Filosofía en la cocina

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3. Intermedio pedagógico

Leer es comer y escribir es cocinar: estas son las imágenes de que se nutren las metáforas alimentarias. Y a veces la coincidencia llega tan lejos, hasta ese punto de frágil equilibrio en que la metáfora se hace realidad, que podríamos llegar a pensar que basta con comer las letras para aprenderlas.

En este sentido nos encontramos con todo el aparato pedagógico que aconseja dar de comer a los niños dulces, galle- tas, pan y pasta en forma de letras, para que aprendan de manera rápida y fácil el alfabeto. Lo recuerda Horacio en la primera sátira:

... ut pueri olim dant crustula bandi

doctores, dementa velint ut discere prima.

«Crustula», costrones, golosinas con forma de letras del alfabeto.

Lo repiten François Rabelais en Gargantúa y Pantagruel, cuando el joven Gargantúa es instruido por un teólogo en las letras latinas con la ayuda de formas hechas de harina, y Oliver Goldsmith, novelista inglés del siglo XVIII, en El vicario de Wakefield, en la escena en que el propio vicario visita una casa y distribuye entre los niños letras del alfabeto elaboradas con pan de jengibre. Por no citar un delicioso libro para niños, que a mis hijos les encantaba, en el que se cuenta que la perrita de la casa, Martha, aprende a hablar precisamente comiendo la pasta de letras que dejaban los niños17. Posibilidad que me veo obligada a contemplar con cierta aprensión cuando se me ocurre darle al perro la pasta de letras que ha sobrado de los míos. En cualquier caso, es un hecho que aún hoy a los niños les produce un placer especial ir pescando de la sopa las minúsculas letras del alfabeto hechas de pasta, o morder las crujientes galletas alfabéticas que en algunos países se llaman, no sé muy bien por qué, «pan ruso».

4. Poesía y literatura alimentaria (segunda parte)

Por fortuna el apetito de lecturas, a diferencia del físico, no se sacia nunca, aunque Kierkegaard se sonríe de esta presunta hambre insaciable al recordar la anécdota del escritor que, preguntado por el lector, que acababa de leer un libro suyo, si pronto escribiría otro, se siente halagado «de tener un lector que apenas ha acabado de leer un voluminoso libro y, a pesar del cansancio, conserva intacto el apetito»18.

De Kierkegaard y de sus metáforas alimentarias hablaremos con mayor extensión más adelante, en la parte dedicada a la dieta filosófica. Sin abandonar de momento el ámbito de la lectura y de la literatura alimentaria, recordaré un pasaje de El difunto Matías Pascal, de Luigi Pirandello. Matías Pascal, el hombre que perderá la propia identidad y cuyo recuerdo perderán los demás, acaba de convertirse en bibliotecario de la biblioteca Boccamazza o de Santa Maria Liberale. «Estando allí solo, consumido por el aburrimiento», decide comer a su vez para no acabar devorado; y comienza por lo que tiene a su alrededor, esto, es, por los libros. De modo que se pone a leer de todo, desordenadamente, y descubre con estupor que el consumo de libros no produce pesadez de estómago, como el de los alimentos. Es cierto que los libros, «especialmente de filosofía», pesan mucho. «Y sin embargo, quien se alimenta de ellos y se los mete en el cuerpo, vive entre las nubes»19.

Marguerite Yourcenar parece sostener una opinión algo distinta respecto a la ligereza y pesadez de los libros/alimentos: los grandes escritores clásicos —escribe—, Marco Aurelio, Agustín, Petrarca, Montaigne, Saint-Simon, son como «algunos alimentos especialmente nutritivos, que solo se pueden digerir si se diluyen o suavizan con otros de más fácil asimilación». De ahí que, según ella, es mejor alternarlos con la lectura de Fénélon o Chateaubriand, autores que evidentemente considera más ligeros...20

La palabra es comida, el conocimiento es alimentación, el saber es sabor; la escritura es cocina. Concluiré esta visión panorámica de la lectura y literatura alimentaria con dos escritores casi contemporáneos: el ensayista francés Roland Barthes y el escritor y psicoanalista brasileño Rubem A. Alves.

