El cine actual, delirios narrativos

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La decisión insaciable

La larga noche de Francisco Sanctis

Argentina, 2016

De Andrea Testa y Francisco Márquez

Con Diego Velázquez, Laura Paredes, Marcelo Subiotto

En La larga noche de Francisco Sanctis, empecinada ópera prima conjunta de la pareja de porteños egresados de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC) de 29 y 35 años respectivamente, Andrea Testa (documental previo: Pibe chorro, 2016) y Francisco Márquez (también documental previo: Después de Sarmiento, 2015), con guion de ambos basado en la novela homónima del prolífico poeta polígrafo alguna vez argenmex Humberto Constantini (1924-1987), mejor película y mejor actor en el Bafici 16, el expoeta porteño adorador en su juventud de “los obreros en rebeldía” pero archidomesticado hacia 1977 en plena dictadura militar Francisco Sanctis (Diego Velázquez implacable en su gestual indeciso) amanece vegetativamente asediado por sus problemas familiares y espiritualmente estragado por la frustración de sus anhelos de un ascenso oficinesco siempre irónicamente desviados por un paquete-caja de incentivos abarroteros, pero ese día, en la extraña cita clandestina dentro de un auto so pretexto de la republicación en Venezuela de un olvidado poema propio, vuelve a ver delgadísima (“A sus órdenes mi agente literario”) a la amiga gorda de sus años mozos Elena Vaccaro (Valeria Lois), quien, para sorpresa suya, se traga el papelillo donde él había apuntado una dirección más dos nombres dictados, y entonces algo se le remueve, hace de pronto a un lado a su hogareña esposa atareada Angélica (Laura Paredes) y a sus exigentes pequeños brillantes, para concentrarse en el dilema de eludir arriesgar la vida al dirigirse a darles el pitazo acerca de su detención esa misma noche a los prójimos anotados en la dirección señalada, si bien, para acabar o no asumiéndose como improbable salvador, primero frecuentará todas las formas posibles de transferir o delegar su responsabilidad, intentando contactar telefónicamente a los perseguidos desde cabinas distantes, vagando desesperado por las calles, contemplando jugar al billar a su arrasante mejor amigo el conformista cínico Perugia (Marcelo Subiotto) que no cesa de invitarlo a finsemanear en su nueva cabaña de Mar del Plata, acosando en su casa y siguiendo hasta un jodido cine de barrio distante al asustadizo joven vecino Lucho (Rafael Federman) para hacerle el mismo numerito de la dirección con nombres y comprobar que también el infeliz muchacho se halla en busca frenética de contactos providenciales o en pos de un refugio seguro, sumergiéndose ahora a solas en la medianoche rumbo al domicilio prefijado, huyendo paranoicamente despavorido a la menor sospecha o indicio imaginario o real de peligro, tomando un taxi para cruzar el río hacia el número de localización citado y, entonces sí, encararse con su destino y con la decisión insaciable.

La decisión insaciable hace en rigor el relato de una travesía simbólicamente noctámbula pero real en la Noche Oscura de Alma, deslumbrando cual paradoja, encandilando e inquietando la mirada por la presencia ominosa de otras fases de su devenir, hurgando en el cambiante flujo de una fotografía mutable de Federico Lastra bien secundada por la edición laminar de Lorena Moriconi y una suave música de Abel Tortorelli, a partir de la visión general de un amanecer anémico de época, continuando con los estáticos planos sintéticos del desayuno familiar o de la interacción con los compañeros de oficina, continuando con los avances que siguen al héroe de espaldas mediante ininterrumpidos acosos casi ciegos de una body camera, y terminar permitiendo que el buen hombre en conflicto decisivo se sumerja en un laberinto de oquedades callejeras, cual si penetrara en sus propias capas mentales, las del personaje y las de la narración fílmica misma que lo contiene, tornando eterno lo que es estático y efímero lo que debería ser dinámico, trazando un raro paralelo con otras alegóricas travesías noctívagas de un fotogénico Buenos Aires reciente que se resiente resistente (Ronda nocturna de Edgardo Cozarinsky, 2004; Música nocturna de Rafael Filippelli, 2007), desplegando un ámbito-vientre deliberadamente tenebroso que es la construcción-constricción a la aparente deriva de los hechos de un inmanente proceso que nos trasciende, como el cocodrilo del cuento infantil agazapado en el agua o como la canción pretérita “Un beso y una flor” apenas audible cual ideológica música de fondo.

