Mexicano de corazón

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From the series: Libros sobre el Opus Dei
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Posteriormente don Álvaro nos hizo saber, de parte del Padre, que su viaje tenía un carácter totalmente privado, que no deseaba que hubiera ninguna manifestación pública. Por otra parte, nunca se mencionó cuánto tiempo permanecerían en México.

PREPARATIVOS Y PREVISIONES

Don Pedro solicitó una cita con el presidente Díaz Ordaz, para informarle del viaje, y fue recibido el 6 de mayo por la tarde. El presidente estuvo muy cordial y comentó en tono de broma:

Yo le aseguro que las autoridades mexicanas tendrán el mayor respeto y consideración para Monseñor Escrivá de Balaguer, pero no puedo comprometerme a que la prensa no diga alguna majadería (...); lo de la prensa es cosa suya: rece y haga lo que pueda para que no le molesten. Por mi parte, haga saber a Monseñor que le deseo la estancia más grata posible en nuestra nación.

Cuando el Padre se encontraba ya en México, el presidente le envió una amable y respetuosa carta, augurándole días muy felices en el país.

Ernesto Aguilar Álvarez de Alba se encargó de tramitar todo lo referente a los visados, así como de las gestiones en el aeropuerto, para facilitar el proceso migratorio cuando el Padre llegara. Se guardó discreción sobre el viaje, entre otras cosas para evitar un recibimiento aparatoso que seguramente le desagradaría. La comunicación de la fecha de llegada a México se recibió el 12 de mayo y se preveía que sería el día 14, alrededor de las 10 de la noche, en un vuelo de Aeronaves de México.

Desde el mismo día de la primera llamada telefónica de don Álvaro en la que supimos que el Padre vendría, don Pedro, que se distinguía por su gran —por no decir exagerada— capacidad de previsión, nos reunió a los que vivíamos en la sede de la comisión regional, para distribuir los diversos trabajos, de manera que todo estuviera a punto cuando el Padre llegara.

UNA MANCHA EN LA PARED

Entre las cosas a prever estaba el arreglo de los detalles materiales de la casa, para que no hubiera desperfectos y todo reflejara el cuidado de las cosas pequeñas, que san Josemaría tanto había predicado. A este respecto recuerdo una anécdota que me sucedió y quedó muy grabada. A pesar de que nos habíamos esmerado en el cuidado de aquellos detalles, el mismo día que el Padre llegó, pasó a la terraza del fondo del jardín y detectó una mancha blanca sobre la superficie de piedra oscura de una de las paredes, y nos lo hizo notar delicadamente. A mí se me vino el alma a los pies, después de haber puesto tanto empeño en que no fuera a ocurrir algo así. Luego añadió algo que me sorprendió: que preguntáramos a don Álvaro por la sustancia apropiada para quitar la mancha. Yo pensé para mis adentros por qué tenía que saber de sustancias para quitar manchas, cuando él llevaba responsabilidades tan altas, en el Opus Dei y en el mismo Vaticano donde trabajaba parcialmente. Le preguntamos, nos contestó inmediatamente y fuimos a comprar la sustancia indicada.

Un rato después, Alfonso Monroy y yo nos aproximamos al lugar con una escalerilla para alcanzar la mancha, y resultó que ahí se encontraba san Josemaría conversando con alguien, pero nos dijo que pasáramos, que no lo interrumpíamos. Me subí a la escalera, comencé a tallar con un trapo humedecido por la dichosa sustancia, y la mancha empezó a desaparecer. Por tratarse de un encargo directo del mismísimo fundador —y quizá, sobre todo, porque me estaba viendo realizar aquella operación—, seguí haciendo el trabajo con mucha intensidad, hasta que el Padre me dijo: «Hijo mío, ya déjalo, porque una cosa es quitar la mancha y otra seguir tallando donde ya no existe». De este suceso aprendí dos cosas: la importancia de cuidar los detalles materiales, como medio de santificación —«Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas», había escrito san Josemaría— y la conveniencia de evitar el perfeccionismo, pretendiendo quitar manchas donde ya no las hay.

EL JUGO DE NARANJA

Otra característica del modo de ser de don Pedro, además de su capacidad previsora, eran las ideas un tanto originales que en ocasiones tenía y que solía sostenerlas con mucha seguridad y constancia. Esto, unido a su cariño al Padre, daba lugar a situaciones incluso divertidas. Refiero a continuación un suceso que lo ilustra.

