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La alhambra; leyendas árabes

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VII

Entretanto los cristianos tomaron á Loja, y mientras Muley-Hhacem fué á su socorro, su hijo Boabdil, ayudado por su bando, se rebeló abiertamente en Granada proclamándose rey; los vasallos leales del rey acudieron á su defensa, acaudillados por el wazir y por el walí de la ciudad: hubo un reñidísimo combate en las calles, y los rebeldes lograron apoderarse del Albaicin. El populacho ansioso de novedades y trastornos, se declaró por el hijo y desbarató á los que venian con gentes á nombre de su padre. En vano algunos buenos caballeros pretendian restablecer la paz: el rey Muley-Hhacem, dejando lo de Loja acudió á Granada, y ayudado por su hermano el infante Zelim walí de Almería, pudo recobrar la Alhambra á escepcion de una torre que defendia el alcaide Aben-Comixa, que despues fué wazir de Boabdil.

Con estas ventajas el rey viejo y el infante su hermano, se atrevieron á bajar á la llanura, pero fueron desbastados.

Encastillados el rey Chico y el rey Viejo, el uno en el Albaicin, el otro en la Alhambra, cansados de matarse sus parciales, se suspendieron los horrores de la guerra civil, pero sin ceder el padre ni el hijo.

Abul-Hhacem desesperado, y viendo que entretanto Loja se perdia, marchó de nuevo en su socorro, pero apenas salió de la Alhambra, cuando se apoderó de ella el alcaide Aben-Comixa y la entregó al rey Boabdil. Entretanto su padre hacia levantar el sitio de Loja á los cristianos.

Pero si Abul-Hhacem habia recobrado á Loja, habia perdido á Granada.

Boabdil habia sido proclamado rey.

Abul-Hhacem, no pudiendo hacer otra cosa, por consejo de su hermano Abdalá-al-Zagal, se retiró á Málaga, que con Guadix era de su alcaidia, y se mantuvieron fieles al rey.

VIII

Al fin, despues de desastrosos hechos civiles, en que cada dia se insurreccionaban las salas de Granada, y mientras el ejército de los castellanos acometian las fronteras, el rey Muley-Hhacem, viejo ya y achacosa, cedió la corona á su hermano Abdallah-al-Zagal.

Su hijo, que habia sido hecho cautivo por los cristianos en la batalla de Lucena.

La sultana Aixa-la-Horra, pedia su auxilio á los Reyes Católicos, y estos se lo concedian, mas porque Boabdil fuese á turbar con la guerra civil á Granada y á debilitarla, que por otra razon.

Boabdil, con la ayuda de los cristianos, se apoderó del Albaicin y despues de la Alhambra.

Su tio Abdallah-al-Zagal se retiró á Málaga y Almería.

Y siguió la guerra civil.

Y siguieron los cristianos adelantando en las fronteras.

Al fin Boabdil firmó una alianza con los Reyes Católicos, declarándose su vasallo.

Los Reyes Católicos, que ya se habian apoderado de Málaga ayudando á Boabdil contra su tio, se apoderaron de Baza, despues de un largo sitio.

Aterrado Al-Zagal con la pujanza de los cristianos, se presentó á la merced de los Reyes Católicos, firmó con ellos perpétua alianza, se declaró su vasallo, y les entregó sus ciudades de Guadix y Almería.

Los Reyes Católicos ofrecieron en cambio al Zagal la taa de Andarax y el valle de Alhaurin con todas sus alquerías y la mitad de las salinas de Maleha.

Rindiéronse asimismo las fortalezas de Taberna y Seron en el interior y las marinas de Almunekab y Jalubania, todo lo cual aconteció el año ochocientos noventa y seis127.

IX

Quedaba, pues, único señor del reino, pero de un reino deshecho, despedazado por los bandos civiles y casi destruido, el rey Boabdil.

En tales tiempos está consignada la tradicion del patio de los Leones que vamos á referir á nuestros lectores despues de los antecedentes descriptivos é históricos que hemos creido necesarios.

X
LA SULTANA ZORAIDA

Era esta desgraciada una joya de Dios.

Apenas habia cumplido veinte primaveras, y ya sus dias eran tristes y sus noches sin sueño.

¿Quién podrá encarecer su blancura, mas intensa que la de la plata vírgen, ni quién sus cabellos dorados como el oro de Arabia?

Sus ojos eran azules como el cielo despejado de una tarde de primavera, y sus pupilas negras como una noche de tempestad.

