La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis clonidentitaria elimina toda musicalidad y reduce toda propuesta fílmica a un solo elemento: el ritmo. Coloca al elemento rítmico en el puesto de mando, con una autarquía total, con base en una consabida que hiperfragmenta toda acción en multiplicidad de planos cortos modificando constantemente la posición de la cámara como en sistemático y manierista videoclip enloquecido de locura furiosa y asolado por su propio vértigo, demasiado cerca de Amores perros (González Iñárritu, 2000) y tan lejos de sus modelos inalcanzables (La vida en el abismo de Danny Boyle, 1996, o Amnesia de Christopher Nolan, 2002), poniendo la azulverdeante fotografía higiénica de Juan José Saravia y la superefectista edición de Jorge Macaya al servicio de la música pulsativa más que pulsional de Javier Navarrete, en una cadencia acelerada, a un compás trepidante / acezante / alucinante que a la mitad de su autoexcitante, autoexcitada carrera jadea, vacila y se desinfla, motivando alguna precavida colección de sabrosos sarcasmos-exabrupto por internet, pues acaba exhibiendo “el pulso de un zombi decapitado”, porque tiene “la consistencia de una papilla infantil”, y demás.

La khátarsis clonidentitaria demuestra aspirar pariente pobre de cualquier subgénero, al dedicar en gran medida todos sus esfuerzos a clonar efectos visuales tanto como dramáticos de todo tipo en boga, pero también corporales, en un discurso eminentemente físico. Diálogos obviotes, en primera instancia, demasiado explicativos, y sin gracia ni sustancia que parecen mal traducidos a un castellano internacional sin huesos o por dobladores de TVserie gringa (“Vas a estar bien” / “Te encontré al lado de la cabaña, ¿cómo llegaste aquí?”). Diseño sonoro hostigante hostigado del muy competente Alejandro de Icaza de El velador (Almada, 2011). Anacronismo añorante del cepo medieval que mantiene atrapadas las muñecas de los presos transportados en helicóptero. Irrupciones de soldados con linternas en mano decididas a todo. Embestida hitckcockiana del insistente helicóptero contra el héroe y contra sus espectadores inadvertidos, o bien el aparatoso estrellamiento del mismo navío. Inmersiones súbitas y recurrentes bajo el agua, con resonancias más impactantes que cualquier catastrófica hazaña espectacular. Naipe flotando sobre su propia oquedad simbólica. Espacios amenazantes o distanciados por abalanzamiento e hipercortes, semblantes trastornados, aterrado descubrimiento que han estado experimentando con tus órganos. Oposición entre la alevosa pulcritud desinfectada de las planchas quirúrgicas y el humilde ovillamiento ensangrentado en la atmósfera turbia de un calabozo o con camisa de fuerza en el rincón de una acojinada celda de manicomio. Retinas inflamadas, esclera de globos oculares en sucio color verdoso, venillas invasivas. No rostros afligidos, sino órganos faciales una y cien veces lesionados, adoloridos, imposibles de mínima claridad o razonamiento, y así.

