Historia del pensamiento político del siglo XIX

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From the series: Universitaria #377
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Burke hablaba de política al modo francés, pero podría haber aplicado sus críticas a las doctrinas utilitaristas de Jeremy Bentham, cuyas ideas sobre la codificación lo distanciaban tanto de la escuela filosófica como de la histórica. El concepto de derecho de Bentham se basaba en una teoría psicológica que soslayaba o evitaba toda noción de conducta colectiva más allá de los impulsos y metas individuales. «¡Oh, extraña simplicidad!», exclamaba, «al servicio de la belleza, la sabiduría, la virtud, ¡de todo lo que es excelente!»[9]. Aunque rechazaba las ideas jacobinas sobre la naturaleza humana, Bentham se mostraba conforme con algunas de sus nociones radicales en torno a la reforma jurídica. Le gustaba sobre todo la eufórica sugerencia planteada por Adrien Duport en los debates sobre el «nuevo orden judicial» de 1791, de que la nueva sociedad podría prescindir de los profesionales del derecho: «¡No más jueces!», exclamaba. «¡No más tribunales!»[10]. Esto casaba bien con el ideal benthamiano de que «todo hombre es su propio abogado».

Bentham despreciaba a los abogados profesionales y su cauto tradicionalismo. Ridiculizaba la «sabiduría de nuestros ancestros», a la que calificaba de «cuento chino», y denominaba al miedo a la innovación «el argumento del coco [hobgoblin]» (Larrabee, 1952, pp. 34, 43). Bentham consideraba a William Blackstone un mero expositor y anticuario cuya doctrina, más que falsa, carecía de sentido. Blackstone afirmaba que «esa antigua colección de máximas y costumbres no escritas que constituyen el derecho común, por confusa que sea y venga de donde venga, ha existido en este reino desde tiempo inmemorial» (Blackstone, 1862, p. 16). Bentham consideraba esto una patraña, y su primera crítica fue a «la ciencia [del derecho] del veneno que él había introducido en el derecho» (Blackstone, 1862, p. 16; cfr. Bentham, 2008). Lo que Bentham pretendía era transformar la costumbre no escrita en derecho escrito, dar al derecho común el estatus de ley y convertir lo que únicamente era un recuerdo jurídico confuso y vago en un sistema racional, basado no sólo en oscuros ideales de justicia sino, asimismo, en metas definibles elegidas por su utilidad y en una teoría general de la naturaleza humana.

Estas actitudes están en la base de los proyectos de Bentham para la ordenación judicial. El primero fue un plan elaborado para la Asamblea Nacional francesa en diciembre de 1789 y el último una propuesta de 1822 a «todas las naciones que profesen opiniones liberales» (Bentham, 1789, 1822). Bentham asumía que, uniendo «los principios de la moral y las leyes», bastaría la psicología individual (sobre todo la psicología «asociacionista» de David Hartley) para fundamentar la teoría social y las políticas públicas. En términos generales, el sistema de Bentham partía de un desprecio olímpico hacia la historia, de una teoría simplista de la conducta humana y de una estrategia legislativa guiada por el «cálculo» de placeres y dolores y el concomitante principio de utilidad; unidos a su enfoque lógico-intuitivo, podían ofrecer una alternativa «radical» tanto a la escuela histórica del derecho como al iusnaturalismo. Sus seguidores consideraban a Bentham el teórico supremo de la ciencia de la legislación. Otros, como William Hazlitt, veían en él a «un niño», a un signo desafortunado de los tiempos (Hazlitt, 1828, p. 172).

John Austin, discípulo de Bentham, aplicó sus ideas más directamente al derecho. Sus Lectures on Jurisprudence llevan un subtítulo tomado de Gustav Hugo: La filosofía del derecho positivo. Austin estaba, sin embargo, en las antípodas de la Escuela Histórica y de su reverencia hacia la costumbre popular como fuente última de la ley. Consideraba Austin que la costumbre no se convertía en ley por medio del consentimiento de los gobernados sino por orden del Estado. Tampoco la «interpretación» matizaba el argumento, pues no implicaba más que «establecer nuevas leyes bajo la apariencia de explicar las antiguas» (Austin, 1873, I, p. 27; Morrison, 1982), algo que no consideraba objetable. «No comprendo cómo una persona que ha estudiado el tema puede suponer que la sociedad hubiera sobrevivido si los jueces no hubieran aplicado el derecho, o crea que existe peligro alguno en concederles un poder que han ejercido, de hecho, para compensar la negligencia o la incapacidad del legislador» (Austin, 1873, I, p. 191).

Austin, como Bodino, asimilaba el derecho, o más bien el poder legislativo, a la voluntad soberana. La ley dependía totalmente de lo que Austin denominaba «la superioridad que encarna la soberanía» (Austin, 1873, I, p. 193) y, en el ámbito práctico, del «hábito de la obediencia». En opinión de Austin, «el poder de un auténtico monarca soberano o el de un soberano colegiado no puede verse restringido por ninguna limitación legal» (Austin, 1873, I, p. 254). «Las leyes dignas de tal nombre son órdenes», insistía, mientras que la costumbre o la «mera opinión» no eran leyes en sentido estricto. La soberanía «a medias» o «imperfecta» no existía (Austin, 1873, I, p. 238). La misión de Austin era definir «el ámbito de la jurisprudencia», y estaba convencido de que «la jurisprudencia se ocupa del derecho positivo simple y en sentido estricto, así como de la ley dictada por los superiores políticos a sus inferiores» (Austin, 1873, I, p. 238). La historia no desempeñaba papel alguno en este proceso de ejercicio de la autoridad. Austin consideraba que era cuestión de pensar con claridad y de la moral adecuada.

Para Austin, todo dependía del razonamiento privado y de la psicología individual, de manera que, si las relaciones humanas se regían por una lógica y unos motivos claros, no tenía por qué haber problema con las leyes. Evidentemente suscribía el axioma utilitarista de que «el bien o el mal no son más que placer y dolor, o lo que en ciertas circunstancias nos proporciona placer o dolor» (Austin, 1873, I, p. 166). Resulta irónico teniendo en cuenta la tremenda inestabilidad mental de Austin, que le causó problemas psíquicos gran parte de su vida. No tenía en cuenta las opiniones de nadie. Sólo le interesaban las suyas y las de sus colegas benthamitas. Citaba a los gigantes de la tradición del derecho civil, de Gayo a Montesquieu, pero básicamente para corregir sus errores, lo mismo que hizo con los clásicos del derecho natural moderno, Grocio y Barbeyrac (no así con Hobbes), sobre todo en referencia a sus ideas sobre la soberanía (Austin, 1873, I, pp. 178-179, 213-214). De Hugo tomó el concepto del derecho natural, pero en general consideraba a los académicos alemanes «repletos de abstracciones vagas y neblinosas» (Austin, 1873, I, p. 343). «Es realmente importante (aunque aprecio la audacia de la paradoja) que los hombres piensen con claridad y hablen con sentido» (ibid., pp. 55-56).

El más llamativo de entre los críticos del utilitarismo fue Thomas Macaulay, que denunció el «radicalismo filosófico» y sus «estériles teorías». El utilitarismo se basa en «un mero espejismo», escribió Macaulay (Macaulay, s.f. [a], I, pp. 415, 447). «Nuestras objeciones al ensayo del señor Mill son de base», proseguía. «Creemos que es completamente imposible deducir la ciencia del gobierno de los principios de la naturaleza humana». En su opinión, Mill invocaba la historia cuando le venía bien, pero la eludía cuando no encajaba con su doctrina (el ejemplo era que, juzgando desde la historia, en una democracia es tan probable que el pueblo explote a los ricos como que los gobernantes absolutos exploten al pueblo). «No debemos dejar la historia al margen cuando probamos una teoría», protestaba Macaulay, «para retomarla cuando tenemos que refutar una objeción basada en los principios de esa teoría». Un racionalismo malentendido de ese tipo iba en contra de la experiencia y de la «noble ciencia de la política» (Collini et al., 1983).

El radicalismo benthamiano y la teoría del derecho de Austin estaban en las antípodas de la reverencia y el entusiasmo por la historia del que hicieron gala muchos académicos ingleses de época romántica. «La historia del derecho es la mejor clave de la historia política de Inglaterra», escribió Francis Palgrave, abogado y medievalista (citado en Hallam, 1827, I, p. 2). «El carácter de un pueblo depende de su derecho». Henry Hallam empezaba su Constitutional History of England (1827) afirmando: «Desde que tenemos registros históricos, el Gobierno de Inglaterra ha sido una monarquía mixta o limitada característica de la tradición celta o germánica y totalmente irreconciliable con el concepto del derecho de Austin» (Hallam, 1827, I; Kelley, 2003). Hallam reconocía que el derecho común convencional había establecido cierto número de «controles esenciales sobre la autoridad regia» desde tiempos de Edward Coke y John Fortescue (Hallam, 1827, I, p. 3); por ejemplo, la necesidad de que el parlamento aprobara los impuestos y leyes nuevas, el imperio de la ley y la garantía de las libertades individuales (todo ello tonterías en opinión de Austin). Según Hallam, aunque la constitución inglesa compartía un origen común con el resto de las naciones europeas, había tenido mucho éxito y dado lugar a una seguridad y libertad únicas, fruto del «lento paso de los años». Había alcanzado gran peso en el presente gracias a la «influencia democrática» que Hallam, al igual que Guizot, atribuía a «las clases comerciales e industriosas que competían con la aristocracia territorial» (Hallam, 1827, I, p. 2).

Macaulay estaba, en general, de acuerdo con esta línea de argumentación. En su reseña no sólo afirmaba que la historia de Hallam era bastante «judicialista» (a la par que algo prosaica y carente de imaginación), sino asimismo imparcial (Macaulay s.f. [a], I, p. 312; Clive, 1973). «La Constitución de Inglaterra era un miembro de una gran familia», escribió en su propia obra, History of England, que empezó a publicar veinte años después. «En todas las monarquías medievales de Europa, la autoridad regia estaba limitada, sobre todo, por las leyes fundamentales y por las asambleas representativas» (Macaulay, s.f. [a], I, pp. 340, 344; Macaulay, s.f. [b], I, pp. 340, 344). Estas eran las condiciones institucionales de ese «progreso de la civilización» que resultaba tan obvio a Macaulay. Inglaterra había tenido la suerte de escapar al destino de otros estados del continente que habían caído en el absolutismo. Para Macaulay, la lección que había que aprender de la historia no era la de la primacía del poder de la razón o del cálculo, sino más bien la de la fuerza vital de la «constitución» no escrita inglesa, la pervivencia del espíritu del derecho común, el acrecentamiento de la libertad antigua y moderna y la preeminencia del modelo revolucionario de 1688.

 

CONCLUSIÓN

La convergencia entre el derecho y la historia que señalara Montesquieu, reforzada por los historiadores de la Escuela de Gotinga, tuvo un efecto significativo sobre el pensamiento político de principios del siglo XIX. El derecho y la historia no sólo eran explicativos, sino que también servían para legitimar instituciones políticas e ideas. La escuela histórica consideraba que el derecho era tanto un reflejo de la sociedad como el fundamento del Estado: un puente de confección histórica entre lo social y lo político. Esta idea dotó al derecho de un contexto situándolo entre el extremo autoritario y el radical a los que tendía el racionalismo doctrinario. Surgió así la idea de una nación en la que todas las clases sociales estuvieran unidas bajo la égida de una autoridad soberana legítima; un Rechtsstaat, en el que el derecho no sólo expresaba la voluntad del pueblo, sino que limitaba asimismo la de sus gobernantes.

Inglaterra, con su «Constitución Antigua», reflejaba ese ideal hacía tiempo; y los estados que emergieron del periodo revolucionario con constituciones escritas se atuvieron claramente a esos principios. En la Francia de la Restauración se prefijó el Código Civil, que, confirmado en la Carta de 1815, encarnó de forma dual la voluntad nacional. En el caso de Alemania, la historia y el derecho (junto a la política) acabarían por encomendarse a la acción militar para lograr la unidad nacional, obtener legitimidad y por defender un punto de vista sistemático, más que histórico, a la hora de dotarse de un código nacional a finales de siglo, como hizo de hecho Savigny en su última obra, inacabada (Savigny, 1840, I).

En esas condiciones y con esas pretensiones, los juristas siguieron elaborando una teoría sobre su posición preeminente en calidad de intérpretes de la tradición jurídica y constitucional, así como de árbitros en los conflictos económicos, sociales y políticos (Arnaud, 1973). Como miembros de una comunidad intelectual que ellos mismos remontaban a la Antigüedad, los juristas se basaban en su experiencia profesional y en sus conocimientos de filosofía jurídica para juzgar la naturaleza y el destino de las estructuras políticas. «Estudiar teoría política moderna francesa es estudiar a los juristas», escribió Ernest Barker, y «estudiar teoría política alemana también es estudiar a los juristas»[11]. Es lo que ocurrió en Francia y Alemania en los periodos revolucionario y posrevolucionario. Barker no creía que hubiera sido el caso en Inglaterra, pero Stefan Collini ha defendido lo contrario y es un argumento bastante plausible en el caso del siglo XIX, si tenemos en cuenta no sólo la obra de Austin y de académicos juristas como Maitland y Dicey, sino asimismo a Henry Sumner Maine y J. F. McLennan, que basaban sus investigaciones etnológicas y su interpretación de las estructuras políticas y sociales en el derecho.

A principios del siglo XIX el derecho y la historia se podían adaptar a las ideas de los reaccionarios y de los defensores del statu quo, pero historiadores y juristas estaban profundamente implicados en un tipo de acción y en un pensamiento político que cubría todo el espectro ideológico. En Francia, la Revolución liberal de julio de 1830 se ha descrito como una «revolución de juristas», pero al igual que en la primera Revolución francesa, los juristas también eran capaces de giros radicales; de hecho, fue un patrón en los años anteriores a las revoluciones de 1848. Un antiguo profesor de derecho lideró los levantamientos de Brunswick en 1830 y de Fráncfort en 1833, y tanto Marx como Mazzini pasaron de la teoría a la «praxis» abandonando sus carreras de juristas y haciéndose periodistas y activistas políticos. Los historiadores y los juristas destacaron en el Parlamento de Fráncfort de 1847, antes de la oleada de revoluciones del año siguiente que decepcionó a los intelectuales de prácticamente todas las tendencias ideológicas.

La importancia de la historia para el pensamiento del siglo XIX fue reconocida por intelectuales de las más diversas tendencias ideológicas. En palabras de Auguste Comte: «El presente siglo se caracteriza, sobre todo, por la indudable preponderancia de la historia en filosofía, en política e incluso en poesía»[12]. La idea del desarrollo –«esa influencia», señalaba Acton, «a la que se ha dado los deprimentes nombres de historicismo o mentalidad histórica» (Acton, 1985, p. 543)– ya era fuerte antes de que la reforzaran el Romanticismo, el nacionalismo y los sentimientos contrarrevolucionarios. Desde mediados del siglo XVIII la teoría de las «cuatro etapas» de la historia convergía con ideas sobre el progreso material para proporcionar una perspectiva de futuro útil y satisfactoria a las clases comerciales e industriales (Meek, 1976). Evidentemente, era una perspectiva a la que se podía dar un uso revolucionario. De hecho, Marx usó la filosofía burguesa de la historia, formulada por Guizot entre otros, para la causa de la clase obrera y su propia contraconciencia. La historia ofrecía una amplia gama de perspectivas y genealogías a las nacionalidades, clases, partidos y grupos de todo tipo; y en siglo XIX se convirtió en la forma más usual de autoidentificación y entendimiento.

En la segunda mitad del siglo, el estudio de la historia cobró mayor fuerza cuando se empezó a proclamar su estatus científico y profesional. La Geschichtswissenschaft no se basaba sólo en métodos críticos o documentales, sino asimismo en ideas derivadas de la teoría darwinista de la evolución (Blanke, 1991). Además, esta «ciencia de la historia», asociada sobre todo a los escritos y enseñanzas de Leopold von Ranke, adquirió más fuerza y prestigio gracias a sus crecientes lazos con el servicio del Estado y la elite política. El aforismo «la historia es política del pasado» es de origen inglés, pero se usaba igualmente en otros países europeos. A finales del siglo XIX el darwinismo, sobre todo en su modalidad «social», también reforzó la importancia de la historia en el ámbito de la naturaleza humana y, para bien o para mal, de sus transformaciones históricas.

Las ideas de la izquierda eran algo diferentes. En esta época de la odiada «monarquía burguesa» y del Vormärz alemán –de terremotos causados por las divisiones de clase y por las revoluciones–, el juridicismo y el gradualismo histórico fueron perdiendo atractivo para los activistas que querían hacer temblar el mundo y dejaron de aplicarlos a los ideales de revolución social y nacional que defendían. De modo que el pensamiento político se desvinculó de las ideas convencionales del derecho y de la historia y entró en una fase activa. Karl Marx, por ejemplo, rechazaba que el derecho y la jurisprudencia fueran expresiones de intereses e ideologías primero feudales y luego burguesas; tras 1848, llegó incluso a dudar de la «historia» misma, puesto que no había procedido de acuerdo con su plan (LaCapra, 1983, pp. 268-290).

Las fuerzas del cambio histórico ejercían efectos perturbadores sobre las tradiciones jurídicas y el derecho. En la generación anterior a las revoluciones de 1848, muchos activistas hallaron en el derecho la base de una revolución continua –es decir, «social»– que permitía extender la fase política de la década de 1790. Esto es especialmente cierto en el caso de la nueva generación –la tercera, según Guizot–, que tantos movimientos «juveniles» desató en Europa entre 1815 y 1848 (Guizot, 1863, introd.)[13]. Algunos miembros de la escuela histórica, como Pellegrino Rossi, y de la escuela filosófica, como el joven Marx y el joven Proudhon, iniciaron su andadura con su fe en el derecho intacta, esperando alcanzar los ideales de justicia social encarnados en la antigua tradición jurídica (Kelley y Smith, 1984; Proudhon, 1994, introd.).

Todos ellos (y muchos de sus pares) acabaron decepcionados y se distanciaron de lo que consideraban el moralismo hipócrita de la jurisprudencia y del statu quo que el derecho estaba llamado a preservar. A finales de la década de 1830, Marx criticaba lo que denominaba la «metafísica del derecho» y la «oposición jurídica entre ser y deber ser» y (atacando con fruición a la escuela histórica de Gustav Hugo) rechazaba el derecho y la tradición jurídica como expresiones «ideológicas» en el sentido peyorativo del término (Kelley, 1978). Muchos pensadores de aquella generación compartían esta idea, incluido Proudhon, que también había partido del derecho y también acabó buscando medios más científicos y eficaces de entender y afrontar la tenebrosa «cuestión social».

Al abandonar los ideales vacuos de la jurisprudencia, ambos jóvenes activistas se volcaron en lo que Marx denominó los «nuevos dioses» de la economía política. «¿Cómo pueden estos hombres –preguntaba Proud­­hon refiriéndose a los juristas–, que no tienen ni la más mínima noción de estadística, cálculo de valor o economía política, darnos los principios de la legislación?» (Proudhon, 1993). La economía política era «la ciencia social por excelencia», afirmaba Pellegrino Rossi; y Proudhon, quien había asistido a las clases de Rossi en el Collège de France, no podría estar más de acuerdo (Rossi, 1840, p. 34). Para Proudhon, la economía política era el «código» de la propiedad burguesa, pero podía ser mucho más. En las manos correctas podría cambiar la faz de la tierra. «Hoy, la revolución –afirmaba Proudhon en 1847– es la economía política» (Proudhon, 1960, II, p. 66).

Así el derecho, que antes se consideraba una ciencia rigurosa que trataba de las «causas», y, al mismo tiempo, una forma de sabiduría que consideraba «cosas divinas y humanas», perdió crédito entre los intelectuales y fue vencido por disciplinas nuevas, sobre todo por la economía política, que parecía seguir con mayor exactitud el modelo de las ciencias naturales. Como observara Cambacérès a finales del siglo previo:

La economía política, la legislación y la filosofía moral comparten la misma meta: la perfección de las relaciones sociales. Pero no recurren a los mismos medios: la primera analiza los vínculos entre los intereses de los hombres, la segunda los vínculos de autoridad que se crean y la tercera analiza el sentimiento. La economía política considera a los hombres en sus términos físicos, la legislación en términos de sus derechos y la filosofía moral en términos de sus pasiones (Cambacérès, 1789).

La economía explicaba las premisas y las ideas del derecho natural dejando de lado los sentimientos y valores humanos y volcándose en lo estadísticamente medible y lo cuantitativamente calculable. De ahí que su método fuera acorde con el modelo libre de valores de la ciencia natural, de la conceptualización, que prevalecía a finales del siglo XIX. También era acorde con los valores, tanto de la derecha como de la izquierda; con el espíritu competitivo y egoísta de los bourgeois conquérants que se consideraban los herederos de la Revolución, y con los socialistas y radicales que se resistían a tanto «egoísmo» y dirigían su mirada hacia la ciencia de la economía –la economía política o social– para transformar la sociedad de acuerdo con ideales revolucionarios más novedosos.

Evidentemente, la ciencia política debía adaptarse a estas nuevas fuerzas, ideales y métodos. El gradualismo, el conservadurismo y el moralismo del bagaje intelectual de historiadores y juristas se había ido convirtiendo en un problema, cuando no en algo irrelevante. La historia y el derecho, en vez de ejercer su soberanía, se convirtieron en meros observadores y críticos de los proyectos del pensamiento político.

[1] En lo que sigue me baso en Kelley, 1984a, 1991. En general, los estudios más útiles de historia del derecho son los de Fasso, 1974; Landsberg, 1912; y Wieacker, 1967. La mejor bibliografía, en Mohl, 1855.

 

[2] Code Civil, 1803, art. 1.

[3] Cfr. Austin, 1873, I, p. 334: «En Francia, el Código está enterrado bajo una pila de disposiciones consecutivas del legislativo y de leyes judiciales, introducidas posteriormente por los tribunales».

[4] Portalis, 1844, p. 19: «honneur a la sagesse de nos pères, qui ont formé le caractère national».

[5] Globe 3 (1823), p. 35.

[6] En general, cfr. Moravia, 1980.

[7] Los textos básicos, en Koselleck, 1967, y Stern, 1959.

[8] AFirmaciones hechas en un congreso de germanistas celebrado en 1847, citado en Hinton, 1951, p. 100.

[9] Citado en Halévy, 1955, p. 374. Cfr. Lieberman, 1989.

[10] Archives parlementaires, XII, 570.

[11] Prefacio a su traducción de Gierke, 1934. Cfr. Collins, 1993, p. 251.

[12] Politique positive, III, p. 1, citado en Acton, 1985, p. 541.

[13] «Trois générations»; las de 1789, 1815 y 1848.