La fragua de Vulcano

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El viento se levanta apenas, pero basta para que a un viejecito alemán, encogido y aligerado del peso por los años, se le vuele la gorra de la cabeza blanquecina y repeinada. Él salta caballerosamente de su silla, la recoge del suelo y se la entrega, danke schön, de nada; el anciano se la vuelve a poner y sigue su paseo arrastrando sus pantalones de loneta y su cazadora beis claro con dignidad de europeo.

El aire se ha llevado volando, por unos momentos, ese mundo que parece tan lejano y que sin embargo era la realidad total, la única existente hasta tan solo unos días atrás. Progresivamente la angustia, que le ha estado despertando por las noches, el permanente cálculo de sus opciones de huida, la obsesión por las decisiones que hay que tomar sin demora, la agónica conclusión de que todo acabará de manera absurda, desaparecen durante espacios cada vez más largos en las mañanas de la cafetería hasta que estas se convierten en un balneario mental, en una pereza del miedo. Las ansias se han vertido en algún desagüe desconocido del cerebro, a base de sol, paseos y cafés con leche, sin que él haya hecho ningún esfuerzo deliberado.

Algo parecido a una conciencia de sí mismo, algo que le recuerda a lo que fue y quizá siga siendo, ha ido surgiendo con las brisas límpidas y los horizontes abiertos del paseo marítimo. El mar se le ha abierto como un lugar sin frontera donde los ojos pueden perderse sin pensar en nada concreto, donde se podría nadar y nadar y nadar como el abuelo Jesús y llegar hasta África. Las corrientes reverberan bajo la luz ardua y sana del Mediterráneo, hendida aún en diagonal sobre las olas, ofreciéndole un espectáculo que estaba perdido, no en su memoria (hubo Cancún, hubo Mallorca) pero sí en su alma. No es libre, está lejos de serlo, pero en esa terraza, en esos momentos, sentado sobre la silla de aluminio donde cientos de turistas han visto el mismo paisaje, la misma corriente solar, solo hay ráfagas de aire fresco que rascan sus tobillos y sus mejillas, no hay nada más que párpados que se cierran para dejarse atravesar por la luminosidad urgente de las olas, haciendo chiribitas cuando los ojos se abren para volver a leer el periódico. Como si aquel lugar le perteneciera y lo protegiera, como una muralla de espuma, como si aquellas palmeras y aquellos bares nuevos no existieran y él estuviera allí en la playa, cuarenta años atrás, ceñido por el sol, rodeado de su familia pero sobre todo en su propia compañía, la de sí mismo, aquella forma de ser balbuciente pero segura que él fue, a cubierto de todos los miedos de la vida, navegando solamente los riesgos de las corrientes, preocupándose solo de ser él mismo en ese minuto, en ese lugar.

¿Por qué Torre Pedrera no le gustó nunca a Elena? Ella tampoco era de una familia con pretensiones, pero por alguna razón no quiso aclimatarse al piso pequeño y viejo aunque (le parecía a él) acogedor, donde había sitio para todos, con la suegra cocinando a todas horas y el suegro tranquilo sin dar la tabarra, ocupándose con gusto del nietecillo. Claudia ni siquiera llegó a conocer esta playa; se lo negaron, me lo negaron, y yo accedí. La mala semilla ya estaba sembrada de antes; no fue el trabajo ni mis amistades ni la política, esa vino mucho más tarde; algo no iba bien cuando la encontraba a veces después de subir de la playa, llorando seco, balbuciendo un malestar que no quería explicarme, hasta que una primavera, cuando yo empezaba con los preparativos del veraneo, me dijo que ya no quería venir más. ¿Era el ruido, el calor? ¿El carácter de los andaluces, su acento morisco de siglos, que tenía casi que traducirle cuando le hablaban? ¿Mis padres? No quiso darme explicaciones. Apenas recuerdo las broncas estúpidas, educadísimas, que vivimos en los dos años previos a la ruptura. Pero aquella fue enorme: en aquel merendero del Pardo, rodeado de ciervos y domingueros, mientras Carlitos corría entre las mesas, ella dijo mirando para otro lado que no quería volver a Torre Pedrera de vacaciones, que fuéramos buscando otros sitios y tal. Fue la única vez que monté un espectáculo en público a alguien en mi vida. Para compensarme, por la noche ella me ofreció su cuerpo, hicimos el amor; yo me dejé llevar como un cabestro.

