Novelistas Imprescindibles - Émile Zola

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From the series: Novelistas Imprescindibles #45
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Al principio, Esteban le encontró tan reservado, que le fue antipático. No conoció su historia hasta algún tiempo después. Souvarine era el hijo menor de una familia de la provincia de Tula. En San Petersburgo, donde se hallaba estudiando medicina, el apasionamiento socialista, que perturbaba a toda la juventud rusa, le había decidido a aprender un oficio, el de maquinista, a fin de poderse confundir con el pueblo, y conocerlo y tratarlo como a hermanos. Entonces vivía de ese oficio, después de haber emigrado de su país a consecuencia de haberse comprometido en una tentativa de asesinato contra el Emperador; durante un mes había vivido oculto en una cueva, abriendo una mina, cargando bombas, en el constante peligro de que volase la casa donde trabajaban los conspiradores. Enojado con su familia, que renegaba de él, sin un cuarto y rechazado de los talleres de Francia, donde porque era extranjero se sospechaba que era un espía, se había estado muriendo de hambre, hasta que al fin la Compañía de Montsou le había dado trabajo en un momento de apuro. Un año hacía que estaba trabajando como buen obrero, sobrio, de pocas palabras, y haciendo una semana servicio nocturno y otra servicio de día, con una exactitud tan grande, que a menudo le citaban los jefes como modelo de buenos obreros.

—¿Pero, hombre, tú nunca tienes sed? —le preguntaba Esteban sonriendo.

—Nada más que cuando como.

Su compañero le hacía también bromas a propósito de las mujeres, y juraba haberle visto tendido en los trigos con una comedora. Él siempre se encogía de hombros con tranquila indiferencia. ¿Una comedora? ¿A qué? Las mujeres, para él, eran compañeras, buenas amigas, si tenían el espíritu de fraternidad y el valor de un hombre. Y si no, ¿a qué interesar el corazón por quien no lo merecía? No quería ni mujer, ni amigos ni lazos de ningún género; deseaba ser libre.

Todas las noches, cuando a eso de las nueve la taberna quedaba desierta, Esteban charlaba un rato con Souvarine. Él bebía su ración de cerveza a pequeños sorbos, para saborearla mejor; el otro fumaba cigarrillo tras cigarrillo, el humo de los cuales le tenía manchadas las yemas de los dedos.

Sus vagas miradas místicas parecían seguir las nubecillas del humo de su cigarro, a través del país de los ensueños; su mano izquierda, siempre nerviosa, tentaba en el aire, porque no podía estarse quieta, y ordinariamente acababa por instalar sobre sus rodillas a un conejo casero, una coneja, mejor dicho, siempre preñada, que andaba suelta por la casa como un perrillo.

El animalito, al cual habían bautizado con el nombre de Polonia, le tenía gran cariño; se acercaba a olerle el pantalón, se ponía de pie sobre las patitas de atrás, le arañaba cariñosamente con las de delante, hasta que conseguía que la cogiese en brazos como si fuera una criatura. Luego se acurrucaba contra él, echaba las orejas atrás, y cerraba los ojos, en tanto que el obrero, sin cansarse nunca, maquinalmente, con un movimiento inconsciente de caricia, pasaba la mano por el sedoso pelo de su lomo.

—¿Sabéis —dijo una noche Esteban— que he recibido otra carta de Pluchart?

No había nadie en la tienda más que Rasseneur. El último parroquiano acababa de marcharse.

—¡Ah! —exclamó Rasseneur, que estaba de pie delante de sus dos huéspedes—. ¿Dónde está Pluchart?

Hacía dos meses que Esteban se carteaba con el maquinista de Lille al cual había dado noticia de su entrada en las minas de Montsou, y que ahora trataba de adoctrinarle, entusiasmado con la idea de la propaganda que podía hacer entre los mineros.

—La verdad es que la tal Asociación marcha divinamente. Parece que de todas partes se reciben numerosas adhesiones.