La khátarsis clonidentitaria parece a fin de cuentas operar, en exclusiva, alrededor del tema de la identidad. Sin precisión alguna sobre lugar y fecha, sus únicas coordenadas serán las que la ubiquen como futuroanónima y futuroanómica (y también futuroanémica, ¿por qué no?). ¿Quién es en realidad ese hombre del cráneo rasurado? ¿Quién es en realidad ese sujeto en quien el preeminente por atribulado héroe secundario deposita todas sus complacencias y sus consuelos a sus heridas psicológicas y sus necesidades afectivas y sus culpas irreconocibles; y en el que el relato mismo ha depositado todo su interés dramático? Era una identidad proteica, gracias a una trasformista capacidad enigmática recién revelada por un esforzado actor joven. Una identidad que se busca, se indaga y sólo se encuentra para maldita la cosa. Una identidad en el límite del absurdo y la sorpresa reveladora. Una identidad que paga tributo terrorífico y hasta placero derecho de piso a las primigenias clonaciones de los fundacionales Gattaca, experimento genético (Andrew M. Niccol, 1997), que inició un mediocre aunque interminable culebrón televisivo, e Identidad desconocida (Doug Liman, 2002), primera entrega del brillante tríptico cinematográfico sobre el amnésico agente de la CIA Jason Bourne (Matt Damon otro maltrecho guapo-guapo del mismo cuño que nuestro Kuño Backer) hallado flotando en el mar a la deriva. Una identidad que nunca va más allá de esas dolorosas huellas de operaciones en el cuerpo y de esos intentos técnicos de Identificación ocular mediante bolitas luminiscentes que emiten lucecitas de varios colores. Una identidad escamoteada y cambiante que ha de dar finalmente la razón a toda la acidia de los asedios, vigilancias, persecuciones, prejuicios, devastadoras justicias expeditas y protectores crímenes profilácticos de la distópica sociedad totalitaria en cuestión, y a todos los prejuicios contra la caridad cristiana o laica. Al mismo tiempo, borrosamente, de manera puramente conductual, sin definir ni perseverar mucho ni poder llegar a más, se ha insinuado, más que planteado, por polarización y contraste, la coincidencia entre la búsqueda de identidad (Christian) y la crisis de identidad (Jaime), en la base de su compromiso tácito, sobre un precoz o casi senil sentimiento de desesperanza. En la medida en que gracias al principio de identidad un ser humano pueda ser un ser humano, fundando además su verdad y la certeza de su pensamiento, será de lamentarse que, con identidad o conflictos de identidad o de otro tipo, con certezas lógicas o psicológicas o metafísicas u ontológicas, o sin certeza alguna, tanto el sujeto Christian como su protector estén interpretados, por Kuno Becker (intentando cambiar su imagen frívola) y Álvaro Guerrero (intentando usufructuar y preservar su imagen grave), de la misma forma brillante en apariencia, pero carente de matices en ambos casos, a través de gritoneos histéricos, indistintas reacciones instintivas, gesticulaciones, apantalladorísimos movimientos rápidos, muecas, gruñidos, sobriamente sobreactuados si eso es posible afirmarse, tirándole más bien a la inexistencia (“Por suerte mató a un hombre que no existe”).

La khátarsis clonidentitaria urde varios finales distintos. Luego de concluida la aventura principal, para no dejar cabos sueltos argumentales, ni subtrama sin cereza en su helado, cada uno de los personajes principales contará con dos o más codas a su medida y a las de sus diversos humores. El villano de largo abrigo corrupto Wilkins inaugura con respaldo político un hogar infantil de beneficencia pública, la aún guapa exesposa finge ante el buen Jaime que éste ha adivinado una carta de la baraja ofrecida para entresacar (exactamente el obsesivo 8 de fatídicos rombos rojos) como signo de sonriente reconciliación prometedora (“Cenamos” / “Tal vez”) antes de que ella parta en su camioneta resarcida, Jaime pasea devotamente entre los nichos de una cripta donde se sorprenderá por una inscripción con foto feliz que reza “Jaime Alexanderson Jr.”), el susodicho magnate vuelve desde la difuminación de un contrapicado tremebundo para resucitar a su inerme víctima favorita (“Todavía no he terminado”), la chica eliminada esboza una vez su irresistible sonrisa acurrucada bajo la sábana, y va a resonar en la diáfana no-visión de un más allá de la trama el monólogo identitario ya satisfecho aunque espectral (“Ahora sé quién soy”). Varios finales divergentes en tono: uno de sátira machacona, uno de comedia romántica ruca y boba, uno funerario, uno de cuento de nunca acabar de clonar y morir, uno de perpetuado instante memorioso, uno medio irónico en torno a la búsqueda de identidad cual eterno retorno, pero ninguno de ellos realmente siniestro, insinuante o desasosegado. Varios remates distintos y ninguno verdadero ni demasiado valedero, ninguno con necesidad discursiva, ninguno contundente. Ningún discurso conceptual ni subterráneo desemboca porque ninguno se ha sostenido ni arrancado siquiera.

Y la khátarsis clonidentitaria era por infestada visualidad, no una apuesta por la ciencia ficción, sino el conato de peste de una innombrable y martirizada ciencia ficción deletérea, cual merecido castigo infinito.

La khátarsis anhelonostálgica

Aún sin lo fundamental, cada uno a su manera, estilo y estío.

