El libro de las decisiones: una guía para darse cuenta

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La vida propia y los deseos ajenos

“No busques aprobación de los demás, porque terminarás desaprobándote…”.

La tarea de decidir puede resultar más o menos sencilla cuando se trata de escoger entre uno u otro objeto material, o cuando se puede recurrir a las matemáticas para repartir en forma equitativa.

Fijate algo: cuando vas a un restaurante, te sentás y no importa quién se encuentra a tu lado; vos elegís lo que querés comer sin ninguna objeción de tu parte, es decir, no te condicionás en esa decisión. Es que no comprometés el afecto del otro al decidir tu comida. Pero esa misma persona, quizá sentada con sus padres en ese lugar, cuando tiene que decidir la carrera a seguir en la facultad, proyecta en esa elección los deseos de sus padres. Es entonces cuando deja a un lado sus propios deseos buscando la aprobación de los otros y no la propia estima.

Luego, cuando es profesional, seguramente sus decisiones como tal serán acertadas porque estudió para eso.

Ciertamente, habrás conocido en tu vida a muchas personas que son supereficaces en su trabajo y que su vida personal es un desastre. En lo personal, no hay libro ni profesor ni cátedra alguna en los que apoyarse; al elegir las cosas de tu vida, fuiste apartidando tus propios deseos, con lo cual has ido mancillando tu propia estima, te has ido separando de vos mismo para convertirte en un interpretador fiel del deseo ajeno.

En realidad, vamos por la vida separándonos curiosamente de nosotros mismos para lograr acercarnos a los demás. Somos los verdaderos artífices de nuestro fracaso como individuos. Cuántas veces hemos visto personas que, al elegir su pareja, necesitan rápidamente presentársela a sus parientes, amigos o allegados. La mayoría de las veces, no hacen esta presentación por el orgullo de su nueva compañía, sino por el contrario, lo hacen para buscar que los otros aprueben su nueva pareja, observando detenidamente cada gesto, cada señal de aprobación o no, hacia la persona presentada.

Y así, luego, van corrigiendo la elección tantas veces como sea necesario, hasta lograr encontrar a alguien que le agrade a todo su entorno. Entonces, se miente creyendo estar enamorado de esa persona, sin darse cuenta de la verdad; luego, todos estarán contentos, menos el verdadero interesado.

Pues bien, en este camino erróneo que tomamos nos separamos de nosotros, de nuestra esencia, de nuestra verdad. Y eso se paga caro, porque somos nosotros los jueces que establecemos la sentencia por esos actos condenándonos definitivamente al malestar, a la insatisfacción, a la desdicha, al mal sexo, a la enfermedad. Sí, a la enfermedad que nuestra mente provoca en el cuerpo como revancha de la desdicha, a la enfermedad que nos imponemos en forma inconsciente como castigo.

En definitiva, nos condenamos al fracaso. Sí, no es una derrota, porque de la derrota se sale, se trata de un fracaso, y cuando fracasamos sentimos que no hay revancha. Y entonces nos quedamos ahí, porque además nos cuesta asumir tamaños errores y no queremos darnos cuenta; por eso nos condenamos al miedo, a la tristeza, a la insatisfacción, a la frustración. Es claro que el miedo por ser rechazado, por dejar de ser querido, llevado al extremo, puede inducirnos a vivir una vida llena de angustia e infelicidad, dejando a un lado los propios derechos.

Todos estos mecanismos previenen de muchas cosas, como hemos visto anteriormente, pero siempre nos conducen al mismo final: las aprobaciones del mundo no compensan nuestra desaprobación. El amor que tengamos de otros no suple la falta de amor por nosotros. Y lo peor del caso, es que buscamos el cariño ajeno para que el otro cambie, con objeto de conseguir del otro lo que tanto esperamos, pero jamás llega; y si llega, tampoco alcanza. ¿Por qué? Porque es nuestra aprobación la que falta, nuestro propio cariño el que no está, la vieja historia de traicionarnos a nosotros mismos para ser fieles a los demás.

