La muralla rusa

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Sin embargo, Rusia continuaba soñando en una alianza con este socio reticente. La zarina dio pruebas dirigiendo agradecimientos excepcionalmente calurosos al rey, y nombrando enseguida un representante en Francia. Una respuesta se imponía, el rey designó a su vez un representante en Rusia, este fue el marqués de La Chétardie, entonces ministro de Francia en Berlín donde acababa de pasar diez años.

Esta elección no era anodina, daba razón a Kantemir. Lo que deseaba Versalles no era un verdadero acercamiento, sino estar perfectamente informado del estado de Rusia y de sus proyectos. Al mismo tiempo que renueva los lazos diplomáticos con Petersburgo, Francia se acerca a los adversarios de Rusia, sus aliados de siempre. Firma un nuevo tratado de alianza defensiva con Suecia y renueva el pacto de capitulaciones con la Puerta. Y las instrucciones dadas a su nuevo embajador son de estudiar la situación en Rusia, evaluar el crédito de que goza la princesa Isabel y «todo lo que pueda anunciar la posibilidad de una revolución».

La Chétardie fue acogido en Rusia con un fasto excepcional. En las ciudades que atravesaba, los regimientos estaban formados en orden de batalla y los magistrados venían a saludarle. La zarina recibió a La Chétardie en presencia de la Corte al completo. Luego, sin esperar más, fue a casa de la princesa Isabel. Rendía homenaje a la hija del gran emperador, a su belleza. Pero esta gestión era ante todo política. La Chétardie sabía que, para muchos rusos, Isabel era la heredera legítima de Pedro el Grande. Lamentables maniobras la habían apartado del trono, pero sus partidarios querían devolverle el lugar que su nacimiento le reservaba. Y ella también soñaba con eso. Además, para los rusos exasperados por el «reinado alemán» de Ana, Isabel era la esperanza de una vuelta a la tradición nacional. Isabel era profundamente rusa, se expresaba perfectamente en francés y solo pasablemente en alemán. La Chétardie notó esta particularidad que podía indicar una preferencia por Francia. Sus instrucciones no eran ambiguas, él debía estudiar de cerca las posibilidades de la princesa de acceder al trono.

Su tercera visita fue para la gran duquesa Ana Leopoldovna, sobrina de la emperatriz que le tenía mucho cariño; estaba casada con el duque de Brunswick, y había decidido la emperatriz que el hijo de esta pareja sería su sucesor. Con todo lo seducido que había quedado La Chétardie por Isabel, tanto más le pareció insignificante Ana Leopoldovna.

Mientras que La Chétardie se familiarizaba con la sociedad rusa, el paisaje en las fronteras se ensombrecía. Un ruido de botas llegado de Finlandia indicaba que las tropas suecas se preparaban para alguna operación. Durante la guerra ruso-turca, Suecia que hubiese debido intervenir y poner en dificultad a los ejércitos rusos abriendo un segundo frente no lo había hecho y, al tiempo, no sacaba ninguna ventaja del fin del conflicto. Pero Rusia estaba aún debilitada por esta guerra, y Suecia decidió aprovecharse y, mediante un golpe de fuerza en Finlandia, recuperar las tierras conquistadas por Pedro el Grande. Inquieto por estos movimientos de tropas de los que comprendía las intenciones, Osterman esperaba de Francia que moderase a Estocolmo, pero no quería solicitar abiertamente su mediación. El asunto fue discretamente abordado entre las dos Cortes cuando sobrevino el acontecimiento que iba a trastornar la política rusa, la muerte de la zarina Ana en noviembre de 1740.

Para los rusos, esto debía ser el fin de la dominación alemana, y en primer lugar el de Biren, a quien el pueblo llamaba «maldito alemán». Biren, consciente del odio que suscitaba, había anticipado el evento. A petición suya, la emperatriz le había nombrado regente del pequeño príncipe Iván de Brunswick[1]. Ella estaba entonces muy enferma e influenciable, pero lo decidió la víspera de su muerte, firmando este nombramiento que, en cuanto fue conocido, levantó la indignación de todo el país. ¿Cómo aceptar una decisión que tendría como consecuencia perennizar el reinado de los alemanes y que el país fuese así entregado a un extranjero, además herético, despreciado por todos y al que relaciones inconfesables unían a la difunta emperatriz? Enseguida aparecieron nombres de los herederos que podían reivindicar una legitimidad. Isabel, ante todo, a la que se mencionaba por todas partes. Pero también, si se quería terminar con los reinados femeninos poco conformes con la tradición nacional, el nieto de Pedro el Grande, Pedro de Holstein. Por esto, la solución querida por la emperatriz difunta no la sobrevivió apenas. Un complot, en el que los jefes de fila eran además alemanes, con Osterman y Münnich en cabeza, estalló el 17 de noviembre. Biren, que no sospechaba nada, fue arrancado de su sueño, detenido y exiliado a Siberia. El testamento de la emperatriz Ana fue rasgado, y la gran duquesa Ana Leopoldovna se vio confiar la regencia. El príncipe de Brunswick era nombrado generalísimo, Münnich devino Primer Ministro y Osterman conservó su título de vicecanciller. Al conocer el golpe de fuerza, tres regimientos creyeron que se habría dado para llevar a Isabel al trono y se precipitaron hacia su palacio. Constatando su error, se volvieron a sus cuarteles, muy decepcionados, pero el episodio no fue sin consecuencias. La idea de una sucesión reglada en beneficio de Isabel estaba lanzada, siguió su camino, y Francia iba a tomar en esto una gran parte.

Antes hay que considerar un acontecimiento que conmovió Europa y cambió una vez más el orden de las prioridades. Ocho días antes de que la emperatriz entregara el alma, el emperador se apagaba en Viena. Y un problema de sucesión se planteaba también allí. Por la Pragmática Sanción, el soberano había intentado garantizar los derechos de su hija, pero apenas desaparecido sus disposiciones fueron contestadas. El elector de Baviera reivindicaba la corona imperial y la totalidad de los Estados austriacos, el rey de Sajonia quería Bohemia y Federico de Prusia, no contento con exponer sus ambiciones, invadió Silesia sin declaración de guerra. El equilibrio de Europa, tal como había sido establecido por los tratados de Westfalia y Utrecht, se derrumbaría, salvo si las potencias intervenían, y estas potencias no eran otras que Francia y Rusia, garantes de la Pragmática Sanción. ¿Iban ellas a volar en socorro de María Teresa que acababa de tomar el título de reina de Hungría? ¿Iban a unirse para apoyar a María Teresa y salvar Austria? O, por el contrario, ¿se inclinarían ante las ambiciones de Federico II sacrificando así Austria? ¿Francia y Rusia no irían a darse la espalda y favorecer una a Viena y la otra a Berlín?

Desde el tiempo en que Richelieu la gobernaba, Francia había buscado siempre debilitar a la casa de Austria. Pero en 1740, la situación no era ya la misma. En España, los Borbones habían sustituido a los Habsburgo; en Oriente, Austria estaba de rodillas y Prusia era para ella un temible rival. ¿Tenía interés Francia en rebajar a esta potencia en declive? Un debate amortiguado se abrió. Fleury, consciente de estos nuevos equilibrios, aconsejaba al rey romper con la política anti-austriaca y apoyar a María Teresa. Esta elección presentaba según él dos ventajas. Francia podía ganar así los Países Bajos, y María Teresa lo daba a entender. Y detendría el aumento en potencia de Prusia. Podía, en fin, añadía Fleury, no suscitar la oposición rusa.

Pero el rey se dejó convencer, por jóvenes consejeros reunidos en torno al conde de Belle-Île, de que una política distinta permitiría debilitar a la casa de Austria. Había que apoyar las pretensiones del elector de Baviera al título imperial y aliarse con Federico II. Estas propuestas seducían al rey. Consciente del peligro, María Teresa se volvió hacia Rusia, pero su llamada no encontró allí eco. En primer lugar, porque Rusia estaba en una situación contradictoria, comprometida con los dos lados —con Viena por el tratado de 1726, y por la alianza firmada en tiempos de Pedro I con la casa de Brandeburgo y que acababa de ser renovada con Federico II—, ¿cuál de esas dos alianzas elegir? El clan alemán que rodeaba al indolente regente estaba dividido, el príncipe de Brunswick quería apoyar a la reina de Hungría mientras que Münnich, partidario de Federico II, preconizaba una cierta espera. Pero la hostilidad respecto a Münnich era tan violenta que prefirió dimitir. Así que el clan austriaco ganó en Petersburgo.

A consecuencia de la defección de Münnich, Austria recibió de Rusia una ayuda financiera y los treinta mil soldados previstos en el tratado de 1726. En el mismo momento, saliendo de su posición vacilante, Francia firmaba tratados de alianza con Prusia, Baviera y Sajonia. La esperanza de ver surgir una posición común franco-rusa para estabilizar Europa ya no existía. La ruptura sería agravada por la intervención de Inglaterra, que proponía a la casa de Brunswick garantizarle el trono de Rusia a cambio de su apoyo en la lucha contra Francia.

Hasta entonces Rusia había multiplicado las declaraciones de intención. No había tomado aún posición por Austria, contentándose con proclamar su respeto a los acuerdos y su voluntad de actuar para proteger un clima de paz.

En Versalles se comprende que la situación requiere iniciativa. Se sabe que es inútil intentar convencer a Petersburgo de abandonar a Viena. Los Brunswick ven en el apoyo de Austria el medio de asegurar la perennidad de su dinastía. Münnich ya no está allí para equilibrar la tentación austrófila, y Osterman, el hombre fuerte de la política extranjera rusa, declara: «El menor atentado contra territorios austriacos supondrá un golpe fatal para toda Europa». ¿Qué hacer para imponer a Rusia un cambio de orientación? Solución clásica, incitar a Suecia a abrir una crisis en las fronteras de Rusia. Estocolmo trepida de impaciencia y un estímulo, incluso muy discreto, bastó para desencadenar la acción. El 28 de julio de 1741, Suecia declara la guerra a Rusia con el pretexto de que «su ejército cruza la frontera para vengar las afrentas causadas al rey por los ministros exteriores que dominan Rusia y para liberar al pueblo».

 

Pero la intervención sueca no es más que uno de los aspectos de la respuesta imaginada en Versalles. El proyecto de derrocar a la pareja Brunswick y poner en el trono a la hija de Pedro el Grande se ha impuesto. La Chétardie, devenido su íntimo, asegura que ella es muy francófila y que este es el mejor medio de poner fin a la arrogancia de Rusia.

El complot fue sencillo de organizar. Los Brunswick son odiados, el equipo alemán no lo es menos y el país ha vuelto los ojos a la hija de Pedro el Grande. Además, Isabel se ha asegurado el apoyo del ejército, visitando los cuarteles, conversando con oficiales y soldados, se ha ganado muchos partidarios por su sencillez y su comportamiento cordial. Ciertamente, ella no tiene partido, pero tiene amigos, y sobre todo un médico de origen hanoveriano, Lestocq. Viendo que Isabel carecía de apoyos y dinero, él ha informado a La Chétardie que a su vez alertó a Versalles.

Pero la continuación fue a veces más complicada de poner en práctica. Suecia, favorable al proyecto, prometió su apoyo, pero pidió a cambio que Isabel se comprometiera a devolverle, una vez instalada en el trono, una parte de las provincias de orillas del Báltico conquistadas por Pedro el Grande. Francia apoyaba esta demanda. Fiel al recuerdo de su padre y comprometida con los intereses de su país, Isabel rechazó suscribir esta exigencia. Incluso se negó a dirigir por escrito una petición de ayuda al rey de Suecia como se le pedía, temiendo ser acusada de colusión con un país enemigo de siempre de Rusia. Se pueden comprender sus temores. Ella conocía la amenaza que pesaba sobre ella, el castigo tradicional aplicado a las princesas rebeldes o repudiadas, el convento de por vida. Isabel sabía que, si la regente descubría la conjura en curso, no dudaría en recurrir a eso y decidiría enclaustrarla para siempre. La Chétardie que la apremiaba a ceder a las exigencias suecas, agitaba también esta amenaza para convencerla de seguir sus consejos. En vano.

Los rumores de complot se iban extendiendo; los representantes austriacos e ingleses los hicieron llegar a la regente que convocó a Isabel. Un gran momento de hipocresía marcó el encuentro de las dos mujeres que se juraron mutuamente no tener ningún proyecto hostil a la otra. Pero ninguna de ellas se engañaba. La regente sabía que el tiempo apremiaba, que debía desembarazarse de Isabel cuanto antes para privar al complot de su razón de ser, e Isabel era consciente de ello. Todo se jugó en la noche del 24 al 25 de noviembre. Los ruidos de botas suecos en la frontera hacían suponer el envío de tropas, y en primer lugar la Guardia, contra ellos. Si la Guardia dejaba la capital, el golpe de Estado quedaría comprometido. Esa noche, pues, Isabel se dirigió al cuartel del regimiento Preobajenski, del que se había puesto el uniforme y, dirigiéndose a los guardias, proclamó: «¡Vosotros sabéis de quién soy hija!». Esta llamada bastó para levantar una tropa numerosa que la siguió al Palacio imperial. Rodeada de su tropa, sorprendió a la regente y su esposo acostados, los sacó de la cama y los hizo llevar con sus dos hijos en un trineo a un lugar secreto donde fueron puestos bajo buena guardia.

[1] Iván de Brunswick, quien será el zar Iván VI.

3.

Isabel I. Una elección francesa

UN MANIFIESTO ANUNCIÓ AL PAÍS que Isabel era la emperatriz y estaba en el trono. La Chétardie envió enseguida a Francia una traducción bajo el título Relation de la revolution arrivée en Russie le 6 décembre 1741[1] (“Relación de la revolución ocurrida en Rusia el 6 de diciembre de 1741”).

Por otro manifiesto fechado el 28 de noviembre, la emperatriz Ana había expuesto a su pueblo que, habiendo renunciado al matrimonio y a la maternidad, designaba como sucesor al hijo de su hermana mayor, Pedro de Holstein-Gottorp, recuperando así un deseo de Catalina I que, en un primer momento, había pensado transmitir el trono al nieto de Pedro el Grande.

Al comprometerse en el complot, Isabel había jurado no derramar sangre. Ahora se planteaba una cuestión apremiante, ¿qué suerte reservar a Iván VI? La Chétardie le había repetido muchas veces que mientras viviese este príncipe su corona estaría en peligro; ella debía suprimir todo rastro de su existencia. Isabel se negó a eso. Después de un tiempo de andanzas por diversos lugares alejados de la capital, será finalmente encerrado en la fortaleza de Schlüsselburg donde, como un fantasma, hará pesar una amenaza constante sobre las dos soberanas que se sucederán en el trono. En la noche que siguió al golpe de Estado, una comisión se encargó de decidir la suerte de los ministros. Se pronunció con un rigor extremado. Osterman fue condenado a la rueda, Münnich a ser descuartizado, otros a la decapitación. Magnánima, Isabel conmutó todas las penas por el exilio perpetuo.

Para algunos historiadores, este golpe de Estado fue obra de La Chétardie, o al menos la culminación de una conjura propiamente francesa. Este juicio se apoya sobre un hecho, el comportamiento de La Chétardie en los primeros tiempos del reinado, muy seguro de sí, arrogante, sugiriendo que él era el único o el primer consejero de la emperatriz. Pero en poco tiempo, este estatuto cambió con la aparición al lado de la emperatriz de un gran ministro, Bestujev. Alexis Bestujev Riumine, a quien la emperatriz colmó de beneficios (le confirió la orden de San Andrés y los títulos de vicecanciller y de conde), iba a reponer en honor la política tradicional de Rusia.

Desde que fue nombrado, Bestujev afirmó su voluntad de proseguir la obra de Pedro el Grande y de inscribirse en su continuidad. Y enseguida esta ambición chocó con los intereses franceses.

El primer problema al que Bestujev tuvo que hacer frente fue la guerra con Suecia que Versalles había alentado. El mismo día en que Isabel subía al trono, La Chétardie, quizá a petición de ella, había obtenido de los suecos una tregua provisional en los combates. Su ministro desaprobó su gestión, pues, aunque se alegraban en Versalles del cambio de soberano en Rusia, no se podía olvidar al aliado sueco, y se esperaba que el golpe de Estado traería consigo una cierta desorganización que favoreciera su situación militar. No hubo nada de eso. Los combates recomenzaron después de la tregua negociada por La Chétardie, los suecos se encontraron en dificultad, y Francia propuso su mediación. Las conversaciones se iniciaron en Petersburgo en marzo de 1742. A pesar de los reveses sufridos, los suecos exigían, apoyados por Francia, recibir en compensación Vyborg y su región. Bestujev, furioso, esgrimió el Tratado de Nystad, afirmando que Rusia no prescindirá de él nunca. Desde el comienzo del reinado se produjo una doble desilusión, para Versalles y Petersburgo. Francia había deseado desde tiempo atrás un golpe de Estado, pero no por eso la visión del rey y de Fleury había cambiado. Rusia era un país bárbaro y debía seguir siéndolo. Cualquiera fuese el soberano, Rusia no sería nunca un aliado. Mientras que Suecia era y seguía siendo un pilar de un sistema de alianzas. Como Rusia dominaba a Suecia, había que recurrir a los medios tradicionales de aliviar al aliado. Es decir, suscitar otros adversarios a Rusia. Dinamarca y la Puerta fueron elegidos por la diplomacia francesa para interpretar este papel. Y en Constantinopla, el marqués de Castellane se activó para convencer a la Puerta de intervenir militarmente contra Rusia. Aunque no lo consiguió, obtuvo al menos del poder otomano una ayuda financiera para Suecia.

A pesar de los esfuerzos franceses, Suecia se hundía. Las tropas rusas habían ocupado toda Finlandia y tuvo que capitular. El congreso de la paz reunido en Abo preparó el tratado que se firmaría en 1743. Suecia

abandonó todas sus pretensiones. Rusia obtuvo una parte de Finlandia. Francia, apartada de la negociación, no había podido defender a su aliada. Las relaciones entre Versalles y Petersburgo no mejoraron. La Chétardie, que había terminado por exasperar a Isabel, aunque Versalles le consideraba demasiado atento a los intereses rusos, será llamado y reemplazado por Luis d’Alion. Aunque la partida de La Chétardie alegró a Bestujev, este ignoraba que era en realidad una falsa salida y que, ese que él tenía por un enemigo declarado, iba a reaparecer algunos meses más tarde con la intención de vengarse de él.

Conseguida la paz, Bestujev tenía por fin las manos libres para hacer prevalecer sus planes. En primer lugar, le preocupaba el aumento de poder de Prusia que pretendía frenar. Por el contrario, Inglaterra era a sus ojos un socio con el que Rusia podría entenderse para mantener un equilibrio en Europa e impedir las ambiciones excesivas de cualquier otra potencia. Al final, sus simpatías iban para Austria. Tal era la visión que propondría a la emperatriz e importaba hacerlo rápidamente, pues la guerra de sucesión de Austria imponía que Rusia tomase postura.

Las concepciones de Bestujev iban en contra de las de Francia. ¿Cómo capear esta dificultad? se preguntaba Versalles. Surgió la idea de intervenir una vez más en la política rusa eliminando a Bestujev. Él tenía la confianza de la emperatriz, será por ella por donde pasará esta operación. En 1743, el representante francés Luis d’Alion acusó a su colega austriaco Botta de conspirar con los grandes nombres de la aristocracia rusa cercanos a Bestujev para derrocar a la emperatriz y sustituirla por Iván VI. Los conjurados fueron detenidos, exiliados a Siberia, Iván VI sometido a un régimen de encierro más riguroso que antes, pero Bestujev escapó a la venganza imperial. La reina de Hungría juró que ella ignoraba todo lo de este complot y entregó a Botta a Isabel. Un misterio subsistía, ¿qué papel había jugado Prusia? En efecto, a la hora en que se descubría el complot, el ministro austriaco que se consideraba su alma se encontraba en Berlín. ¿Para concertarse con los prusianos? ¿Para quitar sospechas?

Francia rencontró entonces su sitio en las simpatías de Isabel. ¿Acaso no era gracias a su intervención, a la de d’Alion, como se había descubierto el complot? Una única sombra en el tablero, Bestujev conservaba su puesto. Y sobre todo el escándalo La Chétardie, algunos meses más tarde, arruinará esta visión de los hechos. Volvió triunfante a Rusia, pero en la primavera de 1744, gracias a Bestujev que le había sometido a una vigilancia particularmente estrecha, la policía consiguió un golpe notable. Se hizo con el cifrado de la correspondencia de La Chétardie con Versalles, y Bestujev pudo entregar a la emperatriz los despachos descodificados que trataban de la vida del Imperio, su política, y «la emperatriz descubierta». Estos despachos trazaban un retrato poco favorable de la emperatriz a la que describían frívola, perezosa, más ocupada de su persona que de los asuntos del Estado; abundaban en detalles sobre su vida íntima y ponían al desnudo la venalidad de la Corte, su corrupción e incluso el montante de los sobornos, no faltaba nada. ¡Isabel nunca hubiese imaginado tal hostilidad a su persona! La Chétardie fue interpelado en su domicilio, informado de que disponía de veinticuatro horas para dejar Rusia para siempre. Le pidieron que devolviese a la emperatriz la placa de diamantes de la orden de San Andrés y el retrato que ella le había regalado en un pasado ya olvidado. La investigación ordenada por Isabel reveló que la princesa d’Anhalt-Zerbst, madre de Catalina, la joven esposa del heredero, habría estado en el origen de muchas de las indiscreciones sobre la vida privada de la emperatriz. También le pidieron que abandonase Rusia y eso contribuyó a envenenar las relaciones entre Isabel y la joven Corte.

Francia se guardó mucho de pedir explicaciones por la expulsión de La Chétardie. ¿Pero cómo restablecer, después de este escándalo, relaciones pacíficas con Rusia? El asunto llegaba en un mal momento. El ministro de Asuntos Exteriores, Amelot, se acababa de retirar, y el rey dirigía solo por un tiempo los asuntos de Francia. Luego, en el invierno de 1744, nombró al marqués d’Argenson a la cabeza de Asuntos Exteriores. Próximo a Voltaire, al menos eso decía él, d’Argenson no era a priori favorable a la alianza rusa, pero era consciente de la potencia de este país y decidió restablecer con él relaciones diplomáticas normales. ¿Qué sucesor tendría La Chétardie? En la urgencia, optó por una solución sencilla, d’Alion volvería a Petersburgo como ministro plenipotenciario, encargándose de ver si y cómo se podrían reanudar unas relaciones tan alteradas. Al constatar d’Alion en Petersburgo que el humor de sus interlocutores era muy antifrancés, el rey decidió para reconciliarse con Isabel hacer un gesto protocolario, reconocerle al fin el título imperial. Francia se había mostrado siempre reticente a hacerlo, lo que expresaba el estatuto inferior que atribuía a Rusia. Este título fue acompañado de un regalo real, un buró de maderas preciosas. La emperatriz no le manifestó un gran agradecimiento.

 

Otro problema protocolario enfrentaba a Petersburgo con Versalles, el de la elección de un representante francés. En París, Heinrich Gross, un súbdito de Wurtemberg, ingresado en el servicio diplomático ruso en tiempos de la emperatriz Ana, había sucedido al príncipe Kantemir. ¿A quién nombrar en Rusia? Dos nombres surgieron, los del conde de Saint-Severin y el mariscal de Belle-Île. El primero no podía convenir, expuso Gross a d’Argenson, pues durante su estancia en Suecia que coincidió con la última guerra ruso-sueca, había sostenido una viva campaña antirrusa, lo que le desacreditaba en Rusia. En cuanto al mariscal de Belle-Île, se pensaba en Versalles que era más oportuno emplearlo en los campos de batalla que en una embajada. Antes de buscar otro candidato, d’Argeson expresó el deseo de que Petersburgo designase también un nuevo embajador. Isabel se negó, confirmó que mantenía a Gross en Francia, pero al mismo tiempo le daba como único título el de ministro y no ya el de plenipotenciario. ¡Qué ofensa para el rey! Además de ignorar su deseo de ver en Francia un nuevo representante de Rusia, la emperatriz había impuesto a uno cuya presencia se juzgaba inoportuna y con un estatuto degradado. La respuesta del rey no se hizo esperar: en ese caso, mantendría a d’Alion en Rusia.

A las vejaciones recíprocas se añadiría pronto un verdadero tema de confrontación. Carlos VII murió en enero de 1745, había que elegir un nuevo emperador. Ciertamente, Rusia no participaba en su elección, pero no pensaba permanecer al margen de los juegos de influencia que iban a determinar el equilibrio europeo. Y ella será animada por Francia, que quiso aprovechar la ocasión para debilitar la alianza ruso-austriaca. El rey sugirió a la emperatriz apoyar la candidatura del elector de Sajonia, Augusto III, contra la de Francisco de Lorena, esposo de la emperatriz de Austria. Si Isabel hubiera seguido esta sugerencia, ¡qué ofensa hubiese sido para su aliada! Además, apoyando al elector de Sajonia, Rusia correría el riesgo de reunir las tres coronas Prusia-Sajonia-Austria, cosa contraria a toda su política. Isabel rechazó de plano la sugerencia del rey, tanto peor recibida porque el aliado prusiano de Francia, Federico II, iba también a abandonar la propuesta francesa. Federico había elegido antes como candidato a Maximiliano José, elector de Baviera, quien, poco convencido por la aventura, desistió muy pronto y anunció su apoyo a Francisco de Lorena, que fue elegido sin dificultad.

Sin desanimarse por este fracaso, d’Argenson se esforzaba al mismo tiempo en convencer al embajador ruso de urgencia para reunir en una alianza a Francia, Rusia, Suecia y Prusia; alianza que completaría un tratado de comercio franco-ruso, para hacer contrapeso a la poderosa pareja austro-inglesa. D’Alion, encargado de defender este proyecto ante Bestujev, le envió incluso en apoyo de su petición una importante suma que el intratable canciller rechazó.

En el otoño de 1745, las tropas francesas habían vencido en Fontenoy y ocupaban una parte del territorio austriaco. En revancha, Austria había ganado una victoria política con la conquista del título imperial por el príncipe Francisco. Los dos consejeros de política extranjera de Isabel estaban en desacuerdo sobre las consecuencias que vendrían. Para el canciller Bestujev, es la potencia y agresividad Prusiana lo que debería determinar la actitud rusa. Como Federico II había atacado al elector de Sajonia, rey de Polonia, Rusia debía reaccionar apoyando políticamente a Austria y uniéndose a las potencias ligadas por la convención de Varsovia —Inglaterra, Países Bajos, Sajonia, Austria—, convención firmada en enero de 1745 para frenar a Prusia. Por el contrario, el vicecanciller Vorontsov tomaba parte por la contención y por una simple ayuda financiera a Sajonia. Isabel dudaba, dividida entre su hostilidad a Prusia y la desconfianza que le inspiraba María Teresa. Finalmente optó por una solución de fuerza, la intervención militar en Sajonia programada para la primavera siguiente. Y para prepararla, Rusia comenzó a retirar sus tropas de Curlandia. Alarmado por estos movimientos de tropas, Federico prefirió concluir una paz separada con Sajonia y Austria y firmó el tratado de Dresde en diciembre de 1745. Bestujev había convencido a Isabel de frenar las ambiciones prusianas, le quedaba asegurar un verdadero acercamiento a Austria. Lo consiguió también, pues el tratado de alianza defensiva ruso-austriaco de 1726 fue renovado el 22 de mayo para una duración de veinte años. Los dos países se comprometían a poner en pie un ejército de treinta mil hombres contra un eventual agresor, que era evidentemente Prusia. El tratado estipulaba también que, además de la ayuda recíproca que se aseguraban las dos potencias en caso de agresión, toda paz separada quedaba excluida.

Francia reaccionó ante esta alianza, que asumía buscando los medios de estrechar sus vínculos con Polonia y Suecia. El proyecto de casar al delfín Luis, viudo en esta época, con María José de Sajonia forma parte de esta búsqueda de alianzas. El matrimonio tendrá lugar el 10 de enero de 1747, y hace esperar a Francia que no solo confirma la amistad franco-polaca, sino que contribuye a guardar a Polonia de la influencia rusa. El 6 de junio, un tratado firmado en Estocolmo renueva la alianza y la convención de ayudas entre Francia y Suecia. Estos acuerdos han sido obra del marqués de Puisaye, que ha sustituido en enero de 1747 a d’Argenson, a quien se tiene por responsable de las debilidades de la diplomacia francesa, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El marqués de Puisaye ha logrado también el acercamiento entre Prusia y Suecia, lo que confirma el tratado que firman el 18 de mayo de 1747. Así se pone en marcha una respuesta al tratado ruso-austriaco. Para Rusia, sigue habiendo un problema crucial, el de los medios financieros necesarios para encaminar el proyecto militar del canciller. Este «nervio de la guerra», es Inglaterra la que puede aportarlo. Bestujev siempre apostó por dos aliados: Austria e Inglaterra. Pero Inglaterra se resiste ante las demandas rusas que estima excesivas. Además, Francia ha declarado la guerra a Holanda en abril, y los ingleses esperan de Rusia que envíe tropas para combatir a las de Francia. El 12 de junio, por fin, se firma una convención de ayudas ruso-inglesa. Rusia puede poner sus tropas en movimiento. Un ejército al mando del príncipe Repnin penetra en Alemania, y avanza en dirección al Rin. Desde otra parte, las tropas rusas que van a socorrer a los aliados angloholandeses son transportadas por el Báltico hacia los Países Bajos. Finalmente, tropas rusas avanzan también hacia Alsacia.

Francia puede entonces comprobar lo poco respetuosos que son de sus obligaciones sus aliados. Polonia ha dejado pasar a las tropas rusas, Suecia no se mueve y Federico II hace lo mismo, a pesar del tratado de alianza que le liga a Suecia y que Francia había alentado. Por suerte para Francia en tan lamentable postura, los ruidos de botas tienen el mismo efecto en 1748 que en 1745, convencerán a los beligerantes a poner fin a las hostilidades. El tratado de paz de Aix-la-Chapelle se firmará el 18 de octubre de 1748 tras una negociación de varios meses. Este tratado pone fin a la guerra de sucesión de Austria. Rusia no fue signataria. Al comienzo de las negociaciones, había enviado a Aix-la-Chapelle al conde Golovkin para representarla, pero Francia y Prusia objetaron que siendo Rusia «extranjera a la guerra», no podía tomar parte en la negociación.