La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis migrañadúltera invita de magnánima manera sobreentendida a construir por amputaciones una película ideal. Sólo habría que borrar por obviote el epígrafe lugarcomunesco y petulante de Blaise Pascal que la precede (“El corazón tiene razones que la razón no entiende”), quitar los primeros veinte minutos de inútiles deambulaciones (14 horas de espera para reencontrarse con el macho en mucho más de 14 minutos), suprimir los últimos veinte minutos que a todas luces salen sobrando (en rigor la anécdota a contar termina cuando la heroína en la tina que culmina se mete) dando la impresión de que la película nunca acabó de arrancar y nunca acabará de acabar, omitir por profilaxis mental todas las situaciones forzadísimas o explicativas en exceso, eliminar por imposibles la mayoría de los parlamentos inexpresivos / indigestos / inaudibles, recortar por misericordia melodramática al menos a la mitad o a la tercera parte las hiperreiterativas stanzas narrativas (de los 15 a los 7.5 o 5 minutos en pantalla), extirpar incongruencias y despropósitos y pajas y adherencias parásitas, liquidar por impudicia grotesca el par de gratuitas e inservibles escenas-shocking (la recogida de un tampón vaginal usado, la meada a media sala) allí sólo pour s’épater soi-même... Amputar, amputar, amputar, o tijeras, tijeras, tijeras, según recomendaba nuestra adorada antecesora en el ejercicio cinecrítico mexicano Luz Alba / Cube Bonifant. Pero sería de temerse que, ¡ay!, no restaría demasiado, ni tampoco muy poco: la elección del riguroso régimen del blanco / negro más artificial e irrealista que nunca, la precisión de los encuadres y las texturas, la tiesura malgré tout armónica y estilizada de las actuaciones, la machacona pertinencia / impertinencia gris de la música de David Mansfield, o así.

La khátarsis migrañadúltera empieza, mantiene, concluye y se encierra a sí misma en un regusto sañoso por el espectáculo de la degradación femenina y sus quejumbres. He ahí, pues a la mantenida dormilona huevonaza que despierta a media mañana, la del blanquísimo camisón matapasiones, la golosa recién levantada, la que jamás se acomide a arreglar ni mínimamente su depto, la buscona de sexo, la rogona telefónica despojada de la acezante sublimidad trágica de Anna Magnani de Cocteau-Rossellini (en el episodio La voz humana de L’amore, 1948), la renuente a hacer o dejar hacer cualquier cosa lanzando como pretexto a la hija porque según ella está delicada de los pulmones, la sigilosa subrepticia del escondite inmediato para las inconfesables e hipócritas compras clandestinas, la insolidaria inmune a los reproches hacia off con cigarrillo pendiéndole de los dedos, la tipeja despatarrada pintándose las uñas de los pies o derrumbada de bruces sobre el lecho deshecho desde la mañana, la promotora del rencor heredado de generación en degeneración como única forma de relación madre-hija (ya evidente desde La reine de l’ennui de Rip, 1998). He ahí la despreciable desobligada inafectiva que ofrece comida congelada sin cocinar a su arisca hija ya dañada pero pidiéndole perdón de antemano, la botarata que gastó hasta el cambio previo a reventar la tarjeta de crédito por comprarle zapatos italianos de gala a su hombre, la desasosegada siempre al borde de un ataque de sus nervios erizados, la sabedora que todo mundo tiene razón menos ella, la que sale y le da la vuelta a la entrada de su edificio porque no sabe siquiera a dónde quiere ir, la que se cachondeaba sola, la ansiosa con cubeta rebosante de regalos que se osa ofertarlos de inmediato, la que se mete la inerte mano masculina bajo la falda entre las piernas sin mayor éxito, la arrepentida y contrita porque ha sacado de quicio por sólo haberle concedido 14 minutos de tregua a su amante antes de abalanzársele, la que se arrastra para ponerle flamantes zapatos negros a los pies que la patean reacios, la que es sacada de los cabellos del cuartucho amatorio, la ovillada gimoteante contra la puerta tras ser echada como perro, la escarnecida señora que intriga a la niñita futbolera y su amiguito (“Ella es una mamá”), la presa fácil para el relamido vecino de corbatón, la agitada inerme ante el repelente seductor panzón barrial muy arribacorazones (“No le diga que no a la vida, una copita para que se le quite esa cara de susto y se le asienten los nervios, digo yo: más vale mal acompañada que sola”). He ahí a la que se le hinca a la amiga o al macho aterrado sólo por un dinero de ayuda express, la que se envenena en un rapto de agresión / autoagresión y después se zurra de miedo, la eterna arpía derrotista y autodestructiva que no se atreve a salir de su hogar ni después de muerta autosaboteada, y así sucesivamente. Pero también, he ahí con preeminencia a la funesta nefasta que, con sus exasperadas e insaciables necesidades ovarioafectivas, se lleva entre las patas a todos los que la rodean, creyendo lo contrario (“Lo que no sabes es que te llevabas mi vida entre las piernas”, proferirá a la foto de su amante antes de ingerir el veneno) y se extingue satisfecha tras descomponer palpablemente a los demás (“¿Te duele, princesa, ¿qué hago? / Usted va a ayudarla a bien morir”). Exasperada de atar con demasiada frecuencia, sometida a los peores excesos intimidatorios, pero sin jamás conseguir la menor nobleza, carisma, convicción ni distancia crítica o humorística, una desangelada y sin gracia Arcelia Ramírez se esfuerza por construir con mínima coherencia perfecta un personaje incongruente desde su base: sólo sensual en la escena de la invasión al cuarto del amante (husmeando / acariciando / lengüeteando las sábanas sudadas de su amante y lamiendo la cucharilla con sus heces cafeteras) para recibir el cortón de su vida como un descontón con efecto irrecuperable (“Vete de mi vida, estás loca y no te quiero”).

