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El manco de Lepanto

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XVI
En que se ve cuán dura tenía la Inquisición la mano, aun para sus familiares, y cuánta fuerza, cuánta virtud y cuánta prudencia doña Guiomar para encubrir sus amarguras

Había acudido doña Guiomar desasosegada y con disgusto a la visita del señor Ginés de Sepúlveda, al que encontró todo mezquino y encogido, y tan espantado como quien se cree en un gravísimo peligro.

Miraba a doña Guiomar cual si hubiera sido cosa del otro mundo, y con tal avaricia y tal miedo, en que la misma ansia con que la miraba le ponía, que tanto movía a lástima como a risa su extraña catadura.

Hízole una profunda reverencia en entrando doña Guiomar, y luego fue a sentarse en el canapé.

Saludole, y le convidó a que se sentase.

Hízolo el menguado, quedándose tan encogido y tan temeroso como cuando estaba de pie, y continuó mirándola de la misma manera absorta, codiciosa y espantada.

– En mal hora para mí y para castigo de mis culpas, – dijo con la voz balbuciente, – fui yo a esta casa venido anoche; y no os digo por qué, aunque bien podéis figuraros la causa; que prohibido me está severísimamente, y bajo pena de grave censura, el que más de la cuita en que estoy agonizando hable, ni con vos ni con nadie, ni aun conmigo mismo: quejas hanse dado hoy a la Inquisición, porque en vez de prenderos a vos, señora, al rapista Viváis-mil-años prendí; y yo no sé quién pudo dar esta queja; pero es lo cierto, que puesto que el rapista haya dado en otras ocasiones motivos o sospechas para que la Inquisición le prenda o le aperciba, por lo de ahora limpio está de acusaciones y sospechas, y le han soltado, y en su casa se halla, insolente y ufano y satisfecho, diciendo que a un tal católico apostólico romano como él, no hay quien en materias de fe le meta el diente, y que si hay malos ministros que, por servir a hermosas damas, a los buenos católicos llevan a la Inquisición a encerrarlos, este tribunal, en su justicia y en su sabiduría, al atropellado suelta y le satisface, y a sus temerarios o tal vez malévolos familiares, que a tanto osan, reprende, apercibe y penitencia. Y la Inquisición hame obligado, después de haberme enderezado una severa y dura amonestación, a que a buscar venga al tal rapista, y ante él me ponga, y perdón por el desaguisado que dicen que contra él he hecho, y que sin duda he debido de hacer, porque la Inquisición no se engaña ni puede engañarse, le pida. Mucha mano ha debido de haber en todo esto; que la Inquisición no suelta tan aínas al que una vez en sus prisiones coge, aunque luego resulte inocente. A un mes de convento y de ayuno y de penitencia me han sentenciado, a más de a la demanda del perdón del rapista, que ya he solicitado, y en cuyo acto de humildad, que la Santa Inquisición se ha dignado imponerme, he sufrido cuantas insolencias pueden decirse y son imaginables, de la boca del rapista. Y otrosí, como la Inquisición haya notado que yo no tenía al pecho su medalla, y por ella me haya pedido, y yo, no atreviéndome ni debiéndome atrever a engañar a la Santa Inquisición, la verdad haya respondido, por esto se me ha castigado con suspensión del oficio y de las preeminencias que en la Inquisición tengo, por un año; se me ha impuesto una multa de cien ducados para obras pías, y se me ha mandado que a vos venga y la medalla os pida, y os aperciba para que de ahora en adelante, y en toda vuestra vida no volváis a solicitar su posesión, que por ser vos persona extraña al Santo Oficio, y sobre todo hembra, no podéis poseerla ni aun tocarla, sin incurrir en una especie de pecado, que no es verdaderamente sacrilegio, ni deja de serlo; y que cuando os haya reprendido bien sobre esto, y apercibídoos y anunciádoos que tiene puesto la Inquisición sobre vos su ojo perspicaz y escudriñador, que todo lo ve y lo descubre, y lo juzga y lo castiga, la medalla os pida y a entregarla al Santo Oficio vaya, después de lo cual me llevarán a los capuchinos de la Paciencia, bien recomendado para que a severos ejercicios se me someta, y en rigoroso ayuno y encierro se me ponga. Conque así, señora, cumplido ya lo de la reprensión y el advertimiento, que bien a mi pesar os he hecho, la medalla dadme, y con ella la licencia de que vuestras manos bese, y a cumplir la penitencia que se me ha impuesto vaya.