Pensemos un poco lo que nos ha costado perdonar una traición, quizá ni siquiera hayamos podido lograrlo. Imaginemos lo que ocurre con nuestra propia traición, es decir, con la traición a nosotros mismos. Esa es la más dura, la más difícil de perdonar, porque la estaremos recordando todo el tiempo, porque por más que queramos no podremos mentirnos siempre.

Las malas elecciones, las que hacemos desde un deseo que no es el nuestro, llevan a desperdiciar la vida, a tirar por la borda la felicidad.

¿Seguir a los demás? ¿Escuchar a los demás? ¿Interpretar a los demás? ¿Ser como los demás quieren que seas? Eso lleva a un solo camino, el de la infelicidad. Entonces, ¿cuál es el secreto?, ¿qué hacer?

A ver si me explico mejor:

Había una vez un lugar que podría ser cualquier lugar, y en un tiempo que podría ser cualquier tiempo… Se trataba de un hermoso jardín, con naranjos, manzanos, perales y bellísimos rosales. Todo era alegría, y sus habitantes vivían muy satisfechos: era un sitio perfecto. Aunque existía un árbol que se sentía profundamente triste. El pobre tenía un problema: no daba frutos.

—No sé quién soy —se lamentaba.

—Lo que te falta es concentración —le aconsejaba el manzano—. Si en verdad lo intentás, podrás tener deliciosas manzanas. Mirame a mí, fijate qué fácil es.

—No lo escuchés —interrumpía el rosal—. Es más sencillo tener rosas, ¿ves qué bellas son?

Y así, desesperado, el árbol intentaba todo lo que le sugerían. Pero al no lograr ser como los demás le decían, se sentía cada vez más frustrado.

Cierto día, llegó hasta el jardín un búho, la más sabia de las aves, y al ver la desesperación de aquel árbol, se posó en él y le dijo:

—No te preocupes, tu problema no es tan grave, es el mismo de muchísimos habitantes de la Tierra: se trata de tu mirada sobre la realidad, eso te hace sufrir. No dediqués tu vida a ser como los demás te dicen que debés ser. Sé vos mismo, dejá de escuchar a los otros, conocete tal cual sos.

—¿Y cómo lograré esto? —preguntó el árbol.

—Tendrás que escuchar tu voz interior.

Dicho esto, el búho se fue.

—¿Mi voz interior? ¿Ser yo mismo? ¿Conocerme?— se preguntaba el árbol en voz alta.

—Sí, así es —respondió un hornero, que no era tan inteligente como el búho, pero había escuchado la conversación entre ambos porque hacía tiempo que vivía en una rama cercana.

Ese pájaro sabía de la constancia que hay que tener para ser uno mismo, él mejor que nadie conoce de traer pajita por pajita, piedrita por piedrita, para hacer su nido de la forma en que el hornero debe hacerlo, y así cumplir con lo que él es en realidad.

—Jamás podrás dar manzanas —agregó—: no sos un manzano. Ni tampoco darás rosas, no sos un rosal. Mirate bien: sos un roble, tu destino es crecer grande y majestuoso, dar cobijo a las aves, sombra a los viajeros y belleza al paisaje. Sé lo que sos de una vez…

Y el árbol se sintió fuerte y seguro de sí mismo, comprendió su esencia y se dispuso a ser todo aquello para lo cual estaba destinado.

Al poco tiempo, llenó su espacio y fue admirado y respetado, y nadie más se atrevió a decirle lo que debía ser, porque aquel árbol había “decidido” ser él. Y entonces, todo el jardín quedó feliz y cada integrante festejó su propio “ser”.

Desde este momento, la historia no es más mía, la compartí con vos; por lo tanto, ahora también es tuya, pero no para que la leas, sino para que la hagas propia. Sé como el árbol de la historia: escuchá tu voz interior, sé vos mismo, sé lo que te toó ser, sé tu esencia.

