El cine actual, delirios narrativos

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La guerra cotidiana

Violencia

Colombia-México, 2015

De Jorge Forero

Con Rodrigo Vélez, David Aldana, Nelson Tamayo

En Violencia, ultrasobrio tríptico de historias minimalistas del debutante autor total bogotano de 34 años Jorge Forero (cortos previos: la ficción en 16mm Unos de estos días, 2000; la animación en stop motion Sometamos o matemos, 2001, y el documental En el fondo del pozo, 2004), con guion asesorado por el veterano argentino Jorge Goldenberg (autor de La película del rey y La escalera de caracol), el protagonista de la primera historia es un anónimo indiferenciado prisionero barbudo víctima de secuestro (el exemigrante perdido entre pescadores afrocolombianos Rodrigo Vélez de El vuelco del cangrejo) que despierta con su cadena de perro sujeta al cuello por un candado, pero debe luchar apenas puede moverse dentro de su hamaca en la selva y sobre el lodo que lo rodea custodiado estrechamente por guerrilleros con armas de alto poder, antes de ser llevado a bañarse en el río y desplomarse inerme en su intento por bajar de nuevo de la hamaca para defecar sobre un plato de peltre floreado; el protagonista de la segunda historia es un anónimo indiferenciado adolescente ni-ni (David Aldana con evidentes dotes de actor natural) que despierta copulando jadeante con su novia tras una cortina blanca decorada con flores negras, pero debe huir por la ventana, para llegar a su humilde casa, donde será ignorado por la madre concentrada en una hermanita, e irse toda la mañana a buscar en vano empleo por mercados y edificios impenetrables, reunirse con otros chavos en una pista de patinar, prestarse como transportador-camello de droga y acabar casi gratuitamente tiroteado por unos policías corruptos en exceso exigentes, y el protagonista de la tercera historia es un anónimo indiferenciado paramilitar de alto rango (el exenloquecido soldado asesino nato Nelson Tamayo de El páramo) que despierta dándose una ducha sobre los férreos hombros y expulsa de la cama a una hembraza a quien da cita para esa misma noche, pero debe deambular por la ciudad en su desvencijada camioneta a comprar gasolina en un bidón, aparte de una cubeta nueva, y se dirige a un campo para entrenamiento de nuevos reclutas donde elige una borrega para sacrificarla y almorzársela al lado de sus subalternos, antes de ordenarle a su lugarteniente García (Pedro Bustamante tan disciplinado implacable como en El cártel de los sapos y Hombres de honor) adelantar de inmediato un crucial examen de fidelidad mortífera contra una infeliz prisionera atada a un poste, en el que un indeciso aspirante negro fracasa (“Usted ya me oyó, es una orden”) y es ejecutado de inmediato, tras lo cual el paramilitar en jefe acude a la cita galante concertada para esa noche, al término de esas tres jornadas cotidianas que sin saberlo están rindiendo cuenta de una guerra inmisericorde hace mucho declarada en Colombia y en México, pero brotando y extendiéndose por todos los países de Latinoamérica.

La guerra cotidiana se valora in vitro, sobre la marcha, sin énfasis ni aspavientos, carente de territorio fijo, ubicua, móvil, discontinua, al interior de esa banalidad del mal detectada para nuestro daño mental por Hannah Arendt, alternando explosiones de saña subliminal con momentos de libertad y de placer pleno, tales como el placer del prisionero bañándose semisumergido en la corriente bajo estricta vigilancia, o el placer del chavo ocioso en el fatigoso lecho copulador y sobre todo entregado a las ráfagas de una patineta en la pista del parque, o como el oficial paramilitar totalmente distendido al vagabundear por la ciudad, al parecer sin rumbo en los tres casos, siempre contrastando ese efímero placer siempre naciente, gozoso, feraz y espontáneamente autosatisfecho, con el súbito y habitual ejercicio de la brutalidad desalmada, sin poder saberse cuál de ambos sería el más subversivo, desalentador, perverso.

