Todos los pájaros cantan

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Clare está tumbado en mi cama con las botas puestas, fumándose un cigarrillo. Me detengo en el umbral, pero ya me ha oído llegar y está listo, con una amplia sonrisa en la cara. Me quedo quieta y me pregunto si tengo tiempo de volverme, de regresar a la cabaña y ocultarme bajo la lana.



—¿A que no sabes dónde he estado? —pregunta mientras baja los pies de la cama y se pone en pie—. Venga, entra de una vez, cariño. Pareces una prostituta. —Su sonrisa se ensancha todavía más, si es que eso es posible. Expulsa una bocanada de humo y la niebla se instala entre los dos—. ¿Así que planeas irte? —dice, como si fuera un personaje de televisión.



Da una patada a mi mochila con delicadeza. Su voz refleja agitación.



—Fue Ben quien me contó lo de los carteles y me dijo que tus fotos estaban por todas partes allí abajo. ¿Lo sabías? Tuve que ir y comprobarlo, claro. Pero sí, eres tú.



De repente, saca un pedazo de papel doblado, arrugado más bien, de su bolsillo trasero. Lo abre lentamente mientras se ríe entre dientes para sí y lo levanta para mostrármelo. Soy yo, es cierto; es una foto en blanco y negro. En ella, estoy sentada encima de mi edredón estampado de ponis rosas, posando con una sonrisa para la cámara. Tengo un osito de peluche en el regazo y lo sostengo, aunque no se me ven las manos, ni tampoco se ve el oso, ni el edredón, ni al anciano que sacó la foto, ni el perro que me vigila fuera. Solo se ve mi rostro sonriente ante la cámara. Encima de la foto, pone perdida en letras grandes y, en la parte de abajo, veo «nieta… un peligro para su integridad física», pero no termino de leer porque todo se vuelve negro.



—Llamé al número de teléfono, Jake, ¿y sabes qué me dijeron?



—No sé de qué hablas. No es mi abuelo.



—Oh, eso ya lo sé. Ese pobre viejo, «Otto»… Tuvimos una larga charla. Fui a verlo a su granja. Aquello no es más que un redil de ovejas muertas. No paraba de decir que mataste a su perro y le robaste cuando lo único que trataba de hacer por ti era sacarte de la calle. Dijo que te llevaste todo lo que tenía, incluso su camioneta. El pobre desgraciado ni siquiera tenía medios para ir a la ciudad después de lo que le hiciste. Menos mal que los de la beneficencia le subían comida una vez a la semana hasta que arregló su vieja camioneta. También vi lo que le hiciste a esa, la destrozaste.



—No, solo…



—Lo vi todo. El pobre viejo lloró al hablar de su perro.



—Yo solo…



—Chist… —me indica Clare en voz alta.



Se levanta de la cama en un movimiento fluido, se acerca a mí lentamente y me agarra de los antebrazos, que cuelgan sin fuerza a mis costados. Me coloca frente a la mesa de trabajo y se inclina sobre mí. Tiene el pene erecto.



—Puede que a ellos los hayas engañado, pero a mí no.



Empiezo a salivar. Miro la puerta. ¿Qué pasaría si Greg llegara ahora?



—Tal y como lo veo, tienes dos opciones. Puedes convencerme para que mantenga la boca cerrada… —El aliento de Clare me llega a un lado de la cara como si fuera chocolate caliente. Susurra de tal modo que parece que vaya a gritar en cualquier momento—. Puedes enseñarme eso que todo el mundo disfrutó en Hedland… —El corazón me da un vuelco. Una parte estúpida de mí piensa: «Quizá no diría nada», pero pronto la acalla mi lado inteligente, el que sabe que no solucionaría las cosas, que no puedo permanecer aquí—. No pido mucho, solo un poco de afecto; eso es todo. No está bien tirarse a la chica de un compañero. Solo una mamada. —Y me imagino exactamente lo que sucedería: me penetraría hasta el fondo de la garganta y me agarraría el pelo con la mano. Pienso en las cosas que me diría mientras lo hace. Luego, todo sería peor; se desharía de mí de una manera u otra y, además, trataría de quedar bien—. O bien —prosigue, y me acaricia con un dedo la curva exterior de un pecho—, le digo al viejo Otto dónde puede encontrarte y, de paso, aviso también a la policía. —Empieza a desabrocharme los pantalones, me saca la camiseta y mete la mano dentro; sus dedos avanzan como gusanos para colarse en mis bragas—. Ni siquiera tendré que contárselo a Greg. Ya lo harán ellos por mí.



