La fragua de Vulcano

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HIGOS

Aunque ya han hablado varias veces nunca se han dicho sus nombres, pero él sabe, por haber escuchado sus conversaciones con algún cliente de confianza, que se llama Antonio. El dueño del bar es un hombre enjuto, tan delgado que la punta del cinturón le sobresale de la hebilla mucho más de lo normal, como si hubiera que sujetar al tipo con un nudo para que no se partiera en dos. En sus ojos hay dignidad y generaciones de hambre. Y hay alemán hablado y también un poco leído, que le ilumina la mirada cuando han venido, en estos días, un par de veces, dos vejetes de la alta Renania, sonrosados y felices, a tomarse iberizados un café con leche y porras. Debió de pasar allí un largo tiempo porque lo habla con fluidez, o al menos eso parece. De ahí la dignidad, la de saberse poseedor de un activo útil, el saber hablar la lengua incomprensible de todos los mecánicos jubilados de más allá del Rin, la de ser capaz de lanzarse a discutir con ellos de asuntos banales como el tiempo que hará hoy o la tormenta que cayó ayer, pero en alemán, hijos, que me dejé los cuernos allí apretando tuercas todos los días, y al final lo aprendí; un idioma es un tesoro, deberíais aprender vosotros también, a mí me vale, me trae una clientela porque entre ellos se lo dicen: aquel hombre habla alemán. Pero los hijos no le hacen caso: la chica atiende en un Mercadona y se ha casado con un poneladrillos en paro que ya le ha hecho un bombo, y que se pasa más tiempo en casa con ellos que en la calle buscando trabajo. Y el pequeño, al que por lo menos le va bien en su formación profesional, le dice a su padre que mucho alemán, pero que pasó de tirar del copo y recoger tomates a atender una máquina, y ahora a poner cafés como un esclavo, así que vaya utilidad la del idioma.

En los ojos claros de Antonio toda esa verdad rezuma en forma de mala hostia, y como a tantos camareros, a tantos trabajadores, le cuesta ser amable porque no le sale, al pobre. Detrás de él y de su mujer, Lola, hay muchas generaciones de madres deslomadas, de padres pobretones que salían a pescar por las noches en las barcas de los patrones, y al huerto por las mañanas sin casi haber dormido; queda la huella de los árabes y los bereberes, que fueron expulsados pero que se quedaron dentro del carácter de los cristianos que los reemplazaron, en forma de melancolía amarga, de rencor antiguo hacia los amos; aflora una sabiduría que viene, quizás, de antes incluso de los moros: la de los campesinos que aceptan lo que hay, pero sin indiferencia, sino más bien con mala baba. No se puede, no se quiere ser amable cuando se sabe lo que se sabe, incluso sin saberlo. Se trabaja, se limpia la barra, se ponen los cafés, se aprende a hacer capuchinos que ahora están de moda, se apilan las mesas por las noches y se atan con cadenas para que no se las lleven los gamberros, se friega el suelo por las mañanas, se reza para que los temporales del invierno no pasen de las cristaleras, y se sueña con que esta crisis pasará y se volverá a hacer caja y el bar no tendrá que cerrar y no habrá que ir al banco a negociar, a poner otro huerto en prenda y este será ya el último, y se despierta uno pensando por favor que no haya que volver a empezar con esta edad, con la frente sudorosa acordándose del padre que casi murió ahogado mil veces y la diñó, al final, por culpa del tabaco y no dejó nada sino una miseria que pasaba la cofradía de pescadores, porque no había Seguridad Social del Mar, ni del cielo ni de nada. Pero Antonio hoy está de buen humor porque ha dejado por fin de llover, se acerca la Semana Santa y si el sol aprieta quizás este año se pueda pasar tranquilo. Se acerca a su cliente solitario y abrasado, y solo porque es el dueño del bar, se obliga a ser amistoso.

—Si quiere le traigo otra taza para que se le vaya enfriando.