—¿Qué dices tú de esa Asociación? —preguntó Rasseneur a Souvarine. Éste, que estaba acariciando a Polonia, echó una bocanada de humo, murmurando con su habitual tranquilidad:

—¡Otra tontería!

Pero Esteban se exaltaba. Cierta predisposición a sublevarse le lanzaba a la lucha entre el capital y el trabajo, en medio de las primeras ilusiones de su ignorancia. Se trataba de la Asociación Internacional de Trabajadores, de la famosa Internacional que acababa de fundarse en Londres. ¿No significaba aquello un esfuerzo supremo, el comienzo de una campaña heroica, en la cual saldría vencedora la justicia?

Ya no habría fronteras; los trabajadores del mundo entero se unirían, y se levantarían enérgicos y amenazadores para asegurar al obrero el pan que tan trabajosamente ganaba. ¡Y qué organización tan sencilla y tan grandiosa! Primero, la sección que representa el Municipio; luego, la federación que agrupa las secciones; después, la nación, y finalmente, la humanidad entera, encarnada en una especie de Consejo general, en el cual cada nación se vería representada por su secretario correspondiente. Antes de seis meses habrían conquistado los de la Internacional todo el orbe, y dictarían órdenes a los capitalistas que quisieran resistirse.

—¡Tonterías! —replicó Souvarine—. Vuestro Karl Marx no piensa más que en dejar que obren las fuerzas naturales. Nada de política, nada de conspiración, ¿no es verdad? Todo a la luz del día, y sin más objetivo que el aumento de los salarios... ¡Andad al demonio con vuestra revolución, que me hace reír! Prended fuego a las ciudades por los cuatro costados, destruid los pueblos, arrasadlo todo; y cuando no quede nada de ese mundo podrido, quizás nacerá otro que sea mejor.

Esteban se echó a reír. Seguía sin comprender las palabras de su amigo; aquella teoría de la destrucción total le parecía inventada por él para darse tono. Rasseneur, más práctico y con el buen sentido propio de un hombre establecido, no se enfadó. Pero quiso precisar las cosas.

—Entonces, qué; ¿piensas fundar una sección en Montsou?

Eso era lo que deseaba Pluchart, a quien habían nombrado secretario general de la federación del norte. Insistía, sobre todo, en los buenos servicios que la Asociación podría prestar a los mineros, si algún día éstos se declaraban en huelga. Esteban juzgaba precisamente que la huelga estaba próxima, porque la cuestión del revestimiento de maderas, que aún se hallaba pendiente, acabaría mal sin duda; cualquier exigencia de la Compañía sublevaría a los mineros.

—Lo malo son las suscripciones —declaró Rasseneur con tono juicioso—. Parece que cincuenta céntimos anuales para el fondo general y dos francos para el de la sección, son una insignificancia, y estoy seguro, sin embargo, de que muchos no querrán darlos.

—Tanto más —observó Esteban—, cuanto que debíamos empezar por crear aquí una Caja de Socorros, que, en caso necesario, convertiríamos en Caja de Resistencia... En fin, es tiempo ya de pensar en algo de eso. Yo, Por mi parte, estoy dispuesto, si los demás lo están.

Hubo un momento de silencio. El quinqué de petróleo, colocado sobre el mostrador, alumbraba la estancia. Por la puerta, que estaba de par en par, llegaba hasta los tres interlocutores, se distinguía a la perfección, el ruido producido por la pala de un fogonero de la Voreux que atestaba de carbón una caldera de la máquina.

—¡Está todo tan claro! —replicó la señora Rasseneur, que acababa de entrar, y escuchaba con ademán sombrío las últimas palabras de los tres hombres—. Si supierais que me han costado los huevos hoy a veintidós sueldos... Por fuerza tiene que estallar esto.

Sus tres interlocutores fueron de la misma opinión.

