La fragua de Vulcano

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PIEDRA

Mamá me sacó de la cama a gritos, porque en la cocina estaba esperándome el Champi. Aunque era lunes, me habían perdonado de ir a trabajar, y es que sabían que él vendría para las vacaciones, me dijo ella, y pensaron que estaría contento de saludarlo. Qué va. Yo estaba completamente dormido y no tenía ganas de nada. Además creo que mi primo no me cae simpático. Y sé que yo a él, tampoco. Cómo íbamos a querer saludarnos, si se notaba que también venía obligado. Así que nos dimos dos besos fríos, de esos de los primos. Al tocarlo sentí vergüenza, un poco de asco y también algo de mala leche. Desayuné deprisa, con el muchacho ahí sentado, mirándome, largando sus tonterías de siempre. No ha cambiado, está peor. Había llegado por la noche en el autobús de la Alsina, y en el viaje una vieja había vomitado en el asiento de al lado, lo que al parecer en vez de darle asco le había hecho mucha gracia. «Tío, para ya, que estoy con las galletas en la boca», le dije, pero no me hizo ni caso, y se reía contándonos la historia con todo detalle, tropezones, ruidos y olores incluidos.

Eran las nueve y media de la mañana; yo creo que tita Agustina se lo quitó de encima en cuanto pudo y le dijo que se fuera a saludar a la tía Manuela y al primo. Y aquí estaba, sentado a horcajadas con los brazos sobre el respaldo como en una película del Oeste, repeinado como siempre con ese pelo de acero, mirándome con sus aires de la capital. Se burló de mí porque se dio cuenta de que me ha salido un mechón de canas en la frente, como una caracola blanca. Dice que si no fuera por lo gordo que estoy parecería un galán de cine de los antiguos. Salté hecho una mula y con la barriga casi tiro la mesa; la leche se desparramó. «¿Y tú qué? Si pareces una seta negra con ese cabezón: Champiñón», le dije. Así que mamá nos echó a gritos de la cocina porque tenía que hacer el puchero y con borricos como nosotros no se podía. «¿Otra vez puchero?», protesté, porque en casa se come puchero un día sí y otro también, que siempre sabe igual, no hay variación, es como una partitura en la que solo hubiera una sola nota: un puchero. Luego me llaman Bolo. Normal, aunque me joda. Debo oler a puchero, la casa huele a puchero, hasta la moto de papá huele a puchero. Lo único bueno que tiene Champi es que cuando está por aquí, mamá le invita a comer a menudo. Deben haber pactado así las viejas. Solo entonces salimos de esa música de grasa y comemos adobo, o albóndigas, que también le salen ricas y que no sé por qué no hace nunca cuando estamos solos.

Solté a los perros cuando salimos al patio. «Charli está más viejo, ¿no?», me dijo el Champi y tiene razón, ha perdido agilidad. Sin embargo conserva esa mirada limpia en la que me refugio cuando las cosas se oscurecen en casa, o dentro de mí. Sus ojos de carbón me miran encendidos de gracia, como dice el Padre Luis cuando se pone cursi. Le pedí por favor al primo que no le tirara más de la cola porque un día lo desguaza. A Soto casi no lo reconoce, y es que ha crecido muchísimo. Se le subió encima y casi lo tumba. Todo el día dando por culo el cabrón este, no para, pero valdrá para la caza, dice papá, porque Charli siempre fue un inútil. Dice que parece que tiene sangre de gallina más que de perro. «Eso quiero verlo yo, un día me lleváis al campo a pillar conejos», y le dije que sí, aunque espero no tener que hacerlo. En realidad Charli no tiene la sangre de gallina, simplemente tiene el coraje de no querer hacer daño a nadie ni a nada. Y es tener mucho valor eso.

Champi me propuso salir a dar una vuelta con mi bici y la de mi padre, pero yo no quise porque había como bruma y no me gustan esos días que sudan frío: se te mete la humedad en los huesos. Nos sentamos a hablar en el brocal del pozo, sobre la chapa de hierro. Me gusta pensar que si un día se rompe el candado me voy para abajo y no salgo más. Y no porque me muera ahogado o congelado, sino porque me imagino que el pozo conecta con pasadizos secretos y yo acabo saliendo en otro sitio, muy lejos, donde nadie me conoce, y empiezo otra vida. Me limpio el barro y con él me limpio toda mi vida anterior. Que no es mucha, es más bien poca, pero precisamente por eso. Y me miro las manos y ya no tengo las uñas negras de tierra.

El primo quiere acabar los estudios, ir a la universidad. «Y tú deberías por lo menos seguir un año más, sacarte lo mínimo para trabajar en una oficina, o tener una profesión, yo qué sé, electricista». Con los tiempos que corren, dice. No entiende que yo quiera empezar a ganar dinero ya, en cuanto pueda, porque cuando haga los dieciséis, papá está dispuesto a pagarme por el tajo, a condición de que trabaje como un hombre y rinda, y entonces me compraré la moto que llevo rato mirando en el escaparate de los Guzmán, y la prepararé y tendré pasta para salir. «¿Con quién, con el Pepe vas a salir?», dice Champi que ese es un pringado y que si me ajunto no se me va a pegar nada bueno y que el uno al otro nos ayudaremos a quedarnos en el hoyo. Es verdad que Pepe no es como Charli: en sus ojos hay algo sucio, no le puedes mirar directo mucho tiempo porque te rehúye, quieres entrar en él y rebotas contra una pared de cristal. Yo creo que tiene miedo aunque vaya de chulito. Es triste eso. Ser chulito. Imponerse a la gente por gusto, sencillamente por creerse más que nadie, sin pararse a pensar qué piensan los demás. Aquí mando yo y punto. Y al mismo tiempo me da envidia. Su seguridad, sus barbillas altas, esas miradas que se te clavan y te arrodillan. Las ganas de hacer algo y hacerlo. Cuando los veo, a Pepe, a los chulitos como él, los esquivo, me escurro siempre para que no se metan conmigo, con la cabeza baja, acobardado. Y sin embargo cuando hablan en clase, o rebuznan delante de las chicas, me gustaría ser un poco como ellos.

No sé, quizás el primo tenga razón, mis padres no me dicen nada, que si quiero trabajar bien y que si quiero estudiar un par de años más, pues también. Dicen que gracias a la huerta que compraron el año pasado con la herencia de la tía Elvira van a tener dinero de más. A costa de llevar a mamá en la moto tres días por semana, claro: papá tiene que trabajar también para las tierras arrendadas. Pero una cosa es segura: habichuelas y aguacates aquí se van a vender siempre porque en Europa no se dan bien, y como cada vez hay menos gente que quiera deslomarse, a mí nunca me va a faltar para el puchero. ¿Lo ves? El puchero. Hasta en la tinta me sale el caldo.

Y la cosa es que hay algunas asignaturas que me gustan. Por eso el Antonio, el de Lengua, se ha dado cuenta y me ha obligado a hacer un diario, porque se me queda lo que leo. Que lo haga a mano, dice, «como nuestros grandes escritores». Es bueno ese profesor. No soporto tener que memorizar tantos nombres y tantas obras, y no soy capaz de acordarme de todo; pero a veces se pone a declamar poesías, se emociona y empieza a pasear por la clase con el libro en la mano, gritando por encima del cachondeo general; y yo oigo cosas, frases, ritmos que no entiendo y que son como música, entonces miro a la ventana para dejarme deslumbrar por la luz y concentrarme, escucharlo a él hablando de toros de luna y soles de sangre, o algo así. Luego nos hace escribir sobre lo que ha recitado, solo una impresión, lo primero que se nos ocurra. Nadie se ha enterado de nada, por supuesto, la mayoría solo dice memeces, y algunos, los chulitos, se envalentonan y escriben porquerías sobre el rabo del toro y el chocho de la vaca. Cuando el Antonio los recrimina, ellos dicen que eso es lo que han sentido, y en medio de una carcajada asquerosa y general, él, gritando, les pone un cero. Da igual. No les importa. El año que viene irán como yo a las huertas y el Antonio quedará recitando en el olvido. Pero a mí en vez de ponerme un cero me ha mandado hacer un diario, y me ha prometido que no me lo pedirá para leerlo.

Se me olvidó escribirlo ayer, pero es que me cuesta olvidarlo. Cuando estábamos en el patio apareció un gato por detrás de la maceta de la hierbabuena. No era de los nuestros, yo no lo conocía. Más bien pequeño, tampoco un cachorrillo pero poco le faltaba. Los dos perros, el chico y el viejo, se pusieron a ladrar como locos al verlo, y el bicho saltó disparado a lo alto de la tapia; después se quedó allí quieto, paralizado. Le di una patada a Soto para que dejara de ladrar y los dos se metieron en la casa. Champi y yo nos miramos, y enseguida estábamos buscando piedras en el suelo. No sé por qué. Supongo que es lo que había que hacer. El gato seguía allí inmóvil, se ve que quería subir al tejado porque allí estaría su madre, supongo. Era bonito, negro casi del todo, con unos ojos claros que nos miraban fijamente. No pedía perdón, ni se le sentía el miedo, tan chiquito: sin embargo se veía que quería vivir. Era una mancha oscura, un contorno preciso y vivo, clavado sobre el muro blanco que nos deslumbraba. El viento había limpiado la niebla y todo detrás de él, hasta el infinito, era azul.

Entonces se me quitaron las ganas de jugar, pero el Champi me miró con desdén. «¿No tiras?». Y se impuso en mí su voluntad, como si yo no pudiera hacer otra cosa. Le lancé una piedra con todas mis fuerzas, pero no a fallar, lo juro, quise darle. El gatito salió zumbando por el borde de la tapia y oímos un chasquido en la pared. Fallé. Lo que el bicho no vio es que mi primo ya había disparado la suya un segundo después que yo, apuntando al final del muro. Le dio en toda la cabeza, y cayó al patio soltando un aullido de gato viejo. Toma ya, Bolo. Cómo odio que me llame así. De repente allí estaba Soto, que debía haberlo visto todo desde la casa. No sabemos cómo pero a la velocidad del rayo se había plantado en el lugar oportuno. El cachorro cayó casi directamente en su boca y por poco lo parte en dos en el acto, del bocado que le dio. Sentí el crujido; el gato ni siquiera pudo bufar. Con las cuatro patitas colgándole de los colmillos Soto se metió en la cocina y volvió a salir de los escobazos que le daba mamá, que le gritaba «¡bicho asqueroso!». Así que le abrí la verja y salió corriendo lleno de orgullo. No sé dónde iría ni quiero saberlo. Luego pregunté al Champi: «¿cómo has hecho eso?» y la verdad, me dijo, no lo sabía. Solo quería matarlo. Yo me callé, ya no hicimos nada más y mi primo se fue a su casa sin decirnos hasta mañana o hasta luego, aunque él sabía que yo estaba enfadado. Al rato volvió la niebla, comimos puchero y yo me quedé tirado en el sofá esperando a papá, que come siempre tarde y recalentado. Soto tardó un rato largo en volver, con el rabo entre las piernas y los morros llenos de sangre sucia, pero nadie le hizo nada. Le habíamos contado a papá la historia y le había parecido bien. «Ya te lo dije, valdrá para cazar». Pues muy bien, pero que mañana llore cuando cague los huesos del gato.

 

Hoy sí fui a los campos. Estoy deslomado, pero contento. Padre me hizo trabajar todo el día, porque si quiero ganarme un dinerillo ya no puedo hacer solo la mitad de la jornada, como el año pasado, cuando me dejaba dormir debajo de la higuera hasta la hora del almuerzo al sentirme cansado. ¿Por qué le llamo padre cuando estamos en la huerta, cuando pone en marcha ese corpachón tan gastado? ¿Por qué no me corrige? Sus manos no cambian, son siempre las mismas, callosas y gruesas, como serán un día las mías, supongo. Son sus ojos los que son distintos. En casa no es cariñoso, pero tampoco seco. Los domingos nos tiramos en el sofá del salón a oír Carrusel Deportivo, nos reímos de las tonterías que dicen. Si gana el Barça, luego está de buen humor, me da palmadas fuertes en el hombro y hasta me da unos traguitos de coñac que guarda para las ocasiones. Y yo hago como que soy del Barça porque el coñac me anima y me da ganas de reír con él. Pero en la finca sus pupilas no miran, solo ven el trabajo que tiene por delante. Se transforma en un animal silencioso, incansable, hiriendo la tierra con la azada para airearla. Se cubre la calva con su sombrero de paja y de vez en cuando se lo quita para secarse el sudor. Mudo. Y yo le pregunto si abro la acequia o si limpio las hierbas, padre, y él me dice secamente lo que tengo que hacer pero no me corrige, no me dice llámame papá: solo sigue trabajando y sudando.

Llovió ayer por la noche y el río llevaba agua cuando lo cruzamos por el puente viejo. Es bonito verlo así de vez en cuando, alegre, contento de poder llamarse río aunque solo sea por un día, gracias a un par de palmos de corriente. No tiene término medio. O se pasa el año desquiciado por el sol, amargado, o baja en torrenteras negras cuando las tormentas del invierno. Canta pocas veces como hoy, arrastrando el agua vivamente por entre los cantos rodados, haciendo cascadillas y remolinos a la altura de los vados, que debieron formarse cuando el río llevaba agua casi todo el año. Ni padre se acuerda de eso. Faltando poco para llegar, a la altura del cortijo de los Ramírez, desde la moto echamos la vista hacia el fondo de las sierras, y atisbamos los nubarrones que seguían descargando, pero seguimos adelante. «Aquí no llegarán hoy, esas se quedan hoy en Los Molinos». Y así fue, padre siempre acierta con el tiempo. Pudimos trabajar a gusto aunque enseguida se echó la calor, tan húmeda que nos quedamos en pantalones, sudando a goterones por la frente y la espalda. Las matas del lado de las higueras no estaban todavía listas, así que las fumigamos por última vez. «Muy pronto; muy pronto», decía padre. Pero las de la caseta sí que estaban maduras, así que recogimos habichuelas hasta hartarnos. Almorzamos unos bocadillos con carne del puchero y casi me bebo medio botijo de la sed. Me dio permiso para bañarme en la alberca, encogiéndose de hombros, porque aún eran los doce y todavía teníamos tajo; en eso llegó el camión de la cooperativa, rascando las marchas, un Pegaso cascado, lleno de polvo. Desde el agua, chapoteando, le oí discutir y gritar mientras cargaban nuestro producto. Era una vergüenza. Una miseria. Que se fueran a la mierda, decía, y yo salí del agua pensando que tal vez no me ganaría esas perrillas y que quizás no me daría para comprarme la moto y prepararla y salir con el Pepe, y que a lo mejor Champi tenía razón y había que hacerse fontanero, o electricista, y salir echando leches del campo.

Al regreso el río seguía llevando agua, porque en la sierra de Los Molinos no había parado de llover, como predijo padre. Pero ya era esa agua sucia y turbia, llena de barro, que arrastra cañas y basura. Parece entonces un río que viene borracho, lleno de violencia. Al llegar a casa no hubo palmadas ni coñac, sino costillas con papas recalentadas. Vimos un poco la televisión mientras mamá regaba el patio con la puerta abierta. El olor de la hierbabuena mojada entró en la casa y por un momento dejó de oler a caldo. Papá no habló mucho, yo me acosté y creo que ellos discutieron de dinero en su dormitorio, porque yo oí las voces rompiéndose contra la puerta y los manotazos de papá sobre la cómoda. Debieron saltar hasta las fotos de su boda. Sin hacer ruido salí al patio y desaté a Charli para que durmiera conmigo.

LLAVES

Se sorprendió de la aparición de aquel hombre minúsculo, al borde de lo inverosímil; por algún motivo intuyó también que muy probablemente resultaría muy caro. Lo vio sumergirse como un buzo en su propia bolsa de cuero viejo, trasteando entre las herramientas y manoseándolas con eficacia precisa de hormiga, mientras él se acomodaba en uno de los peldaños de la escalera para ponerse a su misma altura. Sentado, medía casi lo mismo que el increíble cerrajero menguante, que le hablaba con voz blanca desde sus cincuenta y muchos, preparándolo a trinos para la factura, que vendría a ser de un tamaño inversamente proporcional al tiempo invertido y al cuerpo menudo. Involuntariamente se echó la mano a la cartera.

—Vamos a ver si hay suerte, ¿sabe? ¿Dice que desde el verano no viene nadie?

—Pues eso me parece— respondió él desde los escalones, echándose el pelo mojado hacia atrás, lamentando no haber traído el paraguas.

Al llegar no había sido capaz de abrir la puerta, y aunque no era seguro, calculó que en algún momento sus hermanos podrían haber cambiado la cerradura. Lo había intentado durante bastante tiempo, sudando muchos minutos de impotencia delante del bombín impenetrable, inasequible a los requerimientos de su llave: la mayoría de las veces no era capaz de introducirse, y otras entraba pero no giraba, desbaratando sus esperanzas de poder, finalmente, refugiarse. Perdida toda expectativa de entrar por las buenas, decidió bajar y cruzar la calle en busca de ayuda, hasta el pequeño supermercado que había visto al dejar el taxi, cargando con su maleta de ruedas y su bolsa; no se había atrevido ni por un segundo a dejarlas en el rellano.

Se empapó como un bobo en el breve trayecto desde la esquina de Doctor Quiroga hasta San Andrés, bautizándose a chuzos de una realidad, la de la vida en la calle, que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Sintiéndose un extraterrestre aterrizado en el nuevo mundo de los que se mojan y siguen trabajando, recorrió aquellos doscientos metros, desesperado por la rabia y la confusión. Detrás de la casa de los abuelos ya no estaban los maizales, sino barrios que se perdían a lo lejos; las cañas de azúcar que él masticaba de niño también habían sido arrancadas, en nombre del progreso y la urbanización. Era por aquel tiempo la última vivienda del pueblo; más allá solo había campesinos y ratas de campo, grandes como ratas de campo, que se escondían en el cañaveral cuando él y Alfredo iban a pedir a un viejo sin nombre que les cortara un trozo por favor, y el tipo, que sabía quién era su abuelo, a veces los corría con la vara y otras les cortaba unos pedazos bien escogidos con una navaja que daba miedo, por eso Luisa nunca quería ir, le tenía pavor a la faca y a su sonrisa desdentada; la abuela pelaba luego los tallos con mano recia y ellos merendaban la cañaduz fibrosa extrayendo el jugo empalagoso pero fresco de las hebras, que se iban haciendo cada vez más pastosas hasta quedar reducidas a estopa inmasticable. Así pasaban la tarde entonces, y ahora, en el lugar del cañaveral, la calle San Andrés continuaba con autoescuelas, peluquerías y locutorios, hasta otro nuevo final del pueblo, más allá, en otro planeta sin cañizos ni ratas de campo, ni viejos con vara en un cobertizo guardando los campos, sino, pensaba él, en el linde de algún depósito de neumáticos o un último bloque erguido sobre el descampado final, quizás justo delante de la central de transformación eléctrica al lado de la carretera.

Dos africanos salieron de la tiendita sujetándole amablemente la puerta. Él les sonrió con sincera urbanidad, con la educación que mamá y papá le habían enseñado, siempre educados, no cuesta nada. Se sacudió los zapatos en un pequeño felpudo que decía «Hola, Forastero» en tipografía del Oeste. La dependienta (por alguna lejana intuición decidió que debía ser la dueña) era algo más joven que él, pero dedujo por el maltrato que vio en su peinado que estaba gastada por la vida. Le pidió el teléfono de un cerrajero y con una amabilidad seca, ella le extendió una guía práctica de Torre Pedrera, un folleto verde y blanco, como todo en Andalucía, lleno de direcciones útiles en caso de desastre. Aún tuvo que tener el ánimo de pedirle que le dejara usar el móvil, por favor, porque era urgente, se le había acabado la batería, y la mujer accedió aunque le indicó que justo enfrente tenía una tienda de telefonía. Mientras llamaba empapado a un cerrajero se fijó inconscientemente, sonriendo, en sus ojos azules, en su cara aniñada y pecosa echada un poco a perder, qué pena, y cayó entonces en la cuenta de que los adultos, los que tenían comercios, trabajaban en las tiendas o incluso barrían las calles, eran seguramente los chicos de su generación; ya no era el niño que la abuela Isabel mandaba a hacer recados al Río de la Plata, la mercería junto al mercado viejo, hacia el final de la calle. Todos en Torre Pedrera habían crecido, medrado o echado, como él, su vida por la ventana. Los chiquillos eran ahora otros y los de entonces no se habían quedado a esperarlo. ¿Podía ser entonces ella? Se habría teñido, entonces. La mujer le preguntó si no quería nada más; por cortesía echó un vistazo a la tienda y desviando la mirada pidió una bolsa de patatas, una lata de Coca-Cola y un sándwich envasado: al darle el cambio de los veinte euros se miraron fugazmente. Sí, seguramente era ella, y le vino a la boca el sabor de su lengua y su saliva. Él bajó la cabeza para meter el cambio en el bolsillo del anorak, mientras le decía adiós y gracias y la dependienta-fantasma le despedía con un lacónico hasta luego y volvía a sentarse en un taburete tras el mostrador para ver la televisión.

Fuera, a pesar del diluvio, no hacía frío. Se apartó de la acera justo a tiempo para evitar que un motorista le salpicara todo entero y se acordó de aquellos años insensatos, cuando Paco el carpintero, ese chico que cada año tenía un dedo de menos a causa de torpeza, lo llevaba en moto desde Torre Pedrera hasta El Castillar, a pasar la tarde con su novia Antonia, que salía de servir; iban sin casco, petardeando los cuatro kilómetros escasos, eso sí, despacito por el arcén no fuera a ser que al niño le pasara algo, Paco, pero a él le parecía siempre que iban a mil por hora, cómo me dejaban papá y mamá hacer esas excursiones, yo tendría cinco años, sobre todo aquel día en que a la vuelta reventó una tormenta y a la moto no se le encendieron las luces y era casi de noche; estoy aquí de milagro, se dijo entrando de nuevo en el portal. Ya se compraría un móvil de prepago otro día. Se sacudió el agua y quedó esperando al cerrajero como un abrigo mojado en un perchero.

—Mire usted por dónde, va a tener suerte —le dijo la pulga. Con una pequeña ganzúa y un poco de polvo gris que aplicó con un tubito, empezó a hacer ceder la cerradura con manos de sietemesino—. Deme su llave. Ahora tiene que entrar.

La casa se abrió como un libro de páginas negras. Unos pocos rastros de luz entraban por las rendijas de las persianas del salón, así que hubo que pagar allí mismo, en el rellano, porque no encontraron los plomos a la primera. El cerrajero tenía prisa: al final no había tardado nada y debía amortizar todavía la mañana. No podía cobrar un bombín nuevo pero sí la urgencia, por lo tanto caballero son sesenta euros, que le fueron entregados por un par de manos comparativamente enormes. Se puso su chaqueta impermeable, que había dejado en el suelo del descansillo y le quedaba grande como una casulla, se caló una gorra de béisbol y se despidió con voz de tiple: «sobre todo no le vaya a poner grasa, tres en uno y esas cosas; se cargará la cerradura», aunque, ahora que le había dejado una tarjeta, en el fondo deseaba que la puerta volviera a obstruirse y su cliente la llenase de aceite, como hacen todos, para poder finalmente cambiarle el bombín. Le dejó la tarjeta para dicha eventualidad: Federico. Sus pasos de duende ni siquiera se oyeron al bajar las escaleras. Adiós, adiós. Cerró la puerta y una fina chapa de madera se interpuso por fin entre él y el mundo, como si nada ni nadie existiese más allá, como si todo hubiera terminado (bien sabía él que no, pero qué podía hacer por ahora). Se pasó la mano por las mejillas en un gesto nervioso, comprobando el rasurado del afeitado que aún había tenido el aplomo de hacerse de buena mañana en Madrid, buscando la aspereza de la barba.

 

Se llegó hasta el salón para subir las persianas, que se doblegaron con un crujido. Comenzó a sentir el cansancio, el sudor de las axilas, el vértigo del disparate. Asomado tras los visillos ligeramente entreabiertos, con las maletas descuidadas en la entrada, no pudo evitar ponerse a espiar a la gente que seguía yendo de un sitio a otro, incansable a pesar de la lluvia y el día fallido de primavera. Nadie se habría fijado en la persiana abierta; pero de momento no deberían abrirse todas las de la casa, por precaución. En la acera de enfrente ya no estaba el Riviera, el único cine cubierto del pueblo, donde le conocían los acomodadores y el dueño, y le invitaban a ver los programas dobles de Cantinflas, la Vuelta al Mundo en Ochenta Días, un coñazo, y el Profesor, esa sí que le gustó. Una academia de peluquería ocupaba ahora toda la primera planta y arriba quedaba, tapiado, el ventanuco de la sala de proyecciones donde le dejaban subir de vez en cuando, en su calidad patricia de nieto de don Jesús. No se reconoció en el ajetreo de recados e inmigrantes. Solo las motos le susurraban a gritos que estaba en Torre Pedrera, una ciudad nueva construida sobre las piedras de la otra, ruinas sobre ruinas, pobreza sobre pobreza con una capa de oropel entre medias en los noventa, de tiendas de ropa de niño ahora en liquidación, de quiero y no puedo. Al menos Rip van Winkle había encontrado la misma taberna después de sus años de sueño. A él le habían dejado solamente los contornos de las calles y las fachadas de los edificios, y habían sustituido todo lo demás: niños por viejos, calor por lluvia, cines por peluquerías, mercerías por chuches.

La casa no era tampoco la misma, aunque conservaba ese olor a polvo de casa cerrada que había al llegar en verano, y que la humedad ahora acentuaba. En la pared del salón se distinguía, tras el papel pintado blanco, el cerco de la puerta que una vez había comunicado la vivienda con el piso de los abuelos, y que hubo que tapiar cuando la vendieron. Aunque todo era básicamente igual, tuvo la sensación de ser suavemente rechazado, de no ser bienvenido, desconocido por un mobiliario mestizo de viejos aparadores, estanterías prefabricadas y muebles estilo bambú. El cuadro extraño, que mostraba en escorzo un valle de montañas peladas, surcado por un torrente frío, seguía colgado contra natura, como un recuerdo imposible de Escocia. La lámpara de bronce de la abuela, comprada en Melilla a precio de oro, se imponía pesada en una esquina, vestida con una pantalla nueva de pececillos rojos y azules, infantilmente inadecuada para su edad y su tronío. Sintió que la casa estaba maquillada, que los abuelos y papá y mamá se habían ido pero habían dejado su huella para siempre; que sus hermanos, sobre todo Luisa, habían ido reponiendo los desperfectos y la vetustez con enseres y motivos playeros, dejando por todas partes fotos de sus hijos encuadradas en marcos con forma de estrella de mar, de barquito de pesca, Carlitos en los columpios con mamá, Marina en la playa sentada en el regazo de papá (siempre fue su favorita, pensó con envidia). Ni rastro de Elena ni los niños. Nadie se había molestado, lógicamente, en recordar a los abuelos que esos nietos existían. Era una manera de decir que la casa no era suya.

Quedaba, entre la sala y el pasillo, en un pequeño vestíbulo que daba a la habitación principal, la vidriera pintada: una especie de carabela que navegaba espléndida sobre borreguillos rizados de espuma en un océano imperial, recortándose sobre un cielo de azul profundo, tormentoso. Su abuelo Jesús lo llamaba «azul ultramar». El barco remontaba una ola mostrando la proa y el mascarón. En la esquina superior izquierda, el emblema de la familia materna, seguramente inventado, un simple escudo listado de azur y blanco coronado por un yelmo plateado y unas hojas de acanto. En la visera del casco Alfredo había dejado impreso sus dedos. Se había acondicionado un muro, encargado el diseño de la vidriera a la profesora de Bellas Artes del instituto del Castillar, quien había buscado el cristalero en la capital, supervisado el corte de las piezas y su ensamblado con plomo, y luego las había pintado durante dos días en los que la abuela instauró la ley marcial en el trayecto del salón al pasillo. Qué tendría la pintura que no se podía corregir, que era tóxica y no se acordaba de qué más. No admitía el error, ese era el orgullo y el riesgo de pagar un alto precio a la artista, que, pensó él examinando la obra a través de la penumbra, había hecho un buen trabajo.

El último día Alfredito, pensando que estaba seca, aprovechando un descuido policial, la tocó. No hubo arreglo para aquel disgusto. Al trasluz, cuarenta años después, seguía su dedo, pequeño y eterno, sobre el escudo de la familia; los abuelos se habían ido a Madrid al jubilarse y nunca habían vuelto; habían muerto papá y mamá, a nadie le importaba ya el mérito de un barco vidriado, pero Alfredito estaría allí jodiéndolo para siempre, sería perpetuamente recordado, con el rigor de las anécdotas familiares que se convierten en leyenda (aunque la benevolencia iría en aumento con los años), como el autor del delito, el que se cargó los humildes delirios de grandeza del abuelo Jesús. Él pasó la mano por encima del yelmo estropeado, poniendo sus dedazos de hombre crecido sobre la huellita de Alfredo, y lo echó enormemente de menos. Abuela Isabel casi lo mata: llegó de la cocina con un cuchillo de cortar pescados, echándose las manos llenas de escamas a la cabeza al ver el estropicio. Sus gritos fueron, sin embargo, acordes al temperamento de aquella mujer bondadosa: más bien unos lamentos en voz alta. Fue corriendo al teléfono a llamar a la artista, que le confirmó lo ineluctable del destrozo: no había nada que hacer, la técnica utilizada no admitía retoques. Abuela sacudió a Alfredito por los hombros y los dos quedaron llenos de lentejuelas de pez y lágrimas de disgusto y de miedo.

Removido por ese dedito, volvió al salón y sin saber por qué se tumbó en el suelo, tal cual, justo enfrente de la televisión. Como hacía cuando era niño y quería refrescarse en las tardes calurosas, después de la siesta, mientras veía los dibujos animados o el «Superhéroe Americano». Ahora la tele era plana y él se daba de cabeza contra el sofá: toda la casa había empequeñecido. Pero se quedó allí a pesar de la incomodidad, adormilándose, sintiendo que el frío debajo de la ropa era en realidad un recuerdo cálido, verdadero, el único momento en el que sintió, en todo el día, haber llegado a alguna parte.