—Gracias, de verdad, no hace falta.

Antonio deja el trapillo en otro sitio, para alejar el olor a polvo mojado y sucio que ha ido recogiendo de las mesas, y se frota las manos, sonriendo y mirando con timidez hacia otro lado mientras se dirige a él:

—¿Le puedo preguntar una cosa?

—Pregunte, pregunte.

Antonio no quiere sentarse porque eso daría por supuesta una relación que no existe. Pero ya tiene cierta confianza con el forastero, que está de paso, le dijo antes de ayer, unos días o una temporada, no lo sabe, pero de paso, y del que ha deducido (por su forma de leer el periódico con atención, de ver las noticias de la televisión seleccionando las que le interesan y bajando la cabeza cuando hablan de deportes, por los libros que alguna mañana ha llevado a su desayuno, que ha comprado en el mercado de baratillo de los Chopos, le dice) que es un hombre que sabe. Y finalmente, sin poder evitarlo, agarra una silla de otra mesa, la voltea y se sienta con el respaldo frente al pecho, mirándolo fijo, con una ligera bizquera que incomoda.

—¿Esto se va a pasar, jefe?

—¿El qué? —contesta el forastero doblando sus rodillas, en un tono profesoral. Se frota los ojos con un pañuelito de papel que se ha sacado del bolsillo.

—Esto, hombre, esto. La crisis esta que se lo ha llevado todo. ¿Usted cree que volverán los turistas? Yo veo la cosa más animadilla, pero va por días, ¿sabe?

Hay veces, le dice, que parece que ve más alemanes, caras que no conoce, como la suya, y otras que el bar está vacío todo el día y se dice que esto no se arregla, que Torre Pedrera ya no se levanta.

Antonio busca en los ojos de su contertulio un brillo de esperanza, ese «sí» que anhela, triunfante, naciendo irrefutable de los argumentos de un hombre con fundamento, de los que no ha visto sentarse en El Timón en años; quiere que le diga él, que ha estudiado, que sabe de esto, que se va a arreglar, que volverán primero los extranjeros como las grullas, las familias con hijos que toman helados todas las tardes, que no cocinan y vienen a desayunar, almorzar y cenar a las siete porque España es muy muy barata; que llegarán después, como gaviotas, los españoles de Madrid, de Sevilla, de Córdoba, de Jaén, de Bilbao, que siempre han venido mucho los vascos, a tomarse sus aperitivos antes de comer, a cenar de fritanga por las noches y estarse horas en la mesa pidiendo gin-tonics sin parar de agitar los brazos como monigotes; que al final, los domingos, como palomas, vendrán también los domingueros de los pueblos a bañarse, con sus tarteras y sus neveras, para no hacer gasto, pero que con suerte se pasarán a comprar hielo y mandarán a los niños a eso de las cinco a tomarse un cucurucho para que dejen de dar por saco y se pueda dormir la siesta bajo el toldillo.

¿Volverán? ¿Aguantará mi bar estos pocos años que me quedan para jubilarme, para sacarle los estudios a Curro? ¿O me iré a la mierda como tantos y tantos restaurantes, tantos y tantos negocios montados por ignorantes como yo, que no sabían nada de hostelería pero que con sus ahorros buscaron el mejor local que pudieron encontrar (y había tortas para pillarlos) y se pusieron a vender pizzas o tacos mexicanos o pescado mal frito, cabrito, papas asadas, lo que fuera, para salir del hambre, porque aquí era lo único que se podía hacer, porque aquí el dinero se lo habían llevado los especuladores, los primeros los marqueses de la Torre que vendieron los terrenos de la azucarera para hacer la primera urbanización, y luego el Tormo, aquel tipo que se hizo el rey del pueblo, que nos echó a todos de la playa porque aquello era primera línea y eso era promesa de futuro y nos dio cuatro perras a los que aceptamos, padre el primero, y luego dejó encajonados entre bloques en sus casitas a los idiotas que pensaron que eran más listos que él, y los tuvo así durante años, hasta que se cansaron y vendieron, aún por menos, o sea que no fuimos tan tontos, y llenó la playa de poniente de torres una detrás de otra, el California, el Nevada, el Oregón, haciendo urbanizaciones con nombres de árboles, de ríos de España, de barcos famosos, de Vírgenes, hasta llenarlo todo con paredes de cemento que a nosotros en nada nos beneficiaban pero que hubo que abastecer de comida, de ropa, de flotadores, colchonetas y aletas de bucear; y hubo que poner bares, discotecas, farmacias, heladerías, hasta papelerías.

