Inspiración y talento

Text
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Font:Smaller АаLarger Aa

La patria polaca

Los constantes viajes —de los que la escritora daba cuenta en sus cartas o en sus libros— hicieron que los primeros tiempos de casada estuvieran marcados por el exotismo, los escenarios insólitos y una visión del mundo cosmopolita. Su marido, mezclando ciertas dosis de fantasía con su interés por el cálculo de probabilidades y las matemáticas, estaba persuadido de que el salvador de Polonia sería hijo de una mujer extranjera, lo que le hizo deducir al conocerla que Casanova tenía muchas papeletas para encarnar ese papel. Al margen de los espejismos de él, ella se identificó con Polonia, un país que necesitaba liberarse del yugo de los Estados vecinos para recuperar su estatus nacional. Amó al país y se hizo nacionalista polaca, pero no pudo cumplir los sueños de grandeza de su marido. La realidad sería distinta y Sofía Casanova tendría que apearse del inicial cuento de hadas, afrontar las grietas de su matrimonio y ganarse la vida como reportera.

Cultivó la novela y escribió teatro, pero fue conocida, sobre todo, por sus crónicas, sus traducciones y su correspondencia. Gracias a la ramificación de sus contactos, sus textos se publicaban en Francia, Polonia y Suecia, además de en España. Articulista en ABC, El Liberal, La Época y El Imparcial, colaboraba también en el The New York Times o en la Gazeta Polska.

No cabe duda de que desde el punto de vista social hizo un buen matrimonio. Pero la relación con su marido estuvo trufada de altibajos y más de un desencuentro. De temperamento depresivo, él le reprochaba que solo le hubiera dado hijas (deseaba un varón para asegurarse la continuidad de su apellido) y quiso abandonarla. Sofía Casanova se negó a concederle el divorcio, aunque aceptara separarse y que él rehiciera su vida. Su obsesión era proteger a sus cuatro hijas. Estas tensiones hicieron que enmudeciera su musa poética, reconoció. A cambio nacería su nuevo registro de corresponsal compasiva y aventurera. Su dedicación al periodismo, alternando periodos álgidos con otros menos intensos, le permitió alejarse de sus demonios matrimoniales y solventar sus necesidades económicas.

Entre dos siglos

Una de las contradicciones cruciales de Sofía Casanova fue que, a pesar de vivir entre dos siglos, estuvo siempre más cerca del XIX que del XX. Educada con una impronta liberal, pero con un poso católico y tradicional, el matrimonio y la maternidad le impusieron unas obligaciones que acentuaron su conservadurismo. Mientras otras coetáneas suyas pedían más derechos, ella se replegaba. El mundo cambiaba mientras ella mantenía sus posiciones. Europa ensanchó sus horizontes y su actividad viajera imprimió una mayor amplitud a sus ideas, pero no por eso se acercó al progresismo ni se produjo brecha alguna en sus creencias religiosas. Pero sí acabó siendo una dama culta y distinguida, poco convencional y con cierto toque extravagante. Esa excentricidad intelectual le llevaba no solo a hacer turismo por Varsovia, sino a adentrarse en la parte menos conocida de la ciudad y, como consecuencia, a interesarse por la comunidad judía y sus condiciones de vida. La misma curiosidad que le impulsaba en sus viajes por el mundo anglosajón a interesarse por las sufragistas, aunque no compartiera sus objetivos. Un difícil equilibrio entre el acontecer exterior y su particular universo de escritora.

En cierto modo, esta gallega que pasó gran parte de su vida fuera de España, aunque visitara casi todos los veranos su tierra, aprendió a relativizar. Su gran empeño fue adaptarse a las circunstancias sin dejar fuera sus convicciones. Su apuesta por la educación de la mujer y su amistad con escritoras como Carmen de Burgos la empujaban a una actitud combativa, pero la inestable situación en la Europa de entreguerras y la violenta irrupción del comunismo en Rusia la volvieron timorata. Las ideas con las que creció ya no servían en el nuevo contexto social, pero las transformó en su propio freno para no ir demasiado lejos.

