El cine actual, delirios narrativos

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El cine actual, delirios narrativos

Colección

Letras Fílmicas

Centro Universitario de Estudios Cinematográficos

Jorge

Ayala Blanco

El cine actual,

delirios narrativos


Universidad Nacional Autónoma de México

México, 2018


A Julio Aguilar, a El Universal,

a María del Carmen de Lara y al CUEC,

por su afectuosa comprensión

y respaldo solidario.


Ahora, aquel Vacío tiene para todos nosotros una función

saludable, como una brisa para un asfíctico. Porque una

de las enfermedades más graves que padecemos es la del

Lleno: la enfermedad de quien vive en una continuidad

mental ocupada por un torbellino de palabras

entrecortadas, de imágenes tontamente recurrentes, de

inútiles e infundadas certezas, de temores formulados en

sentencias antes que en emociones.

Roberto Calasso, John Cage o el placer del vacío

La fuerza eyaculatoria del ojo.

Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo

Filosofía es el preguntar y poético el hallazgo.

María Zambrano

Prólogo

El cine ya no narra, delira relatos.

Hoy por hoy, en términos de recursos expresivos específicamente cinematográficos, incluso dentro del cine más comercial existen una prioridad y una primacía de la narración sobre la historia a contar, de la narración sobre la anécdota (por compleja o sencilla que ésta sea), de la narración sobre la trama (por lisa o tentacular que se le advierta) y de la narración sobre el tema a tratar.

Esto puede observarse en todos los ámbitos, géneros y cinematografías nacionales. Sean sus recursos, sus medios y métodos de acción (diría el último Serguiey Eisenstein: el de su gran libro inédito La no-indiferente naturaleza), la exposición y el desarrollo a golpes de cámara en mano (cual herencia tic del Dogma ’95), la cámara estática, o la imagen vehicular que es mero pretexto para macroefectos especiales digitalizados. Sean los recursos pertenecientes a cualesquiera de las tres artes: el arte de las imágenes fijas, el arte de las imágenes móviles, el arte de las imágenes en mutación (Raymond Belour dixit), cuyo conjunto integrado en diversas dosis hoy se adquiere al comprar un boleto en la taquilla de acceso a la sala del centro comercial más cercano o al bajar una cinta por internet. Sean esos recursos ultraespectaculares o hipostasiados en la hiperrealidad, o sean los mismos que antes se consideraban característicos (y obligatorios: los del Modo de Representación Institucional desmantelado por el primer Noël Burch en El tragaluz del infinito) de una expresión fílmica normal (o cualquier cosa que eso cubra).

¿La narración delirante sobre la narración misma?

* * *

Delirio de relatos

Alacena de alucines, últimas instancias.

Por ende, los delirios narrativos ejercen sobre el espectador (prevenido o desprevenido) y sobre el analista (que no viene a ser más que un espectador alertado), una violencia particular, una violencia que es a la vez, visual, física y conceptual. Al intentar repertoriarlos y desmontarlos en su concreción a cada uno de ellos, este libro intenta hacerles un homenaje, a través de su inmediata devastación, antes de que solos se deconstruyan como fenómenos, un avatar más en la evolución de la Historia del cine.

* * *

Delirios narrativos

Sin duda alguna, en el siglo XXI el cine ha dejado de ser una máquina para narrar historias y se ha convertido en un ultrasofisticado dispositivo para fabricar delirios. Delirios en venta, delirios a la orden, delirios al gusto, delirios burdos y delirios exquisitos, delirios maximalistas y minimalistas por igual, delirios a base de un sanguinario carnaval de efectos especiales o a base de hiperrealistas cámaras petrificadas registrando briznas de relatos, delirios acústicos, delirios tercamente tecnologizados o falsamente primitivos. Aquí está el delirio exigente y el poco fijado, aquí está el delirio que le guste y su ajuste aunque le asuste.

Polimorfo, multinacional y a la deriva teórica, el delirio fílmico actual canibaliza todo lo que conoce, hereda de la Historia del cine e imagina, creyéndose a su vez original, importante e intimidador.

* * *

Difícil, arduo y truculento ha sido categorizar los delirios, establecer sus afinidades y diferencias, clasificarlos, plantear grupos, ordenarlos dentro de su esencial desorden de ideas, hibrideces, cualidades y sentidos.