La guerra cotidiana demuestra avenirse muy bien con la formación del realizador como graduado en poéticas visuales en la Universidad de São Paulo y con el rango, o más bien el vuelo infraficcional-ensayístico, de su sorprendente arte fílmico, basado en la austeridad narrativa y el ascetismo expresivo, una austeridad vuelta impensado enfrentamiento con inmisericordes actos tangenciales que provoca el conflicto armado, y un ascetismo vuelto rostro impávido de la crueldad sostenida, pues para comprobarlo allí está la presencia ominosa de esa flamante cubeta paseada por el paramilitar que lo mismo habrá de servir para recoger diligente la sangre de la borrega colgada de las patas para ser abierta en canal, como para aquella improbable de la deshecha cautiva desechable que ha sido elegida por docto señalamiento directo del dedo castrense (“Ésa”), al igual que la precedente chiva expiatoria (“Ésa”), aunque en el caso de la humana viendo hacia el fuera de campo, hacia ese fundamental espacio off al que pertenecían las inmostrables cabezas de los guerrilleros en perpetuo cuerpo fragmentado de la historia inicial, ese off permutado en tiniebla donde se hallaban los chavos al ser acribillados sin piedad, y ese off sólo poblado por los erizantes balidos de las borregas, homologables con los inútiles ronroneos de los helicópteros inaugurales.

Y la guerra cotidiana depura, despoja de cualquier adherencia y prácticamente desdramatiza una violencia apenas sugerida, destilada, jamás solazándose en sí misma, una violencia que estalla inesperada, simple, en seco, como si estuviese haciendo mera implosión colateral, ajena o enajenada, una violencia que no alcanzan a comprender ni aquellos que la ejercen ni mucho menos aquellos que la padecen, una violencia cual inadvertido tumor reventando de improviso cual golpe de platillo porque ya se ha acostumbrado demasiado a ocultar su escopetazo de pus, porque “Ella, ella ya me olvidó / yo la recuerdo ahora”, cadenciosamente ritmada en enérgica voz de Leonardo Favio que clausura la trama triple y aún resuena al fondo de la mísera calle oscura por donde se alejan insensibles e irracionales el jefe paramilitar y su hembra de ocasión demasiado repetida.

La edipización global

La Paz

Argentina, 2013

De Santiago Loza

Con Lisandro Rodríguez, Andrea Strenitz, Fidelia Batallanos Michel

En La Paz, calculadísimo quinto largometraje del autor completo cordobés pionero del nuevo cine argentino de 42 años Santiago Loza (Extraño, 2003; Rosa patria, 2009; Los labios, 2010), el inerme joven narigudo esquizoparanoico Liso (Lisandro Rodríguez) egresa de un sanatorio psiquiátrico para dejar de ser edipizado por una horrenda enfermera cariñosita y reinsertarse en su ámbito habitual de cerrada familia burguesa provinciana para volver a ser edipizado allí por su asfixiante madre-rictus archiposesiva incluso físicamente (Andrea Strenitz), por el permisivo padre distante que le paga sus salidas putañeras tras adscribirlo a sus maniáticas prácticas de tiro con pistola (Ricardo Félix) y por una solitaria abuela alivianada que lo acompaña en sus correrías en motocicleta (Beatriz Bernabé), por lo que el muchacho sin oficio ni beneficio prefiere refugiarse en el ajeno mundo elemental de la sirvienta matrona boliviana Sonia (Fidelia Batallanos Michel) que sólo sueña con regresar, al lado de su pequeña hija juguetona (Ivonne Maricel Batallanos), a su idealizada tierra de coloridos bailes autóctonos y de pobreza en libertad (“Llévame contigo”).

