El cine actual, delirios narrativos

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El escape antidepurador

12 horas para sobrevivir (The Purge: Anarchy)

Estados Unidos, 2014

De James DeMonaco

Con Frank Grillo, Carmen Ejogo, Zach Gilford

En 12 horas para sobrevivir, trepidantemente violento aunque bastante controlado tercer largometraje como autor completo del guionista brooklyniano de 45 años James DeMonaco (primer film: Isla Straten / El estado de la mafia, 2009) y mejoradísima segunda parte de la original saga cienciaficcional iniciada por él mismo con una irregular La noche de la expiación (2013), la desavenida parejita juvenil de Liz (Kiele Sanchez) y Shane (Zach Gilford) ya separándose civilizadamente pero hoy dejada a su suerte por el automóvil descompuesto, un anónimo Sargento policial (Frank Grillo) obsedido por la venganza en busca de llegar a la casa del infeliz ahora feliz asesino de su hijo para liquidarlo de inmediato y la sufrida madre mesera afroamericana Eva (Carmen Ejogo) acompañada en su fuga por su hija adolescente Cali (Zoë Soul) tras haber visto su casa destruida por un rencoroso vecino asaltante, son cinco personajes comunes que inopinadamente se reúnen para luchar por sus vidas en contra de las homicidas turbamultas armadas hasta los dientes, durante otra noche anual de Purga exterminadora en Los Ángeles de 2023 donde todo crimen está autorizado y promovido por el régimen gubernamental estadunidense de los Nuevos Padres Fundadores, a modo de catártica medida depuradora clasista e instrumento que garantiza la seguridad y cual ansiada y necesaria válvula de escape ciudadana, hasta que los cinco sean atrapados y ofrecidos como lote en un show exterminador de cabaret, logren sobrevivir in extremis y el Sargento pueda irrumpir en la alcoba de su presa para llevar a cabo su venganza.

El escape antidepurador lleva a sus perentorias consecuencias extremas y callejeras el salvajismo cruel, la enfermedad anárquica y la dañadez de la acerba fábula futurista que comenzó en La noche de la expiación (donde una familia veía amenazada su archisegura mansión por un sospechoso vagabundo admitido en su seno), de una manera sociopolíticamente muy exacerbada (más que facilona o ejemplarmente contraarmamentista), allí donde las criaturas corrientes ya asumen por instinto depredador un comportamiento brutal límite gracias a la ignominiosa fuerza de las circunstancias o por simple mercenarismo al servicio del engañoso poder establecido (más que por una vocación de Perros de paja de Sam Peckinpah, 1971), donde el criminal desfogue catártico ya infesta sin cuartel ni freno las siniestras calles angelinas en pos del mero placer (más que por el espectáculo ritual de Los juegos del hambre de Gary Ross, 2011, o por obligada selección natural de los hiperjerarquizados estratos sociales del Divergente de Neil Burger, 2014), y donde, sintiéndose demoniaco DeMonaco, los envidiables multimillonarios voyeristas dominantes ya pueden participar sin cortapisas en una placentera cacería humana cabaretera con renovados lotes de cristianos casi inermes en medio de un circo romano de buscadoras luces encandilantes, privilegiadas gafas de visión nocturna y discrecional uso entusiasta de armas altamente sofisticadas.