Y como de la tempestad salen los relámpagos, de las negras pupilas de Zoraida salian tambien relámpagos de amor.

¿Por qué aquella hurí mortal, aquel ramillete de perfeccion estaba triste y silenciosa, sentada en la fresca y embalsamada sala de los Divanes128?

¿Por qué las lágrimas corrian lentas é incesantes á lo largo de sus megillas?

¡Ay! Zoraida en aquella maravillosa cámara era una garza real aprisionada en una jaula de oro y pedrería.

Y como la garza desde su encierro recuerda los anchos espacios, y el magnífico espectáculo de la tierra vista desde las alturas, y al recordarlo inclina apenada la cabeza, así Zoraida recordaba otros espacios en que se habia remontado su alma hasta el cielo del amor y de la felicidad.

¿Qué se habian hecho sus sueños?

Habian desaparecido quemados por el beso impuro de Boabdil.

En mal hora su padre la habia arrebatado del silencioso alcázar de Málaga en donde pasó su infancia, arrullada por el canto de su nodriza y de sus doncellas.

En mal hora la llevó á Granada.

Y en dia de muerte la llevó á los miradores de Bib-Arrambla, para que con ocasion de unas cañas y torneos, sortijas y toros, fuese admirada y vista su hermosura por los caballeros granadinos.

Y por el rey Boabdil.

Y por el abencerrage Ebn-Ahmed.

Boabdil habia sido su esposo.

Ebn-Ahmed se habia atrevido á dirigirla primero miradas, y luego suspiros, y al fin palabras de amor.

¡Oh, y cuán ardientes, cuán tristes, cuán apenadores eran los recuerdos de la sultana Zoraida!

Una lámpara de oro incrustada en nácar, enviaba al semblante de Zoraida una ténue y dulce claridad que brillaba en sus lágrimas.

Era muy tarde, y la sultana no habia dormido.

Era cerca del amanecer.

Los guardas de la muralla de la Alhambra, rendidos al sueño, no dejaban oir su grito de vigilancia: todo reposaba en el alcázar.

Sin embargo, por el adarve del jardin del mirador de Lindaraja, se veian alejarse dos sombras hácia un ángulo de la muralla: á la dudosa luz del alba que empezaba á esclarecer, se notaba que la una sombra era un hombre, la otra una muger.

Al llegar á aquel ángulo, la muger desenvolvió una escala y la arrojo á fuera.

– El dia viene, dijo al hombre: por fortuna he podido alejar á los guardas: aprovecha este momento para alejarte, walí: recuerda que no es tu vida la que espones, sino la vida y la honra de una desdichada.

– De un arcángel de muerte, murmuró con voz ronca el hombre.

–¡Ah! ¡infeliz!.. ¡infeliz de ella! ¿olvidas que es esposa de Boabdil?

– ¡Oh! ¡si me amara, qué importan la muerte y la deshonra, y los tormentos, á trueque de un instante de felicidad!..

– Vete, vete, walí Ebn-Ahmed; ¡si los guardas volvieran!..

– He subido por esta escala con la alegría del sol que sale, y la bajo con la tristeza del sol que se pone: yo habia esperado ver mi cielo; pero mi cielo ha estado nublado para mí.

– Oye, walí, y espera y alienta tu esperanza… mi señora me ha dicho para tí estas palabras:

«Esta noche en Generalife, al pie del ciprés de Abul-Walid.»

– ¡Ah!

– Vete, pues.

– ¡Otro dia!

– Un dia de hermosa esperanza, y despues… una noche de felicidad.

– ¡Og-allah!129 esclamó Ebn-Ahmed; y arrancándose una joya la entregó á la esclava, y se deslizó por la escala.

 

Cuando la escala perdió su fuerte tension, señal clara de que el que habia descendido por ella habia tomado tierra, la muger la recogió.

Luego se inclinó sobre el adarve y escuchó atentamente.

Poco despues, allá á lo lejos, pasando por un puente del Darro, y trepando por la vecina cuesta del Chapiz, se escuchó el sonoro galope de un caballo.

XI
EL SULTAN BOABDIL

Granada estaba amenazada.

Los Reyes Católicos, despues de haber conquistado las principales villas y ciudades del reino, habian acampado delante de Granada, llevando consigo la flor de sus caballeros.

Y delante de Granada, en la vega, habian levantado su ciudad real.

La ciudad de Santa-Fé.

Un dia aquella ciudad, que solo habia sido antes un real, apareció cercada de muros.