La edipización global se estructura a modo de un retrato-relato psicorrealista en seis capítulos muy bien señalados con letreros (“El jardín”, “La moto”, “Flores”, “El tiempo”, “Los hijos”, “Ceremonia”) e incluso irónicamente numerados en su implacable avance, cual catálogo de ignominias invisibles, desde los retorcimientos íntimos en un Jardín irrespirable hasta esa Ceremonia a base de danzas callejeras que desean remedar al fulgurante festival bajo aquel súbito aguacero que iniciaba y concluía dentro de un mismo plano secuencia en Shara (de la nipona milagrosa Naomi Kawase, 2003), para ir obligando a la trama a funcionar como un proceso, un imparable impulso de caída libre o un salto al vacío por reacción de rechazo a la violencia externa con disfraz de afecto inmovilizador y a una acechante violencia ya introyectada, ambas convocadas y bien acogidas en virtud de los contundentes trabajos de un excelente intérprete jugando a la neutralidad expresiva y de un fotógrafo (el cómplice infaltable de Loza e inclusive ocasionalmente su codirector Iván Fund) preciso hasta el exceso, renunciando al lirismo desatado en la evocación documental del demencial poeta pionero del activismo gay Néstor Perlongher de Rosa Patria y a las audacias narrativas urdidas en el seguimiento hiperrealista de las tres itinerantes asistentas sociales impenetrables de Los labios.

La edipización global remite casi por instinto expresivo, de manera tan indeliberada cuan propositiva, al microrrealismo depurado del fenomenológico primer Pablo Trapero (Mundo grúa, 1999, y El bonaerense, 2002), a los desubicados delirios foráneos del primer Israel Adrián Caetano (ya referidos a Bolivia, 2002, nada menos), a los ambientes rurales mezquinos de la primera Lucrecia Martel (La ciénaga, 2001) y a las sutiles notaciones del propio debutante Loza focalizando el surgimiento de algo semejante al amor entre un drop out y una chava preñada en Extraño, transferido ahora a un atormentado ocioso afluente y a una discreta doméstica apapachadora, hasta que un buen mal día, cansado de tanta opresión manipuladora, que también incluye diversas edipizadoras tentativas de aceptación / rechazo de parte de sus exnovias y parientas, el infeliz Liso vuelto a psicotizar estalle a tiros en un rapto de liberación instintiva y esté a punto de acribillar a su padre o a pegarse un tiro en la sien, para acabar meses después como profe de párvulos en suburbios bolivianos muy cerca del cielo, ya liberado del poder de esa suntuosa madre voraz (“Podría pasarme la vida mirándote dormir”) que en vano intentará una última acometida edipizadora (“En Argentina también hay pobres”).

 

La edipización global tiende un clima desesperado y asfixiante, incluso tóxico, a imagen y semejanza de las tentativas fallidas y las dificultades de relación de ese infeliz Liso cuya ansia y desolada imposibilidad de contacto sólo puede conjurarse, abrirse hacia criaturas “con una sensibilidad a flor de piel”, “que sufren otras pérdidas, otros anhelos, como Sonia, que extraña a su país y que de manera natural se relaciona” con él, posibilitando una película “extrañamente esperanzadora en su tristeza”, para encontrar “un camino posible, un cambio, sin garantías, pero con todo por ganar” (Hugo Sánchez en Tiempo Argentino, 20 de febrero de 2014).

Y la edipización global culmina así a modo de dispositivo feroz de un lúcido y resplandeciente drama interior y la épica persecución informulable de un fragilísimo hombre vulnerado que sólo pudo hallar la paz en la ciudad de La Paz, tan redundante cuan paradójicamente como suena, por obra y gracia de un providencial empleo como maestro barbudo de gritones niños miserables, optando por el clásico Menosprecio de corte y alabanza de aldea, prefiriendo pues todas las veces la rica cultura tribal al seudocivilizado enrarecimiento psicológico bárbaro.

El enclaustramiento simbiótico

La habitación (Room)