Sin más darles vuelta, este libro se quedó finalmente con el siguiente repertorio, acaso arbitrario, quizá meramente pragmático, pero nunca sólo para salir del paso o valorativo, con tersos pero poderosos y percucientes ecos acordes con el ejercicio de escritura fragmentaria aquí practicada, algunas de cuyas categorías, a veces dicotómicas, mezclan el rigor de varios lenguajes, el genérico (delirios bufos, minimalistas, distópicos hedónicos, retrospectivos), el sociocultural (delirios evolutivos, preescritos), el sísmico (delirios trepidatorios / oscilatorios), el cienciaficcional (delirios regresivos / utópicos), el deleuziano-guattariano para caracterizar los dos polos del deseo (delirios paranoicos / esquizofrénicos):

- delirios bufos, aquellos que rehacen los datos de las viejas y eternas comedias físicas y las más exquisitas comedias de situaciones;

- delirios minimalistas, de hecho microdelirios;

- delirios distópicos, regresivos hasta la antropofagia o lo preantropológico sin mediación, pero también tendientes a lo bestializante y al realismo bruto;

- delirios utópicos, esteticistas, al margen de los valores colectivos;

- delirios oscilatorios, girando sobre el mismo punto o revisitando desde visiones documentales, sólo en apariencia estancados;

- delirios trepidatorios, en especial docuficcionales, alrededor de personajes aprehendidos sobre la marcha, desde el ser siendo;

- delirios evolutivos, gracias a derivas intimistas más o menos límite;

- delirios hedónicos, eróticos, románticos, o exactamente lo contrario: anhedónicos, antieróticos, antirrománticos;

- delirios retrospectivos, volcados al pasado, descaradamente revisionistas;

- delirios preescritos aunque no prescritos, adquiridos, señalados, ordenados, legendarios, seudobiográficos, mitológicos, mitómanos, fabulescos, fantásticos de una fantasía ya estipulada;

- delirios paranoicos, apoyados o no en las numerosas variedades del thriller, sea psicológico, sea criminal, sea afectivo, sea terrorífico, sea hiperviolento, o su negación misma, el antithriller obsedente y posmoderno, o los antiguos cines aventureros y bélicos;

- delirios esquizofrénicos, pero cristalinos y declaradamente poéticos, o así.

Al fin que todos los delirios son, por definición, subjetivos al extremo, y en la inteligencia de que muchas de las cintas clasificadas en un delirio bien podrían serlo en algún otro más o menos colateral, dado su posible carácter polivalente.

* * *

Como base para la elaboración de este libro se han tomado artículos hebdomadarios publicados en el blog de El Financiero-Bloomberg, de abril de 2014 a mayo de 2015, y en el suplemento cultural Confabulario del periódico El Universal, bajo la dirección de Julio Aguilar, de julio de 2015 a diciembre de 2017, así como en el periódico quincenal La Digna Metáfora de Víctor Roura, de enero de 2015 a diciembre de 2016, si bien un par de críticas aparecieron en la revista Opción del Instituto Tecnológico Autónomo de México, algunas en la Revista de la Universidad de México, Nueva Época, y otras son rigurosamente inéditas.

abril de 2014-diciembre de 2017

1. Delirios bufos
El espejismo amoroso

Amor a la carta (Dabba / The Lunchbox)

India-Francia-Alemania, 2013

De Ritesh Batra

Con Irrfan Khan, Nimrat Kaur, Nawazuddin Siddiqui

En Amor a la carta, delicioso debut del autor completo indio de 34 años Ritesh Batra (cortos El ritual matutino, 2008; El taxi de Gareb Nawaz, 2010, y Café Regular, Cairo, 2012), el modesto y solitario oficinista viudo Saajan (Irrfan Khan) a punto de la jubilación si bien todavía vigoroso y ya obligado a entrenar de mala gana al joven relevo Shaikh (Nawazuddin Siddiqui), recibe cada mediodía en el populoso congestionado Bombay un diligente servicio de almuerzo autoproclamado infalible pero que cierto día muy venturoso le falla, pues la lonchera que ahora y cotidianamente va a llegarle contiene las sabrosísimas comidas preparadas por la desconocida esposa-madre devota Ila (Nimrat Kaur) que por medio de ellos intentaba remotivar a su arrutinado marido vuelto rechazante sexual Rajeev (Nakul Vaid), para generar el malentendido de un férreo y reforzadísimo espejismo amoroso, producido tanto por los alimentos que recibe el hombre maduro como por los recados cada vez menos impersonales que acto seguido intercambia con la heroína dentro de la lonchera, sin conocerse pero enamorados y acariciando de repente hasta la posibilidad de una deseable fuga juntos a Bután, aunque al fin dramáticamente separados, acaso para siempre.