En aquella primera reunión preparativa del viaje, don Pedro indicó que se avisara a la administración que siempre hubiera una jarra de jugo de naranja en la habitación del Padre, porque era muy importante que tomara la mayor cantidad posible para evitar que se enfermara de gripa. Nos llamó la atención la medida, porque era el mes de mayo, el más caluroso en la Ciudad de México, y no había ninguna epidemia. Sin embargo, se transmitió la indicación pero don Pedro, al ver que el Padre tomaba aquel líquido esporádicamente y en pequeñas dosis, comenzó a recomendarle que lo hiciera con mayor frecuencia. No conforme con ello, pasó a ofrecerle personalmente el jugo en diversos momentos y lugares de la casa, hasta que el Padre, con humor, le dijo algo así: «¡ya estoy harto de tanto jugo de naranja!, voy por un pasillo y te me apareces con el jugo, abro una puerta y ahí estás con la bandeja, me aprieto así —y hacía presión con los dedos en un brazo— ¡y me sale jugo de naranja!». Pero esto no impidió que don Pedro se mantuviera firme en su propósito hasta el final.

Mago Murillo y Tete Campero recordaban que el día que el Padre consagró el altar de Ipala, un centro de mujeres en Guadalajara, hacía mucho calor y le preguntaron después de la ceremonia si quería tomar jugo de naranja o prefería un helado, a lo que contestó que «si se apretaba un cachete (y hacía la seña), le saldría jugo de naranja por las orejas». Prefirió el helado.

Recuerdo, como si lo estuviera viendo, que el mismo día que san Josemaría se marchó del país, don Pedro nos comentó con total convencimiento: «El Padre no se enfermó, gracias al jugo de naranja».

RETRASO DEL VUELO

Hasta el día 14 por la mañana, la noticia del viaje no había trascendido, como lo habíamos deseado. Sin embargo, al hacer escala en el aeropuerto de Madrid, un periodista reconoció al Padre y comunicó mediante un telex: «Monseñor Escrivá de Balaguer rumbo a México». A partir de ese momento comenzaron las llamadas telefónicas y la radio repitió abundantemente la noticia en diversas estaciones. A quienes llamaron se les pidió que no fueran al aeropuerto para respetar la privacidad del Padre.

La llegada estaba prevista para las diez de la noche y quienes fueron al aeropuerto a recibirlos salieron con bastante antelación. Pronto se enteraron de que el vuelo tenía un largo retraso provocado por las aeromozas de Aeronaves de México, que habían declarado una huelga en Madrid, y que llegaría hasta las tres de la madrugada. Se regresaron a casa a esperar que transcurriera el tiempo para volver nuevamente al aeropuerto.

2.

EL 15 DE MAYO DE 1970

UNA VEZ CONFIRMADA LA NOTICIA de que el vuelo llegaría hasta las tres de la madrugada del día 15, don Pedro, fiel a su costumbre previsora, decidió celebrar la Misa para nosotros a la una de la madrugada, con el objeto de «estar más disponibles» desde el principio de la mañana, según nos comunicó. Las horas de espera se nos hicieron interminables, por el deseo tan grande que teníamos de ver al Padre.

«HE VENIDO A VER A LA VIRGEN DE GUADALUPE»

Nada más bajar del avión y después de abrazar a quienes lo recibían, san Josemaría comentó: «Vengo para rato». Y añadió: «Al menos, un mesecito…». En el breve trayecto del avión al edificio del aeropuerto dijo, lleno de alegría, algo que repetiría después en diversas ocasiones: «He venido a ver a la Virgen de Guadalupe y, de paso, a veros a vosotros..., ¿no os enfadáis por ser el segundo motivo?».

Don Javier viajaba de seglar en aquella ocasión para realizar con mayor agilidad los trámites migratorios. José Inés estaba encargado de evitar que se acercaran al Padre quienes no formaban parte de la comitiva que los recibiría. En medio del nerviosismo del momento, al ver a don Javier se confundió, pensó que era otra persona y actuó en consecuencia. Años después, en agosto de 1995, siendo ya prelado de la Obra, don Javier vino a México y le comentó en una tertulia:

Oye, José Inés, ¿te acuerdas que tú me quisiste echar de México? Habían dado órdenes de que no hubiese nadie en el aeropuerto cuando llegase nuestro Padre; yo bajaba con él, y llegó José Inés y me dijo: «¡sáquese de aquí!».