Mencionaré la lección inaugural pronunciada por Barthes en el Collège de France en 1977, que es un elogio a la vez del olvido y de la sabiduría; y lo es porque esta nace de aquel, en el momento en que, después de haber estudiado y enseñado mucho, se pasa por la experiencia de desaprender, es decir, de dejar que el olvido proceda a sedimentar conocimientos, culturas y creencias, para hacer que aflore a la superficie tan solo la nata del saber:

Esta experiencia tiene, según creo, un nombre ilustre y démodé, que osaré utilizar aquí sin complejos, precisamente en la ambivalencia de su etimología: Sapientia; ningún poder, un poco de sabiduría, un poco de buen juicio y el máximo sabor posible.21

El otro autor que mencionaré no se limita a una nota tan sobria. Su obra se presenta deliberadamente como una preparación culinaria, sobre todo en un extraordinario librito de reciente aparición. El título en su versión portuguesa es O Poeta, o Guerréiro, o Profeta, pero la traducción italiana (Parole da mangiare [Palabras para comer]) ha querido acentuar expresamente la coincidencia entre palabra y comida que está presente en toda la obra. Más aún que en la identificación entre leer y comer, Alves insiste en la equivalencia entre escribir y cocinar: manejo las palabras, escribe, como el cocinero prepara la comida, y las cocino con esmero, preparándolas escrupulosamente por anticipado. Fiel a su metafísica que predica que «el mundo no existe para ser objeto de contemplación», Alves, cayendo casi en una simplicidad precisamente de «filosofía alimentaria», en que el sujeto devora el objeto y todo acaba aquí (veremos la crítica de Sartre a esta postura), sostiene que el mundo «existe para ser comido, para ser transformado en banquete»; puesto que pensar es transformar nuestras ideas crudas, y cualquier lectura es una comida en la que se distribuyen «palabras para comer...»22.

Quién sabe si es consciente de este proceso simbólico y metafórico el publicista que, para incrementar las ventas de una editorial de libros infantiles, lanzó la idea de «merendar en la librería». Solo sé que uno de los mayores placeres que tenía de niña, por no decir el mayor, era «comer con el tebeo». Así se llamaba en la jerga familiar de los hermanos aquel acto prohibido y deseado, que solo podía realizarse cuando los padres comían fuera —cosa muy poco frecuente en nuestra casa. El ritual consistía en amontonar pilas de tebeos sobre la mesa y apoyar el ejemplar elegido en el vaso (lleno de agua, porque de lo contrario no habría aguantado el peso) para leerlo en total y gozoso silencio mientras se iba comiendo.

En resumen, un placer semejante al que Lewis Carroll prevé para Alicia, ya que el pozo en el que va cayendo lentamente al comienzo de la historia está sembrado de libros y de tarros de mermelada, los placeres de los niños de antes. Aún ahora, la niña que hay en mí experimenta un infinito placer, desgraciadamente raras veces permitido, comiendo en silencio, sola, con un libro apoyado en el vaso.

Capítulo segundo
Naturaleza y cultura


Figura 2

Representación de mágeiros o cocinero sacrificial.

Obsérvese el cuchillo que pende de las cintas del delantal.

De Olivier Masson, Deux statues de sacrificateurs, en

Bulletin de Correspondance Hellénique, XC, 1966, pp. 17-19.


1. Lo cocido y lo crudo

La antropología cultural nos ha presentado como un descubrimiento original la contraposición entre la naturalidad de lo crudo y la sociabilidad de lo cocido. En cualquier caso, mucho antes que Lévi-Strauss muchos otros se habían percatado ya de la relación entre estas realidades.

