La khátarsis del cine mexicano

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La khátarsis pubertocanina se enorgullece de su índole irrespirable. Ríos pretende y asume como un hecho incontrovertible, por todos comprendido, que el título de su indigente producto acomplejado representa un homenaje a la novela del peruano Mario Vargas Llosa La ciudad y los perros, situada en un internado militar, y que su estructura y enfoque están tomados de la filosa pieza filosófico-social El enemigo de la clase del alemán Peter Stein por él mismo filmada (1983), acaso tanto como del análisis psicológico de los escolares largamente retenidos por un weekend en la excelente cinta hollywoodense El club del desayuno de John Hughes (1985) que ya había inspirado la Temporada de patos de nuestro Fernando Eimbcke (2004) con mucho más cerebro y mayor fortuna, si bien no trasferidos ni achacados por desgracia a las damiselas entre 14 y 15 años del Tercero A de la Secundaria Calmécatl. De ahí sus esas altas dosis de estridencias dialogales, a diestra y siniestra, como ganchos de un hígado a tu hígado, o de a tiro disparados como golpes bajos de lo más artero e innoble (“Como si no pudieras coger por las mañanas” / “Un pedacito de carne entre las piernas” / “Entonces ¿quién fue?; Mi chingada madre fue” / “Somos muy buenas mamando verga” / “Te hacen la lobotomía, le cortan un pedacito de cerebro para que te alivianes”). Todo ello para conformar una vivisección adolescente que sólo quiere presumirse provocativa y trastornante desde el punto de vista de la moral sexual, una supuesta crítica demoledora a la hipocresía familiar mexicanaza y a la falta de comunicación intrafamiliar, un panfleto en torno al desconocimiento entre padres e hijas (que no son tan santitas como suponías ¡ah ah ah!), un venal grito de auxilio por la salvación ética de las chicuelas espiritual y sentimentalmente desamparadas, el Nadie me escucha / Nadie te habla / Cuando nadie te ve de Sistach / Buil (en su tríptico conformado por Perfume de violetas / Manos libres / La niña en la piedra, 2000 / 2004 / 2006) llevado a sus últimos términos exasperadamente moralinos y redituables, una contrahecha indagación, una burdota mexican teen movie en modo anacrónico, una inquisición alternativamente punzante y autopatética y predecible sin momentos de verdad ni agudeza perceptiva, un abigarrado mural abarcando todas las variedades imaginables (por el director) de mujeres-niñas traviesas (más que de traviesas mujeres-niñas), una terrífica comedia medio rosa medio negra a base de criaturas tristes y con mala suerte.

La khátarsis pubertocanina se aboca a una expresión cinematográfica desalmadamente desbocada. Como todo autoforzado debutante espontáneo, medio ignorante de la forma fílmica y descomedidamente irresponsable tanto como descompuestamente lanzadazo, el cineasta novato Ríos deja que la cámara encuadre (malencuadre) y se mueva (se agite) en torno de sus personajes al libre arbitrio de su capricho y los de su director de fotografía Juan Bernardo Sánchez Mejía, quien también habría de encargarse de ingeniar los tremebundos efectos de montaje que se le ocurran como editor en jefe (de un equipo integrado también por Ella Du Rant, Tita Sánchez y el propio realizador) para valorarlos, no obstante logrando intensos momentos en el límite del gran cine delirante que quizá nadie en el cine nacional se atrevería a acometer (y a cometer). Peregrinación escatológica (en ambos sentidos) con dolly lateral entre excusados asquerosos al acompañar a Sofi a cagar echándose un cigarrito para matar el dolor, reflejo-retrato en una cuchara, intermezzo de lirismo capilar con la pelambrera hirsuta y los vellos del abuelo eructados hasta por los oídos y la nariz, profundidades de campo insinuantes para remarcar los desplantes y alardes sexosos de toda la compañía, recurso primordial en varios flashbacks a sesiones de dibujos animados (del buenazo Carlos Fabregat) quizá graciosos en sí pero que no vienen mucho al caso, red de travellings en semicírculos envolventes sobre cegadoras luminosidades a contraluz irrealista para subrayar las envidiables opulencias de la hetaira magnífica en que se convertirá veinte años exactos después la archiperruna Frida adulta futura (una demasiado aparatosa exTVanimadora Galilea Montijo sintiéndose arrebatadora), vómitos bulímicos al estilo Malos hábitos (Simón Bross, 2006) que se provocan hacia lo más íntimo del fuera de campo con sólo meterse dos dedos en la bocota, madriza sañosa en off azotando contra el pavimento una y diez veces la cabeza exánime del chavo causante (Ricardo Alcántara Sosa) del accidente carretero, y así sucesivamente.

