Orígenes

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Su padre abrió el portamaletas y ahí estaban las cajas. Las bajó una a una y las arrastró a la costa. Ahí lo esperaba una barca, un poco dañada, pero era la única que había. Subió las cajas y un hombre de pelos blancos muy largos y a la vez cuidados se acercó. Este vestía con ropa de marino. Y tenía una barba larga y peinada. Pelos blancos y muy bien cuidados.

—Necesita ayuda —dijo el hombre. Martín lo miró medio desconfiado. Estaba en una guerra cósmica entre el deber ser y sus apegos. Se desarrollaba una verdadera guerra en su interior. El hombre sin más que tomando su silencio que como una negativa se sentó a mirarlo. Martín luchaba con que la barca no se le fuera y con el peso de las cajas. Estaba cansado y su cuerpo sentía la lucha espiritual y esta lucha lo cansaba aún más, sudaba y no podía hacer nada y eso que lo intentaba con fuerza.

—Abre las cajas, muchacho —dijo el hombre—, mete las prendas de a una.

—¡Gracias! —susurró Asturero y mordía fuertemente sus dientes de la tensión que estaba sintiendo. Abrió la caja y de la tensión rompió la tapa, tomó puñados de prendas y las fue colocando en la barca. Una vez que subió todo, empujó la barca hasta que quedó completamente en el agua y saltó dentro de ella. El hombre saltó con él.

—Quizás no quieras mi ayuda, ni la necesites, pero la pequeña libertad es mía —dijo al saltar.

—¿La pequeña libertad? —preguntó Martín.

—Así llamo a mi barca. ¡¿Vas a la estatua, imagino?!

—Sí —respondió Asturero como enojado—, el hombre le dio los remos de la barca y se dirigieron a la estatua. Los pequeños brazos de Martín hacían esfuerzos sobrehumanos para poder moverla. Transpiraba, pero no paraba de remar. Llegaron a destino, y con las pocas fuerzas que le quedaban pudo bajarse del bote. Y descansó tirado en la costa, estaba exhausto y respiraba agitado, sentía que se le iban a caer los brazos y salir el corazón.

Cuando lo vio reponerse el hombre le dijo:

—Toma, muchacho. —Y le tiró encima una maleta un poco extraña, vieja y de cuero con dibujos extraños. Martín dijo entre dientes:

—Gracias. —Y metió toda la ropa, discos, pancartas, gigantografías en ella y se dirigió a la imponente Estatua de la Libertad.

En cada paso arrastraba por el pastizal la maleta, dirigiéndose al monumento, empezó a escuchar una melodía del inframundo, la misma que tenía la placa del que era su artista preferido. Esa música a Martín le taladraba el oído, decidió ponerse a cantar una canción navideña, lo más alegre posible, para acallar esta melodía que le taladraba sus oídos. Inexplicablemente la música de opresión se calló y Martín cambió su debilidad en fortaleza. Martín estaba preparado para ver, sentir y saber de estos poderes ocultos que al hombre racional, terrenalmente aferrado a este mundo, le parecerían locura. En un momento sintió como si a ese momento ya lo hubiera vivido; miró hacia arriba y sonrió de alegría, estaba a pocos metros de liberarse del pasado. Y ahí estaba la majestuosa estatua sosteniendo el faro que ilumina el mundo. Esa imponente estatua, por alguna razón que Martín Asturero no entendía, lo estaba llamando para traer su vida anterior y sepultarla ahí.

Erguida, firme ante el tiempo que había pasado parada ahí, sosteniendo fijamente esa antorcha en su mano derecha y en su mano izquierda la ley como debe ser porque debe ser respetada y defendida. Con sus pliegues detallados y sus sandalias caminando, Martín vibraba al estar ahí y seguía tarareando la canción navideña que su cultura le enseñó. En ese lugar había algo para él. Llegó a la entrada y era un mundo de gente saliendo, él se coló entre la multitud arrastrando esa maleta vieja y mientras más se adentraba a la estatua más se asustaba y más tarareaba la canción. Su cuerpo palpitaba con ansias y cuidado. Empezó a subir las escaleras, en ese subir sentía arrastrar una tonelada de plomo. Sentía que la maleta quería salir de ese lugar, y algo dentro de esta crujía y se quejaba. Subir cada escalón era toda una decisión y guerra espiritual que se daba dentro de la maleta y dentro de su fuerza de voluntad. No sabía qué encontraría arriba, pero estaba casi seguro de que era algún tipo de solución.