El problema de la relación entre naturaleza y cultura, entre physis y téchne, ya había sido ampliamente discutido en tiempos de los filósofos presocráticos Demócrito y Epicuro. Lo curioso es que en la discusión sobre este tema siempre abundaron las referencias, más o menos rigurosas, a la cocina y a la preparación de los alimentos. Es decir, que afirmaciones que hoy en día parecen incluso algo atrevidas, como la de que la cocina sea definida como un factor cultural de pleno derecho (sin el eufemismo reduccionista que la define como «cultura material»), se daban en cambio casi por descontadas muchos siglos atrás.

Atenión, un autor de la comedia ática, introduce por ejemplo en su comedia Samothraikes el personaje de un cocinero que celebra la epopeya triunfante del arte culinario. La situación es cómica, por supuesto, y las palabras son irónicas. Pero no es un tema que haya que despreciar con una sonrisa. Nuestro cocinero sostiene que la civilización se lo debe todo a la cocina; que el proceso de civilización comenzó con la matanza del primer animal y que se desarrolló con la introducción de la sal y de las especias, el descubrimiento de comidas cada vez más elaboradas —sopa de verduras, pescado en papillote, sémola, miel—, etc. Fue el arte del cocinero el que liberó a la humanidad del estado primitivo de barbarie y la introdujo, gracias a los geniales inventos culinarios, en la corriente de la vida civilizada.

Atenión realiza una parodia de Lucrecio que, en De rerum natura, había presentado algunas fases del desarrollo de la humanidad y del refinamiento de las costumbres: la formación de comunidades y la construcción de cabañas, el nacimiento del lenguaje, la aparición de las comunidades políticas y de la propiedad privada e, inmediatamente antes, el descubrimiento del fuego, con el que los hombres aprendieron a cocer los alimentos inspirándose en la acción del sol. Ya que, propiamente hablando,

 

Aprendieron del sol a cocer la comida

y ablandarla al calor de la llama, al observar

cómo muchos frutos del campo maduraban,

vencidos por el azote de los rayos y los ardores del sol.1

Lucrecio hablaba en serio, no estaba parodiando. Como tampoco lo hacía el autor de un tratado de cocina alemana de los primeros decenios del siglo XIX. El autor, un tal Joseph König, heredero de Montesquieu y de Condorcet, empieza relacionando el arte culinario con el carácter nacional de los pueblos, con sus intereses generales y particulares; después, no contento con eso, continúa relacionando el desarrollo del arte culinario con el nivel de civilización de los propios pueblos.2

En definitiva, la cocina al parecer ha luchado siempre por procurarse un lugar en el sol entre las distintas formas de cultura reconocidas como tales, y por asegurarse el ingreso en el mundo de la cultura cocida, y cocida en el punto justo: no demasiado rápidamente (quemada) ni demasiado lentamente (estropeada o pasada). Pero la lucha fue dura, sobre todo a causa de la terrible oposición que mantuvo frente al arte culinario una autoridad como el filósofo Platón.

2. Cuestiones de competencia

De la alimentación de Platón poco sabemos, excepto que comía con avidez olivas e higos secos, dieta por otra parte bastante usual para un ateniense del siglo IV a.C., e incluso de hoy en día. Pero lo que sí sabemos es que se las tenía con la gastronomía (téchne magairiké) y que no perdía ocasión de atacarla encarnizadamente.

Y lo hacía siempre en el contexto antes mencionado de la relación entre el arte y la práctica. Pero si lo que él definía como téchne, y nosotros traducimos ambiguamente como «arte», lo interpretamos como «cultura» en el sentido actual del término, nos aproximaremos más al sentido de sus palabras. Platón nunca habría admitido que cocinar fuera cultura, aunque admitía condescendiente que el arte de preparar los alimentos exige una cierta habilidad, además de un conjunto de conocimientos.