La vida extraordinaria de Sofía Casanova ha generado diversa bibliografía. Olga Osorio en 1997 y Rosario Martínez en 1999 publicaron sendas biografías de la escritora gallega, y Paloma Castañeda ha recogido su vertiente viajera. Recientemente, Aurora Bernárdez Rodal ha estudiado sus ideas pacifistas a través de sus crónicas sobre la Primera Guerra Mundial, el aspecto más contemporáneo y relevante de la reportera. En Polonia, sin embargo, los estudios sobre su figura se centran en su perfil patriótico y nacionalista.

Corresponsal en el frente polaco

En 1904, con cuarenta y tres años, vuelve a España, reactiva sus antiguas relaciones e inicia sus colaboraciones en prensa. En 1906 fue elegida miembro de la Real Academia gallega. Aunque seguía residiendo en Polonia por temporadas para estar con sus hijas. En 1913 su amigo Pérez Galdós llevó a escena su comedia La Madeja. Como poeta había entrado en una etapa de sequía: «He vivido veinte años entre España y Polonia, educando a mis tres hijas, enfermera de un marido enfermo, y cultivando la literatura con intervalos de años», se justificaba. Pero quizás fueran sus intermitentes ausencias las causantes de su tibieza ante los debates ideológicos por los que transitaban las españolas. En La Madeja rebatía el enfoque feminista. Ella traía en sus maletas otros afanes: el pacifismo, la conciencia europea y el nacionalismo polaco.

Al estallar la Primera Guerra Mundial se encontraba en Polonia visitando a una de sus hijas en la hacienda familiar de Drozdovo. La propiedad fue invadida por los alemanes y la familia se dispersó; ella misma se quedó aislada y sin recibir noticias de España. A partir de ahí, su vida dio un vuelco. Se involucró en el cuidado de heridos, tanto en los hospitales del frente como en los de la retaguardia y colaboró con la Cruz Roja en diferentes misiones, algunas bastante arriesgadas: acudió en tren a la ciudad de Skierniewice con otras enfermeras para recoger a 700 soldados heridos. Los campesinos ya les habían advertido que en el trayecto podían caer en manos alemanas. «Por el lado izquierdo aparecía todo el horizonte enrojecido por el intensísimo fuego, que no cesaba ni un instante, por el lado derecho la Rusia blanca y silenciosa… Y por fin llegamos a Skierniewice. ¡Cómo estaba aquello, Dios mío! Heridos, muertos, terror», relató.

Gracias a su estilo directo, la autora se convierte en una cronista fiable que presta sus ojos a los lectores españoles. Sus cartas y crónicas transmiten credibilidad. Naturalmente, tanto el ABC como otros periódicos contaban con otras informaciones, pero Casanova escribía los hechos desde dentro, al recoger los daños de la guerra en la población civil.

Próxima a los aliados, en De la guerra. Crónicas de Polonia y Rusia (1916) manifiesta su extrañeza ante la existencia de «tantos germanófilos en España». Aunque reconoce que la prensa española «sometida a las influencias de unos y otros luchadores» es la que mantiene al menos «más ecuanimidad». Lo que no impide que sea consciente de que las agencias de noticias incurren en tergiversaciones, algo que a ella, testigo directo, le indigna: «Combato las noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, indago, deduzco, doy ejemplos de la barbarie de todos… de los raros casos magnánimos en unos u otros soldados», escribe en De la guerra. Crónicas de Polonia y Rusia. «Y me duele la confusión, el recelo, el dolor de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, buscando el punto de apoyo de la verdad de la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios, sangre y llamas…».

Pero la guerra no solo era una maquinaria de muerte. Potenciaba el hambre y la desesperación. Así describió el triste balance de finales de 1915, cuando «la ola de hambrientos, de famélicos, de extenuados, no nos dejaban curar a los cuatro o cinco mil heridos que recibíamos a diario», relató al recordar el triste balance de finales de 1915. Ella y su familia se alimentaban de pan negro amasado con paja.

Calificada de «notaria de la realidad», algunas de sus crónicas se reproducían en otros medios españoles y extranjeros. Su labor en los hospitales durante la contienda fue reconocida y el zar Nicolás II la condecoró con la Medalla de Santa Ana. Esta proyección internacional facilitó que su nombre sonara en 1925 como candidata al Nobel.