Y yo me fui a Alemania porque padre estaba siempre borracho y ya casi no salía a faenar, y eso que había que sacar pescado a mansalva porque aquella gente se lo comía todo, tanto comía que al final no nos ha quedado nada y han tenido que tirar bloques de hormigón a doscientos metros de la playa para ver si se regenera algo; ya no se puede pescar con malas artes, hasta el copo lo prohibieron, el caso es que yo me fui a Alemania, a Elchingen, cerca de Stuttgart, con mi primo Pardo, ese que sí sabía de mecánica, pero yo no había visto una máquina en mi vida, no sé cómo me aceptaron en el Instituto de Emigración, conque empecé barriendo la fábrica de pura lástima que me tenían los dueños, y así me pasé un año hasta que por las tardes me pusieron de aprendiz, y así, años después acabé de oficial fresador; pero no le aburro más con eso, aunque bueno, figúrese lo que hemos pasado algunos; «qué va, usted no me aburre, por favor, siga», bueno pues sigo, el caso es que uno vuelve y con los ahorros qué hace, ¿sabe? ¿Pues qué va a hacer? Poner un puñetero bar porque aquí no habrá visto usted una fábrica, ¿verdad que no? No, eso no va con nosotros. ¿Usted cómo lo ve, caballero?

—No lo sé, la verdad. Supongo que pasará, porque todo pasa, ¿no? —Incómodo, se mira el reloj de muñeca buscando en el fondo de su Tag Heuer una coartada para no seguir hablando.

—Sí, esto supongo yo también. Pero que no se me lleve antes por delante, ¿sabe? Yo ya he visto otras crisis pasar, las de Caín he pasado aquí, usted no sabe lo que era esto antes de los setenta, aquí había hambre, ¿comprende lo que le digo?

Y él hubiera querido decirle que sí, que lo sabía, que la había visto, pero prefirió quedarse callado.

 

—Y siempre se resolvió igual; los señoritos nunca pasaron necesidad, porque esos no debían pagar ni impuestos ni nada.

A los hijos los mandaban a Granada o a Sevilla a la universidad. Y ellos, que no ganaban para pagar impuestos, ¡qué va!, se iban a las chumberas para merendar y a veces cuando llegaban a casa no había qué cenar, y con las tripas hincadas de higos se tenían que ir a la cama. Madre mía, qué cólicos. Y cuando se hacían mayores los que teníamos suerte nos largábamos a Alemania o a Suiza o a Francia. Él se fue, ¿sabía?

—A Elchingen, cerca de Stuttgart, ¿conoce?

—No, no conozco.

En la televisión el noticiero comentaba una cumbre de presidentes autonómicos que se había reunido para hablar de recortes. Allí, en tercera fila, estaba José Aurelio, convocado por alguna razón incomprensible. En los dos únicos segundos en que apareció en pantalla solo tuvo ojos para él, alto, con la cabeza calva, puntiaguda y brillante, ese Mortadelo siniestro, con sus ademanes inquisidores de siempre, los gestos elegantes que le habían seducido hacía ya tantos años: el cuello estirándose sobre la camisa, como una jirafa encorsetada, la mirada buscando permanentemente algo, a un lado y a otro con una serenidad turbadora, las manos firmemente anudadas detrás de la espalda y los talones dando saltitos, como resortes, meneando el cuerpo con una espontaneidad tan estudiada que era, verdaderamente, espontánea.