Dijo todo esto el familiar con voz desfallecida y con ansias, y de tal manera, que para no perder algunas palabras, doña Guiomar tuvo que aguzar el oído.

Y no se rió, porque no era para que riese el saber que estaba vigilada y acechada por la Inquisición, y porque hubiera sido además poca caridad, según aparecía de acabado y casi moribundo el señor Ginés de Sepúlveda.

Apresurose la hermosa indiana a sacarse la medalla del pecho y su cordón por la cabeza, y dándosela al familiar, le dijo:

– Tomad, que más valiera que no vinierais nunca, si tal había de costaros el haber venido y en tal cuidado había de poneros.

Y aquí cortara la visita doña Guiomar, y al señor Ginés de Sepúlveda dejara irse, por volver cuanto antes al jardín, impulsada por el ansia en que la tenía el haber dejado a solas y en lugar apartado y espeso a Miguel de Cervantes y a Margarita; que sobresaltada estaba la hermosísima viuda, y celosa y con toda el alma puesta en el jardín, antojándosela que oía ternezas y veía rendimientos que Cervantes prodigaba a Margarita.

Pero aquello de haber soltado la Inquisición tan presto al maleante rapista, y lo que el asendereado familiar había dicho de que en aquello debía de haber habido mucha mano, y lo del apercibimiento, y la reprensión, habíanla puesto muy en cuidado y en la necesidad de averiguar acerca de esto lo más que pudiese.

Así es, que habiéndose puesto de pie el señor Ginés de Sepúlveda para despedirse en el punto en que tuvo pendiente otra vez de su cuello aquella malhadada medalla, que si no la tuviera en su vida en aquellos aprietos de amor no se hallara, ni penitenciado ni castigado por el Santo Oficio se viera, díjole:

– No tan pronto, señor mío; sentaos otra vez, yo os lo ruego, que puesto que haya persona que mida el tiempo que en mi casa permaneciereis, aunque este tiempo se alargue, bien podrá creer que en la larga y severa reprensión que os mandaron me hicierais vos le empleasteis; y yo tengo que preguntaros algunas cosas, que para mí son de mucho momento, y no dejéis de decírmelas si las sabéis, aunque no sea más que por esa entrañable afición que decís tenerme.

– En esto no hablemos, – dijo desfalleciendo el familiar, – que prohibido me está, como os he dicho, de esto hablaros, ni aun pensar en ello, so pena de gravísimos castigos; pero no tratándose de esto, y siendo verdad que por la dura comisión que he traído entretener un tanto puedo el tiempo sin que a mala parte se eche, preguntadme lo que de mí saber queréis, que yo os responderé en verdad, porque yo nunca he mentido.

– Habeisme dicho, – dijo doña Guiomar, en tanto que el señor Ginés de Sepúlveda otra vez se sentaba, quedando tan encogido como antes, – que la libertad del rapista tan presto como ha sido, no ha podido ser sin que en ello haya habido mucha mano.

– Eso he dicho, señora, – contestó el familiar, – porque tengo la larga experiencia de que las cosas del Santo Oficio de la General Inquisición nunca fueron tan de prisa; pero no sabré deciros cuya sea la grande influencia que tal y tan extraña cosa he causado; y que no ha habido influjos de tal monta, que a ellos el Santo Oficio no haya podido negarse, no me lo digan a mi, que el mismo rapista en su insolencia me lo ha dado a entender, diciéndome:

» – Pues qué, familiarcillo mezquino y simplote que tú eres, ¿creías tú que yo era un gusano así tan desamparado, que podías echar mano de él a tu placer y a horro, sin que el gato te se viniera a las barbas? Anda, anda, y buena pro te haga, que por el año de mi abuela, que yo no la conocí, ni sé quién fuese, que las has de pagar a ayunos y vahídos y hasta con las setenas: pues qué, ¿soy yo ahí una nonada, y no tengo yo aldabas a que agarrarme, y tales, que no digo yo de ti, sino de la mismísima Gorgona que de mí hiciera presa me librara? Anda, anda, menguadillo, bobalicón y mentecato, y atrévete otra vez a personas que, como yo, tanto valen.»