El escape antidepurador impone el régimen desmañado e irónico de un ritmo acezante y un clásico acoso implacable (tipo La noche de los muertos vivientes de George A. Romero, 1968), esta vez dictado por la burla a lo que se desprecia tanto como a lo que se ama, arrojada como un lanzallamas más, de los que avanzan andando o en camión blindado, sobre la miserable mortandad mortífera de otra parábola ultrarreaccionaria y paranoica al grotesco-goyesco estilo exacerbado del Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, donde un maldito con máscara de calaca ha irrumpido en el encuadre para averiar los cables del automóvil indispensable cerca de la hora crucial en pleno peligrosísimo centro de la ciudad, donde las humildes mujeres se han visto desertadas por el senecto abuelo que se vendió como carroña a los ricos, donde una zombi tumefacta en vano clama por auxilio en un recodo del camino, donde el tenebroso laberinto urbano sustituye con creces a la fotogenia de cualquier road picture enclaustrada (tipo Los guerreros de Walter Hill, 1979), donde pisar un periódico significa la captura del pie en una deslizante trampa de acero, donde la mustia hermana descarga a tiros sus fogosos resentimientos hogareños en medio de la desquiciada sala intempestivamente fractal, o donde el histeroiluminado afroactivista rebelde Carmelo Johns con emblemática boina de Ché Guevara (Michael K. Willliams) que subversivamente hackeaba las TVtransmisiones aparecerá como milagroso refuerzo a la mitad de la acción más apremiante.

Y el escape antidepurador se afirma al final como una epopeya del coraje en torno de cierto héroe particularmente aguerrido y una fantasía burdamente alegórica nacional e inevitablemente discursiva acerca de la Salvación impedida en el futuro, inscrita alrededor a ese Sargento (en el papel de algún arcaico Clint Eastwood sin carisma) haciendo de venturoso e instintivo salvador heroico atrabiliario, más que de estoico justiciero sucio, atrapado en las fauces de una ciudad vuelta desalmado thriller westernista donde por encima de las vesanias toda salvación está prohibida, pero a su vez salvado a balazos por el odiado criminal a quien por elipsis le había perdonado la vida, para que nuestro nuevo héroe el innombrable salvador salvado lo sea también en lo afectivo y en lo espiritual por las santas afrohembrazas sanas y salvas, mientras todas las banderas patrias norteamericanas del presente por venir yacen ignominiosamente inmundas y ensangrentadas.

El conflicto interno

Intensa-Mente (Inside Out)

Estados Unidos, 2015

De Pete Docter y Ronaldo Ronnie Del Carmen

Con dibujos animados

En Intensa-Mente, originalísimo tercer film de dibujos animados del talentoso especialista minnesotiano de 47 años Pete Docter (Monsters, Inc., 2001; Up, una aventura de altura, 2009) secundado por el técnico filipino de 55 años Ronaldo Ronnie Del Carmen (supervisor del Buscando a Nemo de Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2000, y diseñador de producción del Ratatouille de Brad Bird, 2007), trabajando ambos ahora para la todavía ambiciosa compañía fusionada Disney-Pixar y con un guion de ambos, la intensa mente de la encantadora niñita de 11 años Riley de emblemático apellido Anderson (como el insuperable cuentista supuestamente feérico danés) es desde la más tierna infancia de ésta un verdadero campo de batalla, en forma de centro de operaciones provisto de consola aprietabotones, donde combaten sin cesar por el dominio cinco enconadas fuerzas significativamente monocromáticas en pugna perpetua, ufanándose de sus pasajeros triunfos parciales pero creyendo cada una procurar la felicidad de la pequeña en la vida práctica de las decisiones cotidianas: la radiante esbelta amarilla Alegría, la chaparra gorda anteojuda azulenca infeliz Tristeza (igualando una vez más fealdad convencional con maldad), el escuálido larguirucho morado Temor, la repulsiva verdosa de boca torcida Desagrado o Asco (según el doblaje regional) y el histérico bocón rojo de coraje con cabeza cuadrada inflamable Furia, quienes regulan las risillas y las plácidas sonrisas de la bebita, los berrinches posteriores ante el plato rechazado, las euforias ante el juego incipiente y los apoteóticos partidos de hockey sobre hielo en la gélida natal Minnesota, en suma, todas las emociones elementales y las incontrolables, las complejas y las confusas e indeslindables en una especie de forzado equilibrio dinámico, (según Paul Ekman), mismo que amenazará con perderse casi por completo al mudarse la chavita, al lado de los amorosos padres de su familia nuclear antes armoniosa y por razones de trabajo, a San Francisco, donde la chica no tardará en decepcionarse con una inhabitable casona sin muebles, habiendo tenido que renunciar a sus antiguas amistades y contemplando a impotente distancia cómo éstas se vuelcan en afecto hacia una amiguita sustituta, sintiéndose terriblemente inadaptada tras regarla horrible durante su presentación en clase como la nueva compañerita lloriqueante (“Llorar es mi manera de concentrarme en los problemas de la vida”) y fracasando catastróficamente al querer reivindicarse mediante su viejo entusiasmo por el hockey hoy inútil, hasta no ver otra solución que escapar del hogar y, aún sin ser capaz de resolver su atroz conflicto interno, de avanzada naturaleza profunda, abordar un ómnibus con dinero de una tarjeta robada a los papis para retornar en solitario a su distante terruño añorado, aunque arrepintiéndose muy al inicio del trayecto.