La decisión insaciable se solidariza con la heroica e imparable tarea posdictadura de aquello que los argentinos politizados llaman “pensar con las manos” y que involucra temas tan hitchcockianamente esenciales y socavadores como la transferencia de culpa, y de responsabilidad y de solidaridad, pero también nociones existencialistas de la ética del absurdo que remiten más a Camus (yo simplemente lo hago sin saber por qué) y menos a Sartre ( jugando al aventurero por náusea vital), y en un punto clave (el del cine dentro del cine) el sonido en off de una estúpida sexycomedia (Los turistas quieren guerra de Cahen Salaberry, 1977, con los inefables cómicos del humor grueso Jorge Porcel y Alberto Olmedo), corriendo en contrapunto con la intolerable zozobra del atormentado Hombre que Sabía Demasiado.

Y la decisión insaciable revive desde adentro un periodo de terror sociopolítico, al interior del caos y el miedo que provoca, desde la parálisis de la voluntad y el pánico a pensar como se piensa antes y como se piensa aquí y ahora en situación, una situación extrema en la que cualquier error o movimiento en falso pueden ser fatales, porque ahí están todos los componentes activos y pasivo-activos del terror, la omnipresente represión sorda (ese arresto de una militante anónima que Francisco atisba desde la ventanilla de su autobús sin atreverse a reaccionar), el terrorismo de Estado, las desapariciones forzadas al aire del tiempo y la descomposición psicológica de la persona humana, pero no de aquel que osa tocar a una puerta desconocida para franquear todos los finales abiertos análogos presumibles.

La huida convergente

Oscuro animal

Colombia-Argentina-Holanda-Alemania-Grecia, 2016

De Felipe Guerrero

Con Marleyda Soto, Jocelyn Meneses, Luisa Vides Galiano

En Oscuro animal, tripartita y deambulatoria ópera prima ficcional pero ya como autor completo tras dos décadas sin residir en Colombia del experto editor bogotano (El vuelco del cangrejo, 2009; La playa D.C., 2012) y documentalista en Roma formado de 41 años Felipe Guerrero (documentales largos: Paraíso, 2006, y Corta, 2012), se entreveran, hasta converger aunque sin jamás cruzarse, las vívidas historias de tres inermes mujeres humildes y solitarias que deben huir de sus tierras selváticas para ganar la gran ciudad: la intempestivamente abandonada de barbilla partida Rocío (Marleyda Soto) que retorna a su morada con la palangana de ropa lavada en el río, comprueba la desaparición de su marido y la devastación de su cabaña ahora tan desierta como las del caserío cercano, se baña al chorro de la regadera primaria, pasa una última noche en su hamaca, sortea el doble acoso angustioso de paramilitares y del ejército regular, aborda un autobús en la lejana carretera y de milagro logra sobrevivir dentro del vehículo a un ataque súbito por parte de emboscados que sólo dejan un reguero de muertos y cierta pinta (4CC) en la carrocería, convirtiéndose en involuntaria madre putativa de una niña tan huerfanita instantánea como ella misma, aunque curiosamente la pequeña le servirá como inofensivo camuflaje maternal para atravesar retenes militares y como anzuelo para recibir el mendrugo solidario de sus homólogas a lo largo de un atropellado camino hacia la capital del país; mientras la afrosirvientita que ha sido preñada en un campamento de paramilitares La Mona ( Jocelyn Meneses) sobretrabaja para preparar alimentos, atiende en todos sentidos a su hombre y a quien repentinamente se le antoje, vegeta en el sopor de las hamacas nocturnas, se harta de ser así explotada y humillada, acuchilla al dueño que abusaba de sus carnes y afanes, aborta encajándose bárbaramente una Barby negra con la que aún jugueteaba, escapa escondiéndose con habilidad de sus perseguidores armados hasta los dientes, pide aventón a las luces de los bólidos que pasan de largo por una cinta asfáltica y, doblada sobre su vientre desangrado y vencido, consigue proseguir en medio de azarosas peripecias rumbo a una Bogotá que cada vez parece más dolorosamente inaccesible; en tanto que la paramilitar buena para todo que actuaba como acompañante y enlace de narcotraficantes Nelsa (Luisa Vides Galiano) deserta de su grupo a raíz de una masacre gratuita en la que debe encargarse de enterrar los restos mutilados de las víctimas y, acostumbrada a viajar en las cabinas de camionetas o en ómnibus, enfila sin mayores conflictos hacia la prometedora urbe del resguardo y el anonimato.