A pesar de que eran las tres de la madrugada, algunos periodistas aguardaban al fundador en el aeropuerto, con la intención de entrevistarlo. Al no hacer el recorrido normal de los viajeros, solo un reportero del diario Novedades logró acceder a él y le preguntó:

¿Puede usted decirme, monseñor, a qué viene a México? El Padre lo miró sonriente y le contestó con otra pregunta: «¿Es usted mexicano?» Pues sí, dijo el reportero un tanto desconcertado. «Entonces, ¿cómo me pregunta a qué vengo a México?: vengo a rezar a la Virgen de Guadalupe y, de paso, conoceré también a muchas hijas e hijos que pertenecen al Opus Dei en este maravilloso país». Y con esta respuesta terminó la entrevista.

De camino a casa, volvió a repetir que venía a rezar a la Virgen de Guadalupe, y añadió: «A pedirle por la Iglesia y por el papa, y quiero comenzar hoy mismo una novena en la Villa». Don Pedro le hizo ver que sería mejor que descansara aquel primer día, porque se encontraba a más de dos mil doscientos metros de altura y que había pasado casi veinticuatro horas de viaje desde Roma. Pareció acceder, pero quiso entonces pasar por la Basílica de Guadalupe. Don Pedro y Alberto Pacheco, que conducía el coche, le hicieron notar que la Basílica estaba cerrada a esas horas y que quedaba lejos de donde se encontraban en aquella parte del trayecto. Este forcejeo expresaba el enorme deseo que el Padre tenía de concretar cuanto antes el motivo principal de su viaje.

 

En el itinerario a casa pasaron por el centro de la ciudad: el zócalo estaba iluminado y san Josemaría comentó que era imponente, que la Catedral era preciosa, y que muchas capitales europeas ya quisieran tener el Palacio Nacional. No faltó una broma del Padre, alusiva a la fama de previsor de don Pedro, cuando mencionó que, al saber que el vuelo se retrasaría tantas horas, habían comentado en el avión que seguramente don Pedro los iba a estar esperando con tiendas de campaña en el aeropuerto.

LLEGADA A CASA Y VISITA DEL MÉDICO

Al llegar a la sede de la comisión regional, el automóvil entró directamente a la cochera, donde lo esperábamos los que no habíamos ido al aeropuerto. Algunos no lo conocíamos y tuvimos la impresión, desde ese momento, como si lo hubiéramos conocido de toda la vida, por la confianza y el cariño que derrochaba sobre cada uno. Pasó inmediatamente al oratorio a saludar al Santísimo y después estuvo unos momentos en el vestíbulo, rodeado de todos nosotros, con una alegría desbordante que nos contagiaba. Se dirigió a su habitación y todos, como atraídos por un imán, fuimos tras él, tanto que don Javier tuvo que hacernos reaccionar para que no nos metiéramos a su habitación, porque estábamos como hipnotizados con su presencia.

Por la mañana, el Padre dijo delicadamente a don Pedro que no metiera «a los niños» a la zona donde él y don Álvaro se alojaban, y don Pedro tuvo que aclararle que esos niños eran los que conformaban el consejo local del centro (Alfonso Monroy era el secretario, Jorge Castro el subdirector y yo el director). A partir de ese momento nos trató con especial cariño y comprensión porque, al menos en mi caso, mi inexperiencia afloraría en varios momentos.

Por tratarse de un día especialmente relevante e histórico, vale la pena recordar con cierto detalle lo que ocurrió en aquella primera jornada. A pesar de haber insistido al Padre que se levantara más tarde para reponer las muchas horas perdidas por el viaje tan largo, apareció en el comedor, con don Álvaro y don Javier, para desayunar con nosotros. Se sentó en la cabecera y estuvo bromeando con todos, diciendo que le parecía un sueño encontrarse en México, frase que repetiría muchas veces.