Irlanda-Canadá, 2015

De Lenny Abrahamson

Con Jacob Tremblay, Brie Larson, Sean Bridgers

En La habitación, heteróclito opus 5 del dublinense de 49 años Lenny Abrahamson (tras sus genéricos Lo que hizo Richard, 2012, y Frank, 2014), con guion de la irlandesa Emma Donoghue adaptando su homónima novela (aparecida en 2010) inconfesablemente inspirada en el monstruoso caso verídico de la austriaca Elizabeth Fritzl que permaneció 24 años cautiva de su padre en un búnker junto a los siete hijitos procreados por ambos (hasta 2008), el encantador chavito de andróginos cabellos largos Jack ( Jacob Tremblay prodigioso) celebra su quinto cumpleaños al lado exclusivo de su bella Ma Joy (Brie Larson plena de matices) y cocinando su propio pastel, pero sin velas, lo cual le causa furia y malestar, pues, por olvido materno, no les fueron proporcionadas por el psicótico desempleado Nick (Sean Bridgers cual sombra hirsuta) que los ha mantenido secuestrados dentro de un cobertizo rural desde el nacimiento del infante, sin otro contacto posible con el mundo exterior que un aparato de TV proveedor de inagotables paradigmas virtuales y un tragaluz inalcanzable, por añadidura debiendo el pequeño quedar recluido en un clóset las noches en que llega el varón a poseer a la madre, quien ha tenido la entereza de encargarse de su solitaria educación mediante la palabra y el ejercicio físico, en ese mínimo espacio que ha fungido para ellos como un cosmos aparte, del que sólo podrán escapar al fin gracias a una astuta estratagema sugerida por la fuga audaz del aventurero Edmond Dantès de su isla-prisión para convertirse en el Conde de Montecristo, y consistente en fingir la intempestiva muerte culpígena del niño, para que éste pueda salir enrollado en una alfombra, salte de la vistosa camioneta pick-up roja del captor, vaya a dar de cara con el mastín de un transeúnte, provoque la estampida del cobarde Nick, reciba el auxilio de la comprensiva oficial Parker (Amanda Brugel) y sea conducido a una comandancia policiaca, y acto seguido a un hospital, para comenzar ahora una confusa pero exitosa nueva vida, gracias a la dura readaptación a la realidad real, ahora bajo la custodia de la abuela buenaondísima Nancy ( Joan Allen), del limitado abuelo incapaz de asumir lo sucedido Bob (el legendario William H. Macy compungido ab aeternam) y de un cariñoso e intuitivo abuelo postizo Leo (Tom MacCamus), hasta que el chavito traumatizado logre consumar el proceso de su resiliencia, con apegos distintos y la total aceptación del mundo, en parcial ausencia de su madre en crisis, como fatal consecuencia extrema del doble enclaustramiento simbiótico.

El enclaustramiento simbiótico en dos evidentes partes estilísticamente diferentes se articula y desarticula en función de las vivencias inmediatas del pequeño Jack en el encierro y al término de éste, lo que ve el chavito (una cámara subjetiva aunque también el chavito viendo y cierta dosificada utilización un tanto arbitraria y reflexiva a posteriori de la voz en off del niño desde otro tiempo y otro espacio, antes de la huida, durante la huida y después de la huida, como decir antes del parto, durante el parto y después del parto, cual virginales misterios gloriosos marianos, pero ese mismo tema delirante opera sobre todo alrededor y dentro del imaginario infantil, ese imaginario desatado que individualiza a los objetos para saludarlos o darles las buenas noches (“Hola Lavabo, hola Mesa, hola Silla 1, hola Silla 2, hola Tina, hola Tragaluz”), ese imaginario indómito que lo hace convivir con el perro Lucky ficticio, ese imaginario deseante y sucedáneo que dificulta el discernimiento entre lo real y lo inventado aun al interior del mundo en libertad, ese imaginario impuesto y persistente que hasta él sigue hablando de la Habitación como si fuera un personaje y no un ámbito.

El enclaustramiento simbiótico conserva mucho de la anómala relación de aquellas dos infelices bestias junkies buscando droga por las calles dublinenses en el precarista Adam y Paul (Abrahamson, 2004), pero también algo fundamental de aquel solitario marginalista rural causándose involuntario daño a sí mismo en Garaje (Abrahamson, 2007), transferido a esa patética heroína Joy asaeteada por la cruel metamorfosis temática al interior del film, habiendo sido maravillosa creadora de un autónomo universo artificial y viédose de pronto relegada como única fuente afectiva del chavito, y cuestionada en su conciencia ética por una aguda conductora de talk show (Wendy Crewson), que le provocará cierta fallida tentativa suicida, al encararla con su ambiguo proceder egoísta durante el encierro, que hasta entonces ella sólo podía considerar estoico, protector y providente.