La huida convergente sabe decir “Basta” a los brutales horrores de un país descompuesto, envilecido hasta el tuétano, desmembrado desde hace cuatro décadas entre el arrasamiento producido por las tropas regulares seudodemocráticas neoliberales (el fascismo es el estado de guerra de la democracia, afirmaba André Glucksmann) y el régimen de terror impuesto por paramilitares ocultos a perpetuidad en la selva y en la sierra, la insólita homologación de ambas fuerzas en una escueta violencia asesina, sus matanzas inmisericordes, su inexorable machismo dominante, su victimación arrasante, su determinante necesidad de emigrar a las ciudades; pero también, basándose explícitamente en una traslación estética de las obras sobre “gestos violentos” de la artista plástica colombiana Doris Salcedo (según Guerrero en multicitable entrevista al Festival de Rótterdam), sabe decir “Basta” a toda pretensión de poema épico o elegiaco, a toda descripción gráfica hueca, a todo ambiguo enaltecimiento burdo o sofisticado del paramilitarismo, pues basta con un zapato tirado junto a la cabaña para dar la dimensión del abandono precipitado, basta con un caprichoso jalón viril de inmediato elíptico para dar la dimensión del machismo alevoso, basta con un tilt down desde el paso de los paramilitares buscando por la cumbre hasta el ínfimo escondite rocoso de la prófuga negrona (al estilo persecutorio del joven Truffaut en Los cuatrocientos golpes, 1959) para dar la dimensión de la frágil desazón mimética, basta con un dedo mojándose en la tinta roja de la pinta camionera para dar la dimensión del sanguinario atentado aún fresco, y basta la distante postura en cuatro patas encuerada sobre la cama expuesta a una lenta excitación pero con el llanto disimulado en el rostro femenino para dar la perfecta tesitura de la obligada prostitución asumida de cruel manera perentoria.

 

La huida convergente prescinde además de explicaciones o comentarios a las anécdotas ¿ya reflexivas en sí mismas?, de cualquier diálogo y de música de fondo, si bien recurriendo a veces a la cumbia vallenato para puntos realistamente motivados y para todo momento-memento a los sonidos de la selva (insectos, rumores de agua, jadeos) cual inquietante partitura prediseñada o hirviente música sucedánea, en esta película típica de montajista (como Lev Kuleshov o Alain Resnais) que forma un extraño díptico indeliberado con el parabólico estilo duro también colombiano de Violencia ( Jorge Forero, 2015) asimismo compuesto por tres historias (aunque allá una tras otra), aquí donde trata de plantear en forma inédita otra la cercanía con las víctimas sin caer ni en el martirologio ni en el sadismo como espectáculo, puesto que el objetivo es depurar, “quitar, quitar y quitar, recomponer, reconstruir, reordenar”, jamás “el golpe sino la resonancia”, no en sí los paramilitares “sino lo que ellos generan”, ese “oscuro animal”, esta sensación “que queda después de eso: un aire espeso y enfermo” (Guerrero dixit).

Y la huida convergente identifica visualidad pura con sistema de signos dispersos y exactos, desnudez narrativa e inidealizable violencia descarnada, rumbo a un mercado público bogotano pese a todo liberador donde coincidirán sin saberlo las tres ¿que eran una y la misma?