—No nos abandones —escuchó a alguien hablar dentro de la maleta.

—Te daremos poder —dijo una voz ronca.

—Talento musical —dijo otra voz rechinada.

—Fama —dijo otro con voz oscura.

Martín Asturero cantaba y no le pasaba importancia a estas voces que provenían de la valija. Martín estaba seguro de que no le quería pertenecer más a estos espectros que se apoderaban de su vida.

Llegó a la cima de la estatua y dejó de cantar, fue en ese instante en que la maleta se abrió y de la ropa, discos, afiches y gigantografías como una sola cosa, fueron tomando la forma de demonio de ultratumba, de una sombra hecha de su pasado, esa oscuridad se agrandaba más y más… En un momento fijó los ojos en Martín, unos ojos que se iban formando con los discos compactos.

—No me dejes, Martín —rompió el silencio la sombra.

—¿Quién eres? — preguntó desafiante.

—Soy tu soporte —dijo.

—Tú no eres mi soporte —dijo Martín al ver esa sombra en forma de la muerte misma, a la cual mientras hablaba le iban creciendo uñas de escarnio.

—Eres mío, Martín —dijo la sombra moviendo sus dedos como llamándolo.

—¡Yo no soy de nadie! No te pertenezco —respondió Martín asustado.

En ese momento todo Nueva York pudo ver el cielo que se nubló de repente. Y un rayo rompió el telón del cielo y la lluvia empezó a caer a la vez que este rayo azotó la Estatua de la Libertad; los turistas y Martín quedaron pálidos, en ese pestañar la figura de la criatura no estaba más, la muerte hecha de ropa había desaparecido y el olor a la humedad que se aproximaba por la lluvia inundó con su fragancia el lugar. El desconcierto llenó de preguntas a Asturero.

“Nunca creí en la fantasía, pero esto supera todo lo que haya visto en películas. Y lo mejor de todo es que esto es real”, se dijo así mismo. Se había despertado en él el hambre de lo sobrenatural.

Capítulo Dos

Desentrañando Verdades

Al día siguiente, al despertar, Martín se vio envuelto en otra realidad superior a la que él estaba acostumbrado. Con un simple acto de desprendimiento, logró subir a la superficie y ver el mundo desde un lugar mucho mejor. Él ese día estaba consciente de que todas las cosas que sucedían lo hacían por alguna razón y con algún fin.

Martín esa mañana escribió en un afiche blanco una frase, que le había venido en el sueño antes de despertar, con marcador rojo escribió:

“Nunca morirás porque eres inmortal”.

Pegó el afiche en el techo de su habitación justo sobre su cama y se puso a pensar en esto.

Su cuarto limpio y vacío de tanta oscuridad le había abierto la mente y dado ganas de pensar por sí mismo y no por lo que veía, ese día no se despertó de mal ánimo. Que era el mandato esclavizador de los seres oscuros, que se infiltraban en su mente desde que abría sus ojos hasta al acostarse. Martín se había despertado relajado, libre y vivo; ya nada sería igual.

Martín se levantó de su cama donde estaba tapado hasta el cuello. Escuchaba una dulce voz que hacía tiempo no escuchaba de esa manera. Era la voz de su madre entonando una reconocida y alegre canción. Lo hacía mientras preparaba un rico desayuno para la familia.

Está siendo leída

La carta de tu presentación

La carta que eres tú

La carta que soy yo

no está escrita con tinta,

no está escrita en papel

son tus ojos la carta

en la que se puede leer.

Esta carta

está escrita en las tablas

está escrita en tu corazón

que es el centro de tu disposición.

Para que todo el mundo

lea tu carta con amabilidad

ama la ley, ama la verdad

ámala y no te niegues amar.