Cuando aquello vieron los moros desde la Alhambra, se maravillaron porque la tarde antes no existian aquellos muros, y no podian comprender cómo se habian levantado en una sola noche.

Aquello era una industria de los cristianos.

Por ella se cantó aquel romance que dice:

 
Cercada está Santa-Fé
de mucho lienzo encerado.
 

Pero muy pronto los muros de lienzo se convirtieron en muros de piedra, y el real de los Reyes Católicos se convirtió en ciudad.

Y á pesar de que aquella ciudad con sus muros, sus torres y su caba, se levantaba delante de Granada, el rey Boabdil dormia como si hubiese estado completamente en paz con los cristianos.

Dormia en el mirador de Lindaraja entre los brazos de una esclava.

Lentamente la luz del dia fué creciendo, y la esclava despertó, se envolvió en su túnica y se sentó en el diván.

Poco despues de la aparicion del alba, un ronco son de atakebiras, dulzamas y atavales rasgó el espacio, y cuando cesó este clamor guerrero, se escuchó la voz del mueden de la mezquita del alcázar que llamaba á la oracion de Azzobih.

Boabdil se levantó, sonrió á la esclava, y fué á hacer su ablucion á la fuente de la sala de las Dos Hermanas.

Despues se prosternó con el rostro vuelto al oriente, y oró un momento.

Luego fué al diván, se reclinó en él indolentemente é hizo una seña á su esclava.

Esta se levantó y fué á una puerta.

Salió, y poco despues entraron otras cuatro hermosísimas esclavas.

La una traia un arquilla llena de perfumes y aguas olorosas, la otra una fuente de oro, la otra un espejo, la otra una rica tohalla.

Las esclavas se arrodillaron, y luego se apoderaron del rey y le ataviaron.

Despues se retiraron las esclavas, y entraron cuatro walíes escuderos del rey.

Le armaron; pusiéronle su manto de púrpura sobre los hombros, la espada al costado, y la corona en la cabeza.

Despues el rey se trasladó á la cámara de Embajadores y recibió á su corte.

En el patio del Mexuar ondeaba su estandarte.

Los caballeros que le rodeaban, estaban cubiertos de resplandecientes arneses.

¿Salia Boabdil contra los cristianos?

No: iba á una fiesta de cañas en Bib-Arrambla.

XII
LAS CAÑAS SE VUELVEN LANZAS

¡Cuán engalanada se muestra la plaza!

Parece que los bosques la han enviado sus aves, las praderas sus flores, sus sedas Damasco, sus púrpuras Tiro, sus resplandores Oriente.

Damas de hermosura, mas resplandeciente que sus resplandecientes galas, ocupan ventanas y balconcillos y miradores y estrados, y parecen un cielo que se mueve y gira y brilla agitando sus ventales de plumas y pedrería.

Y los galanes, mezclados con las damas, dejan ver sus aljubas verdes en señal de esperanza, labradas de oro fino y de perlas, y sus bonetes con plumas, cada cual del color de su dama.

Y hay entre muchas de aquellas toca, trenzas rubias y trenzas negras, prendas de amor; y lazos de oro en las mangas de las aljubas con motes de amor, y cadenas de amor al cuello de muchos caballeros.

Y á los pies de ventanas y miradores mas allá de los estrados, está la estendida tela130, en que brilla apisonada la blanca y menuda arena del Genil.

Y al rededor de la tela las barreras de colores, con sus poternas de hierro dorado, y entre las barreras y los estrados, los africanos de la guardia del rey con sus armaduras doradas, sus capellares rojos y sus relucientes bonetes de acero, con plumas que ondean al viento.

Y allá al fondo de la tela está el trono del señor rey, con su cortina de púrpura bordada de oro y sembrada de estrellas de rubíes, con el blason de Al-Hhamar el Nazerí campeando en el centro, y que parece como empalidecido, como empañado al verse en un lugar de fiestas en vez de encontrarse delante del real de los cristianos que cercan á Granada.

Boabdil es un rey insensato.

Insensatas son esas damas, que están cubiertas de joyas, lazos y galas.

Insensatos esos mancebos, que enamoran cuando debian cabalgar contra el castellano.

Solo los fakís prosternados en la mezquita esclaman:

¡Allah ku Akbar! ¡Allah ku Rhhaman! ¡Le galib ile Allah! 131

Entretanto el rey ocupa su trono en Bib-Arrambla132, y junto á él, pálida, triste y pensativa se asienta la sultana Zoraida, y delante las sultanas de la familia real133, y mas abajo las favoritas y luego las esclavas.