La khátarsis pubertocanina hace navegar sin gadgets ni interneta, entre la neta siniestrez y el anacronismo sombrío, a sus especímenes mamíferos. Perras con su juventud vencida y caduca. Perras lívidamente horrendas. Perras de alma astrosa. Perras proezas hipertrofiadas de una explosión de hormonas biodegradables. Perras sin fuerza alguna para sus deseos. Perras al ras de sus abigarradas banquetas mentales. Perras prematuramente estriadas carnes de presidio. Perras en crispación permanente y aguafuerte perenne. Perras desvencijados portales de miserias barriales. Perras confines de ceniza. Perras tembeleques bajo seguridades aparentes fuera de control. Perras de heterogeneidad que se cree arquetípica. Perras sabedoras que el ensueño de la ciudad es mucho peor que el suyo. Perras vulgares hipervulgares cual tributos vivientes tanto a la Barbarella Joan Fonda (por el atuendo) como al desatado insuperable Vulgarcito Alejandro Suárez de viejos vivaces sketches televisivos (por el florido léxico imparable), o séase Vulgarellas vulgarcitas en Vulgata para su vulgarización mejor. Perras pederas salivosas. Perras de relinchante enjambre aullado. Perras lloriqueantes por su propia infame condición impuesta y expuesta. Perras de veloz ninfomanía feroz. Perras a un tiempo reinas, meninas y bufones deformes de Velázquez en su mínimo imperio. Perras de crueldad autodirigida. Perras con la brújula perdida y la dirección desengañada. Perras, perritas, perrotas, perronas, perras serán, pero perritas ovilladas en la violadora violencia violada y el desamor absoluto.

La khátarsis pubertocanina quisiera hacerse merecedora de los atributos de la gran creación plástico-musical. Al lado, o incluso por encima, de los dramatúrgicos o estrictamente fílmicos. Para eso su encogido escogimiento y su aguzada diseminación de recursos expresivos resulta tan destemplada, a rajatabla y a rabiar. Para eso sus ondas musicales prodigan canciones programáticas y desafiantemente bailables (“Quinceañera”, “El vals del rey” de Gabilondo Soler Cri-crí, “Las Superponedoras” de la actricita Alenka Ríos Hart aquí nepotísticamente presente cual primera Ximena Sariñoña bis, “Convertible”, “The Music Feels so Good”), intempestivas intervenciones arbitrarias de música clásica en momentos banales (el Nocturno opus 55 no. 1 de Chopin, introducción orquestal del Réquiem de Mozart), interludios con arpegios de violincito y pianito melifluos, en una amalgama sin ton ni son ni diapasón cual turbia mezcolanza adulterada de todo. Para eso el desarrollo, la repetición y las variaciones de cada tema o motivo melódico-argumental son exacta y apelmazadamente lo mismo. Para eso su pulso rítmico se planta y se asesta sin previo aviso en el puesto de mando, donde al interior de un gran pulso, que será idéntico para todos los pequeños pulsos secuenciales dispersos, pueden acogerse ritmos de valores distintos, en medida y en espíritu, cuyos motivos deben emerger misteriosos, crujientes y susurrantes, flotando opulentos a través de su propia melodía compulsiva, pero que hacia el final, sin haber logrado ninguna contundencia, necesitarán sentirse infundidos y fortalecidos por secretas conexiones culminantes de diferentes valores y pulsos por ellos, con estridencia, supuestamente cosechados. Para eso su autopatetismo, transferido a las infelices escolapias indefensas, adopta tonos fuera de contexto, de repente pesarosos, consternados o definitivamente elegiacos. Para eso su estado anímico pasa incesantemente de la autoexcitación a la depresión, de la ultrautoexcitación a la aplastada depresión sin nada en medio, sin un solo impulso humano o amoroso genuino, sin transición ni sustancia.