La justicia propia

Matar a un hombre

Chile-Francia, 2014

De Alejandro Fernández Almendras

Con Daniel Candia, Alejandra Yáñez, Ariel Mateluna

En Matar a un hombre, tremendo y sagaz tercer largometraje del autor total chileno Alejandro Fernández Almendras (Huacho, 2009, y Sentados frente al fuego, 2011; antes de Aquí no ha pasado nada, 2016), basado en hechos verídicos y mejor película dramática en el Festival de Sundance de 2014, el tranquilo guardia forestal buen padre de familia Jorge (Daniel Candia inofensivamente barbudo) regresa al hogar en un inclemente pueblito del páramo norte chileno para celebrar el cumpleaños de su hija puberta Nicole ( Jennifer Salas), padece estoicamente cual percance accidental (porque “ya estaban jugando en la calle”) el artero despojo de su hipodérmica para la diabetes durante un asalto nocturno por parte del torvo vecino pandillero Kalule (Daniel Antivilo), sufre en seguida los humillantes reproches a su pasividad que le hace su alebrestada esposa obesa Marta (Alejandra Yáñez descompuesta) y debe recoger gravemente herido de un balazo en un puente peatonal a su hijo adolescente Jorgito (Ariel Mateluna) que había encarado al agresor paterno para exigirle, él sí, la devolución de su hurto, aunque sólo sea para ir a dar al hospital, perder la posibilidad de proseguir sus estudios y motivar que el desalmado purgue apenas dos años en prisión, pero que, al salir de ella, tienda un feroz acoso vengativo a toda la familia, la cual recurre en vano a las autoridades establecidas para alejar al delincuente barrial, ya que éstas se enredan en trámites y legalismos burocráticos, tanto la fiscal (Paula Leoncini) y el juez (Daniel Urrutia) como de la gendarmería de a pie, revelándose incapaces para impedir una paralizante apedreada abierta a la casa de Jorge, o un salvaje intento de violación a la hijita en despoblado, por lo que el buen hombre pacífico medita muy bien en su retiro boscoso su acto de justicia contraofensiva, practica rifle en mano contra un tipo que ha encendido una peligrosa fogata, y por fin arremete directo contra el Kalule, lo secuestra en su camión-frigorífico (“Ahora sí, súbete culiado”), lo transporta a su antes idílico territorio, lo liquida, arroja el cadáver al mar desde un acantilado y enfrenta sin mayor contratiempo a los guardias investigadores de la desaparición forzada, pero el cuerpo regresa a la superficie como si quisiera inculpar al homicida en silencio.

La justicia propia se manifiesta como un deseo hecho indeseable realidad reflexiva porque nadie debe dejar de pensar en eso, a partir de una reacción casi sagrada contra la boca de lobo de las calles infestadas y hacia una acritud familiar llena de remanentes valores machistas y reacciones de odio ante la inutilidad legal, la agresión imbatible que se ha instalado en la vida cotidiana, una especie de dictadura de la inseguridad dominante en lo inmediato, un irónico trato jurídico al Hampón como Señor Luis Alberto Alva Alva, una urgente necesidad evasionista y enajenada-adictiva-solitaria a TVprogramas idiotas como cierto absorbente Coliseo del Humor, y la actitud anímica producto de todo ello, capaz de vencer cualquier escrúpulo.

La justicia propia se vuelca por completo y se sostiene de brillante manera en función de la extraordinaria secuencia del secuestro del enemigo alevoso, con una ejecución y un timing perfectos, al apostarse por la noche detrás de un auto haciendo sonar varias veces su alarma para que el energúmeno odiado encienda la luz de arriba, salga desprevenido, sea amenazado y reducido a sabandija suplicante, dándole la espantable razón a un reflexivo rapto límite de justicia por mano propia (ya lo preveía Voltaire: “A los pueblos a los que no se les hace justicia, terminan tomándosela por sus propias manos, más tarde o más temprano”), que representa con ferocidad elocuente toda la sorda e indistinta violencia impune de cualquier miserable pueblaco o barrio marginal conocido o por conocer, con toda su inmisericorde e ineluctable eficacia para imponer su bullying adulto y criminal contra inermes familias enteras por venganza o contraataque o por el mero gusto.

La justicia propia define así y cruelmente incrusta en el ámbito del cine latinoamericano un minimalismo naturalista alrededor de la violencia imperante que avanza y progresa creando un intolerable ámbito-relato tan corporal como el del héroe, un brutal agobio en suspenso y una terrorífica tensión extrema, pero con antecedentes tonales en la impavidez de Michael Haneke y ópticos en El aura del efímero Fabián Bielinsky (2005), la severidad de un pie ligero y denso a la vez, que camina, cual si se abriera paso con infructuoso esfuerzo, entre sórdidas imágenes en penumbras, escurriéndose por los rincones del fotograma y anidando en espacios fractales casi maniáticos, hasta desembocar en un desesperado irse de putas y en esa reaparición del cuerpo sin vida cual objetivación expresionista de un paisaje mental que siempre había estado ahí, reinando tan remordido cuan subrepticio.