Apurado y estremecido, bajó la cabeza porque sintió que José Aurelio lo miraba, que lo buscaba «¿dónde te has metido? ¡Deja de hablar con ese viejo y vente para acá ahora mismo, que te necesito! ¡La que se está liando por tu culpa!».

Antonio comprendió que el caballero de la sabiduría, con los ojos fijos en el televisor, no quería hablar más con él; sería entonces, concluyó, un señorito que no estaba para pobres, seguro que le había molestado con sus palabras, de modo que cada uno a su sitio, el cliente al suyo a leer sus poemas y hojear el periódico, porque aunque compre El País se ve que es un niño bien. Yo a lo mío, si tengo yo la culpa, se dijo mirando también a la pantalla donde muchos señores más bien gordos se agolpaban en un estrado delante de muchas banderas. Muchas banderas. Muchos señores.

—Bueno, no lo molesto más, caballero. ¿Le pongo otro café?

Entonces una voz aguda y quebradiza alanceó el aire desde la acera, desde la última fila de mesas de la terraza:

—Sí, jefe, póngale un cafecito y mí me pone otro, que los pago yo. Bueno, y le pago lo que haya consumido antes también, ¿no? Mire, mejor póngame un carajillo. ¡Muchas gracias!

El cliente ilustrado reconoció de inmediato a aquel hombre no muy alto, tirando a grueso. Vestía vaqueros planchados a raya, zapatos castellanos con hebilla, más bien desgastados y una camisa de gruesas listas azules que cubría con una chaqueta de pana marrón, abrochada forzadamente sobre la barriga. El pelo raleaba de forma homogénea sobre su cabeza, y ya se peinaba hacia atrás por obligación, melancólicamente engominado. Las patillas eran anchas y sin canas, pero el rostro estaba envejecido más allá de lo que recordaba. Las manos grandes, tendidas en los bolsillos con el pulgar colgando por fuera como en las películas de maleantes de barrio de James Cagney, eran sin embargo un gesto desconocido.

Mil años vinieron en un instante mientras se incorporaba, incrédulo, para saludarlo. La noche de los tiempos le devolvía a aquel hombre, transfigurado en español medio, en el bar El Timón de Torre Pedrera, mientras José Aurelio, que ya no aparecía en la pantalla, lo seguía buscando más allá de las ondas. El cuello corto y los años de mal comer habían producido la papada que siempre prometió, pero las arrugas y la cara embotada no habían borrado aquella sonrisa magnífica. Los ojitos brillaban detrás de unas gafas anticuadas y gruesas. Los brazos gordos y fuertes de siempre le prendieron de los hombros y lo agitaron como a un muñeco, como en los viejos tiempos.

—Pero qué hay de bueno, pero qué hay de bueno, don Alfonso Cárdenas Martínez —dijo Jose mirándole desde abajo como un peón contempla al alfil. Y se dieron un abrazo.

Su amigo había hecho su entrada a paso lento, mermado por una fuerte cojera. Su pierna derecha renqueaba sin remedio, con la cadencia imprevisible de un reloj cansado. Y a pesar de lo inesperado, parecía que Antonio el camarero era el único sorprendido.

ACEQUIA

Este domingo vino a vernos Juan Márquez. Escribo tal cual, Juan Márquez, y parece que da igual que hubiera escrito Manuel Molina o Enrique Gómez. O cualquier otro nombre de alguien que se hubiera plantado en casa a beber nuestro coñac y a calentar el sofá. Pero no es lo mismo, porque en nuestra casa, aunque no todo el mundo sepa quién es, el suyo no es cualquier nombre. Desde que yo era pequeño es así.