La khátarsis pubertocanina explota al punto con la misma monotonía destemplada con que se engendró. Exasperando, crispando ladridos incallables, distendiendo. La chiva expiatoria y propiciatoria de tan ruines desahogos María del Mar acaba en flashback su feraz desangramiento tras de la puerta de un mingitorio, mientras la infractora que la conminó al extremo acto abortivo (y la asesoró) Ana Ceci se escabulle (aunque sorprendida por la directora del plantel) por los corredores del patio escolar en la total impunidad (como en la fabulosamente innovadora Muerte por sobredosis / Afterschool del neoyorquino Antonio Campos, 2008), las chavas son comunicadas por su demiúrgico enlace-bola de grasa Torita que ya pueden retirarse, más huecas o vacías que nunca, y la invidente Diana, quien era la única que podía ver, comunicarse, hacer comparecer, ofrecerle su hombro consolador y despedirse de la difunta que nunca estuvo allí, avanza hacia el umbral del salón de clase, para franquearlo trepa sin dificultad su pequeño escaloncillo y se aleja con hábil lábil displicencia, si bien arrastrando la mochila, con el rabo real como pavorreal y el rabo virtual entre las piernas, aunque allí literalmente no ha pasado nada, pero no nada de todo, sino nada de nada, en esa relativizada Nada.

Y la khátarsis pubertocanina era por culinario arte culero un surtido rico de escolapias inadaptadas cual galletas de animalitos donde sólo quedan ya las que ostentan figurillas de exultantes perras exaltadas y exangües.

La khátarsis limiteinadaptada

No se puede vivir con tanto veneno.

En el episodio “Chat”, el desagraciado adolescente medio gordinflas medio botijón y por ende tímido Agustín El Bola (Eugenio Bartiliotti lamentable) es un recluido fanático del excitante chateo plasta por internet que se sustrae con mentiras de las presiones o demandas de su sobreprotectora Mamá Carlota (Rosa María Bianchi solícita) y se hace pasar como Superhéroe XXX (según su vehemente nick) para concertar una cita a ciegas en el café La Esquina del Corral con cierta cibernética hambrienta de sexo Madame Bovary (también según otro particular nick), una mujer interesante, de acuerdo con la desenvuelta mesera del lugar, y acicalándose tardadamente en el desazonado suspense del baño, pero que, al salir, resulta ser por sorpresa la propia desesperada sensual madre del muchacho, con quien ahora decide sentarse a tomar un café y por fin interesarse realmente en sus problemas, escuchándolo, enterándose de que ha debido inventarse amigos imaginarios para tranquilizarla y, al final, orillándolo a vencer sus reticencias relacionales y abordar sin temor a un excondiscípulo de la escuela secundaria que, si bien despectivo como le era habitual, de cualquier modo le propone con amabilidad que lo acompañe a un boliche, para que alterne con una amiga en ese juego que repudia.