El enclaustramiento simbiótico admite también muchas otras lecturas límite, y una de las no menos prominentes podría ser la que considerara la Habitación como un gigantesco Útero del que tendrían que escapar, porque deberían volver a ser paridos, tanto la madre como el hijo producto de una violación, para que, una vez afuera y separados, ese hijo recién nacido a la verdadera realidad exterior pudiera someter sabiamente a la madre, quien ahora lo busca desesperada, a un inusitado proceso de readaptación-curación antivioladora, como si él mismo estuviese volviendo a parirla, o algo así.

Y el enclaustramiento simbiótico va a terminar, con una dulzonería final y omnisignificante de fábula medio disneyana, saboteando todo lo difícil, racional y deliberadamente alcanzado por el relato, con todos sus escamoteos visuales fuera de campo, su régimen quasi lírico de sensaciones (fotografía convincente de Danny Cohen pese a estar retacada de impositivos manierismos efectistas), su espionaje sólo curioso y cándido de la cópula primaria desde el clóset, su rechazo y conjuro de cualquier tipo de sordidez o regodeo amarillista de nota roja, su delicadeza abstinente, su explícito paralelo con el escape de la mazmorra de Dumas, pues finalmente el niño, ya resarcido y reinstalado en la realidad objetiva, merced al obsequio del lindo perrito Seamos ¡real!, aunado a un juego de lego y la compañía de un anónimo amiguillo pateador de pelotas, acabará exigiendo el furtivo regreso a la Habitación, con resguardo de la fuerza pública, para despedirse simbólicamente de su antigua existencia superada, con música embotada de Stephen Rennicks, laxa edición ya no apelmazante de Nathan Nugent, recorrido de maltrechos campos vacíos (“Adiós Lavabo, adiós Mesa, adiós Silla 1, adiós Silla 2, adiós Tina, adiós Tragaluz”) y lugarcomunesca grúa en exteriores hasta el feliz e idílico top shot conclusivo.

La ceniza aciaga

La tierra y la sombra

Colombia-Chile-Brasil-Francia-Holanda, 2015

De César Augusto Acevedo

Con Haimer Leal, Edison Raigosa, Hilda Ruiz

En La tierra y la sombra, minimalista debut en largometraje del autor total caleño de 28 años César Augusto Acevedo (cortos previos: Los pasos del agua, 2012, y La campana, 2013; coguionista de Los hongos de Óscar Ruiz Navia, 2014), Cámara de Oro a la mejor ópera prima mundial en el Festival de Cannes de 2015, el anciano campesino Alfonso (Haimer Leal) recibe un baño completo de polvo en la carretera para certificar su regreso al desolado terruño, tras 17 años de abandono a la arrugada esposa Alicia (Hilda Ruiz) vuelta ya un encapsulado rencor vivo que no le habla, pero conoce a la fuerte nuera Esperanza (Marleyda Soto) que acompaña a la vieja en las duras faenas mal pagadas por el maldito ingenio azucarero que ha infestado la región de cañaverales y lluvias cenicientas producto de la quema de la caña, conoce asimismo al nieto de 9 años Manuel ( José Felipe Cárdenas) con quien intima empáticamente de inmediato, se integra a la familia barriendo huellas de ceniza todo el día e intenta ayudar de cualquier manera a su alcance al adorado hijo exlabriego treintón Gerardo (Edison Raigosa), que yace postrado, enfermo de los pulmones, agravado por la omnipresente ceniza que impide abrir las ventanas de su cuarto, y para colmo, sin la indispensable atención médica ni los remedios correctos, hasta la rebelión personal del infeliz paciente, que coincide con una revuelta más de los trabajadores agrícolas contra la invasiva empresa-pulpo, y hasta la inevitable agonía, cuando ya el hombre estaba a punto de emigrar con padre, mujer e hijo hacia otras tierras más clementes, cosa que en efecto harán después de su deceso.