El conflicto interno convierte a Alegría en su protagonista suprema, incluso por encima de la propia Riley, para seguir sus peripecias, aventuras, percances, pánicos y hallazgos a través de universos impensables, llevando a Tristeza literalmente a rastras y haciéndose secundar por su amigo imaginario Bing Bong, especie de festivo animal síntesis de la zoología fantástica de Borges (con trompa de elefante, cola de gato y fauces de un delfín), para devenir ella misma una suerte de reciclada Alicia en el País de las Maravillas, que sigue siendo la primigenia de Lewis Carroll aunque indefectiblemente referida a la crispada crispante versión tradicional disneyana (1951), y convertir su ámbito mutante y lleno de personajes pintorescos, excéntricos, amenazantes y sin variación desatados, como esos gendarmes del inconsciente o ese payaso-Gulliver sobre cuya panza acabará enjaulado el buen Bong, en sucedáneos del itinerario humano de la heroína clásica, atrapada entre las infinitas murallas laberínticas de la Memoria a Corto Plazo y la creación de sus Pensamientos Centrales, el drenaje por el Tubo de la Memoria y la expulsión del Cuartel General para que allí se enseñoreen las tres emociones más nefastas, la persecución desaforada atesorando esferas de recuerdos e inducciones positivas como pelotas de boliche y el desplome del Tren del Pensamiento, el camino señalado con Lágrimas que son Caramelos cual migajitas de Hänsel y Gretel y la escalada de una inédita combinación de emociones, los espejismos de una Tierra de los Sueños habilitada como caprichoso estudio de cine y las desternillantes mutaciones corporales que provoca un peligroso absorbente Túnel del Pensamiento Abstracto.

 

El conflicto interno recrea el trance de la pérdida para siempre de las islas de la memoria, en especial la Isla de la Amistad, la Isla del Hockey y la Isla de la Familia, las cuales deberán hundirse, una a una, trágicamente, sin remedio, hasta caer en el abismo del Basurero Mental, de donde deberá ser rescatada esa Alegría, tenaz y persistente pese a todo, al lado de esa Tristeza vuelta su inevitable acompañante desastrosa por ambigua, como si se vehiculara una comedia clínica y un tratado de neuropsicología, de manera insólita apoyada en un relamido representante futuro de los Romances Posibles que se trepa sobre otro idéntico a sí mismo al infinito y se auxilia del remordimiento, el perdón, las lágrimas redentoras y la ternura apapachante, cual valores irrebatibles para salvar in extremis la Isla de la Familia y salvarse a la vez gracias a ella, recibiendo la bola luminosa y reconstruyendo / construyendo en el abrazo la nueva Isla de la Personalidad de Riley con flamante consola sustituta en el Cuartel General señalada con un letrero que dice Pubertad.