 

En el episodio “Elevador”, el guapo abogado prepotente y mujeriego compulsivo Gilberto (el también coproductor Luis Ernesto Franco, higadazo) es expulsado de su casa chica a manotadas, a zapatazos y en calzoncillos negrísimos por su celosa amante joven y morena Graciela (Maya Zapata energuménica) que lo ha cachado en una infidelidad más, gracias al celular del varón resonando en el aire con la voz de otra tipa que ni siquiera es la reconocible esposa rival (“Mi amor, ¿estás ahí?”), y luego, para colmo de infortunio, durante su despavorida fuga del inmueble, el pobre tipo desenmascarado e indefenso va a quedarse atorado del elevador del escape providencial, al lado de la desinhibida sirvienta indigenoide Alma (Tiaré Scanda abismada), que carga varios meses de embarazo y con la que deberá convivir a la fuerza demasiado tiempo en ese encierro involuntario, primero incomodándose con ella cuando la prudente mujer se rehúse a gritonear al unísono (“Auxilio”) hasta llegar a la crispación (“¡Hijooos de puta!”) y enseguida insultándola porque la ve encender con calma un cigarrillo, luego envidiándola explícitamente por la equilibrada relación que sostiene con su compañero amoroso y, al último, oyendo aterrado el relato del clasista abuso sexual, sin derecho a mínima protesta, que la infeliz padeció en otro atasco al interior de ese mismo ascensor, por dos tipos solapados tanto por la patrona de la criada como por la madre de ellos, una vecina apellidada Quiñones (Anna Ciocchetti derrocada), por lo que el hombre, presa al fin de rabia impotente ante los actos ajenos y de remordimiento por los propios, saldrá del elevador, en milagrosa compostura y rearranque súbito, confraternizando con la aguantadora e inerme empleada doméstica, ordenando por teléfono a un asistente demandar penalmente a los violadores culpables y regresando al lado de su amantita colérica, para hacer sexo con ella por póstuma vez y confesarle sinceramente que no la ama, aleccionado con elocuente profundidad, contrito por su propia miseria relacional y amorosa, al fin admitida de cara a su guapa compañera sucedánea y ante sí mismo (“No te amo, no sé cómo amar a una mujer”).

En el episodio “Robo”, la pareja de septuagenarios armoniosamente formada por un canoso Don Luis pasita con bastón (Joaquín Cordero ya babeante) y su solícita esposa Anita (Beatriz Aguirre todoaquiescente) es víctima de un aburrimiento propio de las rutinas de su edad, por lo que, a la hora de la sobremesa, decide asaltar un banco y, para concretar un proyecto tan titánico e impropio de su edad, necesitan armas, además de cómplices dispuestos, las primeras serán provistas con diligencia por el sentencioso traficante clandestino de matonas con pesado maletín repleto Raúl (Héctor Kotsifakis expansivo) que de inmediato acude al hogar indicado, y los entusiastas segundos deberán contarse por partida triple entre los amigos contemporáneos de los ancianos, quedando elegidos el pacífico exactor bocabajeado Manuelito (Patricio Castillo tiernísimo), la malhablada viejilla perpetuamente alebrestada Rosario (Isela Vega inclemente) y el duro sarcástico de barbillas burlonas Don Diego (Justo Martínez feroz), pero todo aborta ab ovo cuando el sensible Manuelito le roba un beso en la boca a la rijosa dormitante en el sofá Rosario, a quien ha amado en silencio durante 50 años y que ahora sobrerreacciona con furia ante el culpable, provocando desasosiego y caos entre el grupo reunido, la irrefrenable violencia verbal del agresivo gratuito Don Diego, un infausto disparo con balas de salva, el repentino infarto del agitado en exceso Don Luis, seguido por su fallecimiento fatal, y la prudente huida del mercader de armas, dejando a los viejillos lidiando solos con su desgracia y purgando su renuncia a cometer cualquier ilícito.