Hablaban uno detrás de otro, y todos lamentándose con voz compungida. El obrero no podía resistir aquella vida; la revolución había aumentado sus miserias; los burgueses eran los que engordaban desde el 93, sin dejar a la clase obrera ni los platos sucios para que los rebañase. ¡Que dijera cualquiera si los pobres trabajadores tenían la parte que en justicia les correspondía en el aumento de la riqueza pública que se notaba en los cien últimos años! Se habían burlado de ellos, declarándolos libres; sí, libres de morirse de hambre, lo cual no se privaban de hacer. Porque votar a favor de los caballeretes que solicitaban sus sufragios para olvidarse de ellos enseguida, no les daba de comer. No; de un modo o de otro, era necesario acabar: bien pacíficamente por medio de leyes, por un acuerdo amistoso, o bien como salvajes, prendiéndole fuego a todo y devorándose unos a otros. Era imposible que se acabara el siglo sin otra revolución, que sería la de los obreros, una revolución que limpiara la sociedad completamente y que la reorganizaría sobre bases más equitativas.

—¡A la fuerza ha de estallar esto! —repetía la señora Rasseneur.

—¡Sí, sí! —exclamaron los otros tres—. A la fuerza.

Souvarine, que acariciaba las orejas de Polonia, cuyas narices tiritaban de gusto, dijo a media voz, con los ojos entornados y como si hablara consigo mismo, sin dirigirse a nadie:

—¿Acaso se pueden aumentar los salarios? Están fijados por ciertas leyes económicas, que los reducen a la cantidad indispensable, precisamente la necesaria, para que el obrero coma pan y tenga hijos... Si bajan mucho, los obreros se mueren de hambre, y las huelgas y las quejas los hacen subir... Si suben demasiado, aumenta la oferta para hacerlos bajar...

Es el equilibrio de las barrigas vacías, la condena a cadena perpetua en el presidio del hambre.

Cuando se abandonaba de aquel modo a sus ideas, hablando de las cuestiones que preocupan al socialista instruido, Esteban y Rasseneur se quedaban inquietos y turbados ante sus desoladoras afirmaciones, a las cuales no sabían cómo contestar.

—¡Lo veis! —replicó con su calma acostumbrada—. Es preciso destruirlo todo, o vuelve a aparecer el hambre. ¡Sí! ¡La anarquía, y nada más que la anarquía; la tierra lavada con sangre, purificada por el fuego!... Luego, ya se verá lo que viene.

 

—El señor tiene razón —declaró la mujer de Rasseneur, que en aquellas discusiones revolucionarias se mostraba siempre muy cortés.

Esteban, desesperado con su ignorancia, no quiso discutir más, y se levantó, diciendo:

—Vamos a acostarnos. Todo esto no evitará que me tenga que levantar a las tres.

Souvarine, después de haber tirado al suelo la punta del último cigarrillo, cogía a Polonia con el mayor cuidado para dejarla en el suelo. Rasseneur cerraba la tienda. Todos se retiraron con zumbidos en los oídos, y la cabeza pesada por el recuerdo de aquellas gravísimas cuestiones que habían discutido.

Y todas las noches tenían conversaciones por ese estilo en aquella sala desocupada y en torno al jarro de cerveza que Esteban tardaba una hora en beberse.

Un conjunto de ideas vagas que dormían en él le agitaba si cesar. Devorado, sobre todo, por el afán de aprender, había vacilado mucho tiempo antes de decidirse a pedir libros prestados a su vecino, el cual, desgraciadamente, no tenía sino obras escritas en alemán y en ruso. Por fin había hecho que le prestasen un libro en francés sobre Sociedades Cooperativas; otra tontería, según decía Souvarine; y leía también con toda regularidad un periódico que recibía éste, titulado El Combate, publicación anarquista que veía la luz en Ginebra. Por lo demás, y a despecho de sus amistosas relaciones y de su continuo trato, veía siempre al ruso reservado, inalterable, despreciando la vida y mirándolo todo con indiferencia.