Aún sin empleo en su profesión de ingeniero, pero a punto de graduarse, el desangelado joven tapatío Jorge Díaz (Rubén Padilla más hirsuto que atractivo) pasa largas e inmóviles jornadas tiradote sobre su cama, escuchando con grandes audífonos aburrida música juvenil puramente instrumental, asistiendo a tocadas de rock desinflado en antros provincianos, dependiendo de complacientes incursiones dentro del monedero de su sobreprotectora-invasiva madre costurera obesa y llenando solicitudes para poder someterse con desgano a entrevistas laborales, sin mayor esperanza, como si supiera de antemano que jamás logrará ningún puesto en ninguna parte para ese tipo de trabajo, estacionado como está en un punto muerto emocional, sin remedio aparente y que se agrava por su ignominiosa situación de enamorado secreto de la guapa señora arrejuntada con otro aunque manifiestamente insatisfecha Adriana (Marisol Padilla de apagado carisma intermitente), a quien visita con la mayor confianza en su casa, para dejarse utilizar por ella como acompañante de emergencia en su recorrido habitual de casas recién construidas a la venta, que la mujer sueña con adquirir alguna algún día, no atreviéndose siquiera, acodados ambos contra el fregadero de alguna cocina vacía, a rozarle la mano, que ella retira de inmediato.

Aún sin ubicarse en su precaria condición de empleado desechable, sintiéndose siempre en riesgo de ser degradado o despedido como aquel inmostrable amigo finalmente suicida tras verse en la calle al arbitrio despojado de su puesto laboral, el envejeciente novelista frustrado Joaquín (Carlos Hoeflich más calvo y ajado que entusiasta) se explica a sí mismo al escribirle una cariñosa carta a una hija geográficamente lejana llamada Ana, antes de seguir pasando largos e incomunicados días obsedido con los discos desconocidos y la voz de una desaparecida cantante ranchera fronteriza de nombre Pina / Chepina cuyo paradero indaga por doquier (“Pues nomás desapareció”), acaso ante todo para olvidar la fatigada relación amorosa que lo une sin boda mediante con una ambiciosa chambeadorsísima autónoma Adriana que sólo piensa en ser propietaria de una casa propia, aunque sea endeudándose (“Con un préstamo y tus ahorros”).

 

Pues bien, pese a su diferencia de edades, pero aliados por la cómoda amistad vecinal y por estar enamorados de muy distinto modo de la misma seductora madura Adriana, el que va de salida Joaquín y el que quisiera ir de entrada Jorge pronto se hallarán también unidos sin saberlo por la presencia, más vital que los dos juntos, de la superaventada adolescente de greñas lacias Karina (Mely Ortega irresistible), por un lado sobrina y heredera mínima del examigo suicida de Joaquín que ha compartido con éste algunas de las pertenencias entrañables del tío querido antes de partir del depto vacío empujando su maleta-carretilla, y de otro lado aspirante a galana que por mero espontáneo acto gratuito aborda al solitario deprimido Jorge en una cafetería (“A ti te conozco” / “¿De dónde?”) so pretexto de ser por un tipo acosada, que pronto se descubrirá bastante perturbadora, muy dueña de sí misma y medio alebrestada, sin identidad fija, pues además de Karina se hace llamar Tatiana, Cecilia o Gaby, concertadora de citas y sonrientes retrasos a su antojo, saltando de una chamba casi ocasional de barwoman nocturna al desempleo, solidaria compañera ideal por encima de sus quejumbres (“Siempre me tocan pobres”), ofrecida sensual desperdiciada por la timidez del indeciso cuando reposen en la alcoba de Joaquín y Adriana al quedar su depto al cuidado del joven héroe por viaje al pueblo de La Lagunilla en busca de la por fin localizada Pina, y por si poco fuera, ocultamente embarazada, para descubrirse poco después con estrategia de sobrevivencia propia, que incluye viajar a Canadá esperando parir allá con el propósito de que su bebé se beneficie con los privilegios de seguridad social del primer mundo.