Por último, en el episodio “Casco”, el solitario motociclista barbilindo de infaltable casco lucidor Armando (Luis Arrieta desangelado) ha resuelto suicidarse, pero primero prueba su pistola, con temor, descubriendo que las balas proporcionadas por el tendero traficante de armas son de salva, por lo cual debe invadirlo en su negocio a punto de cerrar y extorsionarlo para que le venda unas verdaderas que, satisfecho y ya pensando en su pronta desaparición de la rechazada / rechazante faz de la tierra, el joven atesora y se apresta a juguetear con ellas sobre la mesa de un café, parándolas como soldaditos de plomo con escaso aplomo, a la vista de la desparpajada mesera Lucrecia (Paola Núñez encantadora), quien lo aborda, se le iguala, le impone su habilidosa presencia, lo domina, lo chantajea moralmente al contarle acerca de las humillaciones que ha padecido por sus anticonvencionales conductas emancipadas, y prácticamente lo obliga a acompañarla en plan de galán a una hiperconvencional cena familiar, en cuyo atropellado transcurso, para agredir a su repelente hermana casada mantenida por un marido bulto Sofía (Ana Serradilla agriasustadizamaestrada) y a sus insufribles padres (Luis Miguel Lombana y Lucero Lander caricaturescos), la chica lo presenta como un actor estrella de filmes porno, papel hipotético que hace feliz al muchacho, haciéndolo disfrutar como nunca la engañifa, olvidando su autodestructiva obsesión inmediata, dejándose manipular para ir luego con la chava a jugar boliche, a la muy particular manera absurda de ella (dando diez vueltas antes de lanzar la bola completamente mareados), logrando hacer una chuza al primer tiro pero sin lograr eludir el acabar sembrado en la pista tras caer de espaldas sobre su casco, atreviéndose luego a confesarle a la joven su angustiosa situación de seudomotociclista sin motocicleta, con lustroso casco sólo para impresionar, pues ha quedado prendidísimo con la alivianadísima chava, aplazando por tiempo indefinido sus planes suicidas y yendo a buscarla a su chamba cafetera muy poco después, aunque sólo fuese para arriesgarse a reincidir en su riesgosa afición al boliche, ya con más confianza, pues se ha topado con un antiguo condiscípulo de la secundaria que, omnidispuesto, aceptaría cualquier cosa con tal de participar en cualquier paseo ajeno, al lado de quien sea y adonde sea.

Los inadaptados (Los Güeros - Beanca Films - Eficine 226 - Quálitas Compañía de Seguros - Grupo Empresarial Alicia, 106 minutos, 2011), premio del público en el Festival de Guadalajara en 2011, es un film-ómnibus compuesto por cuatro segmentos más o menos interconectados y dirigidos de manera autónoma por el veterano de 52 años Jorge Ramírez Suárez (episodio “Elevador”) y por los debutantes Marco Polo Constandse (episodio “Robo”), Sergio Tovar Vela (episodio “Chat”) y Javier Colinas (episodio “Casco”), y se basa en otros tantos guiones del actor-coproductor Luis Arrieta, todos ellos girando en torno al tema de la inadaptación. La inadaptación en todas las edades: la adolescencia sin posibilidades, la juventud prematuramente adulta, la edad adulta inmadura, la vejez terminal. La inadaptación en todas las razas y configuraciones corporales, que vienen a componer un distorsionado mosaico nacional. La inadaptación en todas las clases sociales de la sociedad mexicana hiperclasista y cada vez más en aumento: a nivel de los sirvientes, de los clasemedieros brotantes o irredentos, de los trabajadores modestos y los delincuentillos marginales. La inadaptación social, pues, pero invocando de entrada y lanzando por delante, aunque sólo sea en el trailer y únicamente en la publicidad del film la adaptación biológica de las especies para vencer en la selección natural, según Charles Darwin (“La supervivencia de las especies está condicionada por su capacidad para adaptarse a su hábitat; aquellas especies con características mejor adaptadas sobrevivirán más probablemente; por lo tanto, los miembros de la población con características menos adaptadas morirán con mayor probabilidad”), pero advirtiendo de antemano que “Algunos no están de acuerdo con Darwin”. La inadaptación sociofisiológica global, en suma, si bien reducida a cuatro sketches, cuatro sketches chuscos, más o menos konkatenados, pero buscando individualmente y en su conjunto una misma, polifacética y múltiple khátarsis limiteinadaptada, como sigue.