Cuando quiere definir las competencias de la justicia, en la primera parte de la República, Platón argumenta haciendo uso de ejemplos de la medicina y del arte culinario: del mismo modo que a la primera corresponde la tarea de prescribir al cuerpo fármacos, alimentos y bebidas curativas, así también al segundo le corresponde la función de proporcionar a la comida un sabor agradable. Asimismo en el Eutidemo el cocinero es apreciado por su habilidad para desempeñar su oficio: a él le corresponde, en su función de carnicero, degollar y desollar a los animales, cortarlos en pedazos y cocer o asar sus carnes...3 Respecto a la competencia, adoptaba al parecer en el fondo la misma postura que Diógenes (el filósofo cínico que vivía en el tonel). A quien le preguntaba por qué para enfrentarse con un proceso había contratado a un orador, Diógenes le replicó que si hubiese dado un banquete habría contratado a un cocinero4. A cada uno lo suyo.

Y sin embargo esta capacidad —expertise, diríamos hoy— sigue siendo para Platón una simple actividad práctica, vinculada con la costumbre y con la repetición pero no basada en reglas teóricas. En cambio, el arte, la téchne, exige un conjunto de normas generales y un conocimiento exacto del objeto que trata y de su naturaleza. Creo que todos nosotros estaremos de acuerdo en definir el arte culinario como una disciplina que implica tanto el ejercicio práctico, esto es, el conjunto de operaciones que se refieren a la elaboración y confección de alimentos, a la elección de las bebidas y al ritual de la mesa, como los principios y reglas que permiten lograr los mejores resultados posibles. Pero ¿estamos realmente dispuestos a concederle un estatus teórico además de empírico? Platón no lo habría hecho nunca. Cocinar no puede ser un arte (téchne) —escribe en el Gorgias— «porque no puede dar razón alguna sobre la naturaleza de lo que procura a aquel a quien lo procura, hasta el punto de no poder decir nada sobre la causa o fundamento de cada una de sus aportaciones». En resumen, el cocinero maneja tan solo materiales cuya naturaleza se le escapa; sabe usarlos pero no los controla, como hacemos nosotros, profanos, cuando utilizamos la televisión, el ordenador, la nevera o el microondas.

El hecho es que, según Platón, junto a las artes «verdaderas», como son en su opinión la política y la medicina, que tienen por objetivo velar por el bienestar del alma y del cuerpo respectivamente, conviven pseudoartes, que no son más que las correspondientes formas opuestas a las primeras: bajo la apariencia de mirar por el bienestar del alma y del cuerpo, en realidad tienden a procurar placer —y la refutación del placer es, como es sabido, uno de los puntos principales de la doctrina platónica. Estas pseudoartes son, por mencionar solo algunas, la gimnasia y la cosmética, la retórica y la cocina (¿no habíamos dicho que las palabras son alimento?). El orador y el cocinero son personas capaces tan solo de halagar el alma y el paladar con placeres, frente al político y al médico, que buscan en cambio el verdadero bien del alma y del cuerpo:

Sócrates: Pregúntame ahora qué clase de arte es, a mi entender, la cocina.

Polo: Está bien. Te lo pregunto: ¿qué clase de arte es la cocina?

Sócrates: No es ningún arte, amigo Polo.

Polo: ¿Qué es, pues? Dímelo.

Sócrates: Te lo digo, sí. Es una adquisición experimental.

Polo: ¿Relativa a qué? Contesta.

Sócrates: Por supuesto que te contesto. Relativa, amigo Polo, a un modo de deparar agrado y placer.5

Caracterizada como práctica empírica capaz tan solo de procurar placer, a nuestra cocina no le queda sino unirse a la retórica, arte que, en opinión de Platón, también es falso, perverso y sofístico.

Al pronunciar esa condena conjunta, Platón no hace otra cosa que confirmarnos en la interpretación según la cual el arte de la palabra y el arte de la cocina comparten el mismo destino, porque se ocupan del mismo objeto. La verborrea y el discurso gratuito y vacuo del orador están en Platón implícitamente unidos a la destemplanza alimentaria: el placer de la palabra y el placer de la comida coinciden de hecho en la boca, sede incuestionable de la culpa: comidas excesivamente elaboradas por el arte culinario equivalen a palabras excesivamente elaboradas por la retórica. Esta cuestión, que ahora solo presentamos, la desarrollaremos extensamente en el último capítulo, dedicado al pecado de gula contemplado exactamente desde esta perspectiva, como un exceso de comida y de palabras.