 

El espejismo amoroso secreta una hipotética microficción extendida y discretamente pegada con alfileres que se finca en hechos sencillos y situaciones entrañables, tales como los asesoramientos culinarios que a través de una canastilla con mecate hace una inmostrable tía del depto de arriba, los canoros vagoneros chirris mendicantes que (en las antípodas del cine musical del nefasto exitosísimo Bollywood) se abren paso como sea en los pasillos del tren congestionado padecido por el viudo, las fumaderas viriles en el entresijo de una seudoventana que contrastan con las especias manejadas por la vehemente mano femenina, el autista ritual pinchísimo de la comida encapsulada sobre el vil escritorio o en las mesitas individuales de una cafetería oficinal, los retornos de la sígnica / cínica lonchera vacía cual recíproco orgasmo cumplido, la docilidad jerárquica ante las reclamaciones que por unos cheques equivocados hace el jefe británico de la empresa Mr. Shoroff (Denzil Smith) al sumiso empleado con 35 años sin cometer errores pero conmovedoramente decidido a solapar al huérfano pobrediablo elevado a su asistente, la emperifollada cita fallida en un café sólo reportada en pasado por la voz en off de ese dueño de una avejentada mirada de súbito abstinente ante esa hembraza de pronto inabordable e intocable, el apadrinamiento involuntario / voluntario de la boda del subalterno con exceso de superadornados colores restallantes, y así.

El espejismo amoroso abunda de carismática manera original y encantadora en una exquisita relación erótica remota, imposible, sin verse apenas mutuamente, pero poderosa y satisfactoria en su esperanza posible, al nivel de los clásicos fílmicos en la materia (Breve encuentro / Lo que no fue de David Lean, 1944, y Deseando amar de Won Kar-wai, 2000) o de cualquier otra ignota cinenovela epistolar tipo la formidable Nunca te vi, siempre te amé (David Jones, 1987), un nexo más real que lo real, vigente y pertinaz en el dominio de la imaginación y del deseo, iniciado según la sabia expresión internacional de “llegar al corazón a través del estómago”, pero continuado por un inextinguible intercambio de fantasías, con providencial ayuda de un “tren equivocado, estación correcta”.

Y el espejismo amoroso se tornará trágico por la asunción de su vejez de parte del galán otoñal (ya le ceden el asiento en el vagón embutido) generosamente cambiado por la relación y convertido en paternalista protector autosacrificial de su inepto relevo, pero contradicho por la insistencia de la sublime mujer ilusionada que se niega a aceptar una ruptura y un alejamiento sensuales por simple aviso a ninguna empresa de reparto alimentario.

La frustración erótica

El lobo seductor (Le grand méchant loup)

Francia, 2013

De Nicolas & Bruno (Nicolas Charlet y Bruno Lavaine)