La khátarsis limiteinadaptada diversifica con buen propósito ficticio, descriptivo y narrativo las formas de inadaptación. Inadaptación a la soledad, pues el adolescente vicioso maniático de internet está inadaptado a su propia timidez, a su sentimiento a su autodesprecio y al aislamiento que su refugio en la computadora le ha reforzado (¿o provocado?), pero, siendo el personaje más patético del film, está ávido de contacto social, tanto o más que de cualquier ligue ocasional, aunque sea arrostrando la obediencia a la madre (¿causa o efecto?) y arrastrando la humillación ante el mundo entero. Inadaptación a la insatisfacción, pues la ajada madre dominante está inadaptada a su carencia de vida sexual y a su contraproducente dominio sobre el hijo autocastrado comunicacional. Inadaptación a la decepción, pues el presunto suicida está inadaptado a la devaluada imagen que proyecta de sí mismo y a su propia ineptitud supuestamente obsedente y lúdica para quitarse la vida. Inadaptación al sucedáneo, pues el leguleyo arpío está inadaptado a su promiscuidad insaciable, peligrosa y lacerante / lacerada. Inadaptación a la vejez, pues el quinteto de la muerte en vida está inadaptado a su inacción estéril y a su pasiva falta de intereses vitales. Y así suma y continúa. Es claro, mercadológico e ingenuo: se diversifican las formas superficiales de inadaptación porque en el interior de ellas residen las contradicciones que habrán de exacerbarse y neutralizarse a sí mismas, o entre sí. Brevemente, la inadaptación como autoabandono (“Un corazón roto; no pasa nada”), aferramiento a un necesario idealismo esencial (“Si perdemos el romanticismo, lo perdemos todo”), autoimportancia pomposa, rasero de los temores colectivos y denominador común, ya que de algún modo “todos somos inadaptados”. Por consiguiente, adaptarse o morir, adaptarse para mal vivir, adaptarse para recobrar el gusto por la vida, adaptarse a la propia inadaptación, y lo que se junte esta semana.

La khátarsis limiteinadaptada acepta con resignación su lenguaje tradicional. Obscenamente tradicional, poco imaginativo. Lo asume, lo resiste, con resignación, casi con estoicismo, cual garantía de ligereza, desenfado, antisolemnidad, espíritu de rebeldía, tratamiento de “temas oscuros con humor” (inefable Ramírez-Suárez del Amar de 2009 dixit; o bien “Yo, por ejemplo, le tengo pavor a la vejez, por eso toco el tema de los viejitos. Es un trauma que he cargado con los años”: Luis Arrieta, en declaraciones a Miguel Ángel Colina, Reforma, 23 de septiembre de 2011), promesa de seguir sintiéndose bien al cabo de este bombardeo constante o intermitente de retruécanos e ideas de vodevil clasemediero. Todo sea por cierto ritmo sostenido (gracias a una hábil labor de edición conjunta de Max Blázquez), por aquellos asomos de vivacidad clásica que todavía permiten una resolución constante a base de campo contracampo en interiores y una teatralidad de sitcom paratelevisiva (sobre todo en el episodio de los viejitos, o los planos muy cerrados sobre todo en el episodio de la cita interneta fallida, o los imaginativos emplazamientos variados en el claustro paterno / materno del elevador. Justo es reiterar que los cuatro directores del film trabajaron cada quien por su lado, sólo con la condición de usar al mismo fotógrafo (Carlos Hidalgo Valdés), al mismo director de arte (Omar K. Conde), a los mismos sonidistas (Norman Zurita, Leo Banderet, Hugo Ávila) y a los mismos músicos comerciales / cancioneros (Sebastián Bell y Alex Rico), para darle así una mayor unidad al producto final, aunque justo es reconocer que nada uniformaría tanto a los cineastas como la falta de inventiva, la rutina más apenitas, la entelequia de los mensajes positivos, la ausencia de voluntad estilística o la impersonalidad (o todo ello equilibrada y equitativamente junto).