Cantaba para los ángeles que se levantaban y le empezaban a decir “mamá”.

—Alegraste mi mañana —le dijo Martín a su madre mientras la escuchaba cantar.

Liza Bella, al verlos felices por su canto, volvió a entonar la canción y bailando les sirvió el desayuno a su esposo y a sus hijos. Un río de alegría salía de la boca de aquella madre que cantaba felizmente como si la felicidad se hubiera instalado en su casa.

—¡Buen día! —dijo su esposo mirándola mientras le servía café y ella le sonrió a él como si su noviazgo recién hubiese comenzado.

—¡Buen día! —contestó alegremente Liza Bella.

—Te has levantado muy contenta —exclamó el esposo cuando ella se sentaba a desayunar.

—¡Hoy es el mejor día de mi vida! —contestó Liza Bella—. Hoy me dan el título de profesora de Historia y mi hijo está usando la ropa que ayer fuimos a comprar. —Lo miró con los ojos vidriosos—. Motivos no me faltan para estar feliz en esta maravillosa mañana, ¿no lo crees? —dijo sonriendo.

—¡Iremos todos a verte! —aseguró el padre de familia mientras se llevaba una tostada con mermelada a la boca.

—¡Buen día, Ignacio! —saludó Liza Bella a su hijo del medio.

—¡Hola, mami! —contestó Ignacio de siete años—. ¡No era mentira! —dijo y se rio.

—¿Qué cosa, hijo? —preguntó el padre mientras corría las pesadas cortinas y el cálido sol de invierno por la mañana se adueñaba de la sala y reposaba sobre la mesa donde desayunaban, vestida por un mantel blanco.

 

—¡Lo de Martín! —respondió.

—¿Viste? —contestó la madre mostrando una sonrisa imposible de ignorar.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Ignacio a Martín.

—No sé, empecé por uno, y luego terminé vistiéndome de duelo sangriento todos los días. Esos trapos tienen un impresionante poder… nunca más los usaré y ustedes no los usen. Tienen un poder que te absorbe y no te deja vivir si no estás vestido así. Por eso me deshice de todo eso y no se los heredé a ustedes como cuando me vestía bien —dijo y tomó un sorbo de su humeante leche con chocolate preparada por mamá.

—¡Así me gusta, hijo! —dijo Eugenio, su padre—. Ahora estás listo para defender a los Astureros —decía mientras asentaba la taza de café vacía sobre la gran mesa familiar.

En eso apareció Sofía, la hija menor que solo tenía tres años, con los pelos revueltos y su dedo en la boca.

—¿Y los cucos? —preguntó inocentemente Sofía.

—¿Qué cucos? —preguntó el padre creyendo que alguien la había asustado.

—¿Los cucos? —dijo con el dedo gordo en la boca y la otra mano señaló a Martín que llevaba una remera a rayas blancas y grises. Fue en ese instante en que todos estallaron en una carcajada imposible de contener y ella los miraba sin entender aún nada.

—¡Ya no están más! ¡Se fueron los cucos! —dijo Liza Bella a su hijita con una sonrisa de madre cariñosa y abriendo los brazos para que Sofi se entregara directo a ellos. Sofi fue directo a los brazos de su madre, pero escogiendo el camino largo alrededor de la mesa para esquivar a Martín y no lo dejó de mirar en todo el camino al igual que no se sacaba su pulgar de la boca.

—¿Qué pasa, Sofi? —preguntó Martín algo resentido.

—Es que te ves raro… —dijo Ignacio.

—¡Como que ahora brilla! —dijo Eugenio sonriente.

—Sí, como que ahora te vamos a ver con la luz apagada —dijo Ignacio riéndose y dándole una palmada en el hombro. Él sonreía aceptando las bromas, pero Sofi no dejaba de mirarlo, ya desde la falda de su madre. Ella seguía con su dedo en la boca mirándolo atentamente.

Después del desayuno salieron cada uno a sus actividades diarias. Martín fue directo a su escuela como todos los lunes a la mañana.