Así nomás, y sin mucho alegar, tanto la pareja dispareja que ya integran a regañadientes Joaquín y Adriana como la que empiezan a formar con la mayor espontaneidad sin proponérselo Jorge y Karina, emprenderán sendos viajes paralelos en pos de sus anhelos, para verlos análogamente perdidos. El ansiado y difícil encuentro con la excantante Pina (Luz Delia Rodríguez) para entrevistarla e intentar sacarle todos sus secretos creativos, videograbándola en una infame casucha aislada, luego de varias citas fallidas y aplazamientos por hallarla botada de borracha y vigilada por una rústica señora entre custodia, enfermera y nodriza (“¿En qué canal va a salir?”), desembocará en la contemplación decepcionada de una envejecida alcohólica evasiva y hostil que nada quiere o puede confesar (“¿De qué pinches pendejadas estás hablando?”) y que acabará arrebatándole su videocámara a Joaquín para acabar con todo y ella en el suelo, desplomadas, desplumadas y estrelladas juntas, de igual forma que la relación del hombre con su compañera marital Adriana, rebosante de exasperaciones y desencuentros (“¿Quieres que hablemos?”), hasta culminar en la inminente ruptura.

En contraste con ellos, el forzadísimo viaje nunca concluido de Jorge con Karina será una insólita travesía circular plena de coincidencias y encuentros afectivos. Medio niñotes medio cosidos sin ganas de uno del otro despegarse ni mucho dinero qué gastar, subirán y bajarán de varios ómnibus de la línea TNS (Transportes Nacionales de Sonora), pararán a trechos al gusto o donde haya necesidad, se vincularán emocionalmente gracias a un viejo viewmaster que le ha obsequiado Adriana como regalo de graduación al muchacho antes de separarse, se comunicarán mutuamente su entusiasmo por conocerse más a fondo pese a las flagrantes mentiras de ella y las reticencias de él, sufrirán por su cortedad de recursos, aplaudirán con ardor a dos rupestres cancioneros itinerantes, el reflexivo primo flaquito Pedro (Mauricio Cedeño) y el impulsivo primo barbón rechoncho Pablo (Rafael Rosas), que acabarán dándoles un aventón en su enorme auto de épocas remotas, ofreciéndoles inconfortable pero generoso asilo en su cuartucho de hotel pueblerino, enamorándose súbitamente de la adorable chava y haciéndole continuas desprecios groseros a su acompañante candidato a dormir en el suelo (“Fíjate, pendejo”), llevándolos por la mañana de visita al rancho en patético abandono que les legó un abuelo común y separándose entre conmovidos lagrimones a punto de brotar, antes de que también Jorge y Karina deban partir con rumbos diversos, ella para proseguir hacia el norte y él hacia el hotel de La Lagunilla en donde sabe que hallará a Adriana con su marido, pero dándose un enorme beso de amor en la escalerilla de otra aparatosa unidad TNS hacia Tijuana.

Otro tipo de música (Departamento de Produ-cción Audiovisual de la Universidad de Guadalajara - Foprocine / Imcine - Cinefusión - Centro de Capacitación Cinematográfica, 86 minutos, 2008), ópera prima como autor total del docente de video digital y análisis narrativo de la UdeG y del exclusivo ITESO de donde egresó José Gutiérrez Razura (con experiencia fílmica en muy diversas áreas de la producción), se concentra en las enlazadas vicisitudes alternas más que por la amistad de dos inconfesos rivales amorosos: por sus despistes existenciales en espejo, ya que en rigor el cuarentón Joaquín podría ser el futuro del veinticincoañero Jorge, vinculados en su anhelo y su nostalgia de vida, encomiando y buscando de manera tácita una khátarsis anhelonostálgica, como sigue.

La khátarsis anhelonostálgica sondea y refleja la vida cotidiana de un ámbito muy particular: la asfixiante respiración de esa tediosa Guadalajara actual, con sus modernos fraccionamientos-signo de una tan próspera cuan mediocre expansión urbana, sus agringados restaurantes desiertos, sus hoteles con café imbebible y servicio roñoso, sus supermercados en cadena sustitutos a la fuerza de las antiguas tiendas de abarrotes o misceláneas barriales pero en donde está no se permite ni hojear las revistas. Todos moran, marchan y se alejan de la amada / odiada / ine-vitable ciudad espléndida al revés.