 

La khátarsis limiteinadaptada deja escapar tanto la tentación traviesa como la magia de sus historias demasiado maquinadas. Siempre tan lejos de la abuela anárquica de Los intereses del banco no pueden ser los intereses que tiene Lina Braake (Bernhard Sinkel, 1976) o de la gerontofilia desencantada de La casa de la sonrisa (Marco Ferreri, 1990) y tan cerca del seudohumor negro de Club Eutanasia (Agustín El Oso Tapia, 2005), los viejillos del primerizo Constandse siguen siendo banales y lastimeros aun cuando sus intérpretes (Joaquín Cordero, Beatriz Aguirre y Patricio Castillo a la cabeza) se presten y se entreguen muy profesionalmente a las más amables e irrisorias autoparodias. En los otros cuentos, por más que las criaturas de Ramírez-Suárez (la criada y el amor por encima de cualquier asomo de lucha de clases), Tovar Vela (el hijo esquivo y la madre castrante por encima de cualquier asomo de amor-odio o relaciones de poder fassbinderianas) y Colinas (el suicida y la mesera por encima de cualquier asomo de narcisismo maligno) hagan la finta de que están descubriendo aristas, dimensiones y posibilidades de sí mismas que hasta entonces les resultaban insospechadas, el espectador debe ser el primero en adivinarlas, percibirlas y presenciarlas, pero también de hartarse de ellas y desdeñarlas, por su reiteración e insistencia sin matices ni misterio. Según el cinecrítico Javier Betancourt, entusiasmado con el film (en Proceso, 9 de octubre de 2011) por la buena química de los actores entre ellos, el diálogo del film “transita con más holgura por ese camino; un gran mérito es hacer que la química se da por accidente, a pesar de los personajes”, ante un público agradecido de “que lo lleven de la mano y lo hagan pensar sin que sienta que le imponen la grandilocuencia o la seriedad del asunto”, pero en todos los casos la visión de ellos, de esos excéntricos personajes-caso, se manifiesta pálidamente autoexcitada, indiscreta pero blanda, floja y lánguida, desidiosa, intrascendente ante el problema de su naciente adaptación, o sobreadaptación como en el caso del falso actor porno autodeclarado y al final exorbitante. Por otro lado, una fotografía sin relieve es incapaz de recrear el relieve de la vida, la pantalla permanece plana, registrando la agitación de escenas sin densidad ni hondura temática, medio bulliciosas medio forzadonas, en el fondo y la superficie poco maliciosas y nada sugestivas.

La khátarsis limiteinadaptada procura la improbabilidad de una deleznable estructura cruzada, al tratar de conjuntar los cuatro episodios en un solo continuum imposible. Para que no fluyan de manera autónoma, se les ha traslapado a la brava, acusando una obligada Coincidencia de personajes de un cuento a otro, aunque eso provoque que el juego de tiempos presentes derive en una esquizofrenia indigesta de pasados y futuros inarmables, dislocados sin remedio y casi a cada cambio de secuencia, pues la mesera lanzadaza de gorrito de estambre atiende al galancillo geek de un día en el café y allí se ligará al solitario que no sirve ni para suicidarse que un día subsecuente (que es el mismo) irá a ver a la chica para encontrarse a su amigo de secundaria que es el chateador fallido cuya aventura sólo duraba un par de horas, el traficante de armas que visita a los viejillos confabulados tras varias jornadas de espiar solitos el banco sería el esposo de la criada preñada que se atoró en el elevador (“Aquí traigo la merca; es que voy a ser papá”), la amante del abogado resultará ser la visitadora nieta del líder de los ancianitos, el novio de la puritanoide hermana de la mesera provocadorcilla que asiste de pronto callado a la comida familiar es exactamente el mismo abogadillo arrogante que aún se encuentra enclaustrado en el elevador del edificio de su amante celosa, y así. Episodios fundidos, sketches entreverados, hasta la verosimilitud / inverosimilitud arrobada, idiota, embebecida. ¿Era mejor opción dejar el film con la estructura de cualquier vieja película de sketches medio sexies medio hipocritillas, a lo Díaz Morales o Sergio Véjar, y no ponerse a batir los cuentos? Nunca lo sabremos, pero el fracaso comercial del producto, pese a su original tema y su hábil promoción, así parece indicarlo. ¿Aspiraría Los inadaptados a ser clasificada como la Intolerancia griffitheana de la crisis moral nacional, o como la cinta en episodios peor estructurada de la Historia del Cine Mundial?