Las miradas se daban vuelta sorprendidas por el cambio de estilo de Asturero. No llevaba nada fuera de lo común, un abrigo de lana azul con rayas celeste y un jean, lo típico, lo que usaban todos. Pero en él causaba otra impresión. Era notable el cambio repentino de Martín. Había salido de un monótono color aburrido, a usar colores vivos que inspiraban e imponían su presencia. Llamaba la atención de los que lo habían visto antes. Para la mayoría empezó a ser el chico nuevo de la escuela, ya que nunca antes lo habían visto y mucho menos tratado. Ahora era simpático y tenía carisma de líder. La alegría que desparramaba era merecedora de seguidores. Llegó a ser el niño más popular de la escuela. Hasta su forma de hablar había cambiado. Su lema era:

Cree, sueña y vive.

Y no te arrepientas de creer,

porque los que creen

son los que conquistaron

el hoy con el ayer.

Ya no inspiraba miedo ni desconfianza; tampoco él tenía miedo ni baja autoestima. Sabía que existía una vida y que había nacido para vivirla a contramano. No como todos los que creen ser rebeldes por fumar, usar tachas u otro invento del mercado más. Él era rebelde a la rebeldía que este mundo te vende para entretenerte. Sin seguir la moda de ningún grupo, solo rompiendo todos los estilos y las formas impuestas, caminaba sin preocuparse por la opinión de los opinadores de la escuela, rodeado de buenos amigos era feliz.

Era tan popular que nadie pasaba por su lado sin saludarlo. Se había transformado en el chico estrella, querido y popular, nadie se atrevía a decir nada malo. Su humildad era un escudo fuerte contra la envidia de unos pocos que querían su mal.

Los días fueron pasando, su popularidad fue creciendo y tomando protagonismo en aquella multitudinaria escuela de ciudad. Todo esto pasaba por algo, él solo disfrutaba.

Martín era el centro de atención para todos; hasta le consultaban del centro de estudiantes de su escuela y de otras escuelas antes de tomar decisiones arriesgadas.

Después de un mes de esta genial vida, un viernes en el último recreo, su mejor amigo Gabriel Glorieta, que nunca le había cuestionado nada, le preguntó qué había pasado aquel viernes. Él estaba enterado de todo en aquel momento.

Martín respondió con una sonrisa y dijo:

—¿Por qué demoraste tanto en preguntarme?

—¡No lo sé! Quizás fue miedo —contestó Gabriel.

—Esa noche sin saber qué hacía largué de todo corazón un conjuro milenario al aire. Y también hice que todos lo dijeran. —Gabriel lo miraba.

—¿Un conjuro? —preguntó muy confundido Gabriel Glorieta.

—Un conjuro; una oración que se hace para invocar a un gran espíritu —dijo Martín serio—. Esa noche, en mi mochila apareció esto —dijo mientras sacaba algo cubierto con un paño azul. Lo destapó y dijo—: ¡Es un libro! Nadie se atreve a leerlo y los que se atrevieron enloquecieron como yo. —Martín acariciaba ese libro como protegiéndolo de ladrones

—¿Por eso siempre estás con ese bolso bajo el brazo? —preguntó Glorieta asustado de cómo hablaba Martín.

—¡Exacto! Es el Libro de la felicidad y no quiero que me lo roben —dijo y siguió contándole—: ¡En él están los secretos que la humanidad no entiende! —decía esto mientras Gabriel miraba aquel Libro cerrado frente a él con sus tapas forradas en rojo y con sus bordes blancos.

—¿Invocaste un espíritu y esto apareció en tu mochila? —dijo cada vez más asustado Gabriel Glorieta.

—Ojo… invoqué al gran espíritu —aclaró Martín—. No todos los espíritus son buenos.

—Y… ¿ahí están todos los secretos de la vida? —preguntó temeroso Gabriel y miraba a Martín como se mira a un loco incomprendido.

—¡Todos! Incluso el gran secreto de la vida —le dijo en secreto para que nadie escuchara.

—¡Te golpeaste muy fuerte! —aseguró Gabriel en voz alta.