Y detrás del trono los wazires, y los alcaides, y los kadies, y los valies, y los alimes, y los xeques.

Una aclamacion herida hiende los aires porque el rey ha hecho una seña con su lenzuelo y van á empezar las fiestas.

Un solo caballero vé con espresion sombria la seña del rey, y escucha con despecho el tañido de los instrumentos músicos y de guerra que llaman á las cuadrillas.

Está de pié á la derecha del rey, y tiene desnuda la ancha espada en que se apoya.

Es el único que no lleva galas, y que en vez de una ligera armadura dorada, como la que llevan los otros caballeros, se encuentra armado con un fuerte arnés de guerra de Milán.

En la barrera sus pajes tienen del diestro un bravo corcél encubertado de batalla, y sus escuderos mantienen la gruesa y larga lanza, la ancha y redoblada adarga de siete aceros, y el ferrado yelmo de encage.

Es jóven: en la fuerza de su juventud.

La magestad irradia de su alta y serena frente.

En sus negros ojos brilla un valor bravio.

En su boca aparece una sonrisa de valor y de desprecio.

Aquel mancebo es el infante Muza-Ebn-Abil-Gazan: el valiente de Granada, hijo de Muley Hhacem y de una esclava cristiana, hermano bastardo de Boabdil, indomable y vencedor alcaide de su caballería.

Cuando Muza cabalga en la vega contra los cristianos llevando tras sí las innumerables taifas de ginetes de Granada tras su bandera roja, allá vá el huracan.

Cuando salen á su encuentro Gonzalo de Córdoba, ó el Alcaide de los Donceles, ó el conde de Cabra, ó Hernan Perez del Pulgar con sus lanzas castellanas, parece que chocan dos montañas de acero lanzadas la una contra la otra por la mano de Dios.

Cuando entre los suyos está pálido, sombrio y ceñudo, los suyos tiemblan.

Muza está pálido: sus ojos centellean, su negra barba tiembla.

Su robusta mano empuña convulsivamente el pomo de su espada.

Su vista se fija en la puerta de Al-Bonut134.

Por allí entran lucidas cuadrillas de zegríes.

A su frente, altivo, provocador, insolente, viene oprimiendo los lomos de un tordo rodado, Mahomet Zegrí, alcaide de la alcazaba Kadima, cubierto de galas rojas y arrastrando rojas gualdrapas: llevaba pintado en su adarga un salvaje sosteniendo un mundo, y por bajo este jactancioso mote: Con mas puedo.

Su moreno semblante africano se volvió hacia el trono en el momento en que entró en la tela, y sonrió con sarcasmo á la sultana, con desprecio al rey, y fijó una mirada de odio y de reto en el infante Muza.

La sultana palideció, el rey bajó los ojos, Muza lanzó una mirada de muerte al Zegrí.

Seguian á Mohamet-Adel-Zegrí, de cuatro en cuatro, cien caballeros zegríes, ginetes en potros negros de pura sangre árabe.

Iban cubiertos de seda, sin mostrar mas que unos ligeros jacos,135 forrados de tela de oro: sus aljubas, sus marlotas, sus almaizares, eran de brocado rojo como el de su caudillo, y sobre sus bonetes ondeaban plumas que parecian haber sido teñidas en sangre.

Al mismo tiempo por la puerta de Al-Kaissería, entró un hermoso mancebo, ginete en una yegua blanca, con bonete, aljuba y capellar de brocado verde, y gualdrapas de lo mismo.

En su adarga llevaba pintada un águila que volaba junto á un sol, y por bajo este letrero:

«Mas alto vuelo.»

Este caballero, que era muy hermoso, se llamaba Ahmed-Ebn-Zeragh, y era gefe de la poderosa familia de los abencerrages.

Seguíanle de cuatro en cuatro, ginetes como él en yeguas blancas, y como él vistiendo brocado verde, cien bravos caballeros abencerrages.

Los dos gefes de las dos tribus, Mahomet-Adel-Zegrí, y Aben-Ahmed-Aben-Zeragh, se unieron para ir á saludar al rey, y del mismo modo se unieron sus cuadrillas.

Despues del saludo, cada uno tomó por un costado de la liza: seguian á cada uno sus caballeros, y al fin los escuadrones se formaron el uno frente al otro: los abencerrages estaban á la derecha del trono, los zegríes á la izquierda: en medio la arena despejada: á una señal del rey, los escuderos de las fiestas saltaron las barreras y cargados de haces de cañas, forradas de vistosas cintas, proveyeron de ellas á los caballeros y se retiraron.