Casanova era pacifista, aunque no parece probable que se sintiera próxima a las posturas antibelicistas que representaban Virginia Woolf y sus amigos del grupo Bloomsbury. Sería aventurado igualmente deducir cierta sintonía con las ideas de la pacifista y aristócrata austriaca Bertha von Suttner. De haber tenido alguna influencia teórica, podría haber venido más bien del pensamiento pacifista de Tolstoi, autor que Casanova conocía bien. Había llegado al pacifismo desde el convencimiento de que la guerra era innecesaria para el desarrollo humano, al equiparar a los hombres con las bestias. En su opinión no existían razones que justificaran el enfrentamiento bélico y toda la suerte de calamidades que desencadenaba. Pensaba que los conflictos bélicos son «asesinatos colectivos legales». Ya había expresado su horror ante las soluciones belicistas años antes, al escribir sobre la guerra de Marruecos, pero en las crónicas enviadas desde Polonia y Rusia se detecta un planteamiento más elaborado.

Sus ideas pacifistas podrían haberle aproximado a posiciones políticas menos intolerantes en otros campos, pero la escritora gallega apenas varió sus planteamientos ideológicos. Como mujer culta que era, le horrorizaban la violencia y los extremos, pero en cuestiones políticas apostó por las opciones conservadoras, las que entrañaban para ella mayor estabilidad. Su experiencia directa en la Revolución de Octubre de 1934 fue determinante. Aunque al principio consideró que se trataba de un movimiento revolucionario de tipo burgués, el golpe de Estado bolchevique y, posteriormente, la violenta invasión de Polonia por parte del «terror rojo», según sus palabras, fomentaron su anticomunismo.

 

La incorporación de la mujer al periodismo

Casanova fue un símbolo de la incorporación de la mujer al periodismo en España. Aunque antes que ella existieron ya otras escritoras firmando en los periódicos, desde Carolina Coronado (y mucho antes Cecilia Böhl de Faber, con su firma de Fernán Caballero) a Concepción Arenal, impulsora de La voz de la Caridad, de carácter reivindicativo. Una corriente a la que se sumó Concepción Gimeno de Flaquer con La Ilustración de la Mujer, y años después Emilia Pardo Bazán y su Nuevo Teatro Crítico, una revista literaria que perseguía la «agitación social».

La escritora gallega estaba de acuerdo con el trasfondo ideológico de estas publicaciones en pro de la educación de la mujer y de su proyección social. Pero filtraba las reivindicaciones en ciernes desde sus creencias católicas. Ella misma colaboraba con La Voz de la Mujer, en donde también publicaban Concha Espina, Blanca de los Ríos y Clara Campoamor. Pero más que incidir en la vertiente feminista, partía del pacifismo para reclamar una mayor presencia de la mujer en la vida pública. Consideraba que la guerra era masculina y que la mujer podría ejercer de contrapeso en la sociedad frente al habitual recurso a la violencia. «Nada hay que dé tan exacta idea de la cultura de un pueblo como la situación que en su sociedad ocupa una mujer. La instrucción de esta, que es factor importantísimo en el desarrollo general, se cuida extremadamente en Polonia», escribiría en 1926.

Nacionalista polaca ferviente, trató de corregir las inexactitudes vertidas en la prensa sobre su país de adopción en unas declaraciones que realizó el 7 de abril de 1916 a la periodista y sindicalista católica María de Echarri en La Acción:

[…] Polonia, mayor seis veces que Bélgica, es, de todos los pueblos mínimos arrasados y engañados por los grandes en el cataclismo actual, del que menos se habla públicamente en la Europa beligerante y la de los neutrales. Yo creo que hará obra de justicia y propaganda de la verdad, quién dé a conocer, al menos en las naciones neutrales, la significación internacional de Polonia, sus aptitudes de self governements, su cultura y su indomable voluntad de vida independiente.

Y refiriéndose al cronista de prensa Schneider añadió: «Rompa usted, señor Schneider, una lanza en pro del porvenir de Polonia, pero teniendo “solo” en cuenta su “vivo” e ineludible interés nacional, no los intereses de los imperios centrales o del coloso ruso, que argumentan con la fuerza de sus cañones».