—No, baja la voz, no quiero que nadie sepa. —Martín miraba a sus alrededores y todos pasaban al kiosco y otros jugaban fútbol en la cancha.

—¿Qué secreto? —preguntó Gabriel para asegurarse que no estaba loco

—Aquí está revelado el sentido de la vida, si te concentras bien y lees detalladamente —dijo entusiasmado Martín.

—¿Estás seguro? —preguntó Gabriel.

—El Libro no miente. Lo importante son sus palabras, lo que en él está escrito. Muchos lo han poseído, pero no lo han sabido leer. Si lo lees sabiendo leerlo, el poder es liberado. —Gabriel lo miraba, ya se estaba convenciendo de lo que Martín decía—: Si lo haces para el mal, el Libro te destruirá, si lo haces para el bien, la luz de la felicidad viene sobre ti y no hay oscuridad ni tristeza que pueda contra tu vida. —Gabriel lo miraba y sus ojos empezaban a brillar y a entusiasmarse.

—¿Seguro, Martín? Mira que lo que me dices puede cambiar la historia mundial —dijo Gabriel.

—¡Exactamente! Podemos cambiar la historia… —aseguró Martín.

—¿Pero cómo? ¡Martín! —dijo Gabriel riéndose con algo de temor junto con nervios, porque parte de él pensaba que algo de esto podía ser verdad.

—Cuenta el Libro que en la Antigüedad logró cambiar la historia. Pero que luego vino el dios de este siglo, espíritu de oscuridad, y cegó el entendimiento. Haciendo el libro incomprensible. Sin entender lo escrito, el mundo está perdido y la falta de felicidad destruye al ser humano. De esta falta de felicidad humana se nutren y se alimentan los seres oscuros. Enemigos de los seres humanos —dijo Martín y agregó mientras se apoyaba en el árbol que estaba en el patio de la escuela—. El contrahechizo debe ser sabido, solo de esa manera el hechizo que nubla la mente pierde su efecto. El mundo debe saber del poder del viento y también debe saber del poder siniestro de la oscuridad que nubla el entendimiento mental, para lo sobrenatural —dijo Martín serio y preocupado por la falta de entendimiento sobrenatural.

—¿Y cómo lo harás? —preguntó Gabriel tratando de entender todo lo que Martín quería lograr con el Libro.

—¡No lo sé! ¡Pero lo haré! —aseguró Martín firmemente—. El que nos nubló la libertad y la felicidad está atado, pero pagará muy caro, porque la luz lo mostrará desnudo y se verá su triste inferioridad —confesó Martín en un tono extraño y a Gabriel le dio miedo—. ¡Lo dice el Libro! —aseguró sabiamente Martín.

—¡Me estás asustando, Martín! —dijo Gabriel, pálido entrando en estado de pánico.

—Tú no tienes que estar asustado, tú debes ser un guerrero de luz y la oscuridad huirá de ti. Será la oscuridad quien temerá a la luz que vive en ti y no temerás más a esa maldita oscuridad —aseguró Martín con seguridad.

—¡¿Cómo voy a ser un guerrero de luz?! Tengo catorce años —contestó Gabriel—. ¡Además ni conozco el poder del que me hablas!

—Gabi, Gabi, Gabi… ¡Todos somos llamados a combatir las tinieblas! Porque las tinieblas combaten contra nosotros todo el tiempo. Sino, dame una explicación, ¿por qué nos provoca tanto miedo la oscuridad desde niños? —dijo Martín creándole la duda a su amigo Gabriel.

—¡Creí que era un juego, ya sabes, para que nos portemos bien y para que nos durmamos temprano! —argumentó Gabriel—. ¡Creí que era un juego de palabras mal comunicadas! —Se quedó pensando Gabriel.

—Yo he llegado a taparme entero respirando bajo las sábanas… —respondió Martín—. ¿Te parece algo normal?, ¿te parece que me hizo bien eso? ¿Que era un juego para mí? —lanzó Martín un cuestionario de preguntas con sabidas respuestas.

—¡No! —contestó Gabriel Glorieta y su cara admitía que también lo había hecho.