En los primeros días de julio la situación de Esteban mejoró. En medio de la monotonía de aquella vida de la mina, se había producido un incidente: los trabajadores del filón Guillermo habían tropezado con roca viva; una perturbación en las capas carboníferas, que anunciaba ciertamente la proximidad de la desaparición del filón, y, en efecto, pronto desapareció tras unas capas de rocas, que los ingenieros, a pesar de su conocimiento profundo del terreno, no habían sospechado siquiera. Aquello conmocionó a la gente de la mina; no se hablaba más que del filón que había desaparecido.

Los mineros viejos abrían las narices como buenos perros lanzados a caza de la hulla. Pero entre tanto el trabajo no había de quedar en suspenso, y la tablilla de anuncios de la Compañía puso en conocimiento de todos que se iban a celebrar nuevas subastas.

Un día Maheu, al salir del trabajo, se dirigió a Esteban, y le propuso entrar a formar parte de su cuadrilla, en reemplazo de Levaque, que se había marchado a otra parte. La cosa estaba ya arreglada con el ingeniero y con el capataz mayor, que parecían hallarse muy satisfechos del joven. Así fue que Esteban no tuvo más que aceptar lo que le ofrecían, felicitándose por aquel ascenso, que, aparte de mejorarle materialmente, demostraba iba en aumento la consideración y el afecto que Maheu le tenía.

Aquella misma tarde se reunieron en la mina para enterarse del anuncio. Las canteras sacadas a subasta se llamaban el filón Filomena situado en la galería norte de la Voreux. Parecían no ofrecer grandes ven tajas, y el minero meneaba la cabeza con aire de mal humor, escuchando la lectura de las condiciones que en voz alta hacía Esteban. En efecto: cuando al día siguiente bajaron, y le llevó a visitar el filón nuevo, le hizo notar la gran distancia que lo separaba del pozo de subida, la naturaleza desventajosa del terreno, y el poco espesor y mucha dureza del carbón. Pero, sin embargo, si querían comer, tenían que trabajar sin remedio. Así, que el domingo siguiente fueron juntos al acto de la subasta, que se celebraba en la barraca, presidido por el ingeniero de la mina, en ausencia del ingeniero de aquella división. Négrel estaba acompañado por el capataz mayor. Se hallaban presentes quinientos o seiscientos carboneros al pie de una pequeña plataforma que habían colocado en un rincón, y las adjudicaciones estaban tan animadas, que no se oía más que un ruido sordo de voces, que gritaban cifras, ahogadas por otras cifras más subidas.

Por un momento Maheu temió no poder obtener ninguna de las cuarenta canteras que la Compañía había sacado a subasta. Todos los concurrentes pujaban la baja, inquietos por el rumor de crisis, y acometidos por el pánico de quedar sin trabajo. El ingeniero Négrel no se apresuraba ante aquella lucha encarnizada, dejando bajar la subasta a las cantidades más pequeñas posibles, mientras Dansaert, deseoso de sacar mayores ventajas para sus amos, mentía, ponderando las bondades de las canteras subastadas. Fue preciso que Maheu, para conseguir lo que necesitaba, luchara encarnizadamente con otro compañero, que por lo visto se hallaba en el mismo caso; cada cual en su turno iba bajando un céntimo en el precio de la carretilla; y si Maheu quedó al cabo vencedor, fue porque tanto y tanto bajó, que el mismo capataz Richomme, que estaba en pie detrás de él, empezó a enfadarse, le dio un codazo y murmuró que jamás podría salir adelante con semejante precio.

Cuando salieron de allí, Esteban, que juraba y blasfemaba, estalló de rabia al ver a Chaval que, flamante y con aire de conquistador, volvía con Catalina de pasear por los trigos, mientras su padre se ocupaba en los asuntos serios.

—¡Será posible!... —gritó—. ¡Vaya una manera de portarse!... Es decir, que ahora sean los obreros quienes se aprietan entre sí.

Chaval se enfureció: él no hubiera bajado tanto, y Zacarías, que acababa de ponerse a escuchar por mera curiosidad, declaró que era insoportable. Pero Esteban le impuso silencio con un gesto de violenta y sorda cólera.

—¡Esto acabará el día menos pensado, y seremos los amos! —dijo.

Maheu, que no había vuelto a decir palabra desde que terminara la basta, pareció despertar entonces de un pesado sueño, y exclamó:

—¿Los amos?... ¡Ah, maldita suerte! ¿Cuándo será el día...?

––––––––


II

Era el último domingo de julio, día de la fiesta de Montsou. El sábado por la tarde, las amas de casa habían fregado las salas de abajo, baldeándolas con cubos de agua echada en el suelo y contra las paredes, y el Pavimento no estaba todavía seco, a pesar de la arenilla blanca que le habían echado, sin reparar en gastos, porque aquello era un verdadero lujo para sus escuálidas bolsas. El día amaneció caluroso; era uno de esos días sofocantes, amenazadores de tempestad, tan frecuentes en los países del norte.

Los domingos cambiaba el horario de levantarse en casa de los Maheu. Mientras el padre, a las cinco de la mañana, harto ya de cama, se vestía, los hijos se permitían el lujo de dormir hasta las nueve. Aquel día Maheu salió al jardín a fumar una pipa, y luego volvió a entrar en la casa, y se comió una tostada de pan y manteca para hacer tiempo y no aburrirse. Así pasó la mañana sin saber cómo, componiendo una pata de la mesa que estaba despegada, y pegando en la pared, debajo del reloj, un retrato del Emperador, que habían regalado a sus hijos.

Todos fueron bajando uno a uno; el abuelo Buenamuerte había sacado una silla a la calle para sentarse a tomar el sol; la madre y Alicia habían empezado desde luego a trabajar en la cocina. Catalina apareció con Leonor y Enrique, a quienes acababa de vestir; y ya daban las once, y la casa estaba impregnada del olor que despedía un guisado de conejo con patatas puesto a la lumbre temprano, cuando se presentaron Zacarías y Juan con los ojos hinchados de dormir y bostezando todavía.

Todo el barrio estaba en movimiento ya, animado por la fiesta, y cada cual apresurándose a comer para dirigirse en grandes grupos en dirección a Montsou. Cuadrillas de chicos galopaban por las calles; multitud de hombres en mangas de camisa hacían sonar las zapatillas que llevaban en chancleta con esa pereza característica de los días de descanso. Las ventanas y las puertas, abiertas todas de par en par a causa del calor, permitían ver la fila de salas limpiadas de la víspera, y animadísimas por la alegre charla y el reír bullicioso de todas las familias. Por todas partes olía a conejo guisado; un olor de cocina rica, que aquel día combatía el inveterado perfume de la cebolla frita.

Los Maheu comieron a las doce en punto. No se mezclaban demasiado en la algazara general, ni hacían mucho caso de los chismes de tantos que se cruzaban de casa a casa, pidiéndose cosas prestadas, y hablando de todo un poco, y un mucho de lo que se iban a divertir en la fiesta del pueblo. Es verdad que hacía tres semanas que se habían enfriado sus relaciones con sus vecinos los Levaque, con motivo de la boda de Zacarías y Filomena. Los hombres se veían de cuando en cuando; pero las mujeres estaban como si no se hubieran conocido en la vida. Esta cuestión estrechó los lazos de amistad con la mujer de Pierron. Pero ésta, dejando a Pierron y a Lidia al cuidado de su madre, se había marchado desde muy temprano aquella mañana a pasar el día en casa de una prima suya, que vivía en Marchiennes; y todos bromeaban, porque ya sabían quién era la prima; tenía bigote, y era capataz mayor de la Voreux. La mujer de Maheu declaró que no estaba bien dejar sola a la familia en un día tan solemne como aquél.

Además del conejo guisado con patatas, al que habían estado engordando durante un mes, los Maheu tenían sopa y carne para celebrar la fiesta. Precisamente el día antes se había cobrado la quincena. No recordaban haberse regalado de tal modo nunca. Ni siquiera cuando las fiestas de Santa Bárbara, durante las cuales los mineros no trabajaban en tres días, había estado tan rico el conejo. Los diez pares de mandíbulas que había en la casa, desde las de Estrella, a quien empezaban a salir los dientes, hasta las de Buenamuerte, al cual apenas le quedaba ninguno ya, trabajaban con tal ardor, que ni los huesos quedaron en los platos. La carne era buena; pero la digerían mal, porque no estaban acostumbrados a comerla. No quedó más que un poco de caldo para por la noche. Si tenían hambre, harían tostadas con manteca.

Juan fue el primero que desapareció; Braulio le esperaba al otro lado del jardín. Los dos rondaron largo rato por allí antes de poder arrancar de su casa a Lidia, a quien retenía la Quemada, porque había resuelto no salir y que no saliera la chiquilla. Cuando advirtió la fuga de la muchacha, gritó y se enfureció, agitando en el aire sus escuálidos brazos, mientras Pierron, aburrido de oírla chillar, se fue de paseo, con el aire de un marido que sale a divertirse sin remordimiento, sabiendo que su mujer se divierte también Por otro lado.

Luego se marchó el viejo Buenamuerte, y Maheu se decidió también a tomar un poco de aire, después de convenir con su mujer en que se reunirían en el pueblo. Ella al principio se negaba, porque le era imposible ir a ninguna parte con los chiquillos; luego dijo que quizá pudiera, que lo pensaría despacio, y por fin accedió a lo que su marido le pedía, prometiéndole que iría a buscarle para volver juntos a casa. Cuando se vio en la calle, titubeó un momento, y por fin se decidió a entrar en casa de los vecinos a ver si Levaque estaba listo; pero se encontró allí a Zacarías, que estaba esperando a Filomena, y la mujer de Levaque planteó su eterna cuestión del casamiento de los chicos, diciendo que se burlaban de ella, y que tendría una charla decisiva con la mujer de Maheu. ¡Estaba bonito que tuviera ella que cargar con los hijos de su hija, que no tenían padre, mientras Filomena se iba por ahí a gozar con su amante! La joven acabó de ponerse tranquilamente la cofia, y Zacarías se la llevó, diciendo que él, por su parte, quería casarse, siempre que su madre consintiese. Como Levaque había salido ya, Maheu dijo a la vecina que se entendiera con su mujer, y se marchó también apresuradamente. Bouteloup, que estaba comiendo un pedazo de queso, con los codos apoyados en la mesa, se negó obstinadamente a aceptar el convite que le hacía de ir a tomar un jarro de cerveza. Se quedaba en casa, como buen marido.

Poco a poco, el barrio de los obreros iba quedando desierto. Los hombres se habían marchado, mientras sus hijas, que en las puertas de sus casas los observaban, se iban enseguida, en dirección opuesta, del brazo de sus queridos. Cuando su padre desaparecía por la esquina de la iglesia, Catalina, que vio a Chaval, se dio prisa para reunirse con él, y tomar, cogida de su brazo, el camino de Montsou. Y la madre, que se había quedado sola y rodeada de los chicos pequeños, no teniendo ánimos para moverse de la silla, se sirvió otro vaso de café, que empezó a beber a pequeños sorbos. En el barrio no quedaban ya más que las mujeres casadas, invitándose unas a otras a tomar algo, y acabando de vaciar las cafeteras en derredor de las mesas, llenas aún de restos de comida.

 

Maheu suponía que Levaque estaba en la taberna de Rasseneur, Y tomó el camino hacia allí, pero sin darse prisa. En efecto: detrás de la casita, en el jardinillo cerrado por una tapia, Levaque jugaba a los bolos con otros compañeros. En pie y sin jugar, los dos viejos Buenamuerte y Mouque, seguían las bolas con la vista, de tal modo absortos en su contemplación, que no hablaban ni una sola palabra. El sol caía a plomo, no se disfrutaba más que un poco de sombra arrimándose a la pared de la casa; allí estaba Esteban, sentado junto a una mesa con un jarro de cerveza delante, Y aburrido porque su amigo Souvarine acababa de dejarle para subir a su cuarto. Casi todos los domingos el maquinista se encerraba a leer o a escribir.

—¿No juegas? —preguntó Levaque a Maheu.

Pero éste rehusó. Tenía mucho calor, y estaba ya muriéndose de sed.

—¡Rasseneur! —gritó Esteban—. Trae un jarro.

Y volviéndose a Maheu:

—Oye, yo pago.

Ya se tuteaban todos.

Rasseneur no tenía prisa, por lo visto, y hubo que llamarle tres veces; al fin su mujer fue la que, con aquel ademán cortés que le era habitual, llevó lo que habían pedido. El joven había bajado la voz para quejarse de la casa; eran buenas gentes, que tendrían ideas laudables, pero la cerveza que daban era pésima, y en cuanto a las comidas, además de no ser limpias no había quien pudiera tragarlas. Ya se hubiera mudado mil veces de casa, si no temiera ir a vivir a Montsou, que estaba tan lejos de la mina. Tendría que acabar buscando una familia de las del barrio de los obreros que quisiera darle habitación y ropa por un tanto mensual.

—Realmente, realmente —repetía Maheu con su reposado tono— estarías mucho mejor viviendo en familia. Pero en aquel momento se oyeron grandes gritos. Levaque acababa de derribar todos los palos a la vez. Mouque y Buenamuerte, con la cabeza baja, en medio del ruidoso aplauso general, guardaban un silencio de aprobación profunda. Y el gozo de ver semejante jugada se desbordó en bromas y chacota, sobre todo cuando los jugadores vieron aparecer por encima de la tapia el rostro encendido y jovial de la Mouquette.

Hacía una hora que estaba rondando por aquellos andurriales, y al oír los gritos y las risas, se había atrevido a asomarse.

—¿Cómo es eso? ¿Estás sola? —le gritó Levaque—. ¿Y tus novios?

—Los he despedido a todos —contestó ella con impúdica alegría—. Estoy buscando ahora otro.

Todos se le ofrecieron, prodigándole multitud de palabras de doble sentido; Pero ella a todos les decía que no con la cabeza, se reía a más y mejor, y estaba más amable que nunca. Su padre presenciaba la escena sin quitar la vista de los palos derribados por Levaque.

—¡Anda, anda! —continuó éste, mirando al sitio donde se hallaba Esteban—. Ya sabemos detrás de quién andas... Pero se me figura que tendrás que conquistarle a la fuerza.

Esteban a su vez comenzó a bromear. En efecto: a él era a quien buscaba la joven. El minero le decía siempre que no, con la cabeza, divirtiéndose, pero sin gana ninguna de dejarse conquistar. La Mouquette permaneció inmóvil algunos minutos más detrás de la tapia, contemplándole con ojos tiernos; luego se alejó lentamente, poniéndose de Pronto seria y como anonadada por el dolor.

Esteban, a media voz, seguía dando a Maheu explicaciones sobre lo preciso que era para los carboneros de Montsou el establecimiento de una Caja de Ahorros.

—Puesto que la Compañía dice que nos deja en libertad —preguntaba el joven—, ¿qué tememos? Indudablemente ella tiene señaladas sus pensiones; pero las distribuye a su antojo y con razón, puesto que no nos descuenta nada. Pues bien: sería muy conveniente formar una Sociedad de Socorros Mutuos, con la cual pudiéramos contar, al menos, en caso de inmediata necesidad.

Y el obrero entraba en pormenores, discutiendo la organización y ofreciéndose él a tomar sobre sí todo el trabajo.

—Yo, por mi parte —dijo Maheu convencido—, estoy dispuesto a contribuir con lo que sea. Pero los otros... Procura convencer a los demás.

Levaque había ganado la partida; los jugadores dejaron las bolas para tomar cerveza. Maheu se negó a beber otro jarro por el momento; luego vería, puesto que quedaba mucho tiempo hasta la noche. Se acordó de Pierron. ¿Dónde estaría? Sin duda en la taberna de Lenfant. Animó a Levaque y a Esteban, y los tres se marcharon en dirección a Montsou, en el momento que otro grupo invadía el juego de bolos, preparándose a jugarse nuevos jarros de cerveza.

En el camino hubo que entrar en la taberna de Casimiro y en el cafetín del Progreso. Los amigos los llamaban desde las puertas, y no había manera de decir que no. Cada vez se bebían un jarro, o dos si correspondían con otro convite. Se estaban allí cosa de diez minutos, charlaban cuatro palabras, y continuaban su camino muy tranquilos, sabiendo muy bien la cerveza que podían tomar impunemente. En la taberna de Lenfant vieron enseguida a Pierron, que acababa de propinarse su segundo trago de cerveza, Y por no negarse a brindar con ellos, se bebió el tercero. Ellos, por descontado, bebieron los suyos correspondientes. Los cuatro, reunidos, salieron a la calle con el propósito de ver si Zacarías estaba en la taberna de Tison. No había nadie allí; se sentaron en una mesa para esperarle, y pidieron otro jarro de cerveza. Luego pensaron en el cafetín de San Eloy, donde tuvieron que aceptar una ronda del capataz Richomme, y así siguieron de taberna en taberna, recorriendo las estaciones, como ellos decían, sin más objetivo que pasear y pasar el rato.

—¡Vamos al Volcán! —dijo de pronto Levaque, que iba estando alegre.

Los otros se echaron a reír; y aunque vacilando, al cabo acompañaron a su amigo, atravesando aquellas calles, cada vez más animadas, en medio del estrépito creciente de la fiesta del pueblo. En la sala, larga y estrecha del Volcán, sobre un tablado raquítico levantado en un extremo, cinco cantantes, última escoria de las mujeres públicas de Lille; cantaban y bailaban con desvergüenza luciendo sus escotes enormes y los concurrentes daban diez sueldos cuando querían irse con una a pasar un rato detrás del escenario. No es preciso decir que frecuentaba semejante tugurio toda la juventud minera, desde el cortador de arcilla hasta el último mozalbete de quince años, y que se bebía mucha más ginebra que cerveza.

También solían ir algunos mineros formales, maridos que vivían en continua pelotera con su mujer, y que no podían resistir las miserias de la vida doméstica.

Cuando los cuatro amigos hubieron tomado asiento alrededor de una mesa del café cantante, Esteban la emprendió con Levaque, explicándole su idea y su propósito de fundar una Caja de Socorros. El joven tenía el sistema de obstinada propaganda, propio de los neófitos que se creen en el deber de cumplir una misión sagrada.

—Cada cual —repetía— puede muy bien dar un franco todos los meses. Con esos francos acumulados, tendríamos en cuatro o cinco años un buen capital; y cuando se tiene dinero, se es fuerte: ¿no es verdad? En todas las ocasiones y en todas las circunstancias. ¡Eh! ¿Qué te parece?

—Yo no digo que no —respondió Levaque, con aire distraído—. Ya hablaremos.

Una rubia gorda y desvergonzada empezaba a coquetear con él, y se empeñó en quedarse en el café cuando Maheu y Pierron, después de haberse tomado su ración de cerveza, quisieron marcharse, sin esperar a que cantaran otra cosa.