Porque si le hubiera gustado, todo habría sido mejor. Habríamos seguido viniendo, nos hubiéramos comprado al final un pisito pequeño pero no mezquino, para los cuatro, con sus paredes blancas, sus cuadros modernos, su estilo madrileño. Así nos hubiéramos evitado tener que turnarnos las quincenas con mis hermanos, los traspasos de llaves y de bombonas de butano y de quejas y de desperfectos y de reproches. Más cerca de la playa, para darles gusto a los niños; incluso con piscina. Ella no habría llorado en aquel cuarto con cuadros de arlequines horribles que no sé por qué nunca quitamos, y que siguen ahí pavorosos. Si ella me hubiera seguido en esto, a lo mejor yo la hubiera acompañado, quién sabe, quizás la falta de confianza prendió aquí, llorando sobre esas colchas de cuadros escoceses absurdas y ásperas, las mismas sobre las que duermo ahora y me despierto enfebrecido, yo creo que están infectadas de ácaros y nunca se han lavado. Quizás si yo no hubiera sido egoísta con mi carrera, ella habría opositado, yo qué sé, sería farmacéutica y yo profesor de instituto en Córdoba, o en Ciudad Real, da lo mismo. No puedo echarte de menos aquí, Elena, no puedo extrañarte aquí, donde no quisiste dejar ninguna raíz de tu alma, no quisiste reír sino llorar bajo los arlequines. Torre Pedrera me protege de mi fracaso contigo porque, aquí, en esta cafetería, es como si no hubieras existido. Como si mis hijos fueran el fruto de algo casual, de un encuentro que ocurrió pero que no pasó de verdad, y vivieran existencias paralelas, en un mundo en el que no hay Torre Pedrera, no se encuentra ese lugar en el mapa, ni cuartos con colchas ni quincenas por turnos, y yo no puedo extrañarlos porque en esa vida, en realidad, yo siempre he estado aquí, y nunca allí, donde tú has querido quedarte.

—¿Demasiado caliente, jefe? —El camarero, que está limpiando la mesa de al lado con desgana, lo saca de su ensimismamiento.

—No, ya se puede ir bebiendo, muchas gracias.

CORDERO

No comprendo el ajedrez porque no tengo paciencia. Me enseñaron las reglas en el colegio, en un día que parecía fabricado a propósito para eso: para jugar al ajedrez. Fue hace ya un par de años, llovía a mares y los más torpes estábamos contentos porque no habría gimnasia. Pero algún listo (seguro que fue el Patas, el subdirector) había visto las previsiones del tiempo con anticipación y se había sacado de la manga una jornada de iniciación a un nuevo deporte. Porque resulta que el ajedrez es un deporte, a pesar de que nunca se haya visto sudar a nadie moviendo los peones. La cosa es que habían preparado la sala que se utiliza para la clase de música, y la habían llenado de mesas, sillas, tableros y cajitas de madera. En la pared habían colgado una lona de plástico con una cuadrícula negra y blanca muy bien pintada, enorme, y arriba un letrero «Jornada de Ajedrez de…». El nombre del pueblo lo había escrito el Patas en un par de cuartillas de papel pegadas con celo, a trazos gruesos de rotuladores de varios colores. Horroroso. Más que una exaltación de un juego tan supuestamente noble, aquello se parecía más a un torneo de payasadas infantiles. Pobre Patas, qué manera de cagarla. A nadie le interesaba lo más mínimo. Para colmo al fondo estaba el presidente del club de ajedrez de Torre Pedrera, un señor muy alto, muy delgado y muy entusiasta, que nos explicó las reglas con paciencia y muchos diagramas mientras se ajustaba sin parar una corbata negra con alfiles que se había puesto para la ocasión. Con el alboroto y la rabia por haber perdido la oportunidad de disfrutar de una hora sin hacer nada, como debería ser cuando llueve y no se puede salir al patio a hacer deporte, y como era también de esperar, no entendimos nada, ni seguramente hicimos ningún esfuerzo. Nunca hacemos un esfuerzo por entender nada, lo mismo da Euclides que el descubrimiento de América, o las reglas más básicas que nos permitan un día escribir con un poco de decoro a la cofradía de pescadores o a la cooperativa del Valle de los Remedios a pedir algo, o a aprender a contar lo que nos roban con cada cargamento de habichuelas que se carga para Francia.