—En realidad, Gabriel… es que si la oscuridad no se apoderara de las historias, de los cuentos y de las canciones de cuna, seríamos libres para combatirla y no le tendríamos tanto miedo. La oscuridad se ríe de nuestro miedo, pero le teme a la luz que desde dentro de nosotros puede salir —aseguró Martín haciendo importante la última frase que había dicho.

—“Duérmase mi niño, duérmase ya, que si no viene el cuco y lo comerá” —cantó Gabriel invocando poderes oscuros que él no vio formarse frente a su boca—. Mi mamá me lo cantaba siempre y a mis hermanos también —aseguró y cada vez se encontraba más convencido de que Martín decía la verdad.

—Tu mamá no tiene la culpa, solo repitió lo que ella aprendió. La historia está cambiando, pero me tienes que ayudar —dijo Martín.

—¡Lo sé! —respondió Gabriel pensando en su madre, cantando sin saber aquella oscura canción.

—El cuco es un espíritu oscuro que se apodera de nuestras mentes desde niños y hace que le temamos a la oscuridad y que deseemos estar siempre con la luz prendida, no porque nos guste la luz prendida, sino porque le tememos a la oscuridad que es el poder del cuco hablando a nuestras mentes y mostrándonos cosas terribles bajo las camas y en los roperos oscuros —explicaba Martín su entendimiento descubierto.

—¿Cómo te hiciste guerrero de la luz? —preguntó Gabriel y tocaron el timbre de finalización del recreo.

—Di las siguientes palabras —dijo Martín.

Un suspiro entró por la boca de Gabriel y se llenó de la promesa del viento y de su poder. Luego caminaron hasta el aula y Gabriel le explicaba que se sentía diferente.

—¡Esto es lo más raro que me ha pasado en la vida! —aseguró Gabriel—. ¡Hasta te puedo decir que veo más claro el día y las cosas! —decía mientras se dirigía a la ventana para ver los árboles en invierno y a los alumnos entrando al edificio para venirse cada uno a su aula.

—Y es solo el principio… —contestó Martín—. ¡Busca tu Libro de la felicidad!

Gabriel Glorieta empezó a mirar para todos lados y no encontraba nada, fue a su mochila y se fijó allí y ahí estaba forrado por un papel transparente que hacía que al Libro solo lo pudieran ver él y los guerreros como los de la luz.

—Mira, Martín, está firmado y dedicado —dijo Gabriel alegremente al abrirlo.

—¿Qué dice? —preguntó Martín muy feliz al verlo emocionado.

—“Esfuérzate y sé valiente. Confronta la vida aprendiendo de ella. Haciendo la buena profesión delante de muchos testigos” — leyó Gabriel.

 

—¡Bienvenido! —dijo sonriente Martín—. La mayoría no tienen la capacidad para distinguir la verdad de la realidad —dijo y se alegró por tener a Gabriel como compañero.

Los compañeros de los niños empezaron a llegar al aula que se llenó de inmediato. La preceptora esperó que todos entraran e ingresando ella a lo último volvió a tomar asistencia, como en cada módulo. El aula era una pista aérea de avioncitos de papel. Pero cuando la preceptora empezó a tomar asistencia el juego se acabó. En esas aulas nunca falta el artista que se dedica en esos momentos a dibujar y a crear sus grandes obras.

Llegó la profesora de Psicología, Silvina Danila.

—¡Buen día, chicos! Hoy trataremos el fascinante mundo de los sueños —dijo y todos se miraban sonrientes, por alguna razón es el tema que a todo el mundo le gusta—. Escriban de título: “El poder de soñar despierto”. —Y ella lo escribió con tiza en la pizarra verde de la pared del aula.

—Ustedes saben que existen los buenos y los malos, los bonitos y los feos momentos. —Sonrió la profesora porque les cortó la oportunidad de reírse o de gastar a alguien—. Pero a diferencia de lo que ustedes creen, y lo que el mundo cree, el mal no siempre se ve malo, ni el bien siempre se ve bueno.

—¡No entiendo! —dijo el estudioso de la clase al cual le costaba entender lo más sencillo de las cosas, porque le buscaba a todo una explicación extraordinaria.

