El cine actual, delirios narrativos

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La irracionalidad endilgosa

En Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight)

Estados Unidos, 2014

De Woody Allen

Con Colin Firth, Emma Stone, Eileen Atkins

En Magia a la luz de la luna, elegantísima alta comedia y largometraje 43 del legendario excomediante vuelto autor completo anual neoyorquino de 79 años Woody Allen (otra vez en su nivel tras el resurreccional golpe dramático de Jazmín azul, 2012), el habilísimo mago oriental ahíto de trucos capaces de hacer desaparecer a un elefante en escena Wei Ling Soo, que es en realidad el corrosivo desenmascarador británico de engaños espiritistas Stanley Crawford (Colin Firth profiriendo aún El discurso del rey), se traslada en compañía del colega-alfombra Howard (Simon McBurney en el rol de Woody) a la mansión de su maternal tía Vanessa (Eileen Atkins cual fragilísima gran dama escénica hospitalizable) en la Costa Azul, con el propósito de poner en ridículo a la jovencísima médium de moda Sophie (Emma Stone superando su condición original de noviecita del Hombre Araña), quien, custodiada por su voraz madre-manager Mrs. Baker (Marcia Gay Harden), superapantalla a medio mundo con sus prodigiosas dotes adivinatorias y su facultad para comunicarse con los difuntos, recibiendo incesantes proposiciones nupciales y melifluas serenatas con ukelele de millonarios como el por ella idiotizado Brice (Hamish Linklater), pero el sistemático racionalista escéptico inglés se enamora de ella y, rendido por sus dotes efectivas y afectivas, debe luchar a brazo partido, ése sí ridículo, contra sus propios prejuicios y convicciones, rompiendo con su lejana prometida ideal Olivia (Catherine McCormack) y con la relación ideal (“hecha en el cielo”) que a ella lo ligaba, para lograr asumir su deslumbramiento y los profundos sentimientos que le han despertado y endilgado, de repente no intolerantes, sino intolerablemente irracionales (“Mientras más la miro, más confundido estoy”).

La irracionalidad endilgosa recrea y se recrea en la Era del Jazz, a niveles de rutilancia exquisita y belleza magnífica, los mismos de Medianoche en París (Allen, 2011) sin sucesores inmediatos, desde el espléndido Berlín decadente de 1928 (con Cabaret de Bob Fosse, 1972, donde ahora canta Ute Lemper) al opulento autosuficiente del sur de Europa (en la vía real a Provenza), entre palacetes residenciales y bailes en palacios y entre contemplativas rocas playeras y soleados paisajes, cual espacios anímicos y mentales, porque lo que recientemente en El gran Gatsby (Baz Luhrmann, 2013) era circo aquí se ha vuelto estilización pura, casi etérea, ostentando un espléndido trabajo de ambientación, realzado por una delicada fotografía del iraní Darius Khondji pronto sometida a complejos procesos de digitalización visual, y una jubilosa banda sonora atiborrada de auténticas baladas jazzísticas, hoy retroesqueléticas, más una irónica-monumental utilización de El pájaro de fuego de Stravinsky y el Bolero de Ravel e incluso retumbos de la Novena Sinfonía de Beethoven, para enmarcar los actos de magia, cuya fascinación habrá de prolongarse hasta la pesadilla nocturna del héroe asaltado por la figura de la llovida galana romántica-beethoveniana apenas abrazada bajo las genuinas estrellas de un observatorio astronómico para ellos solos.

La irracionalidad endilgosa se vuelca sobre la desazón devastadora del maduro prepotente que, para aceptar el proceso inacabable de su mágico enamoramiento a primera vista, debe primero envainar la espada de su escepticismo demoledor y renunciar a sus convicciones antiespiritistas e incluso antiespirituales ateas, cobijadas bajo el ala inmaterial y la reblandecida risa perversa de un hoy protodeísta verbo-rrágico Woody Allen ya creyente rebelde en los designios de “un plan que nos rebasa”, a la vez que el desequilibrado relato, demasiado equilibrado en su andadura serena, se sumerge también en inquietud femenina, para socavar la primordial frescura ingenua y la insatisfacción de la chava superdotada pero todavía maravillosamente espontánea que se siente atraída por su desmitificador adversario y se enfrenta con valentía a sus propios rechazos titubeantes (“Creo que podría acostumbrarme a los yates y a las joyas”), para realizar el deseo de ser deseada como mujer dueña de un cuerpo, tras llevar a cabo una labor de seducción tan sencilla en apariencia y tan complicada onanistamente (o de onanista mente) como esa trama digna de La última noche de Boris Grushenko (Allen, 1974), repleta de torturantes paradojas, juegos de palabras (la vidente y la visionaria y su visión por un mismo precio) e impulsivos conceptos contradictorios postolstoianos (la alucinada de luz en luz bañada), para desmenuzar todos los pliegues de una imperiosa pasión británica a lo Henry James, antes que nada en denodada pugna consigo misma.