Las piezas se volcaron en las mesas en un estruendo de guerrita pequeña de madera, con ejércitos chiquitos que se disponían a luchar en sus campos de batalla tan reducidos. Estrategia, guerra psicológica, anticipación, análisis, nos repetían el tipo de la corbata y el Patas. Y yo solo veía muñequitos para adelante y para atrás, saltando unos encima de otros, atropellándose hasta matarse y volver a su cajita de madera. Absurdo. No me imagino al Pepe y a Matallana arreglando el odio que se tienen, el rencor que se profesan sus familias, en una partida: al rato se clavarían el tablero de pico hasta hacerse una brecha, y se darían de piñazos con las manos llenas de fichas, para hacer más daño. Al perdedor le llenarían la boca de piezas y se las harían morder con la lengua rota antes de que llegase alguien a separarlos. A eso es a todo lo que llegará el ajedrez en este colegio.

Nos hicieron echar unas múltiples: dispuestos cada uno en una mesa, el subdirector y el señor de los alfiles pasaban delante de nosotros jugando un movimiento cada vez; luego pasaban al jugador siguiente. De un vistazo sabían lo que había que hacer y nos dejaban en pelotas en cinco minutos. Bueno, tres minutos, lo que tardaron en hacerme un «mate Pastor» en tres jugadas, como me explicaron luego. Mis soldaditos se quedaron pasmados mientras me clavaban el alfil como un cuchillo, abriendo una herida por donde entró la reina. Nada de batalla, nada de nobleza: una muerte rápida y sin bajas. Por eso siempre le he dicho que no a Champi cuando me saca el tablero en casa de la tía Agustina. Con la de cosas que hay que hacer, no me voy a sentar delante de su cabezón para ver cómo pone los codos pensando, mirando las casillas como si le fuera la vida, sabiendo como sé que me va a machacar. La única vez que consentí duré cinco minutos y me enfadé. O sea, otra vez tres minutos. Me mató en tres jugadas. «Jaque mate Pastor, Bolo». Otra vez lo mismo. Se vayan a la mierda todos, el Patas, el Corbatero y mi primo, con sus jaques y sus reinas y sus batallas civilizadas.

 

Por eso hoy no me ha hecho ni caso cuando he ido a saludarlo, obligado por mamá. «Hace ya dos días que vino de vacaciones, ¿y no vas a ver a tu primo?». Mala leche tiene la señora. Tampoco ha venido él, ¿no? Y no ha venido porque debe de llevar los dos días jugando al ajedrez con el vecino de arriba. Buena manera de comenzar el verano. Que te encierres en casa con las fichas porque llueve, vale, pero con la calorina que cae, no entiendo, si el día está de playa, hombre, y papá me ha conseguido una cámara de tractor que es cosa buena. Pues no. Allí estaban los dos, con los coditos en la cara (el chico mucho más nervioso que mi primo, eso sí, no hacía más que mover las rodillas), con las piernas debajo de la mesa camilla, que tenían que estar abrasados. Un café con leche para cada uno y unas magdalenas que les había puesto la tita. Mejor me hubiera ido a trabajar con padre a las huertas. Qué estampa. Como dos viejos.