Por la tarde yo había cogido la moto de papá para probar los arreglos que le habían hecho el sábado en lo de Hermanos González, y al final eché casi dos horas dando vueltas. Me encontré con Pepe, estirado y fardón, clavado como siempre en las Cuatro Esquinas, con una mano apoyada sobre el chaflán de la cafetería de Pardo y la otra tanteando el culo de una chiquilla temerosa y excitada, que se dejaba sobar. Aunque al mismo tiempo era evidente que quería irse de allí pero ya mismo. Al pasar hice sonar el timbre de la moto para asustarlo, pero más bien lo que conseguí fue darle risa: porque el pito está estropeado y suena como una chicharra afónica. Del coraje que me dio ver cómo se descojonaba me despisté y casi me doy contra el semáforo. Por cierto, la moto va bien.

Al llegar a casa, con la tarde ya cayendo, había en el salón ese aire como de reverencia cuando entran las visitas por la puerta: el silencio extraño de la televisión apagada, el olor a café nuevo de domingo, las conversaciones en calma, en las que nunca se alza la voz. Parece que la sala se acomoda de otra manera cuando viene gente de fuera (si nos reunimos con la familia, la tele no se apaga, el café huele a puchero, nos seguimos gritando sin importarnos que los parientes estén delante) y la casa se desviste de esa manta gruesa de mala leche que hay habitualmente. Sentados en el sofá hablaban muy serios mi padre y un hombretón enorme, de poco pelo pero muy negro, teñido seguro con malos tintes. Su cara estaba curtida por los diez años de ventaja, si se puede decir eso, que le sacaba a papá en la faena del campo. Los dos se pusieron de pie al verme entrar y el hombre me tendió sus dos manos de gigante con una sonrisa amplia, arrugada por millones de grietas de los millones de días pasados sudando bajo el sol. Parecía de verdad contento de encontrarme. «Así que este es el hijo del Juanico, pero si ya no te recuerdo, muchacho», y le daba palmadas a mi padre, señalándome con la otra mano por lo bien y mucho que había crecido, con gestos (como dice el Antonio en clase) «ostensibles». Me contempló con unos ojos relucientes y oscurísimos que me sonreían al mismo tiempo, y yo no pude sostenerle la mirada. Las muelas que faltaban en aquella boca abierta y entusiasta le hacían parecer un hombre gastado, pero no lo estaba en absoluto. Sentí la misma aspereza de las manos acartonadas de mi padre, pero mucha más fuerza, cuando estrujó las mías. «Juan Márquez, muchacho, un gusto, no te acordarás, ¿verdad?». Sus brazos eran aún robustos para su edad; su cuerpo ancho y potente, vacuno, aunque sus piernas arrastraban una cojera de mulilla vieja. Había en ese hombre algo más que la energía y el empuje de un tipo simpático. Sus gestos eran de una elegancia áspera, sus facciones de campesino cansado no eran como las nuestras, sino más suaves, como una piedra que no vale nada pero que cuando es pulida por las olas hasta redondearla se convierte en algo brillante y un poquito más meritorio que los demás guijarros. Olía a colonia barata y caliente. Yo hice intención de irme a mi cuarto, como siempre que hay visitas. Escabullirme, vaya. Y mucho más con ese hombre tan imponente en el salón. Pero papá me dijo que me quedara, agarrándome de la manga. Nunca lo había hecho; cuando otras veces han venido compadres, vecinos, amigos, sacerdotes, monjas, o vendedores a pasar la tarde por aburrimiento o por obligación o por negocio, siempre me ha dejado ir. «Te interesa escuchar esta tarde; siéntate». Mamá tenía un aire preocupado, se rascaba la cabeza, andaba más deprisa de lo normal, recolocaba los pocos adornos de la estantería una y otra vez, mientras miraba de reojo a los dos hombres. Me ofreció café como si yo mismo fuera otra visita. Me quedé mirándola pensando «pero tú estás tonta o qué», y ella debió de darse cuenta porque enseguida me trajo una Coca-Cola con hielo y todo. Ole, era día de fiesta.