– Hinchádole hubiera yo la cara a mogicones al tal rapista, y aun siendo mujer, si tal a decirme se atreviera, – exclamó doña Guiomar irritada; – que yo no sé para qué os ha hecho Dios hombre, señor Ginés de Sepúlveda; y cosas son estas más para vistas que para oídas, porque no viéndolas parecen imposibles.

– Atado enviome a ese barbero el Santo Tribunal, por su mandato de ir a demandarle perdón de mi culpa; y el que perdón humilde pide, al tanto se está de la reprensión que le endilguen, y no puede hacer otra cosa que sufrirla, y sufrirla con paciencia, si el acto de humildad que se le manda ha de ser provechoso para su alma.

– ¿De manera, – dijo con impaciencia doña Guiomar, dando con el breve pie sobre la estera, – que vos no sabéis, ni aun sospecháis, quién sea el que su mucha mano ha interpuesto en favor del rapista, para con el Santo Oficio?

– Ignorolo, señora, y aunque averiguarlo pudiese, guardaríame bien de ello; que cuando de esa persona que yo supongo tanto caso ha hecho el Santo Tribunal de la Fe, gran persona y respetabilísima debe ser ella.

– Vaya, – dijo doña Guiomar de todo punto disgustada y mohína, – pues que de nada podéis servirme, señor Ginés de Sepúlveda, y estáis ahí inquieto y desasosegado como si asentareis sobre alfileres, idos en buen hora, y no os digo que cuando escapéis de vuestra penitencia podéis venir a visitarme como un buen amigo, porque se me antoja que mi casa ha de causaros espanto, por creerla lugar de perdición para vuestra alma.

– En ella se queda la desventurada, – exclamó poniéndose de pie y dando un hipido el señor Ginés de Sepúlveda, – y ya, señora, que veis que de vos tan mal aventurado me aparto, y tan castigado y doliente, acordaos de mí en vuestras oraciones, que puede ser que Dios os oiga, y por vuestro ruego la paz del alma me vuelva que he perdido.

 

Y haciendo un puchero, miró a través de sus lágrimas tan ansiosa y miserablemente a doña Guiomar, que ésta, no embargante los amargos cuidados en que estaba, sintió por él lástima.

Fuese el familiar, y doña Guiomar quedose toda confusiones, toda temores, toda celos, toda amargura. Y así, ensimismada en sus pensamientos, y la bella color trocada, y el semblante grave y apenado, estúvose inmóvil una gran pieza, hasta que de improviso alzose, y sus ojos ardieron, y hacia el jardín se volvieron, que a él daban las ventanas de la sala, como si a través de las paredes ver hubiera querido lo que en el sombroso cenador del jardín pasaba, y hacia la puerta fuese rápida; y antes de que a ella llegara, abriose la mampara y apareció Florela, la fiel doncella, toda descompuesta y airada, y tan pálida, que un viviente cadáver parecía.

– Malas noticias me traes, Florela, – dijo doña Guiomar; – en tu semblante las leo: habla, no tardes; ¿qué desdicha tan grande me sucede, que así, por la mucha lealtad que me tienes, te ha puesto?

– Echáralos yo a palos de lacayos, si señora y no criada fuese, a esos desvergonzados, ingratos y mal nacidos; y poco castigo sería, que su bajeza y su atrevimiento bien merecen la muerte.

De ella fueron las agonías que, en oyendo esto a Florela, sintió doña Guiomar, y tales, que por algún tiempo, aunque quiso hablar no pudo; que harto claro vio su desdicha en las razones de Florela; pero como el alma, cuando prueba la amargura, de ella parece hambrienta y más busca desesperada, doña Guiomar hizo que Florela la contase punto por punto cuanto había visto y oído; y ella no fue escasa, que a su señora dijo mucho más de lo que hubiera querido saber, y de una manera tan clara, que no pudo caberla duda de que Miguel de Cervantes a Margarita había empeñado su corazón y su honra.

