La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis fugalastrada sirve a y se sirve de la fascinación sensual. Bajo el dominio de una mirada de autoexcitado macho erotómano que imagina un frondoso aunque maculado cuerpo femenino azul al desnudo a medio desierto cual espejismo al alcance de la mano para alimentar al mismo tiempo un voyeurismo onanista satisfecho ipso facto, que imagina una voluntad de poder propia que logre la salvación inmediata anulando al mundo circundante al ser elegido como semental, que imagina un deseo inconsciente de autodestrucción exitosa. Que imagina una bombástica y bombardeante omnipresencia de anuncios espectaculares de lencería encueramodelos marca Femme Fatale (fatal, o fetal, por supuesto mejorando a las presentes). Que imagina en plena intemperancia incontinente de la acción violenta espacios de reposo para que el mujerío presente (y sólo el mujerío presente) recite autoconmiserativamente sus respectivas autotelenovelas sórdidas (la violada tumultuaria, la mariguanera execrada paterna). Que imagina, por encima de todo, un gratuito descenso explícito a los infiernos en un bar lésbico-cruising que remite de inmediato a los infestados antros descritos en Del crepúsculo al amanecer de Robert Rodríguez (1995), o en La ciudad del pecado (Frank Miller y demás, 2005) o en A prueba de muerte (Quentin Tarantino, 2007), con rorras de boca encarnada columpiándose espantablemente de cabeza y ostentosos darketas y darketos de cuero negro encuerables a punta de fusil para que les quemen su ropa como culminación de la intransigente hornacina satánica, revelándose la recóndita índole sadiquilla anal del reprimido chofer (“Ahora sí, digan cheese”). Que puede imaginar cualquier cosa en su erótica de escape / escaparate funambulesco, menos un mínimo arrebato de verdadera sensualidad compartida o recíproca, sofrenada ésta por invasores truquitos ópticos sobreimpresos, tornándola inferior incluso al de algún porno soft de triste laya.

La khátarsis fugalastrada tiene como máxima prioridad intelectual manifestar subrepticia y abiertamente un odio visceral y contradictorio hacia el poder. Pero, ¿contra cuál de las cuatro esferas de poder, los cuatro poderes real y efectivamente existentes, arremete Travesía del desierto? ¿Contra el poder político, contra el poder económico, contra el poder militar o contra el poder religioso? ¿Contra todos y ninguno? El protagonista fue concebido y delineado inicialmente en función de un líder de la vieja izquierda heroica venezolana realmente existente a quien le sucedió en efecto una aventura muy parecida a la narrada, y todo mundo lo hubiese inoportunamente relacionado con él, por lo que el productor-director Walerstein decidió aplazar su realización más de siete años, situarlo luego en México y cambiar la actividad del héroe a la de un rico empresario atrapado entre policías y narcos, sin que sus vicisitudes tuvieran otra índole o connotación política en México que las relativas a una road movie de acción, aventuras desventuradas y crímenes, con rasgos de amistad, desintegración familiar, obsesión erótica, culpa, referencia fílmica más o menos cultista, magia y lo que vaya juntándose en el camino. El héroe representaría al más ladrón en grande y desalmado poder económico, pero, según el melodrama-thriller que estamos viendo, ése no puede ser el enemigo, porque es el bueno, por ende positivo y elogiable, el muchacho chicho aunque sea un poco mayorcito (el TVacartonado Zurita ya sexagenario pero aún creyéndose hiperviril galanazo apabullamujeres de babear) y aunque su nombre remita inmortalizadora y nada veladamente al de un traidor multimillonario venezolano antichavista aún vivo (un tal Víctor Vargas Irausquín), pues, y sus contradicciones deben simplemente resultar dignas de aplauso, poniendo a salvo otra vez a ese malvado capitalismo degenerado y voraz por desgracia siempre tan escurridizo cuan ileso. Los desagradabilísimos y tortuosos policías-mafiosos corrompidos hasta el tuétano, a su vez, desde su febril caricatura repudiable de ninguna manera jocosa ni verosímil, jamás soñarían con emblematizar ningún poder militar, ni equivalencia posible (no hay problema: el Ejército Mexicano se enloda solo y de otro modo al secundar la calderoniana Guerra contra el Narco). Y las referencias fílmicas, por añorantes que sean, apenas podrían calificarse de entrañables o tercamente infantilistas (“Soy nacido en este cine, me enorgullezco de serlo y se siente en la película. Es el cine de mi infancia y es un homenaje a eso”: Walerstein entrevistado por Minerva Hernández en Reforma, 18 de mayo de 2012), pero nunca puntas de lanza del cine considerado como cultura autónoma tras calar hasta el inconsciente sagrado o infrahollywoodesco / poshollywoodesco, cual único poder religioso propio del siglo XX. El odio del film y su ficción se vuelca hacia el poder en sí, el poder ya identificado y actuante como abuso, cualquier forma atrofiada o aberrantemente representativa o representable del poder, no hacia una forma de poder específico, sea cualquiera de los existentes: político, económico, militar o religioso, sino contra toda expresión de poder y de sus fastos distorsionados, en abstracto. “El Poder apesta, pues”, afirmó Walerstein en una entrevista televisiva (programa Cinesecuencias del Imcine transmitido el 24 de mayo de 2012), sin miedo a morderse o trozarse la lengua (Mauricio-Dr. Jekyll cofundador de la providente Cinematográfica Marte de los mejores años sesenta-setenta al producir Los caifanes de Ibáñez, 1966, y Las puertas del paraíso de Laiter, 1970, pero siempre sostenido como Mauricio-Mr. Hyde hijo heredero de Don Gregorio, el Zar del Cine Mexicano más nefasto de todos los tiempos), ni de morder o trozar de paso la de sus criaturas. ¿De nuevo la insignificancia del individuo y de la imaginación creadora ante el Leviatán del poder?