Ganó Champi, que tiene mala leche y concentración cuando quiere. Como cuando mató al gato hace tres meses, en Semana Santa. Al otro no pareció importarle mucho perder. Es bastante más alto que nosotros aunque tiene por lo visto un año o dos menos. No me quedé con su nombre pero me parece que a este le ponemos un mote en cuanto se descuide, porque tiene una mirada como de cordero, aunque al mismo tiempo sabe que es guapo y vence su timidez con encanto. Al acabar la partida nos dimos la mano y no debió de gustarle cómo mis callos estropajosos se frotaban con sus dedos finitos y suaves. Para mi sorpresa, decidieron volver a la mesa a jugar y me dejaron allí plantado, mirando. Yo pensaba que aún se podría ir a la playa, pero los dos me respondieron que preferían echar la última. Así que me quedé como un espectador lelo. La tía Agustina entraba y salía sin parar del salón, fingiéndose la ocupada y echando miradas de reojo. Quizás pensaba que así se enteraría de algo. Los segundos entre jugada y jugada se me hacían eternos, y me fui a la cocina a buscar algo de comer.

La tita me hizo un bocadillo de pan con mantequilla y sucedáneo de chocolate. Me enteré por ella de que este chico es el nieto de sus vecinos de abajo, que son de Madrid o por ahí pero llevan ya casi veinte años viviendo aquí. El abuelo es funcionario, por lo visto, y trabaja en el ayuntamiento con un buen puesto. Y todos los veranos vienen los hijos a veranear con sus niños. Debo habérmelos cruzado muchas veces en el rellano de Champi pero no me suenan de nada; somos invisibles a los turistas, vienen aquí a tomar el sol como si esto les perteneciera de toda la vida, pero a nosotros ni nos miran. Somos como bichos raros, cuando los extraños son ellos. Pero este corderito, le ha dicho la vecina, está muy pegado a sus faldas y ha pedido venir en cuanto han acabado las clases, sin esperar al resto de la familia. Lo recogieron en la estación de tren hace hoy una semana, justo cuando paró el terral que nos tenía locos de calor y de asco. Parece que prácticamente no ha salido de casa porque sus antiguos amigos, que vivían al otro lado de la calle, se han ido a vivir a Valencia y no se sabe si volverán por aquí de vacaciones. Así que a la señora le ha dado pena, y el otro día le dijo a mi tía en el mercado que si no le presentaría al sobrino suyo. O sea al Champi. Todo esto me lo contaba la tita muy orgullosa, sacando los dientones de la risa, «Agustina, me harías un favor enorme porque el chico no sale de casa». Porque los de abajo tienen más dinero, al parecer, pero no se lo gastan. Y para ella es un triunfo que le deban algo. Bueno. Orgullo de pobres, me imagino. Ha resultado que el ajedrez les gusta a los dos, mira por dónde. De modo que me fui a la calle a dar una vuelta mientras terminaban. No soy de dar paseos pero tampoco soy de los que aguantan encerrados en las casas cuando es de día. Menos mal que tenemos patio en casa. Y el mar justo enfrente. Si no, me volvería loco.

Me senté en el rellano del cine Riviera por el fresco pero enseguida el encargado me echó de allí. Mala sangre tiene Paco. Aunque no es el camino más directo para la casa del Champi me gusta seguir por la carretera hasta la calle San Andrés y doblar por la iglesia para poder ver la cartelera, ahora que empiezan a dar cosas distintas. Me iba pero llegó Pedrito, el hermano tullido del Pepe, con su brazo en cabestrillo y el cuello torcido, y se puso a babear delante del cartel de una peli de Bárbara Rey. «Virilidad a la Española», con el Esteso. Lo que nos hace reír a papá y a mí ese tío en la tele los sábados por la noche. A mamá, qué raro, ni pizca de gracia. Y Pedrito allí pasmado, pasándose la mano buena por el bulto de la entrepierna y la cara pegada a los cristales del cine para ver mejor las fotos llenas de piernas largas, hombros desnudos y alguna teta de refilón. Paco lo echó a golpes con el escobón que usa para barrer las pipas, todo churroso de cáscaras. Pobre niño. Tendrá trece años y aunque es muy guapo, con esas taras no sé qué va a ser de él en este pueblo donde no podrá cortar maíz ni caña, ni arrancar habichuelas, ni servir comidas en los chiringuitos. En verano lo mandan al Hogar Social de las monjas, para ver qué se puede hacer con él. En invierno va a clase, pero los profesores ni lo examinan, porque es tartaja, cojo y tiene un brazo inútil. Así que piensan que es idiota. No quiero ni imaginar lo que debe de ser ir al colegio. Su hermano y su padre lo tratan como a un lelo, y apenas quieren saber nada de él, así que en vacaciones cuando no está con las monjas, vagabundea por el pueblo buscando distracción. Se fue mirándome fijamente, pidiendo ayuda, pero yo no hice nada.

Y entonces me cayó a mí un escobazo en la espalda. «Y tú, asqueroso, no te empalmes en plena calle que te tiro el cubo de fregar aquí mismo». Paco me atizaba con esos brazotes que tiene, con la rabia de un guardia civil y las venas del cuello hinchadas. Miré hacia abajo y era verdad que se me había formado un bulto en los pantalones. La tenía tiesa, hinchadísima. Hostias, qué vergüenza. Pero cuánto más fuerte me agarraba el portero con sus manos, más dura se me ponía. Cuando me soltó me tapé la entrepierna con las manos y volví corriendo a casa de la tita. Estuve un buen rato en el rellano, refrescándome y esperando a que bajara el bulto antes de tocar a la puerta, contento de que se me hubiera puesto dura viendo fotos de hembras ligeras de ropa, como dice mi padre cuando ve el programa de variedades de los sábados en la tele.

Cuando regresé a la sala de batallas, las cosas habían cambiado. La disposición en el tablero había avanzado mucho y un montón de piezas se amontonaban ya en las cajas de los jugadores; pero sobre todo en la de Champi. El corderito iba ganando con claridad, y en muy poco tiempo sus fichas se habían adelantado, como asfixiando a las negras del primo. Los cuadrados blancos y negros me recordaban los campos en barbecho, que hay al otro lado de las sierras de los Molinos, donde se calman las montañas y se pueden cultivar los cereales. Los escuadrones blancos, en una guerra real, habrían arrasado las aldeas y los sembrados, dejando las casillas llenas de cadáveres. Por un sentido práctico, las reglas del juego dejaban que los camilleros recogieran a los heridos y los muertos, como en el fútbol, pero yo me imaginaba los peones aplastados sobre las eras abrasadas. Champi y su amigo jugaban ahora con rabia, haciendo volar sus muñequitos sobre el tablero, golpeando con desdén las piezas contrarias sobre las que caían. Pero eran dos guerras distintas: una inteligencia sencilla, que avanzaba elegante hacia la victoria, la del chico espigao, creo que lo voy a llamar así, contra la rabia concentrada de mi primo, una especie de fuego en los ojos que le pasaba a los brazos y a las piezas, que se resistían con fiereza en su territorio asediado. Él era ahora el que estaba nervioso, arrastrando el alfil por el fango del tablero, como si hiciera surcos en la tierra. De repente dos torres contrarias fueron al choque y ambas resultaron sacrificadas. Era serio aquello: sus miradas se cruzaron como si ahora, sin artillería, la batalla se hiciera sin pólvora. Solo les quedaban los puñales y las flechas. Pero el Espigao quedó, con solo dos movimientos, a las puertas de un asalto final. Comprendí entonces que el ajedrez era de verdad una guerra (aunque sigo sin entender que sea un deporte) en la que dos mentes miden mucho más que el mero hecho de ganar o perder. El chico iba a abrir la puerta del Reino, con la misma facilidad que San Miguel se deshace de los demonios con su espada de fuego. Iba a vengarse de la derrota anterior. Entonces se agachó para abrocharse un lazo de las deportivas que se le habían aflojado.

Champi no dudó un segundo y le cambió un caballo de sitio mientras él no miraba. Nada más. Se echó hacia atrás sobre su respaldo a la velocidad del rayo, sin mover un músculo de la cara. Espigao se reincorporó y se quedó pasmado. No sé si sospechó algo, pero vio que las cosas habían cambiado, y mucho. Yo masticaba mi bocadillo de chocolate, y con la boca llena y todo, estaba a punto de gritar «fullero». Entonces mi primo me lanzó los ojos apretados y una media sonrisa, igual a las que me tira el Pepe. Se sacudió los hombros sin dejar de mirarme: la familia es la familia, parecía decirme, y en todo nos ayudamos. Fullero mafioso. Hubiera tirado de rabia el tablero porque no soporto las injusticias, pero el mensaje estaba claro, así que continué comiendo en silencio.

La partida continuó pero con las tornas cambiadas, y las blancas empezaron también a caer en la caja. Al final, el chaval tiró su rey al suelo en un gesto que yo desconocía hasta entonces. Quiere decir que te rindes. «Hay que saber leer los símbolos que hay en las cosas y las cosas que hay en los símbolos», dice el Padre Antonio en misa cuando se pone tonto. Pues este símbolo es de los que no se me van a olvidar nunca. Era difícil saber si el muchacho estaba desolado o le daba igual porque su cara se quedó tiesa, sin mover una ceja, pero la manera en que se tomó un último sorbo de café, y por cómo se levantó despacio de su silla, ya se veía que estaba jodido. Estaba reblandecido, ligeramente encorvado, y algo le hervía dentro de los ojos. Es un chivo, más que un cordero, con esas patas largas y la pelusa de la barbita que le asoma por el mentón. A mí, sin embargo, nada de nada. Ni un pelo. En la cara, quiero decir. Por debajo hace tiempo que salió lo que tenía que salir.

Mientras, Champi se paseaba eufórico por el salón dando saltitos, pasando la mano por la espalda de su vecinito. «Os invito a un helado. ¡Tita, dame dinero!», «de eso nada, de tus bolsillos si quieres», repuso ella. Así que no habría helado porque Champi es un rata. Miré por la ventana y al sol le quedaban algunas horas, pero no tantas como para ir a la playa. Habían matado el día estos dos. De todas formas los empujé para salir, aunque fuera a dar un paseo, y nos fuimos al parque Europa. El niño este se dejaba llevar de un sitio para otro como si no conociera el pueblo, aunque nos dijo que venía aquí desde hacía muchos años. ¿Cómo es posible que no nos hayamos cruzado nunca con este hombre en la Feria, o tirándonos al agua desde el Morro, o pescando en el puerto? ¿Lo han tenido guardadito sus abuelos, con sus paseos a la heladería y su ropita fina? Al final nos sentamos en un banco debajo de unas palmeras, donde estuvimos un buen rato escuchando las tontadas del Champi mientras veíamos caer los dátiles. Así, tal cual. Viendo caer los dátiles, sin hablar. Pero al chico le dio por responder todas y cada una de las sandeces de mi primo. Resulta que habla mucho, y bien. Está estudiado y tiene buenos modales: este sí que viene de una capital. Pero no suelta una palabra más alta que otra y da la impresión de no sacar nunca los pies del tiesto. Se hizo de noche y me entró el hambre. Me despedí de ellos al lado de la iglesia; yo tiré hacia el puerto y ellos volvieron por la calle San Andrés para volver a sus casas. Estaba ansioso de saber si papá me haría ir a trabajar en el campo al día siguiente. Pero no me necesitan, me han dicho, así que toca sacar el bañador. Mejor será que no me empalme.