La khátarsis anhelonostálgica se revela frágil, tan frágil como un involuntario voluntarioso segundo desmesuradamente prolongado. Profundos y continuos parpadeos en negro para separar secuencias o introducirlas, retórica muy apenitas a base campo / contracampo, ritmo cansino de cine mexicano muy años treinta, momentos muertos como formas de paso y alternaciones elípticas que aceleran más el sentido que la (in)acción dominante. Con limitaciones expresivas y rutinas lingüísticas evidentes, pero con voluntad formal y en las antípodas de cualquier estética de l’esbrouffe, del abuso visual o del estatismo hiperrealista. Por ello y en adelante, la trama va a construirse, al Azar y por el Azar de nuevos encuentros y desencuentros antiguos. Como las botas aventadas una tras otra al peludo autor de los ronquidos furiosos en el estrecho cuarto-rincón de hotel tan casta cuan incómodamente promiscuo. Como los obsequios y más obsequios, para agasajar, congeniar o corresponder, diferidos o no, incluyendo de manera soberana los queridos infaltables audífonos-radiales generosamente cedidos por Jorge a Karina. El azar objetivo como una aceptación del destino personal (“Si no, que pase lo que tenga que pasar”) e intransferible (“Tú tienes tu vida, yo tengo la mía”), hasta en las efusiones de la despedida perentoria / definitiva (“¿Te voy a volver a ver?”) con rumbo Norteado (Perezcano, 2009).

La khátarsis anhelonostálgica se expande y solaza en el solaz de su recurso a viajes en paralelo. Viajes en paralelo como sagaz y feliz solución a una agujereada estructura dramática que en sus prolegómenos y preparativos hacía agua por todas partes, menos por ésa. Viajes en paralelo metidos un tanto con calzador pero de brillante y lógica manera. Viajes en paralelo como estuario en delta, porque de hecho, cual debe ser, nunca se juntan, ni se consuman en su visión ideal. Viaje de ambigua ruptura conyugal entre cuarentones tardíos, en la línea que va del superclásico paradigmático Viaje en Italia (Rossellini, 1952) al periplo-deriva estrictamente parisina de Una pareja perfecta (Suwa, 2005), pero sin sus reconciliadores / conciliadores conclusiones paralizadas aunque conmovedoramente abiertas. Viaje iniciático de adolescentes pasmados, como los cien de moda en el cine mexicano actual, en la línea de Viaje redondo (Gerardo Tort, 2008-2011) o Vete un poco más lejos, Alicia (Elisa Miller, 2010), sin toqueteante complicidad femenina ni solipsismo antártico, pero que de repente da un notable levantón, un salto sorpresivo hacia arriba, hacia adentro y adelante, concreto e inmediato, nada metafísico ni platónico, gracias a la sencilla inclusión fervorosa de los agrestes primos baladistas camineros en la más sensacional inflexión-argucia de la trama, transformando el viaje iniciático no sólo en una conquista de identidad sino de capacidad relacional e inteligente extensión bruta.

La khátarsis anhelonostálgica hace una dolorosa y amarga meditación sobre el desempleo. En las grandes urbes mexicanas como Guadalajara, los jóvenes están condenados al desempleo o al subempleo miserable. Trátese de profesionistas de 25 años, recién egresados de las universidades en carreras liberales como la ingeniería, a punto de graduarse, o no, que en busca de aspirar a cualquier plaza vacante de cualquier capacidad en cualquier empresa, son sometidos a entrevistas laborales con interrogatorios draconianos en donde se les humilla por su falta de experiencia (“¿Y qué, no hay chamba de ingenieros?”) y a quienes se les dan frustrantes largas y promesas falsas que pronto se les llamará por teléfono (“Quedaron de hablarme”), para que eso no se tome como agravio. Trátese de la chava libérrima, despedida o autodespedida de continuo “que por falta de aptitud emprendedora” y a causa de pertenecer a una subespecie humana por lo demás inasible y avasalladora cual Salamandra del suizo Alain Tanner (1971). Trátese de sobretrabajadas asalariadas creativas como la triánguloinvoluntaria Ana o de empleados de milagro sintiendo la espada de Damocles perpetuamente sobre sus cabezas por lo que mejor ni se casan con su amante en cuyo depto viven arrimados ni se comprometen ni paran de dar largas (“Lo que quiero es que esperemos”). Todo esto impide a las víctimas de ese desempleo generalizado tener identidad social, o simplemente individual, fija, que en el caso de Karina ya es sintomática, catastrófica, esencial. Criaturas castradas, de antemano coartadas, impedidas, mutiladas en su iniciativa, espontaneidad e impulso (“¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo sin pensar?”), de los que sólo pueden salir por compulsión ciñendo la mochila cierta madrugada, como Jorge, o como Karina y sus ensombrerados congéneres folclóricos y lastrados e inferiores (“Oye brother, yo quiero una de ésas”), por innombrable nomadismo en los idealizados lindes de la transgresión.

