677 a la temprana edad de 19 años con doña Úrsula Josefa de Trujillo Mesa y Córdoba, natural de la ciudad de Montilla e hija de don Alonso de Trujillo Mesa y Altamirano y de doña Inés de Córdoba y Molina. De este matrimonio nacerán cuatro hijos: Bernabé, Antonia, Úrsula y Tomás.

Don Bernabé Delgado y Lara era hijo único, y su padre, al momento de contraer matrimonio, le otorgó escritura de capital, por la nada despreciable suma de 30.000 ducados, los cuales percibió en dinero contante y en especies. Entre los bienes recibidos como parte de este patrimonio, su padre le cedió un oficio de regidor del ayuntamiento de Antequera, valorado en la suma de 7.500 ducados, así como “[...] unas casas con doce ventanas para ver fiestas y regocijos de toros en la plaza y coso del señor San Francisco de esta ciudad en la Acera Alta [...]”.

El cargo de regidor durante el siglo XVI y XVII fue un oficio ejercido en su mayoría por la mediana nobleza. El regimiento se convirtió en el máximo órgano de gobierno municipal, y lo constituyó una asamblea reducida, en cuyo seno se realizaba la elección de oficios concejiles, la administración de los bienes y rentas del común, y la supervisión de las cuentas municipales. Aunque el salario de los regidores se pagaba con cargo a la renta de los bienes de propios de los municipios, eran ciertamente oficiales reales, ya que su nombramiento correspondía exclusivamente al rey. No obstante, una vez conseguido el oficio de regidor, los regidores idearon los mecanismos para que el cargo adquiriese carácter hereditario.

De hecho, ya desde el reinado de Juan II, introdujeron el sistema de renuncia de oficios para que el rey designase como titular del mismo a la persona propuesta por el regidor renunciante. El traspaso podía hacerse a favor del hijo o yerno del titular, en cuyo caso el oficio se convertía en hereditario. De esta manera, determinadas oligarquías eran las que controlaban la vida municipal de las ciudades, ya que su oficio había pasado a ser patrimonio familiar. Como vemos, este parece ser el sistema seguido por nuestro interesante personaje.

Don Bernabé Delgado y Lara falleció el 7 de noviembre de 1693, con tan solo 35 años de edad, y fue enterrado en la iglesia del Carmen.

Su hijo mayor, también llamado Bernabé, fue el que heredó el cargo de regidor, sobre el que nuestro personaje instituyó un vínculo. El mayorazgo protegía a los bienes de la nobleza de cualquier posibilidad de enajenación, lo cual aseguraba la unidad del conjunto patrimonial que englobaba los bienes raíces, obligaciones y privilegios, que tan solo podían llegar a ser vendidos o traspasados a terceros previa autorización real.

El otro bien, destacado anteriormente, que percibió como capital don Bernabé Delgado de manos de su padre, en el momento de contraer matrimonio, fue una casa en el coso de San Francisco. No lo hemos escogido por casualidad. La plaza de San Francisco va a cumplir una importante misión centralizadora del poder a lo largo de los siglos XVII y XVIII, será escenario para divertimentos y escaparate para la oligarquía local, cuyo elemento más característico será la Casa de Cabildos, conocida también por el nombre de Casa de los Miradores, al cumplir también la función de palco para ver y asistir a los diversos eventos que se celebraban a lo largo del año.

Indiscutiblemente, uno de los mayores símbolos de prestigio, dentro de la oligarquía local, que se podría tener en esos momentos sería el ser propietario de un edificio propio, con balcones y ventanas donde la unidad familiar y la red clientelar pudieran asistir a los espectáculos. Como vemos, este inmueble, esa casa con doce ventanas, sería un bien de una gran importancia social, máxime si pensamos además que estaría ubicado justo enfrente de la Casa de Cabildos.

Como vemos, don Bernabé Delgado y Lara viene a representar una parte de la sociedad antequerana de una época, de un grupo social, que jugó un importante papel.

Lo realmente interesante de nuestro noble personaje sería que, además de su retrato, pudiéramos contar con la documentación generada a lo largo de su existencia y por sus descendientes, que sin duda nos aportarían una importante e interesante información sobre aspectos concretos de nuestra ciudad, enriqueciendo nuestro Archivo Histórico Municipal.

Francisco de Roa,
de escribano a guerrillero

Uno de los momentos referentes más importantes de nuestra reciente historia contemporánea es la Guerra de la Independencia. Los historiadores marcan un antes y un después de este episodio. Este catastrófico acontecimiento sin duda afectará brutalmente a toda la sociedad española. Toda invasión militar lleva unida un ineludible factor traumático, que marca profundamente al grupo social y territorial que la sufre. Por otro lado, se desencadenan toda una serie de procesos que transformarán la vida cotidiana y las bases ideológicas y políticas, a veces de forma definitiva y en ocasiones de forma transitoria.

En nuestro caso, la invasión militar napoleónica y la subsiguiente guerra producirán toda una serie de profundas modificaciones que se desarrollarán a lo largo de tres décadas marcadas ineludiblemente por el enfrentamiento bélico.

El Antiguo Régimen se viene abajo. Tras el hundimiento y vacío de poder que se produce en mayo de 1808, los españoles se tienen que enfrentar a un dilema y elegir entre dos alternativas: adherirse a Napoleón y a su Manifiesto de 25 de Mayo y a la Constitución de Bayona; o bien, luchar unidos como nunca con un significado sentimiento nacionalista, reformador y renovador, dirigido por un improvisado nuevo poder, que desembocará en las Cortes de Cádiz y en la posterior proclamación en 1812 de una Constitución.