Yo había oído hablar de él, claro; Juan Márquez Ruiz. Muchas veces su nombre había roto las charlas aburridas de los almuerzos o las cenas de los domingos. Papá y él se conocen de hace muchos años, cuando coincidieron como guardas de acequia en la Vega. Luego se separaron porque padre dejó aquello pronto; el oficio no daba para mucho y mamá ya estaba preñada conmigo, así que fue a buscarse la vida a otro lado; su amigo tenía la antigüedad y muchas más bocas que alimentar. Supongo que desde entonces a ella no parece caerle muy bien: «Juan Márquez esto, Juan Márquez lo otro: ese hombre no te traerá más que líos», solía decir ajustándose el moño, como siempre que se siente incómoda con algo. El hombre peligroso se estaba despachando a medias con mi padre la botella de coñac, la de la etiqueta del toro, tomando sorbos pequeños y constantes mientras charlaba, como si nada, sin dejar de sonreír. «Ese hombre ha leído y no habla por hablar, mujer; sabe lo que dice y no como nosotros que somos unos analfabetos», recuerdo haber oído a mi padre responder con voz muy alta en su defensa, durante varias cenas de puchero. Así que era eso: había leído.

Y allí estaba él, de cuerpo presente, como una idea que se realiza después de mucho pensarla, el Juan Márquez que se había partido la cara en la cofradía de regantes defendiendo a los más perjudicados por las sequías o las riadas; el que había ido a hacer la mili a Madrid siendo un zote y había vuelto cambiado, con la maleta llena de panfletos prohibidos; el que se había enfrentado a los señoritos y a la Guardia Civil, y le habían dado de hostias cientos de veces, hasta que le partieron una pierna a patadas una mala noche en el cuartelillo de El Castillar y ya lo dieron por imposible; a pesar de haberlo dejado cojo continuaba dando guerra, sin importarle un pito los arrestos continuos. Mi pobre padre y yo, el uno un agricultor envejecido que casi no sabía leer y el otro, que aun sabiendo algo más, pronto olvidaría las pocas cosas aprendidas, estábamos allí sentados, pasmados, escuchándole hablar de los tiempos que esta vez sí, esta vez de verdad cambiaban, oyéndole decir que todos íbamos a tener las mismas oportunidades; y mientras, me agarraba del hombro y hacía aspavientos, como si ya fuera tarde para papá pero no para mí; que ahora de verdad se podría salir a la calle y decir lo que pensara uno, incluso las cosas que abominamos (qué verbo ese, solo lo escucho en la iglesia) de los caciques del pueblo, sin temor a que viniera la policía a detenerte, como habían hecho con él por lo menos cincuenta veces en los últimos quince años. Su voz era como de aceite, untaba las palabras con un optimismo a prueba de bomba y se emocionaba pensando en todo lo bueno que había de venir. Mamá lo miraba horrorizada, sin dejar de pasear de la sala a la cocina, cambiando las tazas sin venir a cuento, poniendo aceitunas, quitándolas al darse cuenta de que con el café no había quien se las tomara, volviendo a los fogones. Tenía la cabeza metida bajo los hombros, y no dejaba de tocarse el moño mientras aquel hombre digno monsergaba a mi padre, muy despacio, con la alegría de un buen cura en Domingo de Resurrección: qué bonito escuchar que había llegado el momento, que todo era ya legal, que en dos meses habría elecciones y que no había que tener más miedo: era la hora de la justicia social. Mi padre, animado por la conversación, me apartó la Coca-Cola y me sirvió una copita de coñac. Y yo empecé a bebérmela, al principio con recato y luego a todo meter. Mamá no se enteró porque se había ido a encender la radio en la cocina: esperaba que los dos hombres se dieran cuenta de que se iban a perder el fútbol. Pero ellos siguieron, como si no les importara o no se enterasen. Mi padre sin su Barcelona un domingo por la tarde. Hay que ver.