Uno de sus dedos encuentra mi sexo y, como un mecanismo de feria, algo salta dentro de mí y le pego un puñetazo en la mandíbula con la mano derecha. Clare se viene abajo y empieza a sangrar en el suelo. Queda fuera de combate.



No puedo abrocharme el pantalón porque me he herido la mano al golpearlo. Tengo el puño dolorido, rojo e hinchado, y noto como me palpita.



Me voy sin mirarlo, pero lo oigo moverse en el suelo polvoriento y emitir un gemido húmedo. Estoy casi segura de que le he roto la mandíbula.





Capítulo 3




Nos falta una semana para terminar el trabajo en Boodarie. Estoy en la ducha al lado del cobertizo del tractor, observando la araña de espalda roja del tamaño de un pulgar que lleva desde siempre instalada en lo alto del teléfono de la ducha. No se ha movido en absoluto, salvo para levantar una pata cuando he abierto el grifo, como si el agua estuviera demasiado fría para ella.



Observé cómo Don descendía con el coche por el valle, iluminado por los últimos rayos de sol, y me quedé de pie en la nieve, con la carretilla y con Perro resguardado tras mis piernas, hasta que desapareció por la cresta de la colina al otro lado, donde vivía. Mis botas crujían a cada paso que daba por el sendero que llevaba a la cabaña. A veces me daba cuenta de lo fuera de lugar que estaba, del modo en que me ardía la piel por el frío y de cómo me picaban el interior de la nariz y la garganta. El olor a lana mojada y a excrementos de oveja humedecidos por la lluvia era completamente distinto al olor seco y polvoriento de los rebaños que campaban a sus anchas en los enormes terrenos rojizos de mi hogar. Aquí, la tierra parecía observarme como si fuera consciente de que era extranjera y contuviese el aliento al verme pasar. Una vez le pregunté a mi madre: «¿Qué tipo de australianos somos? ¿De los que vinieron en barcos? ¿O nos trajo alguien después?». Me observó, momentáneamente distraída mientras trataba de meter los traseros blancos de los trillizos en sus calzoncillos, y, tras resoplar y apartarse un mechón de pelo de la cara, dijo: «Yo llevo aquí desde siempre, cariño», y se colocó uno de los bebés sobre las rodillas para evitar que se moviera. Nunca más volví a hacerle aquella pregunta.



Intentaba no mirar demasiado hacia los árboles, oscuros incluso de buena mañana, pero por el rabillo del ojo vi que algo parpadeaba y empecé a pensar que los árboles estaban ardiendo, pero no era nada, solo un leve movimiento a causa del viento. Las ovejas tosían y balaban. Guardé la carretilla en la cabaña y cerré la puerta. Los dientes me castañetearon al entrar en la casa. Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Perro se subió a mi lado; estaba húmedo.



Llevaba más de un mes sin llamar. La última vez no había nadie en casa y dejé que sonara mientras pensaba en el teléfono del salón y en el modo en que el sonido hacía que las urracas salieran disparadas del porche y se instalaran de nuevo en un santiamén. Recordé la forma en que el aire se movía con el ruido, el olor a ropa olvidada en la lavadora demasiado tiempo, a los calcetines y calzoncillos de tres chavales, y a la freidora que ya no estaba pero cuyo olor pegajoso todavía impregnaba las paredes. Y me acordé también del olor de los cigarrillos de mamá, que debíamos fingir que no existían, aplastados en la puerta; y del aroma a azúcar y eucalipto, y del aliento abrasador de los árboles, que se colaban por alguna ventana abierta.