Al grito de libertad y bajo la fuerza que da la necesaria unión para desalojar al enemigo, se destapan nuevos sentimientos nacionalistas. Toda una serie de fenómenos se acelerarán a partir de 1808. Las costumbres y la sociedad cambiarán su rumbo de manera imparable.

El proceso es muy complejo y, por supuesto, no vamos a analizarlo en esta página. Aquí tan solo veremos hoy algunos aspectos del conflicto, y para ello nos fijaremos en la figura de un personaje, que bien podría haber servido para crear en la meca del cine uno de esos héroes de constante lucha por las libertades, ese estereotipo de bandolero bueno lleno de principios y de ideas revolucionarias.

Efectivamente, en Antequera es de sobra conocida la figura del capitán de infantería Vicente Moreno, que tras la batalla de Arquillos, desmantelado su regimiento, monta una partida que se dedica a realizar ataques esporádicos a las tropas regulares francesas, hasta caer prisionero el 2 de agosto de 1810, en la sierra del Torcal, siendo trasladado a Granada y posteriormente ejecutado. A principios del siglo XX, se conmemora su recuerdo dedicándole una calle y posteriormente un monumento.

Sin embargo, Vicente Moreno no fue el único héroe y guerrillero antequerano en la Guerra de la Independencia. Tenemos a un interesante personaje que ha pasado prácticamente desapercibido hasta casi nuestros días. Se trata de un hidalgo que fue escribano del número de nuestra ciudad. Don Francisco de Roa y Rodríguez de Tordecilla ejerce en su oficio entre 1804, fecha en toma posesión, y 1809. A partir de este año comienza una determinante actividad política antifrancesa, abandonando el ejercicio de su oficio como escribano. En 1810 se ve obligado a abandonar Antequera. Perseguido por las tropas imperiales, se refugia en principio en la sierra del Torcal, siguiendo los pasos de Vicente Moreno.

 

Tras la caída de este, decide montar una partida de guerrilleros, o de bandoleros, según los franceses, a su costa, dada su desahogada situación económica. Para ello, pertrecha en principio una fuerza compuesta por 200 hombres, a los que arma y uniforma. La suma aproximada que gasta en ello es de casi de 600.000 reales. Francisco Roa estuvo hostigando al ejército francés durante 32 meses. Su partida de guerrilleros llegó a configurar un pequeño ejército, al conseguir alcanzar en un momento determinado el número de 510 hombres a caballo y 600 de infantería. Este “cuerpo de ejercito” estaba acantonado en la sierra del Torcal. Al frente del mismo dispuso una serie de oficiales, con lo cual consiguió estructurar de forma castrense a sus variopintas filas, imponiendo disciplina y un complejo sistema de intendencia, que iba desde la adquisición y cría de caballos y yeguas hasta el almacenamiento de víveres, armamento y munición.

Todo este complejo entramado funcionó a la perfección, gracias al aporte económico de su caudal, lo que le permitió contar con la fidelidad de todos los miembros de su armada. A ello habría que añadir los incentivos que el inteligente Roa impuso para mantener la combatividad y competitividad de sus hombres. Así, llegó a establecer una serie de “premios por productividad”, algo que hoy día esta muy de moda. Francisco de Roa estableció que pagaría a los miembros de su partida, por cada soldado o cabo francés capturado o muerto, 40 reales; por cada sargento, 80 reales; por los alférez, 160 reales; tenientes, 320 reales; y capitanes, 480 reales. Por cada par de pistolas o carabina capturadas al enemigo, 30 reales; y por cada caballo o yegua, 600 reales. En un memorial conservado, se afirma que Roa tubo que abonar a sus hombres en un mes 36.000 reales.

De sus muchas hazañas y correrías, destacaremos el asalto a diversos convoyes con alimentos y munición para el ejército francés. Así mismo, efectuó numerosas acciones contra el ejército regular, como el ataque a la guarnición de Teba, el 14 de marzo de 1810, consiguiendo 44 prisioneros y causando un alto numero de bajas. También actuó en Tolox, Carratraca, Colmenar, Álora e incluso Málaga.

Una elevada proporción de ataques los centró Roa en torno a Antequera y a sus entonces anejos, así consiguió poner cerco a nuestra ciudad el 5 de agosto de 1811, asaltando la cárcel. Pero, sin duda, la acción más espectacular que hemos podido documentar hasta ahora fue la ocurrida un año después, en agosto de 1812, en los campos de Bobadilla, donde, al mando de una fuerza de caballería de 113 hombres, hizo frente y derrotó a una potente fuerza francesa que se desplegaba por la vega compuesta por un regimiento de infantería y una compañía de lanceros polacos.

Pocos días después, concretamente el 3 de septiembre, el ejército regular al mando del Capitán General de Andalucía don Francisco Ballesteros entra en Antequera, poniendo fin a la invasión francesa.

Francisco de Roa y Rodríguez jamás fue capturado por el enemigo, ni su campamento fue descubierto por el enemigo. Después de la contienda, llevó una azarosa vida, comprometido profundamente con las ideas liberales, lo que le causó más de un problema con la conservadora oligarquía antequerana. En 1829 volvió a ejercer su oficio de escribano hasta 1840.

Lo que los franceses no consiguieron, el tiempo lo ha logrado derrotando su recuerdo. Francisco Roa ha permanecido en el olvido. Hora es de rescatarlo y darle su justo premio.