Y la irracionalidad endilgosa era finalmente una aceptación más plena de la vida y de una apuesta muchísimo más arriesgada, a un tiempo verbosa, amorosa a rabiar y delicuescente, a punto de una plegaria de inmediato rechazada con furia y en medio de una confabulación de imágenes espejo, rumbo al esperado beso que funde y funda porque reflejaba una efigie de pie en la enfrentada.

La programación sexoequívoca

Chicos y Guillermo, ¡a comer! (Les garçons et Guillaume, à table!)

Francia, 2013

De Guillaume Gallienne

Con Guillaume Gallienne, André Marcon, Françoise Fabian

En Chicos y Guillermo, ¡a comer!, desternillante producto taquillerísimo en su país del popular comediante francés Guillaume Gallienne debutando como hombre orquesta de 41 años escribiendo y dirigiendo a la vez e interpretando los dos papeles principales supuestamente autobiográficos (respaldado por medio centenar de roles fílmicos secundarios pero fundamentales), basado en su parisino espectáculo teatral homónimo bien adaptado en colaboración guionística con Claude Mathieu y Nicolas Vassiliev para arrasar en el reparto de los Césares con que la industria gala se premia a sí misma (como a fin de cuentas el propio cineasta ya lo habrá hecho), el infeliz actor en el umbral de la madurez Guillaume (el mismo realizador) revela sobre el escenario que su severa Mamá (otra vez el mismo realizador travestido como en sainete español) lo programó desde pequeño para mujer, más que para homosexual, así como la mayoría de los varones lo habéis sido para machos franceses o mexicanos, de vengativa cara al indiferente padre hecho ausencia (André Marcon) y de una abuela reforzadoramente contraproducente Babou (Françoise Fabian) más algunas tías excéntricas (féminas tras féminas), lo que le ha orillado a padecer todas las discriminaciones homofóbicas imaginables, tanto en el hogar de la gran familia como en los internados escolares, en las vacaciones andaluzas aprendiendo a bailar flamenco como bailaora salerosa, en el reclutamiento militar y en cada aparatosa tentativa por ceder a su presunta condición sexual, ligando y ligando sin consumar jamás el acto (“Mientras no lo pruebes no vas a saberlo”), y sin poder escapar a ese destino manifiesto y obligado, hasta tomar conciencia de sus verdaderas orientaciones, ceder a los encantos de la insignificante güerita linda Amandine (Clémence Thioly) y casarse con ella, pase lo que pase.

La programación sexoequívoca estructura su relato paradójico y absurdo como una desgarradora confesión general, abierta a los demás con actitud incluyente y armada a modo de un simpático monólogo seductor, si bien a veces irritante, llevado y actuado en escena por el propio autor, quien gracias a ella se desgarraría las vestiduras sin pudor alguno, ostentaría sus heridas más profundas a la vista de todos, plantearía sus llagas morales, exhibiría cicatrices con distancia crítica, haría públicamente su catarsis a modo de vomitada existencial, llegaría al colmo de la irrisión / autoirrisión como en un gigantesco psicodrama autocastrante y, lo último pero no lo ínfimo, propondría el reflejo de la representación (fílmica) dentro de la representación (teatral), dentro de la representación (verbal), dentro de la representación (autoanalítica salvaje), dentro de la representación (lo real ficcionalizado), dentro de la representación (lo real subjetivo), dentro de la representación (lo real objetivo inasible), en un brutal e hilarante juego de espejos superpuestos que llevaría la múltiple performance del personaje a límites de ilusión metafísica neokantiana, pero siempre al interior de un cerco abyectamente existencial, tal como lo exigirían dictatorialmente los delirios lacanianos ante el inconsciente leído como un texto discursivo dentro de otro texto literario-imaginante, al infinito.