Marqué el código para ocultar mi número y tecleé la larga secuencia que me sabía de memoria. Me llevó de los tonos y los silencios de la conexión telefónica hasta mi casa. Allí apenas acababa de amanecer, pero mi madre solía levantarse temprano; siempre lo había hecho. Sonaron dos tonos y acaricié el brazo del sofá para escuchar su voz.



—¿Hola, 635? —dijo, y esperó—. ¿Hola, hola?



Oí un suspiro hueco, como un jadeo. Hacía una semana que había sido su cumpleaños. Tenía setenta y dos años.



—¡Iris! —gritó—. Está volviendo a hacerlo.



Tenía la voz ronca; quizá tuviese un resfriado o fuera alergia.



Entonces oí la voz apagada de mi hermana, quizá procedente del piso de arriba.



—¡Cuelga el teléfono de una vez, mamá, por el amor de Dios!



—Bueno, pero ¿qué le pasa al teléfono? —insistió mi madre.



Iris estaba más cerca ahora; había bajado las escaleras y entrado en la sala.



—¿Y yo qué coño sé? —Oí cómo le arrancaba el aparato a mi madre de las manos y lo sostenía entre sus dedos, llenos de anillos—. ¿Hola? ¿Hola? —Su voz sonaba aguda; se notaba que era la mayor. Escuchó mi silencio—. No sé, mamá, igual algún pervertido te ha echado el ojo.



En el tiempo en que las ondas tardaron en llegar hasta mi receptor, alcancé a oír el principio del canto de un verdugo negro —

quicooo, quicooo

— y, luego, la línea se cortó. De vuelta a mi salón, con la estufa eléctrica y el olor a polvo quemado, terminé de silbar su canción.

Pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, pi, piii.

 Perro levantó las orejas al oírme, aunque no se trataba de un sonido extraño para él. Empecé a hacer una serie de flexiones, pero, cuando llevaba la mitad, me detuve y miré fijamente al techo.



Preparé café y me bebí una taza mirando a la pared. Al cabo de un rato, ordené los documentos que tenía en la mesa de la cocina y los revisé. Cuando hube terminado, dejé salir a Perro para que hiciera pis, pero me quedé en el umbral de la puerta; solo llevaba unos calcetines. Guardé los papeles y me acurruqué en el sofá con un libro en el regazo, sin abrir. El viento se movía entre los árboles, se deslizaba por la chimenea y llegaba hasta el salón, donde removía las páginas de un periódico.

 




Al caer la noche, cerré las cortinas de la cocina y puse la radio lo bastante fuerte como para que no se oyeran los ruidos inquietantes de las hojas que se movían por el camino de piedra. Solo pude sintonizar un programa de resultados deportivos. Escuché los nombres de los lugares mientras preparaba unas tostas de sardinas. «Wigan». ¿Cómo sería Wigan? Me bastaba con el nombre para imaginármelo, y me alegré de no estar allí. Le di una sardina a Perro y aquello le hizo estornudar.



Hacía tanto frío en el salón que comí envuelta en una manta. El cielo estaba oscuro. No miré por la ventana, pero lo sentí.



«Burnley, tres; Middlesbrough, cero».



Cuando fui incapaz de encontrar más excusas para no irme a la cama, apagué la radio y silbé de forma poco melodiosa y muy fuerte mientras subía las escaleras. En el rellano, una pluma revoloteó en una corriente de aire. Me lavé los dientes y debí de arañarme una úlcera de la boca, porque, cuando escupí, salió una cantidad impresionante de sangre. Me enjuagué bien y me soné la nariz, y luego me puse una vieja camiseta para dormir. Perro se colocó a los pies de la cama. Nos miramos durante un momento antes de comprobar que mi martillo seguía bajo la almohada. Finalmente, apagué la luz. Cerré los ojos para no ver la oscuridad y traté de no reparar en los sonidos que no reconocía, a pesar de que los había oído un millón de veces antes. La tos de una oveja sonaba como la de una persona. Una zorra estaba copulando en algún lugar del bosque y sus gemidos llegaban hasta mi habitación.