Y el conflicto interno desemboca de manera imprevisible, con fines entre infantiles (¿para que los menores aprendan a identificar sus emociones antes de que los dominen?) y adultos (¿para que los mayores aprendan a identificar sus emociones antes de que sea demasiado tarde?), en una superación súbitamente revelada de la crisis de la pubertad, una superación más allá de los estallidos de rabia y los ataques de llanto, una superación cual motor de combustión interna de la mente humana en formación, una superación que consolida y fortalece el carácter, una superación conseguida en virtud (y jamás en detrimento) de la teatralidad fluida y contradictoria del drama visual ejemplar y edificantemente visualizado, pero una superación que se afirma y reconoce no obstante en forma irónica pues lo peor está sin duda por venir (“Ya tiene doce años, ¿qué más podría pasarle?”).

La carne triste

Ida (Ida)

Polonia-Dinamarca, 2013

De Pawel Pawlikowski

Con Agata Trzebuchowska, Agata Kulesza, Dawid Ogrodnik

En Ida, poderoso aunque austero quinto largometraje del exTVdocumentalista varsoviano de 56 años Pawel Pawlikowski (Mi verano de amor, 2004; La mujer en el quinto, 2011), con sumario guion suyo y de Rebecca Lenkiewicz, ganador del Oscar 2014 a la mejor película extranjera, la sumisa e inocentemente autonegada novicia linda Anna (Agata Trzebuchowska) retoca con extrema delicadeza un Cristo de madera para colocarlo, ayudada por sus homólogas, en el centro de un redondel horadado sobre la nieve permanente de 1960, demostrando que está perfectamente bien adaptada a la vida conventual en la que creció, y sin embargo, no satisfecha con esa evidencia, antes de que pronuncie sus votos definitivos, la Madre Superiora (Halina Skoczynska) prácticamente la obliga a regresar a su aldea natal, para despedirse de su reacia y por ella desconocida tía cincuentona Wanda (Agata Kulesza), una endurecida magistrada judicial semialcohólica y promiscua por añadidura acérrima comunista que de buenas a primeras le revela, despectiva y autoritaria como políticamente lo es, que en realidad ella nunca ha sido Anna, se llama Ida, es judía y que sus padres fueron asesinados durante la temible y demoledora ocupación nazi, pero, al ser conminada por la chava a mostrarle la tumba de aquellos sacrificados, ambas deberán emprender una travesía que las llevará del taimado campesino roñoso Feliks (Adam Szyszkowski), sólo preocupado porque no lo despojen de sus usurpada tierras yermas, al hermético y casi inlocalizable antepasado ya en franca pudrición miserable Szymon ( Jerzy Trela), y luego separándose las dos mujeres, para que la mayor quede a merced de sus culpas y la autodestrucción, y la menor saciando su curiosidad por la carne triste en manos del dulce jazzsaxofonista de taberna Lis (Dawid Ogrodnik) que por ende era el único ente viril capaz de seducirla cual encantador de serpientes.

La carne triste ostenta una fascinante fotografía en blanco / negro de Ryszard Lenczewski y Lukasz Zal con anacronizante encuadre de 4:3 en épocas de pantalla ancha obligatoria, un blanco / negro exquisito más allá del trabajo meramente visual, un blanco / negro sobreelaborado que de principio a fin deberá cargar con la obligación de tornarse plástico y casi metapictórico para poder mejor “esculpir el tiempo” (Andrey Tarkovski) o sea de egregia manera texturológica, un blanco / negro objeto de virtuosismo que se acerca mucho más a la abstracción sensorial que a la escala humana, un blanco / negro básicamente cenestésico y eminentemente táctil como esa omnipresente nieve brutal que envuelve y se impregna, un blanco / negro imperioso donde las figuras aparecen refugiadas o tímidamente agazapadas en los bordes verticales del encuadre, un blanco / negro diríase furibundo en seco donde los seres humanos deben admitir demasiado aire sobre sus cabezas (a la manera de aquella excepcional Muerte por sobredosis / Afterschool del neoyorquino Antonio Campos, 2008, aquí inédita) como si estuvieran siendo aplastados o disminuidos por sistema ¿por el Sistema? y en perpetuo trance de ser expulsados o drenados hacia el extremo inferior de la pantalla, un blanco / negro riguroso que se da el lujo de pasar en puntos clave del minimalismo a la sombría atmósfera barroca en flagrante homenaje al decadente neoexpresionismo posbélico a la polaca de Andrzejewski / Wajda (Cenizas y diamantes, 1958), un blanco / negro ritual que también habrá de saber sobrevivir indiferente a la remota ejecución del padre y de un hermanito por mero miedo y rapiña, un blanco / negro estético y dramático a la vez que reclama la inclemencia y los valores negativos bajo un régimen impecable e implacable de heladas y ventiscas, un blanco / negro revelador de una sociedad históricamente traumatizada y somnolientamente gris, un blanco / negro vuelto mimesis de la supraconciencia del cuerpo propio y descubrimiento de la irrestricta melancolía inextinguible con música de Mozart y Bach-Busoni, un blanco / negro sordo por completo ajeno al elogio religioso o sagrado y por entero volcado a la vivisección reflexiva.