Entonces sonó la señal.

Los dos escuadrones se abrieron, desplegándose como un abanico.

Y caracolearon los caballos, y se mezclaron de una manera ordenada formando círculos y caprichosas combinaciones, y entrando y saliendo y remedando de una manera muy vistosa, una trabada escaramuza.

Y volaban las cañas, ondeando las cintas de colores, y las damas y los caballeros y el populacho y el mismo rey aplaudian y reian de muy buena gana, cuando un caballero torpe ó descuidado recibia un golpe de caña en el rostro.

Por una, dos y tres veces las cuadrillas quedaron sin cañas, se replegaron haciendo provision de nuevas cañas, y volvieron á juego; pero á la cuarta vez, un caballero abencerrage lanzó un grito de muerte y cayó de su yegua.

Algunos escuderos de los zegries habian saltado la valla y habian dado á sus dueños picas de combate.

Por esto se dijo el romance aquel:

 
No hay amigo para amigo;
las cañas se vuelven lanzas.
 

XII
LA BATALLA

A aquella infame traicion de los zegríes, siguió un tumulto espantoso.

 

Los abencerrages, provistos de lanzas los unos, los otros valiéndose solo de las espadas, se revolvieron con un odio y una saña incomparables.

De los estrados, de las galerías, de las casas, bajaban á la liza caballeros, y aun el populacho empezaba á tomar parte, dividiéndose Granada en dos bandos.

El rey con la sultana, con sus mujeres, con sus consejeros, escapó y se encerró en la Alhambra.

El infante Muza quedó en la plaza revolviéndose entre los combatientes, y gritando para ponerlos en paz:

– Ved, caballeros, que tenemos á las puertas los cristianos, que el peligro arrecia, y que no es esta la ocasion de volver las armas los unos contra los otros, sino de ir juntos y alentados contra el enemigo de todos: ea, caballeros, bajad las armas, y mirad á Granada que llora: y si teneis sed de sangre, venid conmigo y busquémosla cristiana en el real de Santa-Fé.

Pero en vano tronaba la voz de Muza: los zegríes no obedecian y los abencerrages, que hubieran obedecido, se veian obligados á defenderse de los zegríes.

Entonces Muza dejó las persuasiones y apeló á la fuerza.

Reunió al rededor de su bandera á los africanos de la guarda del rey y á sus esclavos negros, y embistió con los zegríes.

Reforzados los abencerrages, se llevaron al fin por delante cuanto encontraron.

Los zegríes huyeron dejando sobre la plaza muchos cadáveres de los suyos, y fueron á encerrarse en el castillo de Bib-Ataubin136.

Los abencerrages fueron á encerrarse con el rey en la Alhambra.

XIV
EL CIPRES DE LA SULTANA

Comprendieron los zegríes que vencidos como estaban, abandonados de todos, el rey podia hacer en ellos un terrible escarmiento.

Pensaron, pues, en engañar al rey.

La misma sultana Zoraya, la renegada á quien servian, envió á Mohamed-Adel-Zegrí, un mensagero, con el que le dijo que era necesario ganar tiempo y buscar sobre seguro otro medio de acometer al rey Boabdil.

La sultana Aixa-la-Horra por su parte, ayudada por el alcaide Muza, pugnaba en la Alhambra por decidir al rey á que cortase la cabeza á los traidores.

Pero el rey era débil y resistia.

Parecióle peligroso hacer justicia en unos caballeros tan turbulentos que tanto poder tenian y tan poderosos eran, y se avino á recibir á Mohamed-Adel-Zegrí.

El caudillo de los zegríes se esforzó por probar que un caballero zegrí que habia huido temiendo el castigo, habia sido el que por celos de una dama habia arrojado una lanza contra un abencerrage, y que el combate que despues habia seguido, habia sido una equivocacion lamentable. Que habian corrido voces en el momento de la lucha entre los zegríes de que querian destruirlos; que esto habia causado su tenaz resistencia; pero que aclarados los hechos, los zegríes no tenian el menor reparo en dar cuantas satisfacciones fueren necesarias al rey y á los abencerrages, y en renovar con ellos la antigua amistad, dando en rehenes de ella sus hijos y sus esposas.