Me quedé dormida, porque desperté de un sueño en el que abría la puerta del baño y me encontraba allí todas mis ovejas, devolviéndome la mirada en silencio. El cielo estaba completamente oscuro, así que no debían de ser más de las cinco. Un olor nauseabundo flotaba en el ambiente, como si alguien hubiera encendido una vela perfumada para enmascarar un hedor. La casa estaba en silencio. Perro permanecía al lado de la puerta, cerrada, con la mirada fija en el espacio bajo sus pies. Tenía el pelo erizado, las patas estiradas y tiesas, y la cola rígida y hacia abajo. Entonces se oyó un crujido en el techo, como si alguien anduviera por ahí. Contuve el aliento y escuché con atención, tratando de obviar la sangre que me retumbaba en los oídos. Todo estaba en silencio y me llevé el edredón hasta la barbilla. Las sábanas hicieron un ruido tremendo. Perro se quedó quieto en el suelo, junto a la puerta, y emitió un leve gruñido.



Me clavé las uñas en las palmas de las manos.



Entonces oí algo procedente de la pared a mi espalda, como si alguien estuviera rasgándola con un clavo desde el techo hasta la parte superior del cabezal de mi cama y se detuviese allí, trazando una línea recta y limpia. Perro se acercó a la cama y siguió gruñendo en un tono grave. Me quedé inmóvil. Todos los músculos de mi cuerpo latían al ritmo de mi corazón; también mi espalda. Tuve la sensación de que había sangrado debajo de las sábanas, de que, si me movía, la piel se me quedaría pegada a la tela y esta me la arrancaría.



«Ratas. Hay ratas en las paredes, o ratones, de esos pequeñitos, con el cuerpo marrón y diminuto; eso es todo. O la madera vieja está soltando aire, o crujiendo, porque esta noche han bajado las temperaturas. Por eso todo cruje y los ratones se pasean arriba y abajo, rascando el suelo. O es la cañería de Rayburn, que está haciendo lo de siempre porque el viento ha cambiado de dirección», pensé.



Había una calma submarina, sin viento y sin lluvia, ni siquiera el ruido de una pequeña lechuza. Solo se oía el espeso silencio. Cerré los ojos y sentí el quejido del colchón cuando Perro se subió encima y se colocó entre mis pies. La habitación se quedó en silencio y conté los latidos de mi corazón. Se oyó otro leve crujido y, de nuevo, se hizo el silencio.



Y, entonces, oí el sonido de un coche estampándose contra un árbol, un estruendo y el eco subsiguiente, y luego sentí que unas manos golpeaban rápidamente la pared. Me levanté y me puse a cuatro patas sobre la cama, inclinada como un toro, y agarré un cojín delante de mí, con el martillo en alto como si tuviera un enemigo al que golpear. Perro mordía el aire a su alrededor como si estuviera lleno de moscas.



En el silencio que siguió, Perro comenzó a aullar. Me levanté de un salto de la cama y encendí la luz. La puerta estaba abierta, completamente, como si alguien hubiera estado allí de pie, obstruyendo la salida, observándome. El pasillo estaba oscuro y parecía más largo de lo que recordaba.



—¡Jódete! —grité hacia el túnel negro, inspirando profundamente, y creí oír que alguien contestaba en un susurro.



Perro dejó de aullar, emitió un gemido y se adentró en la oscuridad del pasillo. No había nada al otro lado, solo la ventana y, en el exterior, la noche. Me puse los vaqueros que había tirado al suelo y me dirigí a las escaleras por el pasillo.



El interruptor que había en lo alto de las escaleras no estaba donde debería, así que me lancé a la oscuridad y bajé hasta la cocina, donde las luces ya estaban encendidas y Perro estaba debajo de la mesa, babeando. La saliva formaba un charquito en el suelo.



Salimos por la puerta, nos metimos en el coche, encendí el motor y conduje, aferrada al volante con las manos temblorosas. Iba directa al pueblo, decidida a presentarme en la comisaría y aporrear la puerta, pero, a medida que el corazón se me ralentizaba, también aminoré la marcha, y, finalmente, aparqué en el acceso a un campo desde el que se divisaban las luces del pueblo. Apagué el motor. Perro se acurrucó a los pies del asiento del pasajero y empezó a temblar, con los ojos muy abiertos y oscuros. Recliné la frente sobre el volante, inspiré profundamente hasta recuperar la quietud y la calma habituales, y Perro salió de su escondite y me dejó que le acariciara las orejas.



—Todo irá bien —le dije, y me miró—. Tenemos opciones. Somos listos, ¿verdad? ¿Verdad que sí?



Contemplamos cómo la luz se abría paso en el cielo y una lechuza realizaba su última ronda en el amanecer, como si fuera una nadadora solitaria en un mar vacío.




De vuelta a casa, la cocina estaba igual. Los fogones se quejaban cuando el viento soplaba por sus conductos. Desde el umbral de mi dormitorio, la cama parecía normal. No olía mal, no había nada malo.



Alisé las sábanas y coloqué la manta por encima. Justo en el borde del cobertor blanco había una mancha negra, como si la hubiera arrastrado por las cenizas de un incendio. Limpié la mancha con el dorso de la mano y desapareció. Encima del cabezal, en la pared, había otra mancha, pero esa se parecía más a una huella. Debía de haberme apoyado en la pared cuando me puse de pie chillando y había dejado la huella de una mano, clara y distinta. Los dedos estaban tan extendidos que la piel debería haberme dolido. Sin embargo, aquella mano era más pequeña que la mía. La borré con papel higiénico y saliva.





Capítulo 4




Hay un momento en el que advierto que mi relación con Greg cambia. El hecho de despertarme a su lado en mi cama es algo que simplemente sucede y el breve tiempo que tenemos antes de ir a trabajar es tan importante como el resto. No contemplamos cómo el otro duerme como en las películas; si uno despierta antes, entonces despierta al otro con un: «Eh, despierta».



Este no es momento de dormir. Tampoco yacemos en silencio mientras nos miramos fijamente. Hablamos como cotorras, devorando las palabras como si compitiéramos el uno con el otro. Mientras habla, hago flexiones. Él posa los pies sobre mis hombros y yo me muevo arriba y abajo para él. Me habla de su padre, que ya murió pero podía comerse una sandía entera con una cuchara como si fuera un huevo pasado por agua, quitándole la parte de arriba.



—Estaba gordo como una ballena. Y se sentía orgulloso. Un médico trató de convencerle para que perdiera peso, y él le dijo: «Y, entonces, ¿qué sería? Solo Joe, ¿verdad? Ya no sería Joe el Gordo y a la gente le daría igual que muriese». ¡Ja! Puto gordo.



Cuando me toca a mí, hago abdominales, porque es más fácil hablar mientras los hago, y Greg planta sus pies sobre los míos para estabilizarme. Nunca dice que le parece raro, jamás me ha comentado: «Cuidado, empezarás a parecerte a un hombre». Le cuento los detalles de mi vida, los que puedo revelarle. Le hablo de cuando aprendí a esquilar ovejas, de mi amiga Karen y, antes, de los tiburones y de la Australia rural.




Por la mañana, Sid descubre gorgojos en la harina.



—A mí no me molesta demasiado —dice—. Solo aviso por si a alguien le da asco que haya bichos en el pan.



Se hace el silencio en la mesa y Alan lo rompe desde uno de los lados de la cabaña donde se guarda la lana.



Algo ha arrancado un pedazo de carne de un mordisco a uno de los carneros. No está muerto. Es como si alguien lo hubiera desgarrado y se hubiera llevado un pedazo del animal. Las moscas sobrevuelan la herida. Connor le pega un tiro mientras todos observamos. El animal se mueve.



—Solo son los nervios —me dice Denis, como si yo fuera una histérica a la que hay que tranquilizar.