La programación sexoequívoca se afirma como una deliberadamente boba pieza tragicómica de humor sangriento, aunque con algunos rasgos de ternura o de complaciente complicidad a la defensiva, para que ya no admita diferencia alguna (si alguna vez la hubo) entre lo trágico y lo cómico, con la salvedad única, como diría Brecht, de que en lo cómico no hay escapatoria posible, no hay vuelta atrás, todo se ha consumado y consumido en la risa volcánica y justiciera, trátese de la fuga despavorida a una violación tumultuaria, el suicidio simbólico del ingenuo jotito a medias dejándose caer vestido a la piscina al sentirse desdeñado por su adorado amigo Jeremy (Charlie Anson), la humillación de doctores y psiquiatras que lo retacaban de medicamentos (“Así por lo menos no está solo”), sus imposibles esfuerzos por relajar el trasero con la suculenta enfermera del spa (Diane Kruger en inolvidable cameo), o esos ligues interruptus con mayates atroces e intimidantes chacales de club nocturno modelo Cruising (William Friedkin, 1980) o con un rusito ridículo, sólo para descubrir que le tiene miedo a los caballos.

 

Y la programación sexoequívoca parte de la distancia que media entre el primer recuerdo (aquel insinuante llamado titular a la mesa que lo oponía y separaba de los chavos de su edad cuando apenas tenía cuatro años) y la última frase cariñosa oída por teléfono a la Madre (“Cuídate mi niña grande”), para revisar de manera puntualizadora la experiencia vivida y realizar un ajuste de cuentas feroz, urgente y definitivo con esa Madre, con la ahora y siempre amorodiosa figura materna ya introyectada, la madre provocadora de malentendidos maléficos y desquiciantes piruetas eróticas inconsumables o coitocircuitos mentales (“Mamá es maravillosa, siempre oscila entre la calidez quemante y una frialdad gélida”), la madre terrible que asfixia sin réplicas ni lamentaciones posibles, la madre explosiva (digna del canadiense Xavier Dolan de Mommy, 2014) a la que imitaba en sus gestos y amaneramientos al hablar o cuando de chavo se disfrazaba de Sissi Emperatriz, la madre posesiva fuera del espaciotiempo pero concretada en algún lugar entre la ubicua madre voladora aún desde ultratumba de Woody Allen (Historias de Nueva York, 1989) y la sublime progenitora incuestionable de Almodóvar (Todo sobre mi madre, 1999), en suma, la mujer que hoy encarna el director-intérprete para resultar madre e hijo de sí mismo, restituyendo la dualidad primigenia y su perniciosa falacia genealógica, a final de cuentas también liberadora.

La paradoja infracomediante

Súper nada (Super Nada)

Brasil-México, 2012

De Rubens Rewald y Rossana Foglia

Con Marat Descartes, Jair Rodrigues, Clarissa Kiste

En Súper nada, metaescénico opus 2 de la mancuerna paulina formada por el dramaturgo multimedia de 47 años Rubens Rewald y la escenógrafa-directora teatral Rossana Foglia (corto conjunto: Mutante, 2002; anterior largometraje juntos: Corpo, 2007), con guion del primero, el calvito treintón aspirante a cómico de sketches paraclownescos televisvos Guto (Marat Descartes forzado a su límite bufonesco más corporal) sobrevive de chambitas publicitarias miserables y se la pasa haciendo prácticas e improvisaciones teatrales con quien se le ponga enfrente, sea con su reventadón compañero de rutinas, con su semiabandonada hijita a cargo de la abuela también alivianada o con su mismísima novia sensualosa Lívia (Clarissa Kiste) asimismo aspirante a actricilla, pero un buen día el hiperkinético individuo ve abierta la puerta de la fama al entrar en contacto como posible patiño archihumillado de su máximo ídolo y modelo, el desatado afrocomediante Zeca ( Jair Rodrigues ultrahigadazo), en franca decadencia alcohólica aunque todavía tiránico protagonista de un desternillante TVshow de cuarta intitulado Súper nada, con tan paradójica mala suerte que el engreído comediante admirado lo arrastra a una patética borrachera seudorgiástica en la que pretende prolongar las humillaciones escénicas y bajarle a la novia desmadrosa delante de él, que por fin reacciona, vapuleándolo y tirándolo a media calle a merced de una ambulancia llamada por teléfono, para poner en riesgo su propia carrera televisiva y perdiendo en el mismo colérico impulso refulgente a su chava.