Con Benoît Poelvoorde, Kad Merad, Fred Testot

En El lobo seductor, desenfadado opus 2 del exitoso equipo comediógrafo francés que bajo el seudónimo de Nicolas & Bruno conjunta a Nicolas Charlet y Bruno Lavaine (primera colaboración entre ambos: La persona de dos personas, 2008), con guion propio basado en el film canadiense Los tres cochinitos (2007) de Patrick Huard escrito por Claude Lalonde y Pierre Lamothe, la hospitalización por derrame cerebral de la matriarca liberal casi septuagenaria Delacroix (Marie-Christine Barrault) reúne en coma alrededor de su cama y pone en crisis a sus tres hijos cuarentones clasemedieros y habitantes del aún regio Versalles, todos ellos existencialmente fallidos, eróticamente frustrados e infelizmente familiaristas, por excelencia y por igual: el narigudo cuidador gandalla del palacio-museo Philippe (Benoît Poelvoorde) con una tediosa esposa insípida Nathalie (Valérie Donzelli) que, cual ridículo pobre diablo sintiéndose jovencito, a sus años va a descubrir el transgresor placer viril al lado de la actricita de comerciales Natasha (Charlotte Le Bon) en una relación clandestina de la que pronto perderá el control; el patético consumidor de pornos a escondidas Henri (Fred Testot), casado con la policía frígida Patoche (Léa Drucker) que lo orilla a una terapia de pareja, donde conocerá a la insatisfecha esposa oriental diminuta Lai (Linh Dan Pham) que lo flechará enloquecedoramente, y el acomodado calvo rechoncho hijo mayor Louis (Kad Merad), aparentemente sabio y equilibradísimo, en cuya sólida casa los anteriores se refugian, aunque sin espacio ni tiempo para sí mismo a causa de las exigencias de su bienpensante prole encabezada por la esposa que suele convertirse bajo las sábanas en adorada perra feladora Victoire (Zabou Breitman), si bien eso no le evitará temblar ante los encantos de la excondiscípula hoy gerenta Eléonore (Cristiana Réali), ni dejar de sostener una clandestina relación homosexual de clóset-gag con su exigente vecino vetarro Jean-Loup (Gilles Gaston-Dreyfus), y colorín colorado, hasta el tranquilizante deceso de la progenitora común.

La frustración erótica recrea el cuento infantil Los tres cochinitos de autor anónimo del siglo XVIII (recreado por Walt Disney en 1933) en un modo bufo agudamente burlón y satírico, la verdadera historia patética y feérica y jubilosa de los Tres Cochinitos desde la perspectiva irónica de tres enormes cerdos pequeñoburgueses hipócritas y feéricos y caricaturescos, tres fallidas grotecidades-espejo distintas y una misma obsesión compartida: la tentación del adulterio, que adopta la triple (o cuádruple) forma de un lobo feroz, un irracionalista lobo estepario de Hermann Hesse para reivindicar el instinto amatorio y para “entregarse al entretenimiento eterno” (Søren Kierkegaard citado en el film), un lobo con rostro de mujer, en todos los casos medio seductoras medio idiotas, pero por ello mismo aún más devastadoras de falsos principios y conductas convencionales al límite, impidiendo elegir.

La frustración erótica usufructúa, humor grueso y tosco mediante, en las mejores y en las peores, la tradición de la comedia-vodevil popular francesa, una tradición por lo visto todavía muy exportable (por lo menos a Quebec), con hilarantes notaciones y secuencias desternillantes como ese frivolazo amigo doctor (el fabuloso comediante Denys Podalydès nada menos) que en los pasillos del nosocomio bromea con sus antiguos cuates refiriéndose ya a la madre moribunda en tiempo pasado, ese gag reiterativo de la progenitora postrada que parece reanimarse para malinculcar tan lúcida cuan solapadora y cínicamente a cada cochinito que en posición fetal se recuesta a su lado para ahora ser él quien reviva (“Libérate”), la terapia de risa loca encabezada por cierto omnisonriente curita lelo (Francis Van Litsenborgh), esos simbólicos atropellamientos continuos de las mascotas, o así.

Y la frustración erótica inventa, e incluso quiere innovar ejemplarmente, en el uso de la monologal voz narradora, al hacer que vaya pasando coloquialmente de personaje en personaje, de cochinito hundido (“¿Y si yo muriera mañana? ¿Aproveché mi vida?”) a cochinito ufano, en una miríada de voces sustitutivas del abismo individual (“¿Estás disipando tu ilusión de ser?”) y de la imposibilidad de reflexión (“No te tardes, el destino te espera”), echándose inútiles autoporras (“No pasaré al lado de mi propia vida”), con una contundencia que encantaría al fundacional Sacha Guitry, para culminar en un conformista / inconformista / bisexual reacomodo convencional de las viejas nuevas parejas, porque “Mientras tenemos vida, no tenemos elección, y después ya es demasiado tarde”.