Pero en realidad pienso en lo rápido que ha ocurrido y en que ha sido un acto de compasión. Un segundo antes, el animal tenía una herida terrible, las moscas depositaban sus huevos en la carne y observaba a sus verdugos a su alrededor, y, al instante, de repente, no hay ningún peligro. «Tengo que aprender a disparar un rifle», me digo. Esa es la respuesta a todo.



Alan está a mi lado.



—Vamos a dar una vuelta, a ver si encontramos algún perro salvaje o algo así —dice.



Connor y Clare se llevan el cuerpo del carnero fuera del redil y el resto de las ovejas los observa. Es imposible saber lo que piensan.



Estoy sola con Alan en el camión. Nunca había sucedido hasta ahora; quiere decirme algo. No para de toser, con la mano en la boca, y, luego, me mira. No vemos nada durante kilómetros, nada excepto las ondas de calor del desierto y, de vez en cuando, un conejo. Alan los caza, los recoge y, después, sigue conduciendo. No hay un silencio sepulcral, pero solo decimos cosas como «allí», «lo he pillado, joder» o «un poco más cerca».



Al cabo de una hora, cuando pienso en el tiempo que he perdido y en que los demás seguro que ya me habrán superado, Alan saca las balas de la escopeta y suspira.



—No hay nada, joder —exclama, y se vuelve hacia mí. Entonces añade—: Normalmente no me meto en los asuntos de nadie. —Me aferro al volante—. Pero quería decírtelo: me parece que lo tuyo con Greg no está mal.



—Espero a que llegue el «pero», aunque no lo hace—. Los dos sois buena gente. A Greg lo conozco desde hace años; es un buen tipo. —Empieza a hacer calor dentro de la camioneta y me pregunto si deberíamos regresar o si encender el motor ahora sería de mala educación—. Y tú también tienes buen fondo. Creo que el hecho de que dos buenas personas estén juntas es algo bueno. —Alan está rojo como un tomate y me pregunto por qué nos ha puesto en esta situación—. Bueno, lo que quiero decir es que tienes que ignorar a los locos, y en este grupo hay uno o dos, eso no se puede negar. No son mala gente, pero… bueno, quizá simplemente se sienten solos.



—No entiendo…



—Vaya, que no te preocupes por Clare, eso es lo que quiero decir, joder. Está tocado del ala, pero no es mala persona. Solo está loco, y la ha liado con ese chaval… —Alan sacude la cabeza—. La madre de Arthur mandó una carta. Dice que está tratando de aprender a escribir con la otra mano. Aunque, bueno, no creo que le sirva de mucho. El chico apenas sabe leer. En fin…



—¿Ha dicho algo?



—No es eso.



—¿Qué ha dicho? —pregunto con firmeza, y mantengo los ojos fijos en las ondas de calor que emanan del desierto en la distancia.



—No importa —contesta Alan—. No me interesa lo que la gente de mi equipo haya hecho en el pasado. Joder, yo también tengo uno. Todos tenemos un pasado. Venga, encuentra a alguien que se dedique a esto y que no tenga un pasado. Si me lo dices, te pagaré. Denis lleva aquí toda su puta vida; cincuenta años. ¿Acaso crees que no está aquí porque huye de algo?



Me mira y me doy cuenta de que quiere contarme alguna cosa. Por un instante, pienso: «¿Qué hiciste tú, Alan?».



—Lo que quiero decir —prosigue— es que Clare es un quejica de mierda. Es un buen tipo, pero es un llorica. A mí no me importa eso, ni tampoco el pasado. No te olvides de que Clare y Greg son muy buenos amigos. Solo actúa como un capullo porque está celoso, pero no lo admite porque, bueno, porque es un capullo. Ser jornalero no ha sido fácil para él. Pero, vaya, podrías hablar con Greg y convencerlo para que se vaya a tomar unas cervezas con Clare una noche. Quizá eso lo apacigüe un poco. Dentro de poco, tendrá una semana libre. Eso también lo ayudará.

 



—Yo no obligo a Greg a pasar tiempo conmigo —contesto, con el rostro encendido. Me sorprende sentirme furiosa, no me lo esperaba.



—No he dicho eso. Es solo que, como vivimos todos juntos, quizá hacerlo sea lo más… sensato.



Resopla con fuerza. Ha dicho más de lo que le habría gustado.



Agarra los conejos por las orejas en silencio, por la ventana abierta de la camioneta. Los dos tienen un agujero limpio en la espalda. Los sostiene en alto y respira con la boca abierta mientras perlas de sangre espesa caen en el polvo naranja del camino.



—Pensaba llevárselos a Sid, para que cocinara un guiso o algo así. —Una mosca se coloca sobre una de las heridas de los conejos. Alan toma impulso y arroja los animales muertos lejos del camión trazando un gran arco—. Pero estoy seguro de que sabría a mierda —añade, y regresamos a la granja.



Me muero de ganas de volver al trabajo.



—¿Habéis cazado un tiburón? —pregunta Greg, y le sonrío. No tengo ganas de hablar. Clare me da la espalda.



Cuando hacemos una pausa para fumarnos un cigarrillo, Sid entra gruñendo y con la cara roja.



—Vale, ¿quién de vosotros ha sido, panda de putos retrasados? —pregunta de pie, delante de la mesa.



Observo a los hombres y trato de adivinar qué han hecho y quién ha sido. Clare tiene una sonrisa en el rostro debajo del bigote.



—¿Qué coño ha pasado ahora? —pregunta Alan, que acaba de llegar.



Sid aparta la mirada de la mesa.



—Ven a verlo por ti mismo —dice, y se dirige a la parte trasera, donde se encuentra la cocina.



Todos nos levantamos, lo seguimos y nos congregamos alrededor del barril de harina. Cuando Sid levanta la tapa, vemos la marca de un trasero encima.



—¡No tiene gracia, joder! —grita Sid, por encima de las risotadas de los demás. Greg se inclina hacia delante como si le doliera algo.



—Bueno, al menos sabemos quién no ha sido —añade Alan mientras se enjuga las lágrimas. Luego, señala hacia el extremo de la huella, donde se aprecia otra marca—. El culpable tiene huevos.




—Vamos a Boonderie la semana que viene —anuncia Alan a la hora de la cena—. Hará un calor de cojones allí arriba.



Nunca he estado tan al norte desde que me marché, pero los de Hedland no se mezclan con los de Boonderie. Aun así, tengo la boca seca y bebo una cerveza de un trago para humedecerla.



Sid hace pan con la harina llena de gorgojos y la huella del trasero, y lo coloca en medio de la mesa. Parece una piedra. Nadie lo toca, ni siquiera Stuart, ni con un tenedor.




Las luces están apagadas y Greg me clava sus grandes pulgares en las caderas. En la cabaña, el aire es seco y caliente. Esta noche no me encuentro muy bien; siento que los huesos me pesan demasiado. El calor se cuela por debajo del techo de metal durante el día y permanece en la cabaña por la noche, adormeciendo a las arañas. Deslizo los dedos por el pelo de Greg, para que sepa que le presto atención y recordar que debo concentrarme. Una rana croa en el exterior, así que puede que la lluvia pronto comience a golpear con fuerza el tejado. A veces, cuando llueve, lo cual no ocurre muy a menudo, parece que el agua arremete contras las arañas y las arroja sobre mi cama.



La rana se calla y una suave brisa nada hasta nuestro rincón; es como el viento que anuncia la llegada de la lluvia. Greg suspira. De pronto, recuerdo dónde estoy y lo agarro del cabello con más fuerza. Algo enorme y negro se abalanza por la entrada y se desliza por la pared del fondo hasta colocarse bajo la mesa de trabajo. Me incorporo en la cama y golpeo a Greg en la cara con la ingle al tiempo que le arranco un mechón de pelo sin querer.



—¿Qué coño haces? —pregunta, y se sujeta la cara con las dos manos.



—Hay algo ahí —contesto en un susurro, aunque está pegado a mí.



—¿Algo? ¿Qué quieres decir? —Examina la palma de