No recuerdo haber vivido con miedo. Sí he tenido miedo, pánico, de la pantufla caliente de mamá cuando se enfada, del cinto del cura Antonio y del propio cura Antonio, de las hostias del Pepe cuando se pone demasiado chulo, de la ola que me revolcó hace tres años y casi me desnuca contra la orilla. Y sin embargo, mientras apuraba un cigarrillo hasta casi quemarse los dedos, aquel hombre hablaba de liberarse de otro tipo de miedo, decía que el Bicho la había palmado, en la cama, eso sí, pero que por fin se había muerto y bien muerto; y que tocaba luchar por lo nuestro, para sacar adelante a los chicos, para que en Torre Pedrera hubiera por fin lo que tenía que haber. Papá lo miraba en silencio, intentando atreverse a hablar, avergonzado de su ignorancia de esclavo, intentando decir algo que lo sacara (entonces lo vi) del miedo que lo agarrotaba todos los días al levantarse, al ir al tajo, al negociar con la Cooperativa, al llenar la alberca, al ir a misa, al comer el puchero, al acostarse. Yo no lo tengo porque él lleva toda la vida viviéndolo por mí, cargándolo a su cuenta para que yo pueda soñar con mi existencia pequeña de motos preparadas y salidas al billar y notas aceptables en el colegio, y un futuro quizás sin manos llenas de callos, sino de sillas y corbatas y ventiladores de techo en oficinas municipales.

 

«¡Justicia social!». Cuando no pudo soportarlo más, fue mi madre la que tomó la iniciativa y volviendo de la cocina puso los brazos en jarras, como siempre que quiere que entremos en razón; entonces cerró con ruido las ventanas y la puerta que daba al patio. Quedamos en una extraña penumbra, inhabitual para aquella tarde de primavera: «con todo respeto, todo eso solo te ha llevado a que te partieran la pierna». Juan le tiró a la cara una sonrisa amistosa, con todo respeto también, y ella se pasó la mano por la boca como para no recibirla, mientras siguió diciendo, enseñando la televisión con grandes gestos, que no nos iba tan mal. El gigantón apoyó los codos en las rodillas y hundió su cara entre las manos, escuchando otra vez la misma historia que le repetían en todas las casas: que no éramos ricos pero tampoco pobres, a pesar de los años horribles que todos en Torre Pedrera, en Andalucía, en España, habíamos pasado; y que mirase la casa (y yo la vi, y fue como si fuese la primera vez que la miraba, con su encalado descascarillado, los visillos pobretones, las ventanas pintadas diez veces del mismo verde; mi casa): la habían hecho con sus manos, no le debían dinero al banco ni a los señoritos de El Castillar. Había que pensar en el niño, o sea yo, y me miró con las cejas fruncidas, el gordo fruto de sus desvelos, el obeso a base de engullir puchero porque ya no había necesidad de pasar hambre, el que podía por fin ir al médico si la cosa era grave, el que podía recibir algún empaste sin arruinar a la familia, tener una radio en su cuarto sólo para él, aspirar a preparar el tubo de escape de alguna moto que un día sería suya, el que podría ir al colegio por lo menos hasta el final del curso, y que con esa corta instrucción ya sabría mucho más que ellos, y eso ya sería un triunfo. Para qué meterse en más líos, para qué las historias de política, que todo eso había acabado muy mal hacía muchos años para los pobres, y que siempre sería así. «Por qué arriesgarse a que te partan la otra pierna, Juan, o a algo peor». Todos se quedaron callados, apurando los coñacs los hombres, mi madre pasando el paño a cualquier objeto que no se moviese.