Parecióle al rey bastante la satisfaccion de los zegríes, y los abencerrages sacrificaron su justo odio en favor de la patria: aquel mismo dia los cristianos habian corrido las dos leguas de vega que hay desde Santa-Fé á Granada; se habian estendido por una parte hasta la Azubia, y por otra hasta Viznar; y aldeanos y labradores habian entrado despavoridos en Granada.

Era, pues, necesario de todo punto la union mas estrecha entre los caballeros granadinos, el olvido de todos los odios y los esfuerzos comunes y unidos contra el enemigo comun.

Cedió, pues el rey por temor, cediendo los abencerrages por generosidad; concertaron una avenencia, y para celebrarla se dispuso una zambra en Generalife, donde debian echarse los lazos de una nueva amistad entre zegríes y abencerrages.

Llegó la noche.

Generalife estaba resplandeciente.

Sus cascadas corrian bajo sus verdes bóvedas de laurel, entre las que estaban escondidas jaulas con cuantos pájaros de voz armoniosa podia reunir el deseo.

Las lámparas de colores ardian en el oscuro fondo de las enramadas, esparciendo una dulce luz.

Las fuentes saltaban cruzando caprichosamente sus surtidores, bajo los que ardian mil luces.

Al lado de los estanques, entre los jardines, al dulce eco de la fiesta, vagaban parejas de damas y caballeros que hablaban de amor.

El cielo estaba plácido y tranquilo; la luna brillaba, y las frescas auras gemian entre las enramadas.

Pero habia un jardin en Generalife, en el cual no brillaban luces.

Unicamente la luna reflejaba en su largo estanque.

Un solo ruiseñor cantaba escondido en lo mas alto de un árbol jigantesco.

Aquel árbol era un ciprés.

El ciprés de Abul-Walid.

Si vais á Generalife encontrareis aun aquel jardin, aquel estanque, la antigua atarvea con flores ahora, como entonces, porque la naturaleza es mas próvida que los hombres; estos han dejado que se arruinen las galerías de estuco y mármol, los aleros, las cúpulas… la primavera ha cuidado de cubrir cada año de flores las orillas del estanque, y cada año ha nacido una rama nueva al ciprés.

Cuando el cicerone que os acompaña llega á aquel jardin, se detiene y os dice con un entusiasmo verdaderamente romancesco:

– Aquel es el Ciprés de la Sultana.

Y cuando os acercais á él, veis que los que han llegado primero que vos, han cortado con un entusiasmo tambien enteramente romancesco, una astilla del árbol, una especie de reliquia.

El ciprés, junto á su pié, á la altura de mi hombre, está roido ó mas bien desollado, por el entusiasmo de los viajeros.

Una tarde estaba el autor sentado, á la puesta del sol, en el pequeño jardin donde existe el ciprés.

Hablaba con un viejo inválido de la compañía de la Alhambra, y miraba á la altísima punta del árbol maquinalmente.

De improviso, viniendo de la parte de la Silla del Moro, un gran pájaro blanco se cernió un momento sobre la punta del ciprés, y se detuvo en ella.

– ¿Qué clase de pájaro es ese, tio Juan? dijo el autor al inválido.

– ¡Ah! ¡ah! esclamó el viejo; es un animal muy raro: es un grajo.

– ¡Un cuervo blanco!

– Si señor, un grajo cano de viejo: como que dicen que el Ciprés de la sultana tiene cuatrocientos años, y que ese cuervo es tan viejo como él.

– ¿Quién ha dicho á V. eso, tio Juan?

– Mi padre se lo oyó decir á mi abuelo, que decia que se lo habia oido decir al suyo, y que el abuelo de mas allá se lo habia oido decir al de mas lejos.

– Vamos, esa es una noticia trasmitida de generacion en generacion: una tradicion, en una palabra.

– Como se sabe que la sultana que engañó al rey Chico de Granada, dejándose enamorar de un abencerrage al pie de ese árbol, era rubia y blanca, y tenia los ojos garzos y una pequeña rosa que le hacia mucha gracia, en la megilla derecha.

No me atreví á desmentir al tio Juan, que siguió contándome con la fé mas ciega, y como hubiera podido contarme un suceso del dia anterior, la tradicion de los amores de la sultana de Granada y del abencerrage Aben-Ahmed.

Oíase desde aquel solitario jardin, perdido y ténue á lo lejos, el concierto de la fiesta que se agitaba en Generalife.

El ruiseñor, escondido en el árbol, trinaba.

La luna brillaba en la tersa é inmóvil superficie del estanque.

