La revolución del malestar

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La revolución del malestar
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© 2020, Gonzalo Rojas-May

© De esta edición:

2020, Empresa El Mercurio S.A.P.

Avda. Santa María 5542, Vitacura,

Santiago de Chile.

ISBN Edición impresa: 978-956-9986-66-6

ISBN Edición digital: 978-956-9986-67-3

Inscripción Nº A-1224

Primera edición: marzo 2020

Edición general: Consuelo Montoya

Diseño y producción: Paula Montero

Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Todos los derechos reservados.

Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de Empresa El Mercurio S.A.P.




Para la chica del vestido de jeans.

Índice

Prólogo: El malestar y la perplejidad en Gonzalo Rojas-May por Sebastián Edwards

Introducción

Capítulo 1: Es el menú, estúpido

Capítulo 2: Del «venceremos» al «compraremos»

Capítulo 3: El oráculo está en los muros

Capítulo 4: Patos chinos

Capítulo 5: La queja como hábito

Capítulo 6: El niño evade

Capítulo 7: Lo psicológicamente esperado

Capítulo 8: Tierra de infieles y desleales

Capítulo 9: No tengo pruebas, pero tampoco dudas

Capítulo 10: Todas las precariedades juntas

Capítulo 11: La verdad de los milagros

Capítulo 12: La levedad del odio

Capítulo 13: Todos mentimos

Capítulo 14: Normalizando el síntoma

Capítulo 15: Esto todavía no es historia

Prólogo

El malestar y la perplejidad en Gonzalo Rojas-May

¿Qué pasó?

¿Qué quiebres profundos hay detrás del «estallido social»?

¿Cómo será el Chile de nuestros nietos?

¿Por qué ahora y no antes?

¿Se podría haber anticipado?

¿Era posible prevenirlo?

Estas son las preguntas que nos obsesionan, las preguntas que se repiten en miles de hogares, en reuniones de amigos, en fiestas que se prolongan hasta la madrugada. Son las preguntas que no nos dejan dormir, las que nos sorprenden con los gallos del amanecer.

Hay preguntas y también hay respuestas. Las hay en las radios, en los matinales y en las decenas de columnas que se publican día a día. Y casi todas son explicaciones reduccionistas. Respuestas que con una pobreza franciscana tienden a simplificar un fenómeno complejo, una paradoja, un acertijo mayor. Unos y otros repiten interpretaciones pueriles, consignas que, si bien a veces son ingeniosas, no son más que eso: consignas.

Se habla de treinta años y del agua secuestrada. Se habla de abusos repetidos como campanas al viento y de un ejecutivo que humilló a dos señoras en un lago —un hombre calvo que, sin pudor, cargaba con sus kilos a vista de todos—. Se habla de deudas impagables y de barras bravas, de ancianos aturdidos y de enfermos sin esperanzas. Se habla de indolencia y de maltratos.

Y en medio de este torbellino, aparece el libro de Gonzalo Rojas-May.

Un texto cuidado y penetrante, un análisis sutil que capta las distintas corrientes y vertientes que nutren al estallido.

Rojas-May lo hace sin aspavientos, sin citas rimbombantes, sin recurrir a la amplia galería de «hombres blancos y fallecidos» —los famosos dead white men— que conforman el parnaso de los filósofos y sociólogos clásicos. Lo hace con sobriedad y en forma efectiva.

No hay que estar de acuerdo con todo lo que dice Rojas-May para entender que este es un libro importante, un texto útil y reflexivo, un volumen que será lectura obligada para quienes quieran seguir desentrañando la paradoja de Chile.

Son especialmente iluminadoras las secciones sobre el odio y la mentira. Esta época de redes sociales ha permitido un odio más sistemático contra un «Otro» que no conocemos, contra la imagen de un enemigo, un ser detestable que habita ese ciberespacio que puede ser tanto real como completamente inventado. Un odio que muchas veces se alimenta de la envidia. Pero además de odiar, nos dice Rojas-May, mentimos. Todos mentimos. Unos más y otros menos, pero nadie se escapa. Es una lógica que lleva a hacer desaparecer al otro, a la «retroexcavadora» al «desalojo».