La aventura de entrevistar a Trotski

Como corresponsal de Europa del Este para ABC, cubrió otro episodio apasionante, la Revolución rusa de 1917. «Al escribir estas líneas se oyen los primeros cañonazos dirigidos a la roja enorme mole del Palacio de Invierno», anuncia al relatar la sublevación de los bolcheviques y el momento exacto en que los disparos del buque Aurora dan la señal para el asalto a la sede del Gobierno de San Petersburgo. La reportera escribía de lo que acontecía pegada al cristal de la ventana de la casa en la que se alojaba en San Petersburgo para ver a los insurgentes y oír sus cañonazos. En otras ocasiones, su pasión periodística la llevó a correr más riesgos, como cuando se camufló junto al público que protestaba contra el gobierno de Kerenski y los manifestantes recibieron una lluvia de tiros. Crónicas marcadas por la inmediatez que el periódico no publicaría hasta semanas después, pero que el lector leería con la viveza con que fueron escritas.

El 2 de marzo de 1918 ABC publicaba los pormenores de su entrevista con Trotski, titulada «En el antro de las fieras». Casanova consideraba que era la figura más interesante del grupo revolucionario, denominado entonces «maximalista». La entrevista se realizó una tarde de diciembre de 1917. Cuatro días antes, cuando decidió ir a entrevistarlo al Instituto Smolny, ocultándoselo a su familia, una nevada «densa y callada» caía sobre San Petersburgo. El tono de misterio que imprime a la entrevista sumerge al lector en una aventura novelesca.

Deseaba y temía ir —por qué no confesarlo— al apartado lugar donde funcionan todas las dependencias del Gobierno Popular. […] Obscuras las calles resbaladizas como vidrios enjabonados y completamente solitarias a aquella hora —cinco de la tarde—, tras muchos tumbos encontramos un iswostchik somnoliento en el pescante del trineo. Extrañado de la dirección que le daba y puesto buen precio a la carrera, atravesamos lobregueces y más lobregueces de barrios extremos, hasta dar en un edificio enorme que sobresale de casucas y callejuelas adyacentes. Entre el portón que da a la calle y el de entrada principal del edificio hay un gran espacio, jardín en otro tiempo donde esperan los automóviles del personal gubernativo.

La reportera no iba sola. Le acompañaba, como en muchos de sus desplazamientos, su criada Pepa, y juntas entraron en el Palacio Smolny, la sede del Gobierno en la que se encontraba Trotski, ministro de Asuntos Extranjeros.

Al anunciar que quería entrevistar al comisario Trotski, los soldados que se calentaban fuera en torno a una hoguera les hicieron pasar al interior y, en una sala contigua al vestíbulo, vieron, a modo de recepción, una mesa con dos marineros, tres soldados y dos chicas judías que estaban escribiendo. Les dieron dos papeles timbrados para subir al despacho de Trotski en el tercer piso y la criada gallega, que desconfiaba de aquella «canalla muy armada», no ocultaba el miedo. Llegaron a la puerta, custodiada por la Guardia Roja y, mientras uno de los centinelas le pasaba al líder su tarjeta solicitando la entrevista, se fue la luz para dar más suspense a la espera. La luz volvió y les hicieron pasar. «Atravesamos una sala grande, sin más muebles que algunas sillas y máquinas de escribir, y a la izquierda, en un gabinete chico, nos esperaba Troski. Me rogó que tomara asiento». El líder se expresó en francés, recordó que había estado en algunas capitales españolas y que conocía a Pablo Iglesias Posse. «Nuestra política es la única que puede hacerse al presente. El mundo está hambriento de paz, y tenemos la esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones pacifistas. No hemos de detenernos, ni mis compañeros ni yo, en el camino emprendido», declaró. La reportera expresó alguna objeción, pero el político no dijo mucho más. «¿Es simpático Troski?», se preguntó ella en los párrafos finales de la entrevista.

No es atractivo [...]. Podría pasar por un artista decadente, y, sin embargo, yo creo que tiene un valor irreemplazable en la Rusia actual, y que no son las circunstancias precarias las que dan relieve a una medianía, sino que es la personalidad de este hombre la que se impone a aquéllas con actos de un plan político desconcertante y trascendental.