No se me ocurrió otra cosa que levantarme, con la copa casi vacía en la mano, y brindar en voz bien alta «madre, ¡por la justicia social!». Vaya usted a saber lo que es eso, o lo que no es: si vivimos con más o menos dinero del que nos corresponde, jamás me lo he planteado. Es lo que tenemos y es lo que hay. También es verdad que ahora pasan manifestaciones por la calle, con banderas y pancartas, todos pidiendo algo, reclamando enfadados o contentos, depende del día y del color de las banderas, son cosas que yo no comprendo. Es cierto que cuando era pequeño no había nada de eso. Luego algo pasa. Pero aunque a día de hoy siga sin saber lo que significa eso de la justicia social, me pareció (y a la copa que me había echado al coleto, también debió de parecerle bien) que debía valer la pena brindar por eso. Papá me hizo un gesto brusco ordenando que me sentara, al mismo tiempo que levantaba el brazo para darme una colleja: otra vez tenía miedo. Juan Márquez lo detuvo, riéndose: «vaya, solo he logrado convencer al chiquillo; pero tú todavía no puedes votar, ¿no?». Cansado, el hombre no quiso molestar más, dijo, y le dio unos folletos a mi padre en un descuido mientras mamá recogía las tazas y las copas: en los papeles un hombre joven y moreno, un tío guapo de ojos de carbón, lanzaba al frente una mirada algo bizca; abajo se leía «la libertad está en tus manos» y un puño agarraba una rosa roja por el tallo, hasta asfixiarla. Ya nos habían dicho en el colegio que vendrían elecciones, que ahora había democracia, y que los mayores de edad iban a elegir a los que nos gobernarían; yo no suponía que eso tuviera nada que ver con la justicia social, ¿por qué iba a tenerlo?

Juan Márquez se fue dándole un gran abrazo a mi padre y dándome un pellizco en el moflete; papá, en el fondo, estaba tan contento como si el Barcelona hubiera ganado dos veces el mismo día. Tenía los ojos húmedos y una sonrisa que nunca le había visto, excepto cuando bebe de más en las fiestas de la familia. Las paredes, los sofás, los visillos, se habían manchado de justicia social, cambios, futuro, oportunidades, respeto, lucha, por mucho que mamá quisiera limpiarlo todo con la bayeta; y la dignidad se olía en el perfume barato de aquel hombre, que había quedado flotando en el aire. Dinero no tendremos, madre, pero resulta, mira por dónde, que otras cosas había en casa que yo no sabía, y no se van a ir por mucho que se ventile o se pase el plumero. Al ir a mi cuarto mamá me salió al paso desde la cocina y me estampó un bofetón sin mediar palabra. Yo no lo protesté porque, no sé, pensé que no tenía que responder, o porque estaba medio borracho, o porque, yo qué sé, a lo mejor tendría razón. Siempre suele tener razón, al final. Me fui a mi cuarto enfurruñado, escuché de nuevo el sonido de la televisión a todo gas, y de repente regresó el olor a puchero, el aroma de la palabra miedo, el sabor monótono de la paliza, de la pierna partida, de las migas que el señorito deja en nuestra mesa. De ese miedo también tenemos en casa. Y mucho, a lo que parece. Esa noche cenamos en silencio, pero en su cuarto escuché luego muchas voces de reproche y de desgana antes de dormirme.

Robaron en la panadería de Santa Margarita. Es estúpido ir a atracar a un sitio donde solo hay monedillas y barras de pan, pero es así. Dos imbéciles que no debían de ser de aquí rompieron el cristal de la puerta y entraron a llevarse lo que pudieron. Eran más de las nueve y no pensaron que hubiera nadie. Idiotas. Si vas a robar a una panadería por lo menos ve a una hora que puedas llevarte aunque sea el pan. De noche, ¿qué vas a encontrar? Pues a María del Mar, que estaba allí dice que estudiando pero qué va, estaría con sus revistas ñoñas o haciendo crucigramas, ya sé bien yo que esa no estudia nunca. Intenta copiarme todos los exámenes, me llora para que le haga chuletas, me susurra casi a gritos «Bolo, sóplame, por tus muertos, sóplame». Bastante justo voy yo con lo mío como para ayudarla. Por eso debe de tenerme manía. Esta dejará también el colegio este año y se quedará ayudando a sus padres despachando roscas y candeales, dando cháchara a todo el que pase.

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