La khátarsis fugalastrada también estará impedida por la leyenda a modo. Ad usum pintoresco cual comodín caraqueño-coahuilense, la dimensión legendaria va a cerrarse con la muerte, tan expedita al asestarse con prodigalidad contra el triángulo de las Bermudas afectivas que limitaban inicialmente al héroe (su amante / hija / esposa), pero tan sinuosa, sincopada y en cámara lenta cuando la banda de los cuatro vaya muriendo sangrientamente acribillada por estopines arcaicos, uno a uno, en despoblado, por turno, hasta que el círculo mitológico instantáneo se cierre frenético pero contemplativo sobre el Héroe del Amor Loco drogadicto, ante el trágico torso desnudo de una forzada pero idealizadoramente indigenoide Patricia ya sin mácula de centenaria pintura azul.

Y la khátarsis fugalastrada era por narcorromántica ventura un largo rodeo aventurero para culminar en esos cuerpos de una pareja ahogada flotando cursilíricamente con los brazos en cruz sobre el riachuelo por toda la mítica eternidad decrépita y efímera del más viejo senil cine nacional.

2. La khátarsis prima

La espuma es la más perfecta de las nadadoras.

Malcolm de Chazal

La khátarsis chilangodisparatada

Todo ocurre al filo de las infames vicisitudes inesperadas de chilangos perturbados, chilangos malditos y chilangos aguados que han dejado de serlo.