La ceniza aciaga se plantea y se maneja como un producto material, a la vez que simbólico, siempre en términos telúricos, hasta la gloria al revés y la redundancia, la prodigalidad y lo mezquino, la insurgencia o la resignación, la aceptación de la fatalidad y la tentación de la huida, en medio de una Tierra y una Sombra, como las glorias malignas anunciadas desde el título mismo, una Tierra hecha polvo, una tierra tan paisajista y protagónica como la del atmosférico arte silente nórdico, una tierra acosada por los sembradíos de caña posibles de tocar infernalmente con la vista por los cuatro puntos cardinales de un horizonte cerrado, una tierra aniquilada y aniquiladora de la otrora próspera granja familiar, asfixiada, vuelta pegajosa y diríase maloliente perenne, una tierra imponente pese a todo, aunque apenas vislumbrada desde interiores de recurrentes puertas y ventanas entreabiertas a contraluz como en la mejor épica westernista de John Ford (Más corazón que odio / The Searchers, 1956), una tierra que engendra y sobredetermina la angustia dominante del padre inmovilizado, ese progenitor terrenal vencido e impotente que ya no sabe si salir hacia el mundo ancho y ajeno fue para bien, ese padre deleznado y deleznable que sólo encuentra en el tendido de trampas para pájaros algún atisbo de residual comunicación canora y gorgeante con su tierno nietecito, ese pobre tipo refugiado a perpetuidad sobre una banca de madera a la Sombra del último laurel sobreviviente en el jardín-pórtico de la casa ahora aislada, ese desdichado en la sombra cuyo gran tesoro tangible es el cromo enmarcado de un caballo reluciente y cuyo único sueño obsedente viene a ser un imponente potro emergiendo del hogar-caballeriza hacia la libertad de afuera, ese humilde dispensador inane de un inútil cometa rosamarillo imposible de volar en este contaminado cielo sin viento alentador, ese ente ensombrecido que sólo conseguirá un mínimo contacto con su antigua amada irreconocible luego de haber perdido al insostenible hijo venerado, ese triste briago incallable que apenas emerge de la rústica taberna para fundirse con la sombra una tiniebla circundante y disolvente.

La ceniza aciaga describe la fragilidad de un mundo rural, suspendido sobre el abismo por la estática fotografía árida tan dura cuan apocalíptica de Mateo Guzmán (por cuyo trabajo recibió el Premio Iberoamericano Fénix en 2015), un mundo evocado más que representado, de rugosa delicadeza ardua, a severo plano fijo único por cada baldía secuencia espartana donde todo debe pasar con diluidísimo mejor instante a lo Griffith tardío y sin posibilidad de otra música de fondo que algún esporádico y lejano eco cancionero, teniendo como aliados infalibles a una dirección de arte de Marcela Gómez Montoya más bien sígnica y una edición desvaída de Miguel Schverdfinger, que sin embargo permiten que el acogotado hiperrealismo del relato visual respire a jadeos como el héroe-pivote moribundo y admiten que una subyacente emoción ahogada palpite sin tregua o en off, entre imágenes plásticamente menos vistosas que las de El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2015), esa otra obra maestra del cine épico-lírico latinoamericano de hoy, ahora sí en las perfectas antípodas del verborrágico cine histriónico emblematizado por El clan (Pablo Trapero, 2015) y El club (Pablo Larraín, 2015), exacto allí donde el laconismo, el silencio y lo inmóvil se tornan discursivos, abstractos, retóricos y contundentes, sin eliminar la elocuencia emotiva, sino concediéndole un aura y un pudor ingobernables, allí donde rústicas maletas listas en vano, dos provectas figuras de espalda reclinadas una sobre otra, un incendio-cerco del mundo funeral o un desfile de penumbrosos cuartos vacíos cobran dimensiones cósmicas de Sacrificio de Andrey Tarkovski (1986).

 

Y la ceniza aciaga aúna la negativa alegoría popular del desastre neoliberal colombiano actual y la viscerosófica revuelta contra su explotación laboral a una henchida poética posrulfiana pulidamente bronca (“No quiero más medicamentos, quiero mejorar”), para hacer culminar el homecoming fracasado en la egregia figura trágica de la abuela reconociendo su amor por el abuelo merecedor de un abrazo condescendiente (“Es un buen hombre”) y decidida a permanecer a la sombra de su tierra devastada, ya cual indeclinable raíz sin árbol.