Y la justicia propia desemboca en el recurso imaginario a la casi irrealidad, contrastante con el minucioso realismo de la descripción, pero semejante al de la parábola centrada en aquel cuerpo de un jefe político estalinista ejecutado por Fuenteovejuna que regresaba una y otra vez a la puerta de las casas en el soberbio Arrepentimiento del georgiano Tengiz Abuladze (1987), si bien ahora se trata de la parábola del diabético aullido de dolor que se emite a solas en el baño de un hotel aburdelado, rumbo a esa bota del muerto surgida por voluntad también propia y hallada sobre la arena, rumbo hacia ese agrietado cuerpo gélidamente pálido al que se le restituye la bota infamante previo a la reapropiación real y simbólica del difunto al interior del vehículo infernal, para enfilar ahora rumbo hacia la inane autoentrega callada, incluyendo el cuerpo del delito, a la justicia inútil ni siquiera odiada en la forma de la revisión permitida en un retén carretero, tendiente a silenciar, esta vez sí utópicamente, el sufrimiento del héroe torturado y desecho por su culpa espantosamente incallable, la culpa de un dostoievskiano crimen que es su propio castigo, aunque sea impulsado por una nebulosa noción de la justicia absoluta al interior de una fábula éticamente agnóstica e ilusamente vivencial cotidiana, con todas las implicaciones moral-sociales de su inasible caso común y vulgar.

La ignominia privada

Aquí no ha pasado nada

Chile-Estados Unidos-Francia, 2016

De Alejandro Fernández Almendras

Con Agustín Silva, Alejandro Goic, Luis Gnecco

En Aquí no ha pasado nada, hipercrítico quinto largometraje del original estilista sociológico chileno Alejandro Fernández Almendras (Huacho, 2009; Sentados frente al fuego, 2011; Matar a un hombre, 2014), con guion suyo y de Jerónimo Rodríguez, premio Fipresci en el Festival de Cartagena de 2016 pese a estar hablado en argot juvenil local casi impenetrable (atiborrado de pololas, carretes, culiados, ¿estai? y así), el ocioso hijo hirsuto de buena familia de propietarios y expolíticos derechistas Vicente Vicho Maldonado (Agustín Silva intensísimo en su radical falta de intensidad) contacta por azar de regreso a Chile y en la tristona playa gris de Curanipe, a un núcleo de homólogos chavos medio drogos medio fiesteros-desmadrosos, a cuyas excelentes juergas anárquicas se integra para disfrutar, hasta que una noche típica, yendo de mansión en mansión y de escarceo en robo de fuegos artificiales en una bodega para estallarlos sobre un mirador, al viajar junto a su amigo Diego (Augusto Schuster) en el asiento trasero de un auto custodiando el bidón del licor de los abstemios y besuqueándose tanto con la amorlíquida Francisca (Dindi Jane) como con la guapa bisexual Ana (Isabella Costa), debe manejar un tramo porque el riquillo Manuel Larrea (Samuel Landea) tuvo que vomitar antes de retomar el volante tras una pausa crucial, atropellar en la carretera a un paseante sin que nadie lo advierta, y dejar a Vicente en su morada, pero al día siguiente este chavo trasnochador deberá presentarse a declarar ante los carabineros y verse inculpado de un homicidio imprudencial que no pudo cometer, tal como lo confirma el resultado negativo de un examen con alcoholímetro, a diferencia de todos los practicados a sus compañeros, quienes ahora en su conjunto lo han hundido con sus declaraciones, instruidos ya por un temible abogadazo defensor de la millonaria y poderosa familia Larrea, por lo que será en vano que Vicente clame por su inocencia de cara a quien sea incluyendo al fiscal investigador oficial Yáñez (Daniel Alcaíno), que su madre Roxana (Paulina García) lo proteja con una edipizadora terapia acariciante, que el inmostrable padre jurisprudente lo apoye por teléfono, que el intimidado tío litigante Julio (Alejandro Goic) lo regañe, y que Fran le dé una mamadita antes de cortarlo para ponerle fin a una caldosa relación efímera míseramente prolongada en exceso; sin embargo, bastará un encuentro con Gustavo Barría (Luis Gnecco el futuro inefable Neruda de Pablo Larraín, el defensor de la inmostrable familia Larrea, para que nuestro Vicho acepte modificar su testimonio al gusto de la verdad jurídica demostrable, y sea castigado con una pena ínfima, exonerando de toda responsabilidad al culpable cachorro Manuel en su legalista desafío a la ignominia privada.