Este libro nos hará pensar y reflexionar sobre nuestro pasado reciente, nuestra paradoja y nuestro futuro. Al terminar de leerlo, lo que quedó incrustado en mi mente fue este párrafo:

«El ‘deber de la memoria’ de una sociedad es inherente a la democracia. Un país que olvida y no aprende de su pasado es un país que inevitablemente caerá, más temprano que tarde, en la simplificación, liviandad e irresponsabilidad que todo régimen populista ofrece».

Es una reflexión profunda y un grito de alerta que no podemos ignorar.

Sebastián Edwards

Los Ángeles, California.

Marzo, 2020.


«Evitar los extremos es una virtud moral en sí misma;

además de una condición para la estabilidad política y social».

El peso de la responsabilidad

Tony Judt


«Y si mañana es como ayer otra vez

Lo que fue hermoso será horrible después

No es solo una cuestión de elecciones».

Cerca de la revolución

Charly García


«Es hora de contar los pormenores de esta conmoción

nacional antes de que lleguen los historiadores».

Los funerales de la Mamá Grande

Gabriel García Márquez

Introducción

Cuando comencé a pensar en escribir este libro tenía en mente hacer un análisis de cómo el malestar se ha ido instalando en el individuo y en la sociedad de nuestro tiempo. Como testigo del paso de los idealismos absolutos de los sesenta y setenta al pragmatismo funcional de los noventa y dos mil se me hacía cada vez más presente, tanto en mi trabajo clínico como organizacional, que algo estaba sostenidamente potenciándose, expandiéndose y mutando: el malestar.

Recordé entonces dos textos fundamentales de Freud, Tótem y tabú (1913) y El malestar en la cultura (1930). En principio los seres humanos construimos distintos tipos de modelos de sociedad, de los cuales esperábamos esencialmente paz y justicia; la idea de progreso económico fue posterior. La noción de Estado surgió como la posibilidad de regular la ambición individual, las pulsiones desmedidas e insaciables de cada sujeto. Cuando nos sometemos a esa institucionalidad esperamos en retorno un orden social que satisfaga necesidades y expectativas mínimas. Y cuando la institución fracasa, nos sentimos engañados y hasta estafados. Nace el rencor.

Estaba en eso cuando, a mediados de octubre de 2019, en Chile se produjo el estallido social más importante desde el retorno a la democracia. Por un lado, tuvimos actos vandálicos, de características terroristas, que arrasaron con el sistema de transporte público de Santiago, en particular con su Metro; saqueos, incendios de edificios, caos. Por otra parte, una ciudadanía en la calle se manifestaba pacíficamente en demanda de un nuevo pacto social.

Las marchas de ese viernes 25 fueron las más multitudinarias de la historia de Chile. Un hecho impresionante no solo por el número de participantes, sino por el ambiente festivo y de paz en que se dio. Llamaba la atención que el mismo movimiento de indignados, que en días previos había dado origen a episodios de violenta destrucción, mutara a una convocatoria de características familiares. Pero, sin duda, el aspecto más significativo y desafiante para el análisis fue la falta de conducción de este masivo grupo ciudadano. No hubo ni un solo discurso, no lo lideraba la oposición ni mucho menos el Gobierno. Nadie articulaba en lo formal lo que estaba pasando.

 

Nos encontrábamos frente a un movimiento sin dirección aparente, con peticiones y consignas, pero falto de mapa, de vectores que canalizaran lo que se pedía y lo que esto representaba. Estábamos frente a un enorme desafío para nuestros políticos, todos querrían hablar «por ellos» y «para ellos».

¿Qué hubo detrás de los carteles, las batucadas, los gritos, la alegría de ese momento, el caceroleo, las barricadas, el saqueo y la destrucción? Aún falta mucho por analizar y, sobre todo, por entender.