Reprimiose, sin embargo, doña Guiomar, dominó su corazón, contuvo las lágrimas que a los ojos se la salían, serenose, y dijo a Florela:

– Y bien mirado, ¿qué es de todo esto lo que a mí me importa? A tiempo he sido desengañada; de ello me alegro; allá ellos; con su pan se lo coman, que no ha de faltarme a mí marido, y bueno, si alguna vez lo quisiese; y encárgote, Florela, que acerca de esto guardes un grande secreto, o que más bien lo que sabes olvides; esta es la mejor manera de que el secreto se guarde.

Callose en diciendo esto doña Guiomar, y quedose tan tranquila y tan conforme en la apariencia, que Florela, aunque no era lerda, se engañó y creyó que a su ama la iba muy poco en la infidelidad de su amante, y alegrose, porque la fiel muchacha amaba grandemente a su señora.

Enviola esta a sus quehaceres, y acabando de componer su semblante, y resuelta a no dar ni el más leve indicio de saber lo que sucedía, encaminose al jardín, en el que apareció, y poco después en el cenador, sombroso teatro de su mala fortuna, de tal manera tranquila y al parecer contenta, que Cervantes se alegró y Margarita perdió el miedo que la había acometido al sentir los pasos de doña Guiomar.

XVII
De como Miguel de Cervantes supo lo que le bastó para meterse en una aventura de más empeño que la más atrevida en que osó meterse cualquiera de los Doce Pares

– Ruegoos, amigos míos, – dijo doña Guiomar, – me perdonéis si tan largo rato he estado apartada de vosotros, que gran causa ha habido para ello.

Y refirioles a seguida lo que el familiar de la Inquisición había ido a decirla.

Alborotose Cervantes, y juró que él había de desollar al rapista y poner de claro en claro quien el que por él con la Inquisición había intercedido fuese, aunque él lo sospechaba ya; y para salir de sospechas pidió a doña Guiomar licencia para salir, prometiendo que con la noticia de lo que averiguase volvería; con lo qué por el postigo del jardín, que la misma doña Guiomar abrió, saliose, y doña Guiomar quedose con Margarita, mostrándose para ella tan buena y cariñosa, como negras y envenenadas tenía contra ella las entrañas; y con el dolor que Margarita decía sentir por la reciente muerte de su madre, disimulaba las ansias y las congojas que por aquel su amor, que ya esposa de Miguel de Cervantes la hacía, la atormentaban; espantábanla los recelos, y viendo tan enamorada de Cervantes, y de tanto valer a doña Guiomar, temía que una vez poseedor de ella Cervantes, la posesión de la hermosísima viuda no perdonase, y que siendo ella pobre y la otra rica, y desventurada ella y dichosa la otra, con la otra se casase, dejándola a ella para que muriese desesperada.

Encubría su negro odio a Margarita doña Guiomar, y consolábala y acariciábala, como si hubiera creído que sólo por la muerte de su madre era el dolor y la congoja, cuyas muestras no podía ocultar Margarita.

En tanto, Cervantes encaminábase al próximo bodegón de la tía Zarandaja. El sol se había puesto, caía la tarde; paseaban por las calles galanes y soldados, haciendo señuelos a sus enamoradas; los menestrales dejaban sus trabajos, y se iban cerrando comercios y tiendas. En aquellos tiempos se trabajaba de día y se descansaba y se dormía de noche, salvos los rondadores y la gente maleante, que lo hacían al revés.

Encontró Cervantes a la ilustre tía Zarandaja apercibiéndose a cerrar su bodegón, que según las ordenanzas, estos tales a la oración se cerraban. Dio entrada con mil amores la vieja al gallardo soldado, y cerrando la puerta, díjole:

– Ya me temía que no vinierais, y sentíalo, porque en verdad, que muchas y muy importantes cosas que decir a vuestra merced tengo.

– Pues desembuche, buena madre, – dijo Cervantes, – que aquí hay lugar donde quepa todo lo que en él entre; y no os abro el apetito regalándoos alguna cosilla que os dé contento, porque pobre ando, y tal, que por Dios que me dejaría ahorcar por dos reales.

– El que a buen árbol se arrima, – contestó la tía Zarandaja, – buena sombra le cobija, y de manzanas de oro, y aun con aditamentos de diamantes, es aquel bajo cuyas frondosas y frescas ramas os habéis puesto.

– Ya me tarda el oíros, buena madre, – dijo Cervantes; – que grandes cosas y de mucho provecho han de ser, a lo que me parece, las que tenéis que decirme.

Púsose en esto la vieja en los labios un dedo como imponiendo silencio a Cervantes, que a la puerta habían llamado, y con prisa; y llevole a aquel cuartucho que a lo último del bodegón estaba, como se dijo, y encerrole, y fuese a abrir la puerta de la calle, y hallose con que era el señor Viváis-mil-años, que venía a su casa.

Entró el rapista tan mudado de la fisonomía que otras veces tenía, que no le conoció la tía Zarandaja.

Venía entre satisfecho y soberbio, y descontento y mohíno.

– ¿Y dónde habéis estado, señor Viváis-mil-años, – le preguntó la vieja, – que hoy no se os ha visto el pelo?

– En ayunas vengo, y en ayunas desde anoche, tía Zarandaja, – dijo el rapista, – salvo dos onzas de queso y un panecillo que compré esta mañana en una tienda, cuando salía de allí, adonde picardías de un mal familiar, que ya está bien castigado, me llevaron; y venga, venga, tía Zarandaja, la uña de vaca con habas y morcilla, que voy a comerla con el mismo gusto que si no hubiera comido en mil años.

– Dejadme primero que cierre, que con la alegría de veros, de cerrar la puerta me he olvidado; y con que pase un alguacil y lo vea, multa tendremos, y no estamos para esos lujos, que los tiempos andan muy magros.

Y la tía Zarandaja cerró, y fuese luego a su marmita con una escudilla de cobre, ancha y honda, que llenó de gazofia, yendo a ponerla, con un buen pan blanco, a lo que añadió un mediano jarro lleno de vino, delante del señor Viváis-mil-años.

Aplicose éste a la uña y a las habas como si hiciera un siglo que no había comido, y la tía Zarandaja, que estaba sentada de media anqueta a un extremo de la mesa, esperó en vano a que el rapista la hablase..

Comía, bebía y callaba Viváis-mil-años; pero gesticulaba y guiñaba los ojos alternativamente como hablando consigo mismo, todo lo cual metía mucho más en curiosidad a la tía Zarandaja, que como había visto lo que doña Guiomar favorecía y lo mucho que amaba a aquel soldado que tenía encerrado, por favorecer sus amores esperaba mucha cosa.

Tenía la tía Zarandaja sus motivos para que la importase en gran manera por doña Guiomar y por Cervantes lo que el señor Viváis-mil-años la dijese, porque el rapista y ella habían hablado mucho de un cierto señor que andaba sin seso y casi convertido en alma en pena por la hermosísima viuda.

Miguel de Cervantes escuchaba ávido, con el oído pegado al ojo de la cerradura; que habíale puesto en cuidado lo que le había prevenido, haciéndole callar, cuando llamaron a la puerta, y escondiéndole después, la tía Zarandaja.

Pero no oía otra cosa más que el recio mascar del rapista, que era tal como el de un cerdo, con perdón sea dicho.

No se sabe si el señor Viváis-mil-años había guardado silencio a causa de su apetito, y por aquello de que oveja que bala bocado pierde, o si había dudado en lo que tenía que decir a la tía Zarandaja, porque cuando ya la escudilla, o más bien lo que contenía, que no era poco, había quedado reducido a la mitad, y bebido el primer jarro de vino, limpiándose la boca con el revés de la mano, dijo:

– En un aprieto me hallo, y tal, mi buena tía Zarandaja, que de él no puedo salir, porque si no hago lo que de mí se quiere, en peligro me hallo de que me tornen allí de donde me han sacado; y os aseguro que no ha sido sitio de gusto; que en una mazmorra de la Inquisición me han tenido, y aunque de hierros no me han cargado, con el recelo de lo que pudiera sobrevenirme la mitad de las carnes he perdido. Sacome de allí, horro y sin costas, un bienhechor; pero diciéndome antes de sacarme, que si no le servia en lo que él había menester, volvería a meterme, y mía sería la culpa de lo que me sucediese. Prometí yo, que el prometer no cuesta, y tanto como me pidieron; que cuando en tales aprietos se encuentra un cristiano, para salir de ellos no mira en pelillos, ni aun en cabelleras, aunque sean más grandes que aquella del filisteo Samson.

– Mirad, señor Viváis-mil-años, que el Divino Nazareno Samson no fue filisteo, sino el destruidor de ellos por la voluntad de Dios.

– Dios me destruya si sé lo que me digo, tía Zarandaja, – contestó el señor Viváis-mil-años; – que este oficio nuestro que traemos tiene tales quiebras, que a veces nos vemos quebrados por el espinazo; y si yo hago lo que ese señor quiere, en tratos y comercio, que no me tienen cuenta puedo verme con la justicia ordinaria; y si no lo hago, es tal ese señor y tan poderoso, que como de la Inquisición me sacó, puede meterme otra vez en ella, donde yo me pierda y no vuelva a saberse de mí; que tal vez me empareden o me entierren vivo. De suerte que, entre la Inquisición y la horca, no sé qué haga, ni qué deje de hacer, ni por dónde tire.

– ¿Y quién es ese tal y tan poderoso señor que en tales preñeces sin salida os mete, señor Viváis-mil-años?

– ¿Pues quién ha de ser, tía Zarandaja, más que el capitán don Baltasar de Peralta, que Dios confunda, que cada vez más empeñado por esa doña Guiomar de mis culpas, y celoso, y con más furia que una rabiosa pantera hircana por lo de la música anoche, y porque doña Guiomar salió a sus miradores a oírla, empeñado está en acabar de una vez, y en meterle todo a barato, y a salga lo que saliere, aunque lo que hubiera de salir fuese la destrucción y acabamiento del mundo? Y habéis de saber, que lo que ese caballero, (maldígale Dios) quiere, no es menos que meterse esta noche, cuando sea de ella la mitad por filo, en el jardín de doña Guiomar por las tapias de mi corralejo.

Se le volvió el alma de arriba abajo a Miguel de Cervantes, y temblaba de cólera, y al mismo tiempo se le alegraba el corazón, porque oyendo estaba que se le venía a las manos la mejor manera que podía haber deseado de castigar a don Baltasar de Peralta y libertar de él a su adorada y ya imposible doña Guiomar.

Continuado había con su plática entretanto Viváis-mil-años, y había dicho:

– Que yo he de servir, mal que me pese, a don Baltasar de Peralta, veislo harto claro, tía Zarandaja; que en casa de la maldita viuda quiere meterse a la media noche, ya os lo he dicho; y aun pudiera sufrirse si en entrar solo y por mí guiado, consintiese, que todo ello sería que, o empeñaría la honra de doña Guiomar, por la violencia de su pasión atropellada, o ella se defendería y gritaría, y acudirían sus criados, lo cual, habiéndome yo escurrido a tiempo, nada me importaría, y él vería cómo salía del empeño en que se había metido. Pero es el caso que don Baltasar se ha puesto en todo, y con gente dura y resuelta en casa de doña Guiomar meterse quiere, cosa que puede salir de tal manera y con una tal tormenta, que el agua llegue a las nubes.

 

– ¿Y a cuento de qué me habéis manifestado todas esas cosas, señor Viváis-mil-años?– dijo la tía Zarandaja.

– A cuento de que vos podéis sacarme del aprieto en que me hallo.

– ¿Y cómo, si os place, de tal aprieto he de sacaros yo? – dijo, poniendo muy mal gesto al rapista, la tía Zarandaja. – Ya que vos estáis perdido, ¿queréis que yo me pierda también? ¿Y estas son las buenas correspondencias de nuestra amistad? Pues de amigos como vos, Dios me libre, y que yo no los vea jamás sino descuartizados.

– Dios os lo pague por la buena voluntad, que me tenéis, que cuando a vos vengo a ampararme, porque ya me considero ahorcado, vos me tiráis de los pies. Y no a que perdáis vengo yo, tía Zarandaja, sino a que ganéis la mitad de mil ducados, que porque le sirva me ha dado don Baltasar de Peralta. Y vedlos aquí en buenos doblones de a ocho de los del cuño del emperador.

Y el señor Viváis-mil-años sacó una bolsa de malla de seda verde, con ricos pasadores de oro, y tan repleta, que casi reventaba.

– La mitad voy a contaros, – continuó Viváis-mil-años, corriendo los pasadores de la bolsa y echando fuera con tiento los doblones para que no sonaran, – y así no podréis decirme, si os perdéis, que os perdéis por mi provecho y no por el vuestro. Y sabed, tía Zarandaja, que esta buena hacienda que tomáis, nada tiene que ver con lo que haya de pagarse a los bravos que con don Baltasar de Peralta, para resguardarle y asegurarle el golpe, hayan de entrar casa de la hermosa viuda; ni tampoco lo que haya de darse a los que con una silla de mano esperarán en mi corral para meter en ella a doña Guiomar, tapada la boca y atada; y porque vos busquéis a esa buena gente, que vos tenéis más conocimientos que yo, que no conozco más que pelones y personas de nonada, muy buenos para bravear de lengua y sin valor alguno para llegar a los hechos, estas riquezas os doy; que bien sé yo que una docena de hombres de alma y puños que se necesitan, los encontraréis vos a medio rodeo; y contando ya con que los buscaréis, porque veo que os vais guardando estos bendecidos doblones, os digo que no andéis escasa en prometerles, y con lo que pidieren por su pena y el peligro en que van a ponerse, a mi casa andad y se os dará lo que fuere menester; y no reposemos, que las noches son cortas, y las doce se echan encima en seguida. Así pues, decidme lo que os parezca, y si os pareciere no hacer lo que se os pide, tornadme esos doblones e ireme yo a otra parte en donde mejor dispuestos estén a ayudarme.

El alma hubiera dado antes la tía Zarandaja que los doblones, que ya había sepultado en la honda faltriquera que llevaba debajo de la saya.

Así es que dijo:

– Hablando, las gentes se entienden; y cuanto más honradas son, mejor. Id y en paz y contento, señor Viváis-mil-años, que dentro de media hora en vuestra casa me tendréis con la razón de lo que sea, y que será tal, que bien descontentadizo habréis de ser para no contentaros.

Acabose de beber su vino el señor Viváis-mil-años, despidiose de la tía Zarandaja, echole esta afuera, cerró la puerta de la calle y fuese a abrir la del aposentillo en que Cervantes toda la conversación que acababa de pasar había escuchado.

Estaba nuestro mozo pálido de cólera, y a duras penas se contenía.

Y tan feroz miraba, que de miedo, se echó a temblar la tía Zarandaja, y por satisfacerle, y temiendo no empezase por ella con algo que no muy del gusto de ella fuese, se apresuró a decirle:

– Pues que yo no puse punto en boca al señor Viváis-mil-años cuando en tales honduras se metía, claro os he dado, señor mío, a entender, que mi intento era que todo lo supieseis; y si todo lo habéis oído, vos diréis lo que haya de hacerse, que a vuestro mandato me pongo, y estos dineros que el señor Viváis-mil-años me ha dejado, dispuesta estoy a entregaros.

– Guardadlos, tía Zarandaja, que pocos son, y una mínima parte comparados con lo que doña Guiomar os dará cuando sepa de qué manera la habéis servido.

– Venga ahora el mandato de lo que quisiereis, – dijo la tía Zarandaja.

– Pues dígoos, – respondió Cervantes, – que hagáis como si yo nada supiera y como si quisierais servir a ese don Baltasar de Peralta.

– Ved lo que hacéis, o más bien lo que pensáis hacer, señor soldado, – dijo la tía Zarandaja, mirando con asombro a Cervantes; – que en una temeridad tal podíais dar, que os cueste cara; que no querría yo que a un mozo tal como vos, que sois un pino de oro, y tan amado por una tal y tan rica hembra de la hermosura como doña Guiomar, le aconteciese una desgracia; que no me consolaría de ella en todos los días de mi vida.

– Nada se os dé por eso, – dijo Cervantes, – y dejad a cada cual que allá vaya adonde le parezca bien ir, y haced vos lo que os he dicho, que así conviene que sea. Y sin más, quedaos con Dios y hasta la vista, que no será sino para premiaros largamente por lo bien que nos habréis servido.

Y como la tía Zarandaja quisiese replicar, impúsola Cervantes silencio, mandola abriese la puerta, saliose, y de allí a gran paso fuese a casa de doña Guiomar, y allegándose al postigo del jardín llamó, y abrió Florela, que harto cuidadosa por la gravedad de los sucesos que habían sobrevenido, por allí andaba esperando.