La transferencia erótica

Casi un gigoló (Fading Gigolo)

Estados Unidos, 2013

De John Turturro

Con Woody Allen, John Turturro, Vanessa Paradis

En Casi un gigoló, confidencial comedia 5 del actor fetiche italobrooklyniano de los hermanos Cohen y Spike Lee también refinado autor total de 56 años John Turturro (del proletario Mac, 1992, al musical napolitano Passione, 2010, igual inéditos aquí), el tranquilazo florista solterón barriobajero neoyorquino Fioravante (un Turturro en la continencia narcisista absoluta) es convencido por su septuagenario vecino exlibrero judío en la ruina económica Murray (Woody Allen), quien debe vivir de arrimado con la prolífica afromadre soltera Othellia (Tonya Pinkins voluminosa cual Aunt Jemima), para que la haga de ocasional gigoló al lado de la dermatóloga deseosa de serle infiel a un odiado marido Dra. Parker (Sharon Stone ya ajadona), con tan buena puntería transferencial que el tímido varón así emboletado comienza, para su sorpresa, a verse muy solicitado por otras mujeres, las más diversas hembras insatisfechas, generando jugosas comisiones leoninas para el proxeneta y cuantiosas propinas para el mismísimo satisfactor manipulado, hasta que éste, se enfrenta a la intocable viuda ultraortodoxa hasidi con seis hijos Avigal (Vanessa Paradis de carismáticos incisivos separados) que llora apenas la toca en la primera sesión de masaje, por lo que el hombre no puede evitar enamorarse de ella, aunque sufra el asedio de un celoso vigilante vecinal Dovi (Liev Schreiber) que llevará a juicio intrarracial al patético Murray, padezca él mismo de súbita impotencia en pleno intento de trío orgiástico con la doctora secundando a su guapísima amiga locochona Selima (Sofía Vergara) y por fin acabe perdiendo incluso a la alegre viudita kosher.

La transferencia erótica se funda en la ambigüedad beata de un desglamurizado gigoló con inusitada capacidad para sacar a bailar atentamente a las clientas como elegante preliminar ligador (destinado ante todo a sí mismo), para asumir las fantasías y los impulsos del otro (y sobre todo: de las otras) como propios, para no dejarse intimidar por altísimos tacones en primer término, y para resucitar sensual y emocionalmente a una bella dormitante existencial, en suma, para tomar sus lances y los de sus compañeras de lecho siempre en serio, haciéndose pasar por plomero ¿de cuerpos? o infalible sanador ¿de ánimas?, en una feliz profundidad de pobre infeliz.

La transferencia erótica logra armonizar, al interior de su delicada minicomedia intimista, elementos en apariencia tan disímbolos como una deliciosa fabulita paródica / autoparódica falsamente lúbrica, un sutil y reposado tono neorromántico sin posibilidad de estridencias, un haz de situaciones escasas pero bastante originales y bien valoradas, hábiles cambios de tono, cierta dispersión dramática y estructural con más candidez que gracia o verba pese a un desatado Woody Alien-pivote de la ficción improvisando sabrosas líneas de diálogo excéntrico (tipo “La mortandad es decepcionante: el mundo sigue sin ti” o “Eres asqueroso, en el mejor sentido del término”), una fotografía sonrosada a la italiana (de Marco Pontecorvo) con infinita gama de ocres, arreglos florales de exquisito arbitrio, un popurrí de arbitrarias canciones populares (“¿Quién será la que / me quiera a mí?”) para remarcar la conflictiva multiculturalidad plurirracial de un barrio pinche neoyorquino en los límites de Haz lo correcto (Spike Lee, 1989) pero con la dulce posibilidad de hacer congeniar niños afropiojosos con chavos hasidis que nunca habían jugado beisbol, top shots aplastando personajes en ámbitos ya de por sí estrechos, un alucinante tribunal semita que remite irresistiblemente a los clásicos juicios en dogmático circuito cerrado del pedófilo homicida de M el vampiro (Fritz Lang, 1931) o al poeta en el más allá de El testamento de Orfeo ( Jean Cocteau, 1960), y hasta gags de rango obsceno (en recuerdo de la delirante lascivia de Romance y cigarrillos, 2005, la inubicable obra maestra de Turturro) como ese gratuito corte al chorro de manguera a modo de elipsis en el primer discreto servicio erótico (que no meramente sexual ni genital, como termina así insinuándose) del héroe en plenilunio, pero pronto fading gigolo, un gigoló menguante.

Y la transferencia erótica ha conseguido, más allá de algún refranero simplón “Nadie sabe para quién trabaja”, compensar el ímpetu deseante ajeno con el propio, incluso el del avieso Murray / Woody, que era en última instancia el verdadero factótum y un demiurgo patológicamente tímido aun provecto, de esta fábula sobre el deseo añorante, sin moraleja, porque “Donde hay amor, hay dolor”.