—Hay un viejo cuento que dice que un par de niños subieron al cielo después de haber salido de sus cuerpos aquí en la tierra. —La profesora los miraba a los ojos atentamente mientras se sentaba en su silla atrás de su escritorio—. Los niños, al llegar al cielo y no entendiendo que pasaba, molestaron tanto al guardia de la entrada que este los llevó a hablar con un ángel. “Ángel: nosotros queremos celulares, una Play, ver películas de acción”, le dijeron.

—Pero aquí no hay ninguna de esas cosas —contestó el ángel.

—¡No! Yo quiero mi celular y jugar a la Play como dice ahí —dijo uno de ellos señalando enojado un cartel más abajo y el ángel miró—. ¿A dónde? ¡No! —dijo el ángel y los niños corrieron a esa pantalla y fueron absorbidos, encontrándose en un horrible lugar, seco y lleno de llanto y de dientes crujiendo. Un lugar muy feo

—¿Qué es esto? —preguntó uno de ellos— Esto es el Tártaro —dijo un demonio que los esperaba mientras cerraba con cadenas la puerta que los había absorbido a través de esa pantalla. Desde esta se podía ver el mundo y a las personas ignorando esa realidad de ángeles y demonios.

—¿Y mi celular y la Play? —se atrevió a preguntar uno de ellos…

—Ah, ustedes vienen por el anuncio… Este es el Tártaro y lo que ustedes vieron fue la mejor publicidad del mundo. —Se reía el demonio con su garganta seca—. Aquí no hay nada de eso. La publicidad es para atrapar a los indecisos. —Se reía aún más el demonio.

—¿Qué quiere decir con eso, profesora? —preguntó un niño sorprendido por la historia que acababa de contar la profesora Silvina.

—¡Que lo malo tiene muy buena publicidad y lo bueno no tiene quién lo auspicie! Pero al que tiene toda la publicidad (que siempre es engañosa) se la creemos hasta que atravesamos la pantalla y vemos la realidad que se mueve atrás de ella.

—Siempre el humilde gana y el egoísta se queda con más ganas —dijo la niña con mejor promedio.

—Es verdad, Roselet —elogió lo que dijo la alumna y agregó—: “Ser para hacer”. —Los miró con mirada de psicóloga y los dejó retirarse. Salieron como siempre apurados, pero esta vez algo profundo les había quedado para pensar, con solo catorce años de madurez.

—¡Profesora Danila! —Escuchó mientras arreglaba sus cosas y levantó la vista para ver quién le hablaba entre tanto disturbio de salida de clases. Para su sorpresa eran los dos callados Martín y Gabriel.

—¿Sí, chicos? —respondió ella.

Ser para hacer… ¿Qué significa? —preguntó Gabriel intrigado.

—Significa que siempre estarán pensando en hacer grandes obras y muchas veces no se darán cuenta de que, para hacer esas grandes obras, deben primero ser grandes aprendices. ¡No se puede dirigir (hacer) una obra de teatro, si primero no soy parte de un elenco de actores!

—¡No entiendo! —dijo Martín buscando otro tipo de explicación.

—Focalízate en lo que quieres hacer, y solo así podrás decidir quién ser —dijo, tomó su maleta y viendo la cara de los niños, entendió que los había hecho entender y pensar. La profesora se retiró con mucha paz y orgullosa de su profesión.

Salieron de la escuela con sus mochilas en la espalda. No corrieron ni jugaron como lo solían hacer con los que se quedaban hasta el final en la puerta, esperando que los vinieran a buscar. Salieron muy pacíficos, muy pensativos, sin ganas de explotar de alegría por una mañana que se termina.

Fueron a casa de Gabriel Glorieta, quien había invitado a Martín a almorzar. En el camino surgió la primera conversación seria después de que Gabriel invocara el viento espiritual.

—¿Qué quisiste decir con “distinguir la verdad de la realidad”? —preguntó Gabriel, quien se había quedado con esa frase dando vueltas en su cabeza sin poder resolverla.

—A veces pasan cosas imposibles. ¿Cierto? —aseguró Martín, deteniéndose en medio de la acera para hablar más tranquilo y de frente.

—¡Sí! —afirmó seguro Glorieta.

—¿Te parece que son cosas fuera de lo común? —preguntó Martín.

—Sí, son cosas raras que pasan de vez en cuando —asintió Gabriel prestando mucha atención.

—¡No! —exclamó Martín casi a los gritos—. ¡No son fuera de lo común!

—¿Entonces? —interrogó Gabriel confundido.

—Todo lo contrario… —dijo Martín—. Lo común es que nadie sepa que está designando y mandando cada vez que habla a una hueste espiritual, ya sea ángel o demonio a hacer algo.

—¡¿Cada vez que hablo?! —cuestionó Gabriel asustado.

—Exacto, hay poder en la lengua, ¿por qué crees que las personas hablan y son iguales a lo que dicen? —cuestionó Martín—. ¡Somos lo que hablamos!

—Es verdad —dijo Gabriel.

—De lo que habla la boca está lleno el corazón. Un corazón feliz habla felicidad, un corazón triste, tristeza, un corazón pesimista, pesimismo y así… —Hizo una mueca y sonrió Martín.

—Es la verdad invisible y poderosa la que maneja la realidad —dijo Gabriel—. Y nosotros la declaramos a diario.

—Y por ignorancia la gente habla mal de sí misma y de sus fracasos —dijo Martín—. Somos los dueños de nuestra existencia, somos simples monedas de oro cayendo del derecho o del revés, pero siempre inclinando nuestro destino para algún lugar. Depende de la verdad que te creas será tu realidad. Depende de la verdad que te merezca, según lo que declaras, será tu caminar por acá. —A Martín le habían atraído estas verdades que había descubierto en su libro.

Siguieron caminando y a unas cuadras de la casa de Gabriel, Martín empezó a sentir su cuerpo pesado y cargado. Como si se tratara de un viento malo que le presionaba los hombros.

—Espera, descansemos un poco aquí… —dijo Martín dejándose caer en el cordón de la acera.

—¿Qué pasa? —preguntó Gabriel preocupado.

—No sé! Me empezó a doler todo de repente —explicaba Martín a su amigo y Gabriel se sentó en el cordón de la acera preocupado, tratando de reanimarlo de alguna manera.

—¿Qué hacen aquí? —dijo la madre de Gabriel que llegaba del trabajo junto con su padre en el auto—. ¡Vamos a casa que he traído unas ricas galletas caseras! —Susana, la madre de Gabriel, sabía muy bien lo que le gustaban esas galletas a su hijo. Gabriel emocionado le palmeó la espalda a Martín y la pesadez se fue de inmediato, como si esa conexión hubiera desatado una corriente que lo fortaleció. Los niños corrieron de inmediato a casa de Gabriel y Martín se olvidó del dolor.

Llegaron a la casa. Era una casa muy sencilla. Tenía mucho olor a humedad que se sentía desde la puerta. La casa estaba como escondida detrás de unos arbustos abandonados que nadie podaba. Se encontraba a mitad de cuadra. Llamaba la atención el abandono total de esta y el deterioro a comparación de las demás, que de seguro tenían la misma edad porque era un barrio de todas casas iguales con sus diferencias típicas según los gustos de sus dueños. Pero todas con una muy linda fachada menos esta, donde vivía Gabriel. Se veía que había sido una casa hermosa en sus primeros días, pero hoy estaba muy dañada por la humedad y el tiempo. Las puertas y ventanas eran de madera oscura, había una puerta de tela mosquitera media caída, que había que abrir antes que la puerta de entrada. Al llegar a esa puerta a medio caer ambos niños sintieron que un viento tenebroso los empujaba hacia fuera, lo que les hizo sentir escalofríos. Salía olor a quemado y vieron llamas salir entre las grietas de la vieja y rota puerta. Los niños entraron rápidamente a la casa que se encontraba en total oscuridad. No había rastros de fuego dentro de ella, pero en la cocina, la abuela de Gabriel cocinaba.

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