La khátarsis anhelonostálgica justifica crucial aunque diversamente su título de Otro Tipo de Música. A un tiempo como seudónimo y programa a cumplir. “A mí me gusta otro tipo de música”, profiere la incontrolable Karina de pantalones blancos con florezotas rojas ante un Jorge hasta entonces embadurnado de solipsismos cancioneros sin letra ni voz que los humanice. La revelación acústica y dramática de ambos deberá llegar cuando los chavos errantes descubran en una fonda pueblerina a esos homólogos rurales inaceptables / aceptados de inmediato que interpretan con acordeón y contrabajo Otro Tipo de Música (“¿Por qué me excluyes / y me dejas al olvido?”). Pero, en sus antípodas, el patético incolmable Joaquín se estrellará de atroz manera cuando descubra que el sujeto / objeto artístico ignorado de su libro en proyecto jamás se prestará ni puede servir para definir ese Otro Tipo de Música que lo llama desde las profundidades de sus abismos sonoros, más mentalistas y existenciales que concretables, abismos que lo arrastran, abismos que lo orillan a terminar de destrozar él mismo su videocámara en el camino polvoriento, abismos-arcanos tan inalcanzables como aquel sonido lejano, aquel Ferne Klang de la ópera homónima de Franz Schreker, por el que, sobre todo, ha desechado a su compañera (“Si querías hacer cosas solo, ¿para qué me trajiste?”), ya no disponible por mucho tiempo (“Ya no hay nada de qué hablar”). El Otro Tipo de Música fungía como un llamado de la carencia y la imposible caricia urgente, del irreconocible déficit de atención (y de apapacho).

 

La khátarsis anhelonostálgica comienza rebotando de monólogo en monólogo y acaba de la misma manera. Primero para presentar rápidamente los conflictos de los personajes masculinos construidos en espejo (Jorge confesando abruptamente de entrada sus deficiencias en voz en off, Joaquín escribiéndole a su hipotética hija Ana sin mayor peso dramático), y finalmente para resolver equitativamente sus destinos, insinuando sus futuros. Así pues, en un principio érase una vez un joven ninguneado / autoninguneado que se definía a sí mismo en función del avestruz que esconde la cabeza bajo la tierra, pero escuchando consejos para dejar de hacerlo, y érase que se era un inmaduro hombre en edad madura que maquillaba sonrosadamente su existencia para no inquietar a su hija distante. Y como epílogo, allí queda un hombre maduro que solo o acompañado siempre estuvo aislado, enfundado en sí mismo, ahora escribiéndole a su excompañera sentimental Adriana que ha retomado la redacción de una supuesta novela, mientras ella abre la vidriera para que entre aire puro antes de sentarse al volante de su auto en disposición de saudade pero muy dueña de sí misma, y allí queda un chico subempleado de supermercado asegurando que, siguiendo los consejos de su escamada Adriana, ha dejado de esconder la cabeza porque “Un día regresaron mis pensamientos” antes de sumergirse en las cavidades rojizas de un mugrón antrito roquero. Sólo faltará, entonces, el remate narrativo del que va a encargarse el infantil viewmaster infantil ya elevado como discurso en sí y para sí, un añorante viewmaster con avestruces paciendo sueltas o mirando a cuadro en big close-up como en el docuficcional relato circense La cuerda floja de Nuria Ibáñez (2009) y con diferente función que en la trágico-tremendista cinta griega actual Strella, más que una mujer (Panos H. Koutras, 2009), pero asimismo perdiéndose en el abismo de sus representaciones y en el inesperado añejo contenido de sus imágenes irrealista, simbólicas, sabias, al fin entrañables.

Y la khátarsis anhelonostálgica era por los requerimientos de la continuidad y el cambio un acceso a la actitud desgarrante y a la contradicción irreconciliable como único destino posible de asumirse.

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