Los bosquecillos de laureles proyectaban misteriosas penumbras.

La brisa de la noche volaba cargada del aroma de las flores.

Entre la oscura sombra de un bosquecillo se destacaron cuatro fantasmas blancos.

Eran cuatro hombres envueltos en sus almaizares.

Hablaban de una manera contenida.

Se deslizaron siempre en la sombra hácia el ciprés, y se ocultaron detrás de él en una espesura de rosales.

El que hubiera estado junto á ellos habria podido oir el diálogo siguiente:

– ¿Y estas seguro, primo Mahandin, de lo que nos has confiado?

– Esta mañana, antes de amanecer, uno de los guardas del jardin de Lindaraja vió salir de los baños a Zaruhlemal137, contestó el preguntado.

– ¡Ah! ¡la doncella favorita de la sultana! dijo otro.

– Con Zaruhlemal iba Aben-Ahmed. El guarda la oyó decir: Esta noche en Generalife, al pie del ciprés de Abul-Walid.

– ¿Y no podrá ser que quien haya dado esa cita á Aben-Ahmed sea la misma Zaruhlemal?

– Aben-Ahmed no se hubiera espuesto por esa dama á escalar la Alhambra y á entrar en los baños del rey. No se hubiera pagado tan espléndidamente á los guardas para que se retirasen.

– Silencio; dijo uno de los cuatro: me parece que oigo abrir recatadamente una puerta de la galería.

– Ocultémonos bien, y silencio.

No volvieron á hablar una sola palabra.

Una muger salió de la galería y adelantó hácia el ciprés con paso tímido é irresoluto.

Cuando se puso bajo la luz de la luna, brilló el brocado de su túnica, y brillaron las alhajas de que venia prendida.

Traia cubierto el semblante con el velo.

Adelantó hácia el ciprés, miró en torno suyo con anhelo; se sentó al pie del árbol sobre el césped, y se descubrió echándose atras el velo.

Era la sultana Zoraida.

Estaba pálida, temblorosa, dominada por una escitacion profunda.

En sus magníficos ojos brillaban á un tiempo el amor, el temor, la amistad, la pureza contrariada, el orgullo comprimido.

Su seno, cubierto de deslumbrantes joyas, se levantaba y se deprimia.

Su aliento salia abrasador y fatigado, por sus entreabiertos labios.

Todo en ella revelaba una muger en cuyas venas latia sangre africana, a impulsos de un amor largo tiempo habia contrariado, dominado hasta el momento de la prueba.

Amor escondido en un delicioso misterio, cubierto por las alas del arcángel de la pureza, tranquilo hasta entonces como las aguas de un lago, profundo como el abismo, é indeleble como la marca puesta por el dedo de Dios sobre la frente de una criatura.

Aquel amor habia llevado hasta el pie de aquel ciprés á la sultana, de aquel funesto ciprés, mudo confidente de amores misteriosos, y allí entre un vacilante silencio, al tibio rayo de la luna, al suave y aromático aliento de las auras, que susurraban lentamente entre las flores y las enramadas, la desdichada Zoraida, recibió en el misterioso fondo de su alma la última y mas ardiente revelacion de aquel amor hasta entonces dominado, silencioso, vago, infinito que hacia mucho tiempo llenaba sus sueños.

Zoraida vió el abismo en el momento en que este se abria á sus pies, y quiso retroceder.

Quiso huir.

Se levantó trémula y se encaminó á la galería, pero de repente apareció junto á ella, saliendo de entre una enramada, un hombre.

Era Aben-Ahmed.

Galan, hermoso, enamorado.

Pretendió huir aun, pero encontró ante sus pies de rodillas al abencerrage pálido y tembloroso.

Y sintió sus manos asidas por otras manos convulsas, y unos labios ardientes y trémulos que besaban con delirio sus manos.

– ¡Oh! ¿qué haces? esclamó la sultana.

– Desfallecer de amor, alma de mi alma, contestó el abencerraje.

Zoraida cayó sin fuerzas, rendida por su amor sobre el césped que rodeaba al ciprés.

Y entonces, cuando los dos amantes solo tenian ojos y oidos para sí mismos, los cuatro hombres que estaban ocultos tras el ciprés en la espesura, se alejaron con paso silencioso, y se perdieron á lo largo de los jardines.

Y Aben-Ahmed, entretanto, permanecia á los pies de Zoraida, y la decia fuera de sí:

– ¡Oh! ¡bendita sea la noche que envuelve en su silencio nuestro amor! ¡bendita sea la luna que alumbra tu hermosura!