La paradoja infracomediante se atiborra marásmicamente de jump cuts de un falso cadáver con cuchillo sangrante en el pecho sobre un respiradero de metro, ensayos escénicos a diestra y siniestra, intraducibles juegos de palabras ad nauseam, cuerpos trenzados en barrocos ejercicios calisténico-yogadictos, abruptas payasadas circenses fuera de lugar, esmerados castings sádicos, vergonzantes o enérgicos destrabados físicos para mejor arrojársele a los pies del comediante a quien se le ha estornudado con mocos verdaderos, rebuscados y sangronsísimos delirios poscarperos ya vergonzantes ya ostentosos, pósters de culto al tal pavoroso Zeca al mismo nivel de un póster-homenaje insólito al primer Cantinflas fílmico (No te engañes corazón de Miguel Contreras Torres, 1936), ligues histriónicos con pelandrujas lanzadazas, escarceos discretamente bisexuales en la disco rojiza y, no menos relevantes en alarmado descriptivo que ya es narrativo, una interpretación infantil de Haydn sin necesidad de piano, mímicas simiescas que parecen escatológicas (o lo son en efecto), vómitos de colores en virtud de una seudofantasiosa fotografía de Hélcio Alemão Nagamine, remedos y encabalgamientos caprichosos del sonido sobre la imagen gracias a una atropellada edición de Willem Dias y, por si fuera poco, un cúmulo bombástico de monstruosos grafitis a lo José Luis Cuevas al fin populachero bendiciendo sórdidas correrías nocturnas.

La paradoja infracomediante devora y se autodevora en una hueca comicidad forzada, autoexcitada y trascendida, transferida a un grueso fanatismo actoral, al estilo de El rey de la comedia (Martin Scorsese, 1983) reducido a un absurdo deliberadamente pinchísimo, tipo Un mundo raro (Armando Casas, 2001), que tiene mucho de egolatría narcisista y masoquista autodenostación reiterativa hasta lo malsano, incapaz de cubrir o prolongar ninguna relación afectiva, pues basta con un encuentro entre los amantes siempre lindamente intempestivos, tras un cierto tiempo pésimamente marcado, para que se establezca de manera expedita que se dejaron de ver, ella cortó al celoso mediocre explosivo sin comunicárselo y hasta tuvo tiempo de sufrir un aborto, más lo que se junte en la siguiente elipsis gratuita de esta semana.

Y la paradoja infracomediante consigue finalmente que su héroe demolido se atreva a acercarse de nuevo al deteriorado y ya olvidadizo conductor del juego dentro del juego Zeca para recuperar el sitio atisbado y perdido, para revalorarse como homo ludens escénico pese a todo, demostrándole al mundo que “El diablo existe” protectoramente y que la Hora del Show aún respira profundo, porque también esto en realidad no era Súper nada, sino Infra nada.

La leucemia prodigiosa

Yo, él y Raquel (Me and Earl and the Dying Girl)

Estados Unidos, 2015

De Alfonso Gómez-Rejón

Con Thomas Mann, RJ Cyler, Olivia Cooke

En Yo, él y Raquel, mercurial y cinicazo opus 2 del TVserialista cuarentón texano fronterizo como asistente de la santísima trinidad Scorsese / Iñárritu / Affleck formado Alfonso Gómez-Rejón (primer largo: Espera a que se haga de noche, 2014), con base en la debutante novela superventas homónima de Jesse Andrews por éste mismo adaptada para ser la comedia-revelación independiente del Festival de Sundance de 2014, el autoapabullado adolescente güerejo carademarmota asumida Greg (Thomas Mann) evoca a mil por hora y al frenético grito conjunto de “No tengo ni la menor idea de lo que estoy haciendo” y de “Ésta es la historia de mi último año en el bachillerato, de cómo destruí mi vida y cómo filmé una película tan mala que literalmente mató a alguien”, todo lo íntimo inconfesable e inimaginable de ese encantador personajito hiperactivo y omnipresente, empezando por su original necesidad de estar en todas partes de su escuela de Pittsburgh y en ninguna, su disfrute de una invisibilidad ubicua para él indispensable, su capacidad para aparentar ser amigo de todo mundo (atletas / drogos / teatreros / marginales) y de nadie, su omniprotectora destreza para lidiar con el asedio de bellas-alce como la irresistible Madison (Katharine C. Hughes) que sólo piensan en aplastar feos-ardillita como él, su dependencia del mariguano profe de historia McCarthy ( Jon Bernthal) para refugiarse a tomar alimentos sin pisar la monstruosamente agresiva y caótica cafetería comunitaria, su sabotaje deliberado a las posibilidades de ingresar a cualquier universidad cuyo asqueroso menú especifica un manual supervoluminoso, su absorbente devoción secreta para realizar desternillantes parodias de películas célebres en inafectiva pero efectivísima colaboración estrictamente profesional con el compañero afrolúmpen Earl (RJ Cyler), su esquivo aguante de un padre (s)ociólogo que en lo emocional únicamente puede relacionarse con su gato (Nick Offerman) y de una madre ultrachantajista sentimental (Connie Britton) que un buen día amenaza romper la prudente distancia mantenida con la realidad, al orillarlo a visitar por vil lástima a la hija leucémica de la desconsolada amiga judía Denisse (Molly Shannon), la cual resulta ser una simpática Raquel (Olivia Cooke sensacional) tan reacia a la compasión / autocompasión como él, plena de sentido del humor y capaz de reírse todo el tiempo de sí misma y de sus imposibilidades, tropiezos y tragedias en acecho, por lo que no le será difícil a Greg congeniar con ella, entablando pronto una estrecha amistad que los demás juzgan como noviazgo, aceptando ser orillado por Earl a volverla aficionada a sus cintas e incluso, ahora orillado por la otrora inaccesible Madison, a dedicarle una en homenaje de despedida del universo, antes de que la pareja rompa por una imperdonable bobada, Raquel suspenda sus quimioterapias hasta ir a dar moribunda al hospital y Madison invite por piedad al baile de graduación a un remordido Greg a punto de abrirse a los demás.

La leucemia prodigiosa despliega de principio a fin una enorme, avasalladora, pero jamás hostigante cantidad de recursos expresivos esencialmente narrativos y eminentemente visuales, que llevan al espectador más advertido, tanto como al menos, de sorpresa en sorpresa y de hallazgo en hallazgo, sin cesar reinventados, destacando en sus mejores momentos esa doble bitácora contando los funestos Días de la Amistad Condenada (3, 85, 204) y otra precisando la Parte en que va la evolución / involución del monologador personaje (la Parte en que conocí a la chava moribunda, la Parte en que entró en pánico por mera torpeza), ese hilarante uso de animaciones atrozmente amateurs para ejemplificar la tortura sobre cocodrilos en el Peor de los Tiempos o los daños femeninos contra la infeliz ardillita-alter ego o los cojines vivientes, la rápida ilustración objetiva o recordada de los horrores reales y traumas a medida que se aluden, los encuadres de súbito chuecos a 90 grados, las incómodas separaciones de figuras reacias con pronunciada profundidad de campo wellesiana en el ámbito repelentemente rosa de un plano abierto vuelto asfixiante, la gracia de una fotografía asiática sin pudores de Chung-hoon Chung, o esa insidiosa equiparación de los territorios escolares adolescentes con países bélicamente invadidos por Estados Unidos y a la sensación traidora que se evidencia con la angustia irreprimible de ese “Eres un Assange, eres un Assange” proclamada por las calles.

La leucemia prodigiosa prodiga, sobre todo, inagotables paralelismos extraordinarios, sabrosísimos y más que excéntricos con el cine de arte local y europeo (el cine “extranjero” de Coppola, Scorsese, Malle y Bergman), ahíto de tipos solitarios y violentos con los cuales identificarse, tanto al nivel de las 42 falsamente naïves microcintas atribuidas al desatado protagonista (ese Senior Citizen Kane, ese Apocalipsis ahora vuelto Épocas cursis ahora, esa Seventh Seal) como los producidos por el montaje propiamente ficcional (ese fondo de Taxi Driver, 1976, denunciando el verdadero subtexto agresivo del héroe confeso; ese padre identificado con Aguirre, la ira de dios, 1972, en el instante de visionarlo; esa deflacionaria culminación caritativa alternando con la música-palpitación recóndita del desesperado desconcierto final del chavo enternecedoramente truffautiano de Los 400 golpes, 1959), pero también la deliciosa imitación salvaje del mamonazo acento avieso de Werner Herzog y la soberana antología de composiciones para cine de Brian Eno, corregida y aumentada por él mismo, que se desenfrena con auténtico furor intrauterino por doquier.

Y la leucemia prodigiosa rechaza como la peste, al igual que sus criaturas cualquier patetismo / autopatetismo, incluso mintiendo sobre la posible salvación de Raquel, logrando ser más que desgarradora y dándoles contención e incisivo sentido unívoco a lo que sólo eran diseminados fragmentos de una eternidad compartida.