La khátarsis migrañadúltera consuma la coronación fantasmal de un corpus de obras. Según la recopilación Cine II: Los signos del movimiento y del tiempo de Gilles Deleuze (Editorial Cactus, Buenos Aires, 2011), en las intervenciones de una de las clases del maestro un alumno definió cierta película de Luis Buñuel (El diario de una recamarera, 1963) en los hondos, onanísticos, vagos, intercambiables y mamoncísimos términos de “se trata justamente de la relación agitación-deseos-fetichismo-glaciación perversa y no de la pulsión bruta”. Sin forzar apenas las cosas, Las razones del corazón podría ser definida con la misma fraseología, porque según Deleuze, “en el naturalismo desde que existe amor, hay elección de un pedazo”. Con viejos y vencidos hielos, perversiones, agitaciones, deseos, pulsiones, brutalidades y cola que le pisen, se trata en consecuencia de un naturalismo que, en el largo caso concreto y añejo del cine de Rip, sólo ha logrado generar dos tipos de esquemáticos personajes límite, pues sigue siendo cierto que “el autor naturalista no sobrepasa, en cuanto al contenido o a la forma, el horizonte de sus personajes; el horizonte de éstos es a la vez el del autor” (Lukács, ya en su Sociología de la literatura). Por un lado, entonces, los deleznables héroes gañanes patéticos, dominantes y asquerosos sin escrúpulos. Por el otro lado, las exigentes heroínas con síndrome PVH (en argot médico: pinches viejas histéricas) que abarrotan las salas de urgencia de los hospitales, bloqueando la atención a los verdaderos pacientes graves, y que con una pastilla-placebo medio alcoholizadita pueden quitárselas de encima por un buen rato. Para macilento, monotemático y duradero lucimiento de unos y otras. ¿Habría que acabar exigiendo más respeto y comprensión para los canallitas y las suicidas alter egos hechos mierda sobre mierda, por consiguiente? Sólo falta ya que el viudo cierre la puerta del escenario luctuoso, permitiendo un panning sobre la nívea mortaja arrugada sobre una mesa baldía como póstumo mudo elocuente comentario visual.