Después del desayuno llegó el doctor José Antonio López Ortega, supernumerario, para revisar al Padre y a don Álvaro, que había recibido el encargo de atenderlos durante toda la estancia. Teníamos la preocupación de que la altura de la ciudad pudiera perjudicarles. José Antonio les tomó la presión y resultó que la altura había afectado más a don Álvaro, lo que dio pie para que el Padre comentara con humor que de nada le servía su antigua ascendencia mexicana (su madre había nacido en Cuernavaca). El médico recomendó no salir aquel día de casa, sino permanecer y procurar descansar para reponerse, con lo que san Josemaría aceptó el consejo que había recibido anteriormente de comenzar la novena en la Villa hasta el día siguiente. Desde aquel momento el Padre se mostró lleno de agradecimiento con José Antonio.

SU PRIMERA MISA EN AMÉRICA

Un rato después, san Josemaría celebró su primera Misa en América —¡otro suceso de especial trascendencia para la historia del Opus Dei!— en el oratorio de la casa, ante una imagen de la Virgen de Guadalupe. El altar, el frontal, el retablo y los candeleros habían pertenecido al primer oratorio de la Obra en nuestro país: el centro ubicado en la calle Londres 33, en 1949. Después de celebrar, san Josemaría permaneció un largo rato dando gracias, sentado en la banca delantera de la capilla.

La administración sacó en la comida de ese día una fuente de frutas variadas del país, entre ellas un durazno de gran tamaño. San Josemaría comentó con viveza que aquí todo era más grande que en Europa. Pero al probarlo dijo que, aunque era bueno, los melocotones de Aragón eran más sabrosos. En días sucesivos siempre aparecía algún durazno, cada vez más grande. El Padre lo probaba, pero invariablemente comentaba que, con ser magnífico, los de su tierra eran más sabrosos. Don Pedro, haciendo alusión a sus orígenes personales, escribió: «Yo quise meter baza elogiando los melocotones de Murcia, pero el Padre —como tantas veces en años anteriores— se metió conmigo diciendo con buen humor que era el colmo pretender presumir de murciano».

Durante la tertulia posterior a la comida del mediodía, en la terraza del jardín, nos habló de sinceridad, fidelidad y audacia en el apostolado, con una fuerza que hacía vibrar. Existe la costumbre para los numerarios y los agregados, hombres y mujeres, de usar un anillo a partir de la incorporación definitiva a la Obra, que simboliza la fidelidad a la vocación. San Josemaría solía pedirles sus anillos, ponérselos en los dedos y comentar, como lo hizo en aquella ocasión, que le gustaba «enjoyarse con las virtudes de sus hijos». En otro momento de aquel rato de convivencia, nos mostró el crucifijo de bolsillo que llevaba siempre consigo, dejó que fuera pasando de mano en mano y que quienes quisieran lo besaran. Era un gesto con el que fomentaba, en nosotros, la piedad y el amor a Jesucristo. Habló también de dos sacramentos a los que se referiría con mucha frecuencia en los días sucesivos, durante los diversos encuentros que tendría con personas de todos los ambientes: la Eucaristía y el sacramento de la Confesión.

UN NOTARIO DE CULIACÁN

Por la tarde recibió individualmente a algunas personas, entre ellas a Ignacio Lomelí, notario de Culiacán, que era agregado del Opus Dei y se encontraba en la Ciudad de México por asuntos profesionales. Nacho padecía una diabetes que no le impedía hasta aquel momento trabajar con plena intensidad. El Padre lo trató con tal cariño que, al salir de la entrevista, las lágrimas le corrían por las mejillas. Aquella conversación supuso para él un fuerte impulso para su vida espiritual y para que arraigara en él la enseñanza de san Josemaría de dar prioridad al trato con Dios en la oración.

Años después, don Javier recordaría —en el viaje a Monterrey, en el verano de 2009—, que antes de pasar Nacho a la sala de operaciones para cortarle la pierna por la diabetes, en el año de 1985, había comenzado a hacer la media hora de oración mental que acostumbraba, y debió interrumpirla porque llegaron a recogerlo. Y que, al despertar de la anestesia después de la operación, lo primero que comentó había sido que deseaba terminar la oración que había suspendido.