¡Tu frente encendida por el rubor y la agitacion de tu seno, son voces mudas que pronuncia tu alma, y que me dicen: ¡yo te amo!

Alza los ojos gacela, y pon tu mirada de delicias en mi mirada.

Ellos son la lumbre de mi vida.

Su fulgor, el fulgor de la estrella esplendorosa de mi destino.

Callaba la sultana: callaba y temblaba.

Aben-Ahmed enloquecia con su hermosura, y esclamaba:

– Sultana del amor, flor de las flores, lucero de los luceros, hurí de las huríes, rosa del paraiso, la noche nos envuelve en su silencio: huyamos: huyamos lejos de ese rey miserable y cobarde y de la ruina de Granada: salvemos nuestro amor.

Yo tengo en Africa alcázares.

Yo tengo en aquellos alcázares tesoros.

Yo soy el gefe de una valiente tribu.

De la tribu de los Beni-Zerahg.

Descendiente como Al-Hhamar-el-Nazerita, del Ansarí, mi estandarte verde ondea sobre las lanzas de mis bravos abencerrages.

Aquí la infamia nos rodea y la traicion nos acecha.

Huyamos, sultana.

Huyamos de esta corte de ignominia.

Yo daré en Africa á tu hermosura un trono mas resplandeciente que el de Boabdil.

Al oir el nombre del rey, la sultana volvió en sí como si despertase de un sueño.

– ¡Ah! esclamó: ¡eres tú, Aben-Ahmed! ¿qué quieres á los pies de la sultana?

– ¡Levántate, desdichado! ¡los esclavos del rey velan, y tu cabeza está mal segura en tus hombros!

¡Huye! ¡huye y sálvate! ¡que el sultan de Granada no pueda herirte!

Al escuchar el altivo acento de Zoraida, que habia logrado sobreponerse á su sueño, Aben-Ahmed se creyó humillado.

– ¿Por qué me has llamado aquí en el silencio de una noche tranquila, sino me amas? esclamó: ¿por qué has venido sola á este apartado jardin donde todo convida al misterio y á los amores?

Si es que no te parezco bastante grande, yo lidiaré, y te lo repito, te conquistaré un trono, el trono de Damasco, y serás sultana del oriente y del occidente, desde el estrecho de Geb-al-Tarik, hasta las vastientes del Atlas y los linderos del gran Sahara.

127Este año árabe coincide con los de 1490 y 1491 de J. C.
128Conócese ahora esta habitacion, una de las mas bellas y mejor concluidas de la Alhambra, con el nombre de cuarto de las camas, y es un departamento de los baños: es un cuadrado de poca estension, sostenido por cuatro columnas de mármol blanco de Macael, mas allá de los cuales hay una estrecha galería: en sus lados, y abiertos en el hueco interior de la galería, hay dos alhamíes, cuyo techo está sostenido por una columna en el centro y otras dos empotradas á los estremos: la del centro se apoya sobre un plano revestido de alicatado (mosáico), y levantado del pavimento 24 pulgadas, cuyo plano estaba destinado á sostener el diván ó lecho donde los reyes reposaban despues del baño. El pavimento general del retrete es de mosáico, y en el centro tiene una fuente al nivel del pavimento los huecos están adornados con un zócalo de azulejos de dos varas de altura, sobrepuesta al cual, corre una cenefa; sobre esta galería baja, hay otra alta sostenida en cuatro pilastras, entre las cuales corre una barandilla de madera; galería donde, segun algunos autores afirman, se colocaban los músicos que tañian para hacer agradable á los reyes el reposo del baño. Encima de esta segunda galería, hay diez y seis ajimeces ó trasparentes pequeños, cuatro en cada lado, sobre los cuales asienta una cornisa de madera de bovedillas, de la que arranca la magnífica ensambladura cónica hasta terminar en un pequeño techo plano, en cuyo centro hay un precioso cupulino.
129Og-Allah: quiéralo Dios: hoy decimos ojalá.
130El terreno del campo para justas y torneos ó para duelos.
131¡Dios es grande! ¡Dios es misericordioso! ¡Solo Dios es vencedor!
132Puerta del Arenal.
133Todas las princesas de sangre se llaman sultanas entre los musulmanes, aunque sean doncellas.
134De los Estandartes.
135Corazas pequeñas.
136De la puerta de los convertidos.
137Flor de hermosura.