Al igual que sucedió con sus textos sobre la Primera Guerra Mundial, Sofía Casanova aprovechó sus fuentes y el material manejado para escribir después varias obras de más aliento sobre Rusia: De la revolución rusa de 1917; La revolución bolchevista. Diario de un testigo y En la Corte de los Zares. Del principio y del fin de un imperio.

Apoyo a Franco

Sofía Casanova no vivió la llegada de la Segunda República en España con las expectativas de otras mujeres más jóvenes como María Zambrano. Ni con la alegría de su veterana amiga Carmen de Burgos. A la intermitencia de sus ausencias se unía su distanciamiento del ideario de la República. Por el contrario, tras la sublevación militar de julio de 1936, dio su apoyo a los franquistas. Antes de marcharse a Varsovia, en diciembre de 1938, declaró a La Voz de Galicia que la sublevación traería elementos de desarrollo y esplendor a España. Confiaba en el caudillo, a pesar de su pacifismo. La gran paradoja es que desconfiaba profundamente de los alemanes, aliados y valedores de Franco en la contienda española. Aun así, su anticomunismo era más fuerte. Si en el pasado había defendido sus ideas con brillantez, algunos de sus últimos escritos acabaron teniendo un tufo panfletario.

Su mundo se derrumbó al iniciarse la Segunda Guerra Mundial. Le tocaba más de cerca y la sufrió en sus propias carnes, al encontrarse de nuevo en el epicentro del desastre. Su querida Polonia, que había conseguido ser un Estado libre tras la Gran Guerra gracias al juego de alianzas y recompensas de las grandes potencias, volvía a convertirse en un bocado apetecible para el expansionismo nazi y soviético. No en vano la invasión alemana de Polonia fue el detonante que forzó a Inglaterra y Francia a declarar la guerra a Hitler.

Sofía Casanova se acercaba ya a los ochenta años, pero se apresuró a mandar sus primeras crónicas sobre la invasión. Tenía problemas con la vista, pero se esforzaba en escribir con el afán de los viejos reporteros que nunca dejan de serlo. Lo que no se esperaba es que el director de ABC prescindiera de ella. Sus artículos, escritos desde el dolor de quien es testigo y víctima, corrían el riesgo de sufrir mutilaciones: el director del periódico le aclaró que no pensaba publicar nada contra los alemanes. La España franquista, formalmente neutral, respiraba al unísono con la Alemania nazi. No podemos saber si ese veto le hizo comprender que en la España de la victoria no existía libertad de expresión, pero al margen de su interpretación política, la noticia le causó una gran desazón. Se le cerraban las puertas.

La octogenaria Sofía Casanova compartió con otros polacos los terribles días de septiembre de 1939 y los que sucedieron: el terror, las deportaciones, el hambre como exterminio. Unas vivencias que recogió en El martirio de Polonia, firmado con Miguel Branicki y publicado en 1945:

Me estremece el grito de la sirena. ¿Dónde van a sembrar la muerte esas «bombas» que se aproximan? Tengo que correr al sótano. Es la consigna del comité de vecinos. Bajo y subo cinco pisos muchas veces desde que amanece hasta que se hace de noche, y esto me rinde. No es posible dormir ni descansar en continuo sobresalto.

La victoria aliada trajo la paz, pero Polonia volvió a ser repartida entre las potencias vencedoras. Los líderes nacionalistas iniciaban de nuevo un largo camino para recuperar sus fronteras y su condición de Estado. Dentro del tablero de ajedrez mundial, Polonia quedó bajo el paraguas del Pacto de Varsovia y tardaría muchos años —tras diferentes acuerdos con la República Federal alemana primero en 1970, y más tarde, en 1990, con la Alemania reunificada—, en recuperar sus fronteras. Sofía Casanova, prácticamente ciega, sobrevivió hasta 1958, cuando su país de adopción inauguraba un proceso de destalinización y esperanza. Falleció de un cáncer de hígado en casa de su hija Halina, en la zona rusa de Poznan, precisamente donde una mítica protesta obrera había contribuido al deshielo de 1956. El viento atlántico de sus paisajes gallegos quedaba lejos, pero moría en su amada tierra polaca.