PRIMERA TERTULIA CON LAS MUJERES

Poco después de las seis de la tarde, el Padre pasó a Goya, la administración de la comisión regional y del CIES. En la sala de estar se reunió un número de mujeres muy superior a la capacidad del lugar, para la primera tertulia que tendrían con el Padre. Nada más entrar, les anunció: «Os traigo unos dulces y, para la asesoría, un cáliz de esmaltes», y entregó a Cristina Ponce —secretaria regional— un cáliz de copa ancha, envuelto en una funda de lino muy blanca.

Las asistentes comenzaron a intervenir espontáneamente. Una de ellas comunicó a san Josemaría que, aquel mismo día, varias mujeres habían pedido su admisión a la Obra. El Padre comentó:

Pero vosotras no les habréis dado facilidades, ¿eh? No deis facilidades jamás, hijas mías. La vocación es un tesoro que hay que ganárselo a pulso. En el Opus Dei tenemos muchas vocaciones, pero necesitamos muchas más; cuantas más vengan, mejor, porque el mundo no es tan pequeñito, y hemos de ir a muchos sitios.

Se refirió al trabajo del hogar y, concretamente, a las numerarias auxiliares, que realizan una labor muy valiosa cara a Dios, y que la fuerza de sus palabras deriva de la vida que llevan:

Os aseguro que producen un gran efecto las palabras sinceras, sencillas, eficaces de una hija mía auxiliar. ¿De qué hablan? De lo que viven. Y ¿qué viven? ¡Una vida divina en la tierra! Por eso convencen, porque se ve que allí, en lo que dicen, no hay ninguna cosa de teatro, que todo está lleno de sinceridad.

Se notaba cómo el Padre disfrutaba con sus hijas, a las que veía y oía con tanto cariño. En un momento dado comentó que el jugo de naranja que le habían dado estaba muy azucarado; don Pedro aclaró que no le habían puesto nada de azúcar, ante lo cual el Padre se dirigió a las asistentes: «Entonces las naranjas de aquí son tan dulces como vosotras. ¡Cómo habláis! Es una delicia oíros».

EL SUEÑO DE VISITAR GUATEMALA

Julio Ortiz cuenta que don Antonio Rodríguez Pedrezuela, consiliario entonces en Guatemala, al enterarse el mismo día 15 que el Padre estaba en México, intentó hablar con don Pedro, pero la sorpresa fue mayúscula porque quien se puso al teléfono fue don Álvaro, que con mucha gracia le dijo: «Antonio, ¿qué deseas?». «Nada, don Álvaro, solo quería confirmar que el Padre está en México». Don Álvaro le indicó que no hacía falta que fueran de Guatemala a México, porque el Padre tenía planeado ir en ese viaje a Guatemala. Y le dio algunas indicaciones para que prepararan su llegada. La alegría de todos en la región de América Central —en esa época integrada por tres países: Guatemala, El Salvador y Costa Rica— fue indescriptible.

Y concluye Julio, con cierta nostalgia:

Se empezó a preparar todo para recibir al Padre, pero a fines de mayo don Álvaro llamó a don Antonio para decirle que la estancia en México se prolongaría más tiempo y que ya no sería posible que, en esta ocasión, el Padre fuera a Guatemala como era su deseo.

ALMA CONTEMPLATIVA Y CARIÑOSA

Sobre esta primera jornada de san Josemaría entre nosotros, don Pedro escribió:

La síntesis de cuanto ocurrió aquel día 15 de mayo puede hacerse diciendo que todos y todas, especialmente quienes no lo habían visto nunca cara a cara, estaban impresionados con el Padre. El inmenso cariño que demostraba a sus hijos, su visión sobrenatural, el alma contemplativa que se traslucía en todas sus conversaciones, junto con su espontaneidad y oportuno sentido del humor, dejó a todos deslumbrados.

Y añadió una consideración —que comparto plenamente— sobre el modo como aquella presencia del Padre repercutía en quienes teníamos la suerte de estar con él, así como la reacción que provocaba:

Pude observar que los que le conocieron en aquel día —aun los menos comunicativos—, lejos de sentirse inhibidos, se convertían en personas locuaces y extrovertidas. En aquellos ratos de tertulia con el Padre, cada uno se sentía el centro de su predilección y aun de toda la conversación. Tal fue como una vez más se manifestó aquel maravilloso don de gentes que el Señor concedió a nuestro fundador.

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