3. La boca

Así que, teniendo en cuenta esa condena conjunta de retórica y cocina, la boca se ha convertido en la sede de la ambigüedad y de la culpa. Y es precisamente de la boca de la que nuestro recorrido alimentario-filosófico nos lleva ahora a ocuparnos.

La boca, nos recuerdan los neurofisiólogos, y lo afirmábamos nosotros en la introducción, es un lugar de transición y de mediación entre los órganos sensoriales periféricos y viscerales, entre el interior y el exterior. Se encuentra en el cruce del esófago, la faringe y la laringe, esto es, entre las funciones nutritiva y respiratoria. Es ahí donde «se respira, se traga, se saborea, se habla; es un lugar de tránsito corpóreo sobreutilizado por el ser humano, que en este lugar rompe su aislamiento existencial poniendo en comunicación el exterior con el interior»6. En la boca se confunden, observaba Hegel, «la palabra y los besos, por un lado, y la comida, la bebida y el esputo, por el otro», es decir, el punto supremo del espíritu y la sede de la pura animalidad. Exactamente del mismo modo que, explicaba el filósofo alemán, «los órganos de excreción y los genitales, el punto supremo y el ínfimo de la organización animal coinciden íntimamente en muchos animales»7.

Pero la boca es asimismo un lugar donde no hay luz, es también el orificio que cierra, además de abrir, el contenedor de nuestro cuerpo, que sella mi oscuridad interior. «El yo soy es interior»; «todo interior es de por sí oscuro...», escribía Ernst Bloch, «y lo que hay en el interior de mí cuece poco a poco, rebulle lentamente...»8.

La palabra que origina el mundo, el lógos griego, el verbum latino nació en la boca, como nació en la boca la palabra que originó a Cristo, porque la anunciación no es más que concepción mediante la palabra. María recibe la anunciación del espíritu, absorbe las palabras, se queda encinta y da a luz al niño Jesús. Exactamente igual que las pitias y las sibilas de la tradición griega clásica o las profetisas agnósticas y las participantes en los misterios órficos recibían el espíritu, la palabra, en sus entrañas y, preñadas de entusiasmo, parían no niños sino palabras9, palabras proféticas como las que Ezequiel engullía al comer el rollo divino.

No digo esto para entrar en el terreno, desbrozado por Freud y recorrido a lo largo y a lo ancho por sus epígonos, de la relación entre oralidad y sexualidad, de la que volveremos a hablar más adelante. Lo digo más bien para reafirmar, mediante el paralelismo entre «bucal» y «sexual», digestivo y erótico, la idea del cuerpo como contenedor de comida y de palabras. Entrando por la boca y deslizándose por los costados o por el interior de la laringe, faringe y esófago, las palabras van a parar al contenedor del cuerpo y de la mente para ser engullidas, digeridas y devoradas10.

En la primera fase de esta actividad participan también los dientes y la lengua. Que se ocupa de rebanar palabras («lengua cortante», «lengua afilada», «lengua bífida» ¿para ensartar mejor palabras y mentiras?), cortarlas en pedacitos (parlotear en griego antiguo es kòptein, cortar en pedazos, fragmentar), precisamente como hace el cuchillo del juicio que en Dante, como ya hemos visto, elimina las partes defectuosas de su escrito, o como la navaja de Occam, que elimina en cambio los entes superfluos.

Pero el cuchillo es, junto con el delantal, el símbolo con el que se identifica inmediatamente al cocinero, como nos disponemos a constatar, al cocinero corta-alimentos y corta-palabras. Lo que nos da pie para pasar a ocuparnos con más propiedad del arte y práctica de la cocina de las palabras.

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