Conozco una anécdota de San Martín, el gran prócer, que seguramente habrás leído o te la habrán contado en el colegio. Y dice que, cierta vez, el General se dirigió hacia el polvorín del cuartel —donde había un soldado custodiando— e intentó entrar. El soldado le cerró el paso y le dijo:

—General, no podré dejarlo entrar, pues trae espuelas en sus botas y usted mismo dio la orden de que nadie con espuelas podría entrar al polvorín, ya que un roce de estas podría soltar una chispa y hacer volar en pedazos el cuartel.

—Yo soy el General —dijo San Martín—, déjeme entrar soldado.

—Lo lamento, señor. No desobedeceré la orden que tengo… esta es mi misión y estoy decidido a cumplirla.

Cuenta la historia que San Martín lo miró fijamente y le dijo, con señal de aprobación:

—Serás lo que debas ser o sino, no serás nada.

Bien, así es. Por eso el cuento anterior, por eso esta anécdota, por eso y para eso el libro. Te pido encarecidamente, por todos los conjuros de los dioses, por mi Dios, por tu Dios, por quien quieras: sé vos mismo, sé vos misma, porque, sino, nunca serás nada.

“Ser o no ser, esa es la cuestión” (éxito o fracaso)

“La peor de las traiciones es la traición a uno mismo”.

Así decía, o, mejor dicho, así le hizo decir Shakespeare a Hamlet. Y en realidad, esa pequeña y aparentemente simple frase que encabeza este capítulo (obviando el paréntesis, claro está), es la disyuntiva por la que atraviesa cada ser humano ante las grandes decisiones de su vida. Resulta ser literalmente imposible tener un certificado de garantía a futuro por cada cosa que vas a emprender. No se puede saber de antemano el resultado. Y, en realidad, esa es la verdadera manera de definir el desenlace de toda decisión: “resultado”.

Cuando se trata de emprender una acción sobre un deseo para convertirlo en realidad, el miedo al resultado suele paralizar a ciertas personas. Algunos entran en pequeños o grandes pánicos ante estas circunstancias, pues sienten sólo la posibilidad de arribar a dos opciones: el éxito o el fracaso.

El miedo al fracaso es, muchas veces, un factor determinante del “no hacer”, del “no emprender”, del “no decidir”. La posibilidad de no llegar al objetivo fijado nos sumerge en una angustia tan grande que nos inhibe para ponernos en marcha.

 

Por lo general, se denomina como “fracaso” a la no obtención de un objetivo fijado. En realidad, habría que cambiar este concepto, ya que a lo que comúnmente se denomina “fracaso”, no es más que un simple resultado en un intento de hacer o lograr algo, que podría ser el primer intento, pero que no tiene por qué ser el último.

Entonces, yo diría que es hora de empezar a entender que cuando alguien se pone en marcha para lograr un objetivo, lo que sucede como consecuencia de esa decisión no es más que un resultado. Fracasar no tiene nada que ver con no lograr algo; por el contrario, el verdadero fracaso es no intentar ese logro.

Cuando no llegamos a lo deseado, lo único que tenemos es un mal resultado, aunque parezca esta definición apenas una cuestión semántica, no lo es en realidad; ya que si concebimos el desenlace de una decisión como un mero resultado, aunque este no sea el que deseamos, no podremos dar la oportunidad de un nuevo intento. Esto no sería así en el caso de considerarlo un fracaso.

Diferente cuestión es el hecho de quedarse en el mal resultado sin acometer nuevamente para lograr el objetivo, entonces no tendríamos tampoco un fracaso; lo que definiría esta situación sería la palabra “derrota”.

Ahora, si “estar derrotado” significa darse por vencido, que se acabó el tiempo, que ya no hay forma ni posibilidad alguna, que nos entregamos, que no tiene sentido, que no vale la pena, que ya fue, que no hay ni siquiera una opción remota.