A medida que fueron pasando las semanas y los meses, mientras escribía este libro, una creciente inquietud fue instalándose en mí. Por mi propia biografía, me atrevo a decir que tengo un «doctorado en dictaduras»: viví por largos períodos en la China de Mao, en la Cuba de Fidel, en la Alemania de Honecker y en el Chile de Pinochet. Para muchos el que se sitúe en el mismo plano regímenes en apariencia tan disímiles y hasta opuestos puede resultar perturbador e incluso provocador. No es esa mi intención; simplemente lo que sostengo y creo, es que, más allá del origen y las razones históricas que sustenten una tiranía, estas nunca la pueden legitimar. Sean de izquierda o de derecha, las dictaduras son siempre miserables. La posibilidad de que se esté incubando entre nosotros, en nombre de la dignidad, la equidad o la defensa de determinados principios económicos o políticos, una solución populista de características totalitarias y antidemocráticas me parece cada vez más probable.

En ese sentido, este libro aspira a contribuir a entender las variables psicológicas del profundo malestar que subyace en nuestro tiempo, en el que ha quedado demostrado que la «perspectiva» de tener, va siempre asociada a la frustración y al dolor de la «realidad» del no tener. El consumo como posibilidad por sí mismo claramente no nos ha bastado. Lo concreto es que las reglas cambiaron y que si no actuamos con responsabilidad, reflexión y rigor intelectual, cualquier solución que construyamos será un espejismo cortoplacista, tras el cual, luego del caos, vendrá un nuevo ciclo de autoritarismo.

Santiago de Chile, marzo de 2020.

Capítulo 1

Es el menú, estúpido1

Durante miles de años, la inmensa mayoría de los seres humanos tuvo frente a sí un menú acotado de oportunidades para escoger qué comer, dónde vivir, en qué trabajar y en qué creer. Solo unos pocos privilegiados tenían el poder de elegir. Hoy, como nunca, contamos con un menú abierto, lleno de opciones de vida.

La humanidad nunca había tenido tantos regímenes democráticos como hoy, nunca habíamos tenido tanta abundancia y tantas facultades para cambiar el destino de nuestras vidas. Y, sin embargo, nunca nos hemos sentido tan solos, tan huérfanos, tan perdidos y, sobre todo, tan malhumorados. Vivimos tiempos de resentimiento. De disgusto. De inconformidad con el Otro, con el sistema, con las instituciones. Nada parece ser suficiente para calmar nuestra hambre. ¿Qué es lo que en verdad queremos? ¿Qué es lo que se esconde detrás del malestar que atraviesa al planeta? ¿Cuál es el origen de ese síntoma, de esa voracidad por conseguir algo que no logramos definir?

Pensemos por un minuto en lo que se ha vivido en Chile desde octubre de 2019. Pareciera que algunos chilenos quieren cambiar «algo» y son capaces de identificarlo: el mercado, la Constitución, el sistema político, la carga tributaria, la educación, el transporte, la salud, el sistema de pensiones. Otros quieren cambiarlo «todo»: «¡Que se vayan todos!». Transformarlo todo, refundar la vida propia, pararse sobre la historia y gritar: «¡Aquí estamos nosotros!», «¡Es nuestra hora, nuestro turno!».

Un tánatos refundacional, borrar para siempre la injusticia, el oprobio, el abuso. «Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo». Pulsión de muerte en estado puro, diría el viejo Freud. Querer cambiarlo todo, pero no saber en verdad «con qué» o «por qué cosa».

Lo que vivimos fue un estallido social, detonado por consumidores de estrato medio bajo, medio alto e incluso alto, frustrados con el sistema económico que Chile construyó en los últimos cuarenta años. Utilizo este concepto —consumidores frustrados— porque considero que, en buena parte, ahí está la génesis de esta representación del malestar global que estamos viviendo. En el modelo de consumo que como sociedad hemos construido se ha puesto el énfasis en lo material como fuente de felicidad; asumimos que si los ciudadanos podían acceder a bienes y servicios (a los que históricamente no habían podido acceder) estarían satisfechos. Pero nos equivocamos. Contar con la «posibilidad» de tener una casa propia, un auto, poder comprar ropa de marca, enviar a sus hijos a la universidad (muchos de ellos siendo la primera generación con esa oportunidad), tener alcantarillado y agua potable, lavadora, secadora, celular y televisión 4K, etc., no es lo mismo que en verdad poder «comprar» todo ello. Nuestro modelo desplegó un menú infinito de posibilidades, imágenes tentadoras, colores y sabores atractivos, pero a precios caros y con medios de acceso a dichos bienes y servicios muy costosos. Los «restaurantes» crearon diversas opciones para pagar lo que el menú ofrecía (cuotas y facilidades varias); simultáneamente, mientras generábamos deseo, deseo y más deseo, olvidamos que la insatisfacción de este siempre genera a la larga frustración y rabia. Pero no fue solo eso; más profundamente comenzó a aparecer algo potencialmente más destructivo: la envidia. «Sentimiento de tristeza o enojo que experimenta la persona que no tiene o desearía tener para sí sola algo que otra posee».

La respuesta más sencilla, por lo tanto, sería decir que el hecho de tener un menú amplio no es suficiente para hacernos más felices (y que incluso la frustración del no tener puede ser peligrosa), pero ¿cuándo lo fuimos? Y, sobre todo, ¿qué es la felicidad? Resulta necesario hacer aquí una distinción importante. La felicidad es un estado de ánimo, siempre transitorio, en el que tenemos la percepción fisiológica y psíquica de que la vida es buena, amable y justa con nosotros. Pero como todo estado de ánimo, este es efímero. Todos tocamos la felicidad de vez en cuando, pero rara vez permanecemos en ella.

Por otra parte, existe el concepto llamado «bienestar subjetivo percibido», el que tiene dos componentes básicos. Por un lado, el «equilibrio afectivo», y por otro, la «satisfacción vital». El equilibrio afectivo tiene relación con las emociones, sentimientos y estados de ánimo, positivos y negativos, que cada uno de nosotros experimenta cotidianamente. Junto con ello, está la satisfacción de vida, que comprende juicios, ideas y creencias sobre las diversas dimensiones en las cuales se desenvuelve nuestra cotidianidad, como, por ejemplo, nuestra vida laboral, comunitaria, familiar, etc.

El bienestar subjetivo percibido también puede ser entendido como nuestra «calidad de vida» desde el punto de vista emocional, la que se diferencia de nuestro «nivel de vida», que comprende una dimensión esencialmente material. Podemos tener todas las comodidades que el dinero da (un alto nivel de vida) y, al mismo tiempo, una relación de pareja que se cae a pedazos, un hijo con una enfermedad crónica incurable o un trabajo con un altísimo nivel de estrés negativo (una calidad de vida pobre).

Las definiciones anteriores sirvieron como parámetros lógicos a lo largo del siglo XX. Hoy ya no bastan.

Uno de los problemas más importantes y complejos a los que nos enfrentamos es el de la difuminación de los bordes. Hasta hace no muchos años, los seres humanos teníamos ciertos límites establecidos desde el punto de vista biográfico, social y cultural para definir nuestro bienestar subjetivo. Contábamos con estructuras que, nos gustaran o no, permitían a las sociedades ordenar, vale decir, controlar el comportamiento de sus miembros y, por ende, predecir su desarrollo individual y social. Dichas estructuras hacían que cada uno de nosotros supiera que había ciertos vectores cuya dirección nos garantizaba un determinado resultado. Esto ya no es así.

Pertenecemos a sociedades con márgenes cada vez más borrosos, y esto se ha convertido en uno de los mayores desafíos que los países estamos enfrentando.

La idea del borde tiene que ver con la frontera, incluso con el límite de nuestra vida. En 1900, la expectativa de vida en países como China e India era de veinticinco años, en tanto que la media europea era de cuarenta años. En la actualidad, la esperanza de vida a nivel mundial promedia los setenta y seis años y en los países desarrollados alcanza los ochenta y dos. A comienzos del siglo XX, cuando nos casábamos «para siempre», estábamos hablando de matrimonios que se esperaba duraran veinte años en promedio. Si aplicamos la misma lógica, hoy los novios deberían saber al momento de dar el sí que les espera una convivencia muchísimo más larga que la que tuvieron sus padres y abuelos.

Lo mismo pasa con la educación. En España, por ejemplo, a inicios del siglo XX solo el 44 por ciento de la población sabía leer y escribir. Los números en América Latina eran aún peores. ¿Cuántos de los jóvenes de Iberoamérica podían entonces elegir qué estudiar o en qué trabajar?

A partir de estos números podemos inferir las enormes restricciones que en todos los ámbitos había para la mayor parte de la población: vivienda, salud, educación, bienes materiales.

Cuando hasta hace unos pocos años se le preguntaba a un individuo qué era lo que más quería, la respuesta solía ser «quiero un trabajo estable, una buena calidad de vida para mi familia, salud, vivir en un país en paz, que mis hijos puedan estudiar y ser más que yo. Eso es lo que realmente me haría feliz». Probablemente ese deseo no ha cambiado demasiado. Sin embargo, los caminos y la velocidad con la que se espera lograr esos objetivos vuelven esas expectativas extraordinariamente complejas. Si uno lo piensa en términos financieros, por ejemplo, ¿qué entendemos por bienestar económico? Nuestros bisabuelos, nuestro abuelos y, en algunos casos, nuestros padres lo entendían como tener trabajo estable y, ojalá, permanecer toda la vida en la misma institución, logrando de esta manera una existencia predecible, pero «segura».

Hoy en día, para la mayor parte de la población mundial el concepto de bienestar económico va mucho más allá de lo que pensaban nuestros ancestros. Hoy se asume que la educación, la salud, la vivienda y el trabajo son derechos fundamentales que las sociedades y los estados deben asegurar a sus habitantes. Y que, además, la calidad y las condiciones de estos deben ser igualitarias. Se piensa que la educación que recibimos nos debe garantizar prosperidad futura, que nos permita alcanzar todos los bienes de consumo que se encuentran disponibles en las vitrinas físicas y virtuales a las cuales tenemos acceso.

Sin entrar a discutir la legitimidad de lo anterior, resulta evidente que, por ahora, todos estos anhelos difícilmente podrán ser alcanzados. No se trata solo de los esfuerzos políticos y económicos que una tarea de esta envergadura supone para el sector público y privado de nuestros países; hay algo mucho más complejo a enfrentar: la insaciabilidad de la naturaleza humana y la profunda necesidad de diferenciarnos del Otro.

Debemos entender que una cosa son las necesidades y otra los deseos. Las necesidades son manifestaciones de algo imprescindible para nuestro bienestar fisiológico, psicológico, social o, incluso, espiritual. Ya en 1943, Abraham Maslow estableció con su célebre «pirámide» su teoría de la jerarquización de las necesidades humanas. De acuerdo con esta, a medida que los individuos satisfacemos nuestras necesidades más básicas, vamos accediendo a otras más complejas.

Por otra parte, los deseos son manifestaciones específicas de ciertas necesidades. Un ejemplo básico es el agua. Si los seres humanos no tomamos líquido, morimos. Podemos pasar un par de meses sin comer, en ayuno voluntario o forzado, pero si una persona no consume líquido, fallece en pocos días. Una cosa es decir «yo tengo sed», esto es, expreso mi necesidad, y otra muy distinta es sentir deseo de tomar agua, Coca-Cola, whisky, cerveza o limonada. Esa es una distinción significativa. El consumo, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, siempre estuvo dirigido ante todo a satisfacer necesidades, pero no tenía mucho que ver con los deseos, no porque estos no existieran, sino porque era extraordinariamente difícil para la mayor parte de la población acceder a satisfacerlos.

Hasta mediados del siglo XX, el deseo y la necesidad iban muy aparejados. Para vestirnos, nos conformábamos con un par de camisas, un par de zapatos, dos suéteres, un vestido, una cartera, y nos dábamos vuelta con eso durante años. Los reparábamos y los cuidábamos. Eran muy pocas las personas que tenían la oportunidad de darse el lujo de variar la forma en que esa necesidad se satisfacía. Hoy en día hay una enorme cantidad de personas que tienen acceso a cumplir sus necesidades, pero esto también ha abierto la fuente del deseo, la que, como se sabe, es insaciable. La naturaleza humana siempre quiere más. Hace tiempo ya que la humanidad no solo trata de satisfacer una necesidad: con el siglo XXI entramos a la era del deseo. Un ejemplo: «Ya no solo quiero tener un buen trabajo que me asegure el sustento familiar y la posibilidad de realizarme profesional y personalmente, además quiero trabajar pocas horas».

 

Los bordes en este ámbito son cada vez más complejos, más difusos. ¿Hasta cuánto compro?, ¿cuántas camisas tengo?, ¿tiene el Estado o una supraentidad derecho a decidir cuánta ropa puedo tener? Y lo mismo ocurre en otras áreas.

Como hemos dicho, hasta hace no muchos años un título técnico superior o universitario era garantía de trabajo, casa propia, buena educación para los hijos, satisfacer las necesidades fundamentales y más. A medida que el sistema educacional se fue expandiendo y la situación económica mundial ha ido mejorando, más y más individuos han tenido acceso a la educación superior. El problema con el borde, en este caso, es el límite. La cantidad de periodistas, arquitectos, ingenieros, abogados o psicólogos, por ejemplo, que un país necesita es siempre finito. La creencia de que un título universitario y el prestigio que lleva asociado garantizan una vida holgada en lo económico y reconocida socialmente ha hecho que en las últimas décadas haya habido una epidemia de cesantes ilustrados. Las carreras universitarias, en desmedro de los estudios técnicos, han acarreado frustraciones y malestares impensados hace algunos años.

Los prejuicios, los que, desde luego, no necesariamente son negativos, muchas veces caminan de la mano con las expectativas. Si hiciéramos una encuesta y preguntáramos cuál es la mejor universidad del mundo, probablemente la respuesta mayoritaria que obtendríamos sería Harvard. Y si a continuación preguntáramos cuál es la razón de ello, se nos contestaría que debido a la tradición que posee, los profesores que ahí ejercen y los recursos con los que cuenta para investigación y desarrollo científico. Sin duda todo lo anterior es cierto, pero la principal razón por la cual Harvard es una de las mejores universidades del mundo es porque postula a ella la élite de los estudiantes secundarios a nivel mundial. En otras palabras, no son las universidades ni los institutos técnicos ni los recursos por sí mismos los que aseguran la calidad profesional; es el individuo el que define en buena medida el propio éxito. El estudiante que postula a Harvard ha estado expuesto, en la mayor parte de los casos, desde su nacimiento, a una educación y una estimulación cognitiva por sobre la media.

Entonces, volviendo a la reflexión anterior, ¿debieran los estados definir o transmitir con claridad cuántos profesionales y técnicos va a necesitar cada país en los próximos cinco, diez o veinte años? A primeras luces pudiera parecer que sí, pero el problema es que decir eso devendría en poner un límite, establecer una frontera y ni a las universidades públicas ni a las privadas, a nivel mundial, les conviene eso. Pero, por sobre todo, está la pregunta de si la gente quiere saberlo, porque al delimitarlo, inevitablemente se le corta la esperanza y el sueño a alguien.

La era del deseo lleva aparejada siempre la posibilidad de la frustración. Que la vida no es justa siempre se ha sabido. Pero hoy, cuando al parecer tenemos más derechos y alternativas que nunca, esto se nos hace más evidente.

Con todo, el que los bordes se hayan difuminado ha hecho que la flexibilidad se consagre como un atributo cada vez más necesario para enfrentar el malestar. Los seres humanos, pareciera, debemos ser cada vez más flexibles si queremos encajar en la sociedad.

Hoy por hoy, la tolerancia es un valor que, en lo teórico al menos, no lo discute nadie; como la igualdad de oportunidades, los derechos de la mujer y el de las minorías sexuales, todos son temas puestos muy recientemente en la agenda social y política; como se sabe, en tiempo histórico cincuenta o cien años son nada. Hasta hace un pestañeo de nuestra historia, ninguno de estos modelos de pensamiento existía; estas ideas de justicia, de igualdad de roles, de posibilidades no eran una alternativa. Ya nadie puede estar en desacuerdo con que la democracia posee un valor universal, que la flexibilidad y la tolerancia son principios fundamentales. Sin embargo, en la construcción de este modelo también aparecen gérmenes de intolerancia enormes. Si alguien quiere practicar o pertenecer o definirse como miembro de una comunidad con estructuras, con límites bien definidos, puede ser visto como una persona antidemocrática. Paradójicamente, la tolerancia y lo políticamente correcto se está volviendo, en cierto sentido, cada vez más intolerante. La amenaza integrista religiosa, ecológica, animalista y de género, puede ser el origen del renacimiento de las peores barbaries del siglo XX: los totalitarismos de izquierda y de derecha.

La incertidumbre que nos ha dado la libertad es, paradójicamente, la génesis de buena parte de este malestar que nos invade. Tenemos tanta conciencia de las facultades que la vida nos debería ofrecer, tenemos tanta información sobre los bienes a los cuales podríamos acceder, tenemos tanta noción de cómo nuestros ídolos culturales viven; a través de las redes sociales podemos conocer por dentro las casas de nuestros jefes, los lugares donde toman sus vacaciones nuestros compañeros de trabajo, tenemos tantas expectativas sobre lo que podríamos alcanzar si la vida fuera «justa» con cada uno de nosotros, que hemos terminado llenándonos de ansiedad y angustia por no obtener de manera expedita y rectilínea posible nuestros deseos y anhelos. Hemos olvidado que el logro de cualquier sueño requiere necesariamente esfuerzo y rigor. La justicia y la igualdad de oportunidades no nos eximen de los requisitos y deberes que todo proceso de desarrollo personal, académico o laboral conlleva. Para muchos el choque entre sus sueños y el camino para alcanzarlos son fuente de frustración permanente.

Al analizar la pregunta recurrente y quizá inevitable de por qué para otros la vida es tan fácil, descubrimos que esta posición contiene otra característica de nuestro tiempo: la envidia. Pero como nos avergüenza hacer consciente este sentimiento, lo maquillamos como malestar. Envidiamos la belleza, la inteligencia, la «cuna», las habilidades y la popularidad de los otros con la misma lógica que un niño que espera que todos sus deseos sean cumplidos. «La vida me debe dar por el solo hecho de que yo lo demando». Esta idea es tan pueril como la del usuario de WhatsApp que cree que su mensaje debe ser contestado con la rapidez y la diligencia que él espera.

El malestar social que existe hoy es el resultado del progreso económico y es la comprobación empírica de que este no es suficiente para darle sentido a nuestras vidas. Ya no basta con tener un menú lleno de posibilidades teóricas, no es suficiente la promesa. «Lo quiero todo y lo quiero ahora», cantaba Freddie Mercury en los ochenta. A partir de entonces, con la caída de los socialismos reales, la explosión e invasión que ha hecho la tecnología en nuestras vidas se ha instalado el deseo con sus fauces abiertas. Nos hemos transformado en consumidores que desean no desear, pero no pueden dejar de hacerlo; el bienestar económico nos ha hecho adictos.

Eros nos supera.

1 Frase que alude a «Es la economía, estúpido», creada por James Carville, asesor político de la campaña presidencial de Bill Clinton, como recordatorio interno para el equipo, llegó a convertirse en el eslogan con que Clinton derrotó a George H. W. Bush en 1992.

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