La ignominia privada plantea desde su arranque como única coordenada fundamental el profundo malestar juvenil e idiosincrásico que aqueja al personaje central y pivote de la ficción, un malestar ignorado por él mismo pero latente y virulento como una dificultad de ser y de estar en el mundo (la misma estipulada con alegre gravedad por Jean Cocteau en 1957), un malestar instalado e imposible de manifestarse en la oscuridad de los salones y los jardines residenciales y los asientos traseros de los autos, un malestar que sitúa al héroe como ajeno a sus propias voliciones y viendo pasar los acontecimientos como si les pasaran a otro, un malestar de perturbador thriller costumbrista abierto a la acre y desolada metáfora nacional extensiva a Latinoamérica.

 

La ignominia privada se estructura a modo de bitácora de días y horas con numerosos letreros ad hoc y profusos mensajes por celular escritos sobre pantalla, con edición a grandes trozos del realizador y Soledad Salfate, con música estridente en contrapunto a rabiar de Domingo García-Huidobro más varios solistas y grupos roqueros de exportable fama regional (Anita Tijoux, Macarroni, Tiro de Gracia, Dënver y (Me Llamo) Sebastián), y con fotografía de Inti Briones que sólo parece conocer el brillante hurgamiento de las tinieblas y las imágenes de espacios confinados o de plano fractales como en la visita de Vicente a la mansión vacía donde pasó la noche aciaga para toparse con un libro abierto significativamente abierto en un cita de Marcel Proust sobre el egoísmo de la compasión (en El mundo de Guermantes) cuyos subrayados aparecen escritos aparte sobre la pantalla como otros mensajes de celular cualquiera, lo que distingue a esta fábula sin moraleja de nuestras laxas crónicas de chavos hiperprivilegiados (tipo Los muertos de Santiago Mohar Volkow, 2014), pero el film debe toda su eficacia expresiva y su contenido emocional a la contradicción que establece entre el uso de la cámara autoconsciente y la sinconciencia de Vicente, una cámara siempre situada en un extremo involucrado y moviéndose acosadoramente al escalpelo, oscilando y orientándose como deliberadamente embotada.

La ignominia privada vuelve a poner, con furia fría pero desalmada, el dedo en la llaga sobre la impunidad (como ya lo era Matar a un hombre) de un hecho verídico causante de escándalo e indignación populares chilenas (ahí está el bombardeo final de tweets de época escritos en pantalla para corroborarlo), porque cualquier bien nacido de los pertenecientes a una generación zombi puede matar a quien quiera y salir libre, gracias a la pudrición de la justicia que arranca desde tiempos de Pinochet, según explica el cínico abogánster de lujo en la axial secuencia del diálogo en la playa, pues a veces hay que renunciar a las causas perdidas de antemano y no como los militantes obreros allendistas a los que pudo salvar si se declaraban narcotraficantes.

Y la ignominia privada culmina cuatro meses después del accidente, cuando ya Vicho se ha vuelto un Bicho cualquiera, asiste a una fiesta con su nuevo ligue o va a procurárselo, se topa sin animadversión alguna con su antiguo compañero de fórmula penal Manuel, mira en el espejo de baño su imagen carente de rencor al pasado y toma por la mañana su automóvil, para seguir manejando de sostenido perfil a su propia realidad hasta el fin de los tiempos, porque literalmente Aquí No Ha Pasado Nada, pero no nada de todo, sino nada de nada como diría José Ortega y Gasset, ni siquiera la picota de la pública ignominia.