La khátarsis limiteinadaptada se regodea en su visión apresurada y concluyentemente positiva de todos los problemas verdaderos, falsos o no-problemas que plantea. Todos los protagonistas darán solución, así sea perentoria o sucedánea, a sus problemas de inadaptación. El chavo autoapestado encontrará al amigo que deseaba. La madre egoísta reorientará a su hijo. El abogadete reconocerá liberadoramente su imposibilidad / dificultad / deficiencia / mutilación amorosa. La sirvienta Alma, tras devolverle el alma que le faltaba al otro, conseguirá defensor legal gratuito. El suicida hallará una forma de autovaloración asumiéndose como actor porno. Los viejecitos vencerán el tedio al enfrentar una catástrofe real. Por algo se insertaban oportuna y oportunistamente, falsas moralejas burlonas, no al final de cada episodio, sino en el transcurso de ellos, como un comentario burlón más (“Si te vas a dar un tiro, toma clases” / “Si buscas adrenalina, tírate en paracaídas” / “Si quieres que alguien se enamore de ti, pídele una foto” / “Me he perdido de todo, pero encerrado”).

La khátarsis limiteinadaptada exhibe una credulidad dramatúrgica entre cretina y conmovedoramente cándida. Los anteojos siguen utilizándose como signo de acomplejamiento tanto en especímenes hembras como machos nacionales. La sirvienta de barrio fuera de serie da en todo instante pruebas de esa autoconciencia crítica que le falta a su culto visceral acompañante de encierro (“¿Qué prefiere: una mujer histérica encerrada en el elevador, o una mujer histérica pero tranquila fumando en el elevador?”, y le echa, o también espeta, el humo a la carota). Un two-shot de rostros perturbados merece su pudoroso / impúdico frontground desenfocado. El elevador se reactiva apenas ha llorado el varón en trance de asumirse como incomunicado total. Al clamor de “Esto ya no es vida”, los desdentados miembros de la apolillada banda de aburridos aspirantes a criminales (“¿No están ustedes un poco viejos para eso?”) se entusiasmarán por buenas y magníficas razones grupales (“Si esa idea que tienes sirve para que te metan una bala en la cabezota, me cae que le entro”) y serán captados tomando fotos al movimiento bancario desde el interior de un auto o caminando por la calle dentro una imagen abierta con la cámara en posición gusano, cual Perros de Reserva, para verse convertidos de inmediato en Perros de Paja de ellos mismos. El simpatical changarrero traficante de armas primero se enfrenta al cliente encabronado por su transa con suicidas balas de salva (“Usted ya salió más cabrón que bonito” / “No, pues si bonito nunca he sido”) y luego se va a filosofar en la lucha campal de los ancianitos, con el objeto de que su frase más digna de citarse en algún manual de autoayuda sirva como envío y conclusión conceptual de moraleja del film en su conjunto (“Debe uno hacer sus propias frases; de eso trata la vida”). Piernas abiertas masculinas revientan el encuadre como arcos triunfales, cuando el licenciado pretende treparse apoyado en las paredes del estrecho elevador ante el pasmo de su acompañante aterrada (“No se vaya a echar uno”, y se lo echa), o como remate posrelato cuando el novísimo postulante a ambicioso actor porno (“Empecé haciendo lo que se llama hard porno” / “Con penetración” / “Y terminé haciendo soft porno, de muy buen gusto”, presumía ante su inicial audiencia familiarista) descubre sus inimaginables dotes corporales ante la codicia de sus jueces de casting.