La carne triste tiene mucho de fábula sin moraleja posible y de consternado cuento moral en suspenso, cuya consistencia será óptica y jamás verborrágica (como sí lo era la del genial Eric Rohmer), en torno a esa monja en ciernes amenazada en sus creencias y convicciones a lo Viridiana de Luis Buñuel (1961), desgarrada por todas partes y quitándose sus hábitos en la desesperación, como si sólo quisiera ser su propia corona de espinas y su exorcismo mundano.

Y la carne triste se cuelga a modo de inesperado milagrito a una travesía por la infamia, tanto territorial como humana, pero que, de manera paradójica, servirá para acercar a esas dos mujeres opuestas y en dos límites del tiempo y la experiencia social, ignorantes la una de la otra, cual contrarios irreconciliables, distantes en todos sentidos menos en el afecto naciente, tras convivir pese a todos y provocarse mutuamente algunas mutaciones desazonantes que, para la prematuramente decrépita e irredimiblemente suicida Wanda, serán sarcásticamente funestas y nefastas como ella misma, y para Ida, satánicamente ambiguas, indecisa hasta el último minuto, aún en ese instante caminando en pasmado sobresalto por la sucia senda blanca del retorno a su reclusión, después de haber conocido toda la trastornante fuerza y la belleza imposible del Mal absoluto, ahora por aberrante voluntad propia.

El deterioro irremediable

Siempre Alice (Still Alice)

Estados Unidos, 2014

De Richard Glatzer y Wash Westmoreland

Con Julianne Moore, Alec Baldwin, Kristen Stewart

En Siempre Alice, conmovedor cuarto largometraje de la dupla de esposos formada por el excinequeer neoyorquino Richard Glatzer con el excinepornógrafo inglés hoy aquejado de esclerosis degenerativa a los 48 años Wash Westmoreland (filmes conjuntos previos: El excitador, 2001; Quinceañera, 2006; La última aventura de Robin Hood, 2013, sobre la recién difundida homosexualidad de Errol Flynn), con guion de ambos basado en la novela bestseller homónimo de Lisa Genova, ganador del Oscar 2014 a la mejor actuación femenina, la brillante profesora universitaria californiana con una vida plena Alice Howland ( Julianne Moore) empieza el exacto día de su 50 cumpleaños a contestar incoherencias, a presentarse dos veces con la misma persona y a tener lapsus oceánicos en clase y por doquier, para terminar acudiendo a un neurólogo que le diagnostica un atípico Alzheimer prematuro de origen hereditario cuya revelación, avances y tropiezos trastocan en unos cuantos meses los cimientos de su personalidad (“Lo siento, olvidé que tengo Alzheimer”) y sacuden su estructura familiar, lastran al marido cirujano John (Alec Baldwin) a punto de ser ascendido fuera del estado, sentencian con certificación genética a la hija mayor con dos bebés en gestación Anna (Kate Bosworth) y curiosamente acercan a la pequeña hija actriz reacia a cualquier formación académica Lydia (Kristen Stewart menos sorprendente que en Las nubes de María), hasta la renuncia a la cátedra, el recurso de las nuevas tecnologías a su tope, el rechazo al asilo superasistido, la secreta preparación de una eutanasia misericordiosa pronta a descubrirse fallida y la reclusión dentro una finca playera con la querida hija menor, en espera de etapas menos clementes del deterioro irremediable y el trágico padecimiento silencioso ya sin término.