Al filo de la quietud de una guarida pandillera en algún aglutinado pero inoportuno primer cuento chilango, el tenso intenso hamponcillo de barrio con pelos rizados y descuidada barbita apodado El Jairo (Rodrigo Ostap) verbaliza ante sus escépticos compinches los esquizofrénicos delirios cada día más agudos de los que es presa, creyéndose tocado por el destino (“¿Crees que venimos a este mundo nomás porque sí, a lo puro pendejo?”), oyendo voces imaginarias (Pablo Abitia en off solícito e inmostrable) que le dan órdenes precisas (“No trates de verme, estoy en tu mente, soy el Maestro Osiris, tengo una misión para ti”) para ayudar en el clandestino combate puntual contra una invasión de extraterrestres (“Los aliens están aquí y están disfrazados con pieles humanas”), en cuyas huestes de resistencia secreta participa incluso su venerado cómico pícaro populachero Polo Polo (él mismo en persona). Pronto el frágil maleante joven perderá por completo el juicio de realidad, justo cuando, al lado de otros dos burlones sicarios garrosos, Bruno (Luis Fernando Peña) y El Chami (Orlando Moguer), el sobreprotegido por el canoso supervoluminoso jefe tequilero de la banda Don Lupe (Ernesto Yáñez), que sería en realidad su padre inconfesable, estaba colaborando crucialmente con su grupo en el respaldo operativo del autosecuestro de cierto inconforme júnior ávido de apoderarse cuanto antes de su negada herencia Jean (Adrián Ladrón de Guevara), que es escondido en un cuarto de hotel y es retratado vendado por encima del periódico El Universal de cada día para intimidar a sus progenitores-albaceas roñosos (Virginia Gimeno, Bautista Balcarce) que antes le quitaban hasta su nave para ir a la Universidad y luego apenas han tardado en recurrir al servicio mediador de unos desalmados guaruras uniformados en oscuro (Juan Carlos Remolina, Eduardo España), han seguido las indicaciones forzosas y han dejado un gran maletín negro con el monto completo del rescate exigido (quince millones de pesos) tras las matas del recodo de una carretera, para regocijo momentáneo de los eufóricos hamponcetes barriales. Sin embargo, confundiendo a los internegociadores delincuenciales con unos al fin encarnados Hombres de Negro filmohistorietísticos que deberían auxiliarlo en su egregia misión exterminadora antialienígena, el heroico ilusorio iluso Jairo ha echado todo a perder; ha revelado traidora e irresponsablemente las minucias del tejemaneje de la operación delictuosa a sus presuntos aliados y provocará, por efectivo efecto dominó, persecuciones, rapiñas desatadas, balaceras feroces y pavorosas matazones tanto en la guarida pandillera, donde perecerá su repelente padre ignorado, como en la mansión paterna de Jean y en el cuarto de hotel-escondrijo, donde hasta el falso secuestrado será mortalmente acribillado, con la casi totalidad de sus ocasionales cómplices y los intermediarios abusivos. En el peor de los casos, incluso el propio alucinado Jairo acabará atado, tundido feamente, paseado, metido en la cajuela de un auto robado y sólo desencajuelado para acabar, junto con el codiciado maletín rebosante de fajos de billetes, a manos de un tembeleque viejillo envalentonado a quien primero había sido despojado de su vehículo, y de su temerosa esposa ahora desalmada.

 

Al filo del páramo huevonazo de una oficina recoleta en algún disperso pero disparatado segundo cuento chilango, la obesa obsesa trabajadora social y abandonada marital Claudia Guzmán (Regina Orozco aparatosa) es despedida de su empleo burocrático de hipócrita beneficencia infantil mercenaria por el prejuicioso Lic. Fabián Méndez (Rodrigo Murray), al descubrirse, dentro del escritorio de la mujer abierto por fractura una colección de revistas pornográficas de su propiedad. Reconocida en público durante culpabilizadoras sesiones de terapia grupal, ilustrada y explicada por flashbacks, pero jamás abandonada, la insólita afición a ese tipo de lectura prohibida hubo de ser heredada por la rotunda fémina de su marido Julio (Gerardo Taracena), quien la consumía con torpeza, compulsivamente y masturbándose a solas, ocultando sus ejemplares por todas partes de la casa, apenas concluida su luna de miel, particularmente dichosa para ambos antes de su abrupta separación definitiva. Alimentado por un puesto callejero especializado en la materia, al que apenas pudo acudir flanqueada por su solidaria amiga secretarial Emilia (Laura de Ita), el vicio pornográfico recién adquirido, incrementado, habría de conducir, por otra parte, de sopetón, paradójicamente, a la infeliz desempleada a otra forma de éxito, a descubrir por venturoso azar el adulterio del exjefe con la guaposa Emilia (desnudos, enchufados, realizando sexacrobacias en una erótica foto-estampa comercializada bajo la corriente) y a decidirse por la dulce venganza, al irrumpir desafiante y exigente en el despacho del hombre en cuestión, amenazándolo, chantajeándolo con revelarle todo a la esposa, obligándolo a dejarse usar sensual y sadomasoquistamente en un aburdelado cuarto de hotel, sacándole una inmerecida carta de recomendación para conseguir un próspero puesto oficial, conminándolo a satisfacer las fantasías sexuales en trío de la compañera de terapia también gordis Ofelia (Catalina López) y dejándolo fuera del juego para aplacar ella misma sus urgencias pornógrafas y neolaborales, sin sosiego, en el goce del conminatorio empleo perdurable, la cafetiza de gorra en casa ajena y la taquiza colectiva barriotera cual invitada honorífica de aquellos ancianos ganones, amén.

Al filo de un puesto ahíto de omniaceptadas revistas pornográficas en algún cruel pero disparatado segundo cuento chilango, el vetusto profesor jubilado Juventino alias Don Juve (Patricio Castillo) negocia con el dueño voceador la devolución de la boleta de empeño de unas joyas familiares a cambio de una pistolita y se retira a seguir vegetando en su morada, presa inamovible de la agitación, el estrés y la angustia por una hipoteca impagable y un invivible Via Crucis cotidiano, tolerando a una mojigata y temerosa esposa excolega bastante insufrible Anita (Isela Vega), al fastidiosillo perro consentido Maximiliano y a la hija parapléjica Chabelita (Emma Dib), cuyo inseguro porvenir sólo puede vislumbrar en esa situación una condena a la inminente orfandad y la perpetua pobreza. Para acabarla de fregar, un mal día, yendo a cobrar una mensualidad de las raquíticas pero urgentes pensiones conyugales, el buen hombre va a padecer el robo de su automóvil y su esquilmadora recuperación hasta el árido pueblaco mexiquense de Chimalhuacán, tras cruzar sumisamente por otro calvario, el policiaco-legal, que incluye exigencias y mordidas a diestra y siniestra que incluye a comisarios venales y a un paternalista corruptazo Agente del Ministerio Público (Diego Jáuregui) capaz de hacer localizar el vehículo mediante un simple telefonema a las redes cómplices de los despojadores, buena mochada mediante. Pero esta vez, el calvario conlleva un premio inesperado en la cajuela del auto, donde se alojan una maleta rebosante de billetes de inmediato expropiada y un sicario en pésimo estado de descomposición sanguinolenta por la tortura (El Jairo), al que los antes inofensivos esposos esconderán de cualquier visita inoportuna, y se encargarán de ultimar a golpes, dejándolo como guiñapo perenne, físicamente inservible, mientras inauguran por elipsis la taquería de sus deseos por fin cumplidos, contando con la asistencia entusiasta de la redonda y obsequiosa trabajadora social (Claudia) que, al llevarles el monto de un préstamo y gorrearles un cafecito de gratis, tampoco logró descubrir la presencia del delirante hamponcete rumbo a una irrecuperable invalidez.

En Crónicas chilangas (Baremo Films - Fidecine / Imcine - Festival Internacional de Cine de Guadalajara, 95 minutos, 2008-2010), heroico y apremiante debut como autor total del tamaulipeco de Ciudad Madero con estudios pumitas en ciencias de la comunicación Carlos Enderle Peña, con bajísimo presupuesto e imposibilidad de repetir tomas, aunque logrando convincentes imágenes agenciadas por el veterano fotógrafo excuequero Arturo de la Rosa mediante el “panavisión de los pobres” (tragándose un fotograma cada dos) y obteniendo en un Festival de Guadalajara un apoyo financiero al cine en construcción y en otro premios a la mejor ópera prima y al mejor guión, busca una khátarsis global mezclando, a diferentes dosis y con distinta fortuna, por lo menos tres géneros fílmicos muy exitosos en el pasado cine mexicano de diversas épocas: el thriller de humor negro de los años noventa, el suspenso urbano de los años ochenta y la comedia populachera con ultradesinhibidos diálogos léperos (“Nomás vamos a ver si me sigue dando risa, a toda mi familia se la cargó la verga”, para abrir boca) de los ya remotos años setenta, como sigue.

La khátarsis chilangodisparatada hace que todos los numerosísimos personajes principales coincidan alguna vez y por un momento en el puesto de revistas pornográficas “muy especiales” de El Nelson (Silverio Palacios), un personaje incidental de simpática figura redonda pero de escasa enjundia o relieve dramático, aparte de fungir como azaroso o más bien innecesario nexo narrativo, pues de cualquier modo las tres historias habrían de confluir sin su presencia y fuera de su no-dominio en el desenlace, convoca así una estructura convergente que nunca va más allá de un forzado haz de relatos tripartita en la cauda de unos Amores perros (González Iñárritu, 1999), aunque dada y ejercida de una manera lozana y natural, sin pretensión alguna.

La khátarsis chilangodisparatada atiborra de subtramas delictuosas, pequeños incidentes y decenas de personajes secundarios, algo que ya de por sí era caducamente retorcido, para no tener que profundizar (¿ni poder ni saber cómo?) en el comportamiento de sus protagonistas, medio estereotipados hasta la exageración fársico-esperpéntica, medio perdidos en el maremágnum y, lo peor, unidimensionalemente reducidos a una sola idea obsedente y dizque anárquica, al interior de un cuadro de costumbres medio anacrónico. Uno: a otra Crónica de familia (Diego López, 1985) con ese autosecuestro. Dos: sólo mentes panistas muy retrógradas podrían escandalizarse hoy con el consumo pornográfico entre adultos en un mundo ahíto de estímulos de ese tipo en el puesto a la vuelta de la esquina o miles de sitios y ofertas por internet. Tres: de mejores calvarios-pesadilla han corrido a cualquier remedo nacional de humor biliar.

La khátarsis chilangodisparatada se pavonea ludienvilecida como representante de “un tratamiento igualmente hábil de situaciones dramáticas, algunas desbordadas, en el mosaico de una ciudad con vocación de catástrofe” (Carlos Bonfil, en La Jornada, 29 de marzo de 2009). La juventud voraz, la adultez desviada y la vejez afligida como reflejos defectuosos del DFctuoso mayor e inabarcable, por esta ocasión reducido a tres absurdos banales de su ya insignificante Absurdo propio, confundiendo vivacidad con imaginación congestionada y frescura con juvenil autoexcitación calculada y superficialidad vociferante. No hay continuidad del acontecer chilango, sino un continuum a saltos y asaltos (lúdicos, envilecidos) basado en la construcción y la destrucción, la construcción y la destrucción criminoanales (anales de fase anal y de crónica en anales crónicos), cual microlegendaria popular y seudomitológica urbana.

La khátarsis chilangodisparatada considera la vileza y el cinismo como integrantes del cultivo de las bellas artes locales. Se accede a la vileza como una conquista y una bendición destructora. Conquista y bendición destructora del maleante esquizo Jairo que reparte traiciones por doquier y acaba poniéndose él solito la soga al cuello, pero que, una vez adquirida la última vileza, deja de preocuparse y comienza a comportarse como un ser envilecido más, para acabar cual Javier Bardem de Mar adentro (Amenábar, 2004), aunque no plañidero, sino bienandante (inmóvil) y satisfecho (devorando tacos) por haber hallado a los padres ultraterrenos hasta lo vulgocelestial, que en el fondo deseaba. Conquista y bendición destructora de la tenaz pornógrafa derivativa casual pero duradera, lujuriosa dormida y transitoria dominatrix furtiva Claudia que, tras el abandono del marido pornonanista y la expulsión de su chamba, ha dejado de preocuparse y empezado a comportarse como una fémina envilecida más que ninguna (según ella), aunque más ambigua y deleitosamente atareada que nunca, para someter a su exjefe reduciéndolo hasta su última expresión de perro lamechampaña en ceniceros y luego ambos hacer equipo pervertido para ayudarle a satisfacer sus fantasías sexuales a sorprendidas compañeras de terapia y quedarse finalmente, gracias a sus habilidades chantajistas con un buen puesto gubernamental dentro del holgado ejercicio de su profesión. Conquista y bendición destructora del viejo endeudado que, tras el robo de su auto y el hallazgo del encajuelado con maleta ahíta de billetes, descubre el oasis de la tranquilidad, deja de preocuparse y comienza a comportarse como un ser envilecido más, aunque más deleitosamente ambiguo y atareado que nunca y que ninguno, para mantener a su providencial cautivo amarrado y oculto detrás de la puerta de la cocina, y asimismo deshacerse de la entrometida chinchosa trabajadora social a punto de caerles en la maroma, para quedarse finalmente, al lado de su antes beata mujer ahora arreasartenazos, con todo el botín. Envilecimiento gozoso a la vista y gracias al cinismo, pese al acceso tardío (pero seguro) a éste.

La khátarsis chilangodisparatada utiliza a modo de resortes cómicos, con muy dudosa fortuna, la desenfrenada verborrea majadera de los personajes y algunos excedidos detalles excéntricos o absurdos de sus actos supuestamente hilarantes. Ese rapto de furia pudibunda del jefe vuelto Savonarola espontáneo (“No podemos permitir que entre nuestro personal haya quien guste de estas porquerías”) versus la agresividad de la pornógrafa de repente asumida como tal con descaro al ser cesada de su empleo (“Su madre hizo lo mismo que las putas de estas revistas para traerlo al mundo”). Tal esas balbucientes explicaciones del esposo sorprendido in fraganti en pleno onanismo avergonzado pero ipso facto rollero (“Es que soy muy ardiente, bien horny”). Ese pesimismo pío tan útil para hallar (y desmontar) todo tipo de excusas entre los viejos esposos pensionados (“Dios está muy ocupado como para ocuparse de nosotros”), o justificar cultamente su afectividad desviada hacia los perros, tanto el real como su pareja fingida (“Son Maximiliano y su Carlotita, para eso fuimos maestros de primaria toda la vida”). Esa concentrada febrilidad de la gorda archiplacentera haciéndose una larga desahogadora pajita sentada en el mingitorio sin importarle que la soliciten en la puerta, y su desquite sadiquillo con el exjefe bonititito al que obliga a hacerle un strip y a bailarle como en chippendale (“Más cachondo, corazón”). Ese big close-up de las tripas del timbre de la entrada como detonante de un suspenso tan amañado y astuto cuan deliberadamente lastrado. Ese insólito cameo soberano del comediante de culto lépero por lumpendiscos Polo Polo interpretándose autoadmirativamente a sí mismo de manera intempestiva para irrumpir acre, afianzadora y disuasivamente en sueños vívidos al Jairo en sus vívidas visiones esquizofrénicas cómplices (“¿Usted es también de los Hombres de Negro?” / “A huevo”).

 

La khátarsis chilangodisparatada disemina toques visuales a modo de ecos de “peligrosas obsesiones cruzadas” (Ernesto Diezmartínez, en Primera Fila de Reforma, 13 de agosto de 2010), tales como las finas lucecitas cual esquivas estrellitas burlonas sobre los matones discutiendo en dos niveles distintos de la irrealidad mental (“Está bien, cabrón, nomás no te emputes, aliviánate”), las muy pronunciadas profundidades de campo dentro de los contrapicados de antemano sugerentes, los intérpretes más soberbiamente autoirrisorios que nunca (la posripsteiniana Regina Orozco, una Iselota en las antípodas de su canónica leyenda erotómana y el de súbito ubicuo Silverio Palacios a la cabeza), el pedestre monólogo interior de Jean pese a no ser un personaje central pero haciéndose digno de los jóvenes héroes postraumáticos de Daniel & Ana (Michel Franco, 2009) al ir a conectar droga (“Necesito alivianarme para pensar mejor”) y usar a su proveedor de anteojos blancos como inhabitual confesionario instantáneo (“Nomás di cómo podemos echarte el guante y ya”), los chochos de la droga con dibujo de amarilla carita feliz, los futuros constantes encuadres chuecos cual reflejo de la distorsión afectiva e impetuosa de tercos ensimismamientos, las agresivas agarradas de huevos por peligrosas manos femeninas para disminuir y someter a su dominio al testicular varón indefenso (“Te ves muy simpático con ojitos de huevo cocido”), la pavorosa caída sobre su rostro del Jairo amarrado a una silla para quedar definitiva y duraderamente desgraciado, y así sucesivamente por los nefastos regocijantes siglos de los signos y después.

La khátarsis chilangodisparatada culmina en un final de carcajada y guillotina, como debe ser tratándose de un batidillo indigesto en torno a la inextirpable chilanguidad de los chilangos tarados (todo, ¿todos?) concebida como subespecie abestiada, más cerda de lo animal y lo divino que de lo humano, aún emergiendo de la estupidez congénita gracias al avizoro taimado, la tranza en ciernes y un ensimismado egoísmo malvado pero digno de todos los castigos y los premios. Ese final de posalburera película desmadrosa del inefable Güero Castro que tanto añoras, invocas y evocas tras irte de bocas, a imagen y semejanza del plurinfeliz ignorado Jairo convertido en pelele encorsetado e inserto cual injerto a una silla hospitalaria en medio de la habitación remozada de Chabelita y ocupando un filial sitio de honor en el afecto de los esposos jubilados que le dan su medicina en la boquita, aunque todavía oyendo sabias voces teo-teleológicas (“El destino, el destino”).

Y la khátarsis chilangodisparatada era por designio una prolongada indagación / introducción / desvío a la esencia del alma chilanga, pero no como algo consciente que ya se posee, sino como un inconsciente que se hace, se conquista, se descompone y recompone: un puñado de cuentos chilangos en proceso con personajes a fuego lento (“una historia completa para gente incompleta”), de especulares cuentos chilangos insuficientemente cocidos, cuentos chilangos a medios chiles, cuentos de chilangos guangos.