Y la khátarsis migrañadúltera era por desventura a lo Disraeli una película pletórica de flojedades e inercias que tiene todas las virtudes que detestamos y ninguno de los vicios que amamos, sin el debido socorro interesado, inoportuno y pese a todo exultante.

La khátarsis timidocéntrica

Dependiente de su madre viuda Pilar (Monserrat Negrete) que regentea la discreta pero codiciada panadería La Ideal en una colonia céntrica del timorato Aguascalientes de mediados de los años cincuenta sacudido por el movimiento ferrocarrilero que encabezaba Demetrio Vallejo (“Nos esperan tiempos difíciles”, emite y repite vox populi a cada rato casi a coro), el sensible hasta la timidez y discreto adolescente cinero de 17 años Hernán Cortés Delgado (Jaziel de Lara) atiende muy guapito y prudencial el expendio familiar de pan, acierta en todas las trivias filmorradiofónicas que le permitan asistir gratis al cine con su queridoamigo bisexual de clóset Marco Antonio (Abel Amador), provocando la desesperación del gerente de un desaparecido Cine Colonial sito en la Avenida Juárez (Jaime Humberto Hermosillo en persona), y aspira a convertirse en escritor o dramaturgo a fuerza de leer obsesivamente piezas de Eugene O’Neill (el mejor regalo de amistad será un ejemplar de El viaje de un largo día hacia la noche traído expresamente desde Ciudad de México), si bien por el momento, quizá sólo para llenar el expediente y complacer los deseos prácticos de mamá sobretrabajada, estudia para contador privado en la academia comercial de segunda de Miss Serafina Llamas Rojas (Imelda Hernández Macías), por lo que debe disputar cotidianamente el uso de una vieja máquina de escribir con su puberta hermanita Verónica (Clarisa Limón Hermosillo), aunque cuente para todo lo demás con la devota complicidad de la sirvientita Agustina (Paola López), quien de hecho ya forma parte de la familia (“Para que te cases con una viuda”) y comparte su afición por la radionovela de moda El muro del odio con el muchacho, mientras su hermano mayor Eduardo (Stephan Bosch), contrastando con él, reparte en bicicleta el pan fabricado por mamá, se endroga de modo irresponsable con inútiles muebles modernos pagaderos a plazos, pretende convertirse en campeón ciclista, sin tener las cualidades requeridas para ello, y termina enamorándose, y muy poco después casándose, con la tierna joven politizada Paz Guerra (Angélica Padilla), abierta partidaria de la lucha reivindicadora vallejista (tan satanizada), que era la mejor amiga de Hernán, y seguirá siéndolo pese a haber devenido su cuñada.

 

Pero no todo era dicha para la familia Cortés y sus adláteres en aquella época, sino más bien apuros. Hernán habría de recurrir a la caridad de su padrino Don Pancho (Armando Meza), dueño de la competidora panadería La Especial, para poder comprar el casimir del traje exigido de rigor en la graduación del por fin contador privado. El matrimonio del hermano plasta Eduardo con la vivaracha Paz estaría a punto de irse a pique por desacuerdos estrictamente sexuales, tras una iniciación en la noche de bodas que se sospecha torpe y brutal, por lo que la chica acabaría refugiándose en los cálidos brazos de su cuñadito cariñoso y siempre a punto de huir de regreso a la casa paterna. El buen Hernán sería empleado ya como profesionista por la pacata oficina de un Señor Sumarán (Norberto Hermosillo Méndez) cuyas desagraciadas desgraciadas secretarias hostilmente treintonas Gloria (Jessica Cordero Ramírez) e Imelda (Mariana Torres Ruiz) primero le harían la vida imposible al pobrecito estoico Hernán y luego lo aceptarían dentro de su círculo, convirtiéndose en sus aliadas, sobre todo cuando Marco cautivara a Imelda en la boda de Eduardo y el jefe de oficina se atreviera finalmente a llegarle ligadoramente a la solterona ansiosa Gloria.

Por lo demás, acosada por el temor a chismes como los propalados por las brujeriles tías católicas beatas Toña (Graciela Díaz de León) y Concha (María de Lourdes Hermosillo), y asediada por las pretensiones del competidor Don Pancho de adquirir la panadería La Ideal e incluso plantándole mero enfrente una sucursal de la suya tan Especial y emblematizada por rechazados letreros infamantes de “Cristianismo sí, comunismo no”, la madre Pilar padecería de soledad y fortaleza, si bien parecería consolarse con el fornido obrero cincuentón de la panificadora apodado El Chato (Alberto Estrella) porque acaso no alcanzó nombre de pila. Y la diligente Agustina, siempre tan doblada sobre la radio para reportar de inmediato la nueva trivia fílmica (“¿Cuál era el verdadero nombre de Rita Hayworth?” / “¡Margarita Cansino!”), resultaría la elíptica ganona del reloj de Paz puesto a sorteo que permitiría a Hernán desertar de su rabona ciudad natal, a pesar de que sus dos principales acompañantes se rajarían a última hora: Paz ya embarazada de Eduardo, Marco Antonio ya ligado a Imelda y consiguiendo chamba mediocre.

Juventud, desengaños y anhelos de Hernán Cortés Delgado, o simplemente Juventud (Instituto Cultural de Aguascalientes-Gobierno del Estado de Aguascalientes, 111 minutos, 2010), trigésimo primer largometraje del veterano cineasta intimista hidrocálido de 68 años Jaime Humberto Hermosillo (María de mi corazón, 1979; La tarea, 1990), sobre un guión suyo escrito un cuarto de siglo antes pero desarrollado con ayuda de su habitual colaborador Arturo Villaseñor (autor en paralelo de una novelizada evocación filmobiográfica llamada Jaime Humberto Hermosillo a través del espejo digital narrada desde la perspectiva de su gatita imaginaria Petra von Katt ronroneando de adoración hacia su amo arrullador arrollado por elogios), sigue adoptando el formato del videofilm (ya inesperadamente profesionalizado) para preservar la independencia creadora y confesional de su realizador (“desde la trinchera del cine digital”, afirma el crítico José Antonio Valdés Peña en el periódico cultural de distribución gratuita La semana de frente, número 80, del 6 al 12 de diciembre de 2012) y servir como ejercicio colectivo entre jóvenes actores de manifiesta experiencia escasa, profusión de parientes interpretando pequeños roles y un staff con predominio de aprendices locales de cinematografía por completo desinteresados, todos felices, entusiastas y contentos, celebrando que Hermosillo esté de regreso a su retrógrada Aguascalientes tan amada, odiada y añorada a la vez, de nuevo allí activo y trabajando, entre otros motivos para revivir y narrar in situ las razones y circunstancias que lo impulsaron a salir, romper y abandonar ese lugar hace medio siglo, fijando, identificando y violentando acariciadoramente fantasmas interiores, en especial los familiares y los cinematográficos, que nunca podrían dejar de acompañarlo, formarlo y apapacharlo, a través de hechos tan contradictoriamente inolvidables como cualquier revivenciada experiencia vital, vuelta originaria, entrañable, imaginario y memorial, recuerdo e inconsciente perenne, no obstante en pos de una explicable y explícita más que khátarsis timidocéntrica, como sigue.

La khátarsis timidocéntrica celebra el nacimiento de una cinefilia irrenunciable. Irreductible, aunque a veces deban escucharse las sensatas recomendaciones maternas (“Si hay escenas fuertes, cierras los ojos”). Y el niño cinero se hizo joven cinéfilo y habitó entre nosotros. Lo atestigua una buena dosis de finales de películas hollywoodenses, que van de la conclusión de la huelga desintegradora de familias mineras galesas de ¡Qué verde era mi valle! (John Ford, 1941, a la que no debe confundirse, tal como se recalca, con ¡Qué verde era mi padre! de Ismael Rodríguez, 1945), al hijo rechazado James Dean ante el lecho del padre moribundo en Al este del paraíso (Elia Kazan, 1955), al apoteótico remate cínico-dancístico de la comedia musical hawksiana Los caballeros las prefieren rubias (1953) oportunamente reportada con calificación “C2: prohibida por la moral cristiana” por la Liga de la decencia para horror o temeridad transgresora de sus seguidores hipócritas, y algún otro proferimiento fílmico de lujo erudito. Lo testimonia un S.O.S.: familia en apuros, que ni siquiera propone una Parental Guidance como la titular en inglés de Andy Frickman (2012, con Billy Cristal y Bette Midler), pues su presunto realismo al microscopio y sus eventos culpables carecen de cualquier agitación de comedieta integrada o atractiva. Hermosillo atiende el parto de su afición, su manía, su pasión, su oficio en ciernes desde su oficio en acto y en retirada. Tenía y al parecer aún tiene hambre de cine, identificándose paradójicamente con el ferrocarrilero muertodehambre (Martín Layune) que renuncia al pan deseado porque no hay cambio para su último billetote de veinte pesos. Una cinefilia carente del gusto por la reciedumbre crepuscular que moverá y conmoverá a un cineasta de la siguiente generación como Juan Antonio de la Riva y a su obra maestra acaso residuoculminante Érase una vez en Durango (2011). La cinefilia no a modo y a mood de vida verdadera, realidad sustituta, existencia sucedánea, o artificial vida mejor que la vida, tal como creían los cinéfilos cursis de los años sesenta, sino como ejercicio de calentamiento, anticipo de la vida, antesala y despertar de la pulsión erótica, iniciación a la existencia, primer contacto y conocimiento previo fenomenalmente armoniosa de la realidad real que ya era la vivencia, el gozo y la premonición placentera de lo real impacientemente imaginado y pronto vivido, la auténtica y frívola pero jamás superficial Impaciencia en el Corazón en que se debatía la heroína de Stefan Zweig y vuelto el Cuerno Mágico del Doncel de cualquier pueblerina meseta mexicana. ¿Y quién dirigió la contemporánea joya del churro mexicano extemporáneo El marinero que vino del mar de la obviedad?

La khátarsis timidocéntrica explora las posibilidades de una lectura de guión como teatro en atril. Aprovechando una primigenia lectura dramatizada, muy dramatizada, por un conjunto de actores bien entrenados y dirigidos por Alfredo Valencia para celebrar los cincuenta años del arribo del cineasta al DF y luego filmada como ficticia y como dispositivo de arranque, para pasar del Aguascalientes de hoy al de mediados del siglo XX, se reitera varias veces a lo largo del film, interrumpiéndolo, completándolo, diseminando posibilidades múltiples en órdenes múltiples. Los recursos del teatro en atril son manejados, entonces, de varios modos. Un poco a lo Enrique V de Laurence Olivier (1944), para pasar del tiempo presente al pasado resurrecto, de igual modo que el gran clásico se pasaba del tiempo y el teatro isabelinos a la obra shakespeariana con mayor verosimilitud, ingenio, inventiva y dupla encanto / desencanto (de acuerdo con el analista Jean Leirens, pionero de la relación entre Tiempo y cine. Un poco para destacar y contrastar el uso de un antirrealista e inestable blanco y negro del que paulatinamente se irá apoderando o reapoderando la invasión del color, precediendo cierto hermosillo procedimiento de El fantástico mundo de Juan Orol (Sebastián del Amo, 2011), con fotografía y edición de Jorge Z. López a manera de álbum antiguo o arcaico Libro de Horas y música Omar Guzmán en desuso. Un poco en perspectiva y distanciamiento / extrañamiento brechtianos, sin mayor pedantería ni solemnidad, vehiculando una inquietante dialéctica semejanza / diferencia, al tiempo que se insinúa un vínculo secreto entre ambas nociones. Y más que reflexionar sobre la representación escénica (real o en potencia), la representación cinematográfica (actual o pretérita, y también real y en potencia) o sobre ambas (sus entrecruzamientos, sus imaginarios, la evanescencia de sus naturalezas y supuestas esencias), un mucho servir para representar lo irrepresentable: lo irrepresentable por motivos económico-presupuestales o de metraje (el conato de baile encogido en casa ajena, el encuentro callejero entre disturbios, la indiscriminada represión de manifestaciones citadinas), más que por otros teóricos o abstractos, deliberados u opcionales, para llenar huecos, ahondándolos, haciéndolos evidentes y demás.

La khátarsis timidocéntrica se sumerge en sucesos. Denotativamente en sucesos; connotativamente en sucesos y más sucesos. Para plasmar una mejor versión idealizada de sí mismo nada habrá como hundirse en la miríada de sucesos que se embellecen solos bajo la perspectiva de las cicatrices del tiempo, el omnímodo perdón poscristriano a la orden y la palpable conquista de pequeñas grandes virtudes leve, casi imperceptiblemente irónicas. Un encomio efusivo apenas ambiguo a cierto improbable Aguascalientes minimalista, reducido a una casa y una panadería, el interior de una sala de cine y el arrinconado exterior de una calle céntrica en medio de la cual poder invitar a la amiga acompañante alguna gelatina expendida en un carrito de los que ya no hay. Una armonía inestable, vaivenes de la vida, con ecos sociopolíticos como distante influencia exterior. Una linda sesión de reflejos en la cristalería y las vidrieras de la esquina, una agitación archiestática de la boda mediocre y sus ligues colaterales entre estrechísimos espacios constelados-claustrofóbicos de un depto ni siquiera con audaces consolaciones fractales. Un elegante desfallecimiento en marcha entre desnudas paredes cremosas o con parcos cuadros-signo y estampas religiosas e imágenes de la egoteca hermosillesca y hasta algún ícono del innombrado padre ausente.

Un bienvenido gag que sustituye las consabidas trivias fílmicas por deportivas indesentrañables (“¿En qué año se coronó por primera vez como campeón de box el Ratón Macías?”), y un absurdista gag autoirrisorio muestra a la madre pidiéndole al hijo que salga de ¡un clóset! donde se encuentra literal, físicamente encerrado escribiendo a máquina. Una fidelísima ambientación inconsútil de objetos extintos, pero donde deberán codearse sendos fotomontajes para improbable fetichista consumo casero de Fuimos los sacrificados (otra vez Ford, 1945) y la Muerte súbita actuada por Joan Crawford (David Miller, 1952), con ancestrales billetes de cinco y un pesos, trencitas irritantes de la hermanita medio mensa medio babas y un libro de bolsillo con tapas color vino de la Editorial Origen (de los que, en rigor, comenzaron a publicarse hasta 1983). Un contexto sociopolítico que ya resulta casi esotérico dentro de la desmemoria nacional (“Mi papá va a votar por Luis Álvarez”). Un análisis del aislamiento-encapsulamiento nucleofamiliar clasemediero-clasemediero, clasemediero a lo bestia, clasemediero como única posibilidad de existencia (cercenada, castrada) y última reacción vital, un cautiverio que se ignora, pero un telón de fondo (micro)social ávido de fungir como providente venero de futuros (micro)conflictos fílmicos que se saben tan válidos como cualesquiera otros.

La khátarsis timidocéntrica incursiona desazonante en el reino de las hadas. En ese archipiélago de mujeres, en esa hidrografía femenina, en esa galería de hembras-isótopos en busca de saturación, en ese grupo ilustre por ello que florece al mismo tiempo que el de los varones pero aparte (el ligamento entre ambos sería Hernán el Conquistador Cortés), sólo hay hadas buenas y hadas malas. Todas ellas, muy polarizadas, pueblan el territorio inexplorado de la emoción, la envidiable emoción a flor de piel por fin asequible. Entre las hadas buenas se cuentan las jóvenes habitantes de la casa (la pueril criadita juguetona en primerísimo lugar aunque incidental) y la de nueva adquisición Paz. Y entre las hadas malas todas las caricaturescas señoras circundantes y las oficinistas rechazantes (aunque éstas hacia el final se vuelvan buenas). Disyuntivo condicionante significativo de la tentación y la alteridad: el mundo en femenino era la tentadora inalcanzable semejanza identificadora.

 

La khátarsis timidocéntrica incursiona inquieta en el imperio de los ogros. En esa sierra brava de hombres recios, en esa orografía masculina, en ese irresistible desfile de elementos saturados de todos tan temidos y atraídos, en ese grupo ilustre por ello que florece al mismo tiempo que el de las hembras pero aparte (el ligamento entre ambos sería el valiente que no quita lo Cortés Delgado), sólo hay ogros bonachones y ogros ambiguos, pero todos ellos lo son al mismo tiempo, como después lo sería el ogro filantrópico o Estado providente en la sociopolítica poético-ensayística de Octavio Paz. Integran el dominio de la afectividad sin mayor prontitud ni inminencia. Los varones son demasiado lejanos, distintos, como el ardido hermano atolondrado que husmea la obra teatral en proceso de Hernán (para burlarse de sus inocultables claves autobiográficas: “Tú eres... y Marco es...”) o el jefazo ambagioso de nombre tan kitsch como se pueda Don Plácido Sumarán, y pueden ser objetos de afecto, de amistad, de compañía, pero sobre todo de previsión y provisión. Estarán dominados por la ambivalencia, como Don Pancho, padrino buenaonda y competidor maldito, pero no así su arpía hermana Lupe, la más mala y ambiciosa-rapiñosa de las hadas malas de la localidad. Sin embargo, dentro de este mundo de ideas, el máximo objeto viril sería la figura de la madre dueña de panadería Pilar, por fuerte, cercana, providente, ambigua y, como su nombre lo indica, pilar de la familia y del sustento al frente de la panadería que es fuente de la economía doméstica, con mentalidad masculina y conductas viriles y atisbadas urgencias insatisfechas o mal satisfechas, con grandes esfuerzos y demandas para los miembros del núcleo, la patroncita perdonavidas, un Padre padrone travestido en Madre madrona que se les escapó a los Hermanos Paolo y Vittorio Taviani (1977), pues Hernán le atiende el mostrador, en tanto que su hermano mayor le reparte el pan en grandes cestas que de repente quiere casarse (“¿Cómo piensas mantenerla, sabe la tal Paz que va a vivir con nosotros?”). Disuasivo condicionante significativo de la tentación y la alteridad: el mundo de la prepotencia viril era la tentadora inasible desemejanza deseada.

La khátarsis timidocéntrica se refresca para devolver cierta frescura a la envejecida expresión añorante. Así se remoza y adecenta un cauto y circunspecto alarde postrero de egocentrismo / egotismo / ego trip en juicioso tono menor de conmovedora poshicresía aguascalentense, hasta metamorfosearse en timidocentrismo / timidotismo / timido trip: la timidez como una de las bellas artes ínfimas, máximo esplendor de la belleza que se esconde hasta de sí misma y desorden magnífico de los sentidos hipersensibles. La autoponderación narcisista de Hermosillo no se limita a filmar sólo un trozo decisivo de su autobiografía, al revivir y narrar su coming on age enfocado a manera de Bildungsroman clásico tipo Goethe a nivel posradionovelero, sino que además el mismísimo realizador en deteriorada época actual se incluye hitchcockianamente como el receptor de boletos del cinematógrafo provinciano, para poder contemplar, un par de nuevas ocasiones, al sabelotodo chavo inquieto que fue, con mirada enternecida, en efecto un tanto envidiosa y desesperada a lo Giovanni Papini ficcional-autoconfesional, antes de presidir, también él mismo, su tranquilísimo Stationendrama limado, tanto como los trabajos de parto con antelación de algunas de sus películas más destacadas, pues, en rigor, según esto, pululando en la humilde Aguascalientes de su juventud, estaban ya presentes muchos de los personajes (decisivos, misteriosos) que habrían de poblar sus futuras ficciones, declaradas así en clase personal e imitativas de lo real, puesto que una tanda de insertos oportunos irá remitiendo, en desfile remiso, a ciertos highlights de esas cintas, cual diminuta antología explicativa, máxima levedad del ser creador por preferencia y sobrepua, autocitas impúdicas en ostentoso recuento que quisiérase carnavalesca secuela de notas audiovisuales al pie de página, aunque por montaje disyuntivo. La madre amorodiada Pilar anticipa a la ultraprejuiciosa progenitora terrible (“Ni que estuviera loca”) que devoraba cual planta carnívora (interpretada por la excelentísima María Guadalupe Delgado: la auténtica madre del autor total cuequero Jaime Humberto Hermosillo Delgado debutando justo al cumplir la treintena) a su hijo con vida conyugal reacia al matrimonio en el ejercicio fílmico avanzadísimo para su época Los nuestros (1972), la maestra de taquimecanografía Miss Berenice (Zaide Silvia Gutiérrez) acaso preveía a la terrible solterona rayamingitorios e incendiaria homónima (Martha Navarro) de La pasión según Berenice (1975), la glamurosa compradora de boletos para la rifa de reloj en la peluquería Adriana Bejarano (María Oznola) prometía a la desazonante hermafrodita rompesquemas (Isela Vega) de Las apariencias engañan (1977), y hasta la receptora de la ventanilla de la Oficialía de Partes cuya plática hay que evitar como la peste porque de inmediato va a preguntar a los desconocidos si no han visto a su hijo marinero auguraba a la preguntona deshijada loquita (Ana Ofelia Murguía) de un depto tlatelolca pronto inundado por el Naufragio (también de 1977). Al implícito grito nietzscheano (“Hombre aviva el seso / ¿qué te dice la profunda medianoche?”) afeminándose a lo Gide y con inmodestia que envidiaría Walt Whitman Delgado, así el realizador revisa su opera omnia, por supuesto para celebrarse, cantarse a sí mismo y ofrendar las curiosas claves no pedidas de sus filmes. La timidez enhiesta sabe que los sueños de adolescencia se quedan muchas veces en meros sueños, porque es su deber, vocación y destino.

La khátarsis timidocéntrica jamás niega la anacrónica cruz derivativa fílmica de su parroquia. Antes bien, la enarbola, la ostenta, le saca jugo, la exprime a lo que dé y arroja orgullosamente los bagazos a la faz del espectador atónito con esa inesperada aunque limitadísima performance. Nadie podría dejar de impresionarse con la vastedad de esta introspección y con su justeza. Cine echeverrista a destiempo, el film debe tanto a la cotidianizante obra fílmica precedente de su realizador-auteur como al tono intimista autobiográfico (“proustiano”, según sus grotescos exégetas) que prendía y pretendía el Alberto Isaac del fallidísimo Los días del amor (1971). Perfecto antiRipstein desde muchísimo antes de este film, todo lo que en el enrabiado verborrágico realizador de Las razones del corazón (2011) es desprecio / menosprecio / autodesprecio y desdén, en Hermosillo se convierte en contención comprensiva, perdón retrospectivo, pudibundería, prudencia, seudoternura truffautiana subcutánea, blandura, autocomplacencia. La timidez se desmarca, se redefine y se refina gracias a la humilde grandeza del cine que se acomoda a nuestros deseos y temores.