El deterioro irremediable se refocila en el espectáculo cumbre de una inteligencia naufragante e impotente, el espectáculo de una caída desde gran altura para mostrar mejor el zapotazo, un espectáculo de zozobra límite experimentado con plena conciencia, un espectáculo sadomasoquista y posbergamaniano gozosamente femitriturante, un espectáculo artero y amenazante para todos los que hoy gozan de un elevado nivel de desarrollo intelectual (pero sin saberlo están emplazados a sufrir el Alzheimer repentino con mayor agudeza, anticipación y severidad), un espectáculo vivido en radical soledad pese al auxilio hipotético de la pareja demasiado serena y a la compañía solidaria de la rebelde hija desbalagada de quien menos se esperaría nada, un espectáculo alerta que releva a la numinosa dignidad de la escritora Judi Dench de Iris, recuerdos imborrables (Richard Eyre, 2001) y a la aceptación pasiva de la esposa madre terminal Julie Christie cambiando pareja en el asilo de Lejos de ella (Sarah Polley, 2006), un espectáculo autodenigratorio que obliga a depender cada vez más de los demás y a incurrir en todo aquello que moralmente se detestaba como la peste (esa curiosidad por el diario íntimo filial violando un mínimo prurito de respeto a la privacidad, ese posterior chantaje involuntario pero flagrante a la misma hija), un espectáculo despiadado que no puede pararse ni por medio de un suicidio minuciosamente concertado (que fracasará a causa del ínfimo elemento azaroso: la irrupción de una sirvienta gritona escaleras abajo), todo en torno de la paradoja viviente de una especialista en lingüística y psicología cognitiva que primero verá trastornadas aquellas facultades de las que era experta y todo en función de un personaje-síntesis regiamente interpretado por una Julianne Moore que hace de su tenso autoespectáculo devastador un pretexto de infinitos matices insospechados y un inagotable reservorio corporal de dolores ensimismados, maquinaciones impenetrables, desoladoras metamorfosis y enfurruñamientos vencidos.

El deterioro irremediable recurre cual enormes astucias expresivas a signos exteriores muy obvios y enfáticos pero medianamente eficaces para subjetivizar a fortiori el relato y comunicar por instantes, de súbita manera impresionista e impresionante aunque intermitente, algunas sensaciones angustiosas e intransferibles pero estéticamente objetivables que experimenta la heroína, como ese persistente desenfoque con giros envolventes en torno suyo para dar la idea de su desconcierto espacial tras correr por el campus de la Universidad de Columbia donde trabaja (efecto meramente óptico reiterado luego por desgracia en otros puntos narrativos para evidenciar una irreversible disolución paulatina de la realidad), como ese cruel interrogatorio médico sin contracampo para comunicar la idea de su aislamiento inerme ante la autoridad médica, o como la inserción cada vez más frecuente de rutilantes briznas de recuerdos borrosos con pretéritas imágenes familiares en arcaica película de 8mm cual venturoso found footage localizado por la conciencia enflaquecida a modo de inconsciente memorioso irónicamente idílico.

 

Y el deterioro irremediable quiere finalmente recrear de manera ejemplar e inspiradora el arte de la pérdida de la identidad propia (Todavía Alice, reza el bello título original), con larga cita poética de Elizabeth Bishop y coronado por un inmenso momento de gloria en ese discurso con caída de páginas en suspenso ante un auditorio lloroso para satisfacer a los que aún creen que una buena perorata hace un gran film, y entonces sí poder refugiarse en los olvidos y restos de recuerdos convertidos de manera engañosamente sabia en una intensa luminosidad blanca cuya oleada plasticista todo lo devora.