Sentirse derrotado, ese sí es el peor de los fracasos, ese es el resultado final. Semejante sensación es la que no deja lugar ni siquiera a pensar nuevamente en esa cuestión.

Volvamos al título del libro, entonces: Decisiones. Solamente decidir llegar donde queremos nos dará la posibilidad de intentarlo; decidir obtener lo que deseamos nos abrirá el camino hacia la posibilidad de conseguirlo. Y según sea la firmeza de nuestra decisión, así resultará la cantidad de veces que volvamos a intentarlo a pesar de los malos resultados.

Amar a alguien y no decírselo por miedo a no ser correspondido, lleva implícita una derrota, ya que no nos damos la posibilidad de intentarlo y siempre quedará la duda de qué hubiera pasado si la persona amada se hubiese enterado. Imaginate si nadie se animara a decirle al otro que lo ama. Pues entonces, ninguno tendría pareja ni formaría una familia.

¿Cuántas veces te ha ocurrido que alguien te confesó sus sentimientos y vos no aceptaste la propuesta porque no coincidías en el gusto, en la atracción, o porque no había piel, o lo que fuera?

De la misma forma, te puede ocurrir a la inversa: ¿cuál es el miedo? ¿Qué otra cosa más que “no” podrán decirte? Y si eso ocurriera, ¿se acaba el mundo, acaso? ¿No es peor tragarse las ganas de decirle a alguien “te quiero” o “me gustás”, a no decírselo y jamás saber si el otro te hubiera aceptado? ¿Cuántas cosas te perdiste de hacer en tu vida por no intentarlas? ¿Cuántos pretextos te pusiste para no hacer algo que deseás verdaderamente?

- Que ya es tarde.

- Que es más joven que vos, o mucho más grande.

- Que no estás en edad de estudiar.

- Que se te pasó la hora de eso o aquello.

- Que no tenés la capacidad necesaria.

- Que nunca nada te sale bien.

- Que seguramente te dirán que no.

- Que tenés miedo de hacer un papelón.

- Que sos muy alto, o muy bajo, muy gorda o muy flaca.

- Que esa ropa no es para vos…

Y así, de esta forma, alguien se pierde de tus virtudes, no escuchará cómo cantás, no leerá lo que escribís, no disfrutará de tus caricias y muchas otras cosas. Y lo que es peor, que fundamentalmente vos —sí, vos— te quedarás con las ganas de lo que deseás desde hace tanto tiempo.

No importa si has sido desaprobado de chico, si no tuviste el cariño de quien quisiste tenerlo. Ahora contás con la oportunidad de enmendar eso, tenés la opción de darte lo que no te dieron, es decir, la opción de crecer.

Qué palabrita esa, ¿no?: “crecer”. Claro que sí, ese no decidir, ese no atreverse, se liga íntimamente al no crecimiento. La diferencia entre aquel que logra algo y el que no, no es más que su crecimiento personal, no es más que la consecuencia de su maduración emocional.

Los chicos no se atreven, ellos son los que están desvalidos ante un mundo que aparece como gigantesco, y cuando un adulto no decide, no encara, no se anima a algo, la razón se da casi siempre en una falta de crecimiento emocional que lo hunde en un mar de inseguridades. Es decir, que a pesar de estar dentro de un cuerpo adulto, hay aspectos emocionales que aún no maduraron.

¿Cómo se sale de eso? Decidiendo, no hay otra manera. Y para decidir se necesita valor, valentía, audacia, darse cuenta de que esta es la única vida que se tiene, que si no es ahora: ¿cuándo?, que lo que uno no hace, nadie lo hará por uno.

Tengo esta costumbre de contar una historia para explicar un concepto, veamos si te sirve este relato:

En primavera, dos semillas estaban sembradas una al lado de la otra en un fértil suelo. La primera semilla dijo: “¡Quiero crecer! Deseo impulsar mis raíces bien hondo, dentro del suelo que está debajo de mí, y hacer brotar mis retoños a través de la corteza de la tierra que se encuentra encima de mí. Quiero desplegar mis brotes como banderas que anuncien mi presencia en el mundo, sentir el calor del sol sobre mis hojas y la bendición del rocío matinal en mis pétalos”. Y tomó de la tierra los nutrientes necesarios, empujó y creció.

La segunda semilla dijo: “Tengo miedo. Si impulso mis raíces dentro del suelo que está debajo de mí, no sé lo que encontraré en la oscuridad. Si me abro paso por el suelo duro que está encima de mí, puedo dañar a mis delicados retoños. Y quizás, al abrir mis brotes, pasará un caracol y se los comerá. Y si abriera mis capullos, un niño pequeño podría arrancarme de la tierra. No, será mejor que espere hasta que no haya ningún peligro”. Y esperó.

Fue entonces que pasó por allí una gallina del corral que buscaba comida por cualquier lado y encontró una semilla. Rápidamente, se la comió.

En definitiva, aquellas personas que se quedan sin hacer nada por los miedos a tantas cosas, corren el mayor de los peligros: ser tragados por la vida.

Obstáculos

Así como cuando eras niño y te dolían los dientes porque los de leche se caían y cambiaban por otros; así como cuando te dolían las rodillas y significaba que estabas dando un estirón y tu estatura aumentaba; de la misma forma, crecer internamente trae sus dolores, pero estos son ínfimos al lado del placer de disfrutar de las cosas deseadas cuando tomás la decisión de lograrlas.

El creer que uno puede sentarse a esperar que la vida traiga las cosas, deja en claro que aún estás en aquellas épocas en que dormías en una cuna y mamá, o quien fuera, te traía un biberón de leche tibia, te bañaba, te cambiaba, te alcanzaba lo necesario, te tapaba, te hacía dormir, te limpiaba. Esa etapa te dio, de bebé, la sensación de ser el centro del mundo, de sentir que las cosas venían a tu encuentro sin el mínimo esfuerzo. Hay personas que, en muchos aspectos, se quedan en esa etapa, como pretendiendo que los demás hagan las cosas por ellos.

El bebé no pasa por las inclemencias del tiempo ni se quema las manos al hacerse la comida, y lamentablemente, tengo que decirte que esa etapa pasó, y que hay cosas por las cuales deberás atravesar para lograr otras. El placer de conseguirlas es inversamente proporcional a las inclemencias del trayecto. La satisfacción de un solo logro echa por tierra las sensaciones de muchos malos resultados anteriores. El sobreponerse a una adversidad, te da sensación de triunfo. Pues cada ser humano produce en sí mismo una transformación ante cada logro por más pequeño que este sea.

El lograr algo de lo que verdaderamente deseás, librando una batalla ante la adversidad, te irá dando fortaleza y así sentirás que estás creciendo, que ese niñito interior va perdiendo el miedo porque se siente acompañado por ese adulto que ahora sos, porque está protegido como lo estaba hace tantos años, porque advertirá que desde ahora siempre podrá contar con alguien y ya no se sentirá solo nunca más.

Vencer obstáculos lleva implícito la necesidad de tomar una o varias decisiones con miras al objetivo por cumplir.

Lo primero es individualizar el objetivo. “¿Qué es lo que deseo?” es la primera pregunta. Uno deberá ver realmente si este deseo viene de su esencia, si no se halla condicionado por el deseo de otro, si en verdad, al visualizarse a sí mismo cumpliendo el deseo, da una sensación de satisfacción.

Una forma de sentir si ese deseo resulta propio, es alcanzar la posibilidad de visualizarse concretándolo y sentir la sensación que produce esa imagen. Si te imaginás a vos mismo prendiéndote fuego, te causará espanto; de la misma forma, cuando te visualices cumpliendo un deseo, te sentirás en la medida justa de placer.

Hagamos este ejercicio: sentémonos cómodamente o recostémonos de forma relajada, en pleno silencio. Dejemos nuestros brazos a los lados del cuerpo, distendámonos, tomemos conciencia de cada parte de nuestro cuerpo: sintamos cuáles tienen contacto con la superficie de apoyo, registremos si nuestro rostro está tenso, distendamos la frente, aflojemos la boca, relajemos. Movamos suavemente, con un pequeño balanceo, la cintura y las piernas, soltémoslas, dejémonos ser, no controlemos nada, inspiremos, aflojemos nuestro pecho, nuestro vientre; tratemos de soltarnos tanto como sea necesario, hasta que tengamos la sensación de fundirnos en la superficie de apoyo. En ese punto, tomemos cuenta de nuestra mente, cerremos los ojos y dejemos que vengan todas las imágenes que surjan.

Cuando lo hayamos hecho y estas fluyan, habrá un momento en el que nuestra mente empezará a despejarse de esas imágenes, ya no vendrán tantas ni con tanta frecuencia. Comenzaremos a pensar en lo que deseamos hacer, en lo que queremos conseguir, y entonces deberemos visualizarnos: pongámonos en esa escena, armémosla, rodeémosla de los detalles necesarios para que sea todo lo real e incluyamos a las personas que tengan que estar en esa situación.

En ese momento, mirémonos, observémonos. Fijémonos quiénes aparecen alrededor: si hay alguien nuevo que no habíamos puesto, registremos si sólo están las personas deseadas o aparece alguien más, fijémonos si estos aprueban o desaprueban lo que estamos logrando, observémonos a nosotros mismos, nuestros gestos, nuestra sensación. ¿Hay placer? ¿Estamos felices o dependemos de la cara que pongan los demás al conseguirlo?

Así nos daremos cuenta si este deseo es propio o si se halla condicionado, si es necesario que nos lo aprueben, si nos da todo el placer que creemos, si estamos pendiente del placer que otros sienten cuando lo logramos o si hay más felicidad en el rostro de otro que en el nuestro.

Sacá tu propias conclusiones cuando termines y habrás concluido con el primer paso. Una vez que tengas por cierto que este es tu propio y verdadero deseo, entonces viene el segundo paso: pensar si las condiciones están dadas, si tenemos los medios, si se encuentran las personas que deben estar; y entonces, cuando pasemos registro, viviremos sensaciones de diferente tipo, nos dará miedo, incertidumbre o angustia.

Tengamos en cuenta que todo cambio provoca angustia, aunque sea para mejor. Fijémonos que cuando alguien se muda, su perro da vueltas los primeros días en la nueva casa hasta que encuentra su lugar, que está nervioso, inquieto, que quizá no come como hasta entonces o toma más agua de lo acostumbrado. Lo mismo sucede con las personas.

Cuando nos mudamos a una nueva casa, aunque esta sea mucho mejor que la anterior, las primeras noches nos cuesta dormir o nos despertamos durante las noches, o amanecemos con tensiones en el cuerpo, o no nos cae bien la comida de siempre, y muchas otras cosas más.

Esta reacción es más que lógica, ya que se quiere imponer rápidamente el acostumbramiento a lo nuevo, pero todo tiene su proceso, necesita un tiempo, y es entonces que esas sensaciones que aparecen son lógicas. Esto explica que todo miedo es lógico ante un nuevo deseo; que el miedo, en su justa medida, resulta sano porque precave de riesgos, porque alerta sobre posibles contrariedades. El miedo que no se muestra sano es el otro, aquel que detiene, que impide, que condiciona. Ese es el peor enemigo de nuestros logros, pues está condicionado por cuestiones de nuestro pasado o por nuestro entorno actual. Es el enemigo por combatir, la limitación que tenemos para romper con los mandatos, miedo a perder el cariño de otros por decidir algo propio, a correr el riesgo de que no nos quieran, por hacer lo que deseamos.

 

Yo pienso que es común ver hijos que no se atreven al éxito porque no han tenido padres triunfantes, así como resulta también común ver que la mayoría de los hijos que no logran una carrera universitaria, vienen de progenitores que tampoco lo lograron.

Muchas veces, la derrota del otro es la propia derrota, o se ama tanto a los padres y se los considera de tal forma, que uno no se atreve a superar esa historia porque desde algún lugar muy inconsciente, se lo siente como una falta de respeto, de consideración hacia ellos. Y es allí donde uno se debe dar cuenta de que está viviendo su historia como una prolongación de la del otro; en realidad se repite la historia de la misma forma que se reiteran modelos de pareja que se maman en la infancia…

Despegar de la historia ajena es la condición primordial para vivir la propia. Y esto se consigue cuando podemos darnos cuenta. Recién cuando individualizamos a un enemigo, es cuando podemos atacar. Si la historia ajena resulta ser tu enemiga, ese es el obstáculo por superar, en ese “darte cuenta” se encuentra tu salida. O, si lo querés de otra manera, tu entrada a un nuevo camino, a un nuevo curso de la vida. Ese es el momento de tu transformación, de tu dejarte ser en esencia, de tus propios permisos, de poder “hacer la tuya”.

Claro que dolerá un poco, claro que cuestan los cambios, claro que pasarás por momentos de angustia y ansiedad por lo nuevo. Pero serás vos de una vez por todas, ya que es necesario que te pongás primero en tu lista para poder dar el paso sin mirar a los costados, sin tener en cuenta lo que otros hubieran querido, o deseado, o anhelado para vos, sino considerando realmente tus propios deseos y ambiciones.

Que estos aspectos negativos que descubrirás como limitadores de tus objetivos, como frenos de las decisiones, te sirvan como elemento disparador, como punto de partida para un nuevo rumbo. Quizá sepás que las perlas se obtienen de las ostras, y tal vez también que no todas las ostras tienen perlas, ¿sabés qué ocasiona una cosa o la otra?

Te cuento una historia, la de una ostra que se llamaba Marina.

Marina, como todas las ostras, se posaba en el fondo del mar aferrada a una roca, pensando que sería como todas las demás ostras, que abriría sus valvas y dejaría pasar el agua, y cuando algo importante entrara, las cerraría, lo desintegraría para luego asimilarlo, alimentarse y pasar la vida de esa forma.

Cierto día que estaba abierta, una tormenta en el fondo del mar arrastró dentro de Marina un grano de arena con muchas puntas, entonces ella trató de desintegrarlo, pero fue imposible: se lastimó mucho por dentro y no pudo asimilarlo, lo trató de expulsar, pero tampoco pudo.

Así empezó una nueva etapa en su historia. No podía asimilar ni sacar ese cuerpo extraño que había entrado en su vida, intentó olvidarlo, pero tampoco pudo —ya que las cosas que entran en la vida de uno no se pueden olvidar fácilmente— ni escupirlas, ni hacer como si no existieran.

La pobre Marina no podía ocultar ni negar ni olvidar esa dolorosa realidad. ¿Qué hacer ante esto? Muchas personas dirían que lo mejor sería comenzar una lucha sin cuartel, llena de bronca contra esa realidad que dolía en su interior, pero en lugar de eso, la ostra posee otra capacidad instintiva que tiene que ver con la transformación, y esa capacidad consiste en producir sólido. Esa es la capacidad que utilizan las ostras para construir su caparazón liso por dentro y áspero por fuera, agresivo, hiriente: liso para su propia piel amoldada a sus formas; rugoso para el que se arrime.

Pero una ostra, cuando es valiosa, suspende la construcción de su caparazón y se vuelca a ese granito de arena que no puede digerir ni escupir, y pone toda su capacidad para rodear con esas sustancias a ese granito de arena que la está hiriendo y comienza a fabricar una perla con lo mejor de sí misma, y así pone curiosamente toda su capacidad de construir un caparazón exterior para hacer una perla cuyo tamaño será proporcional al dolor que le provoque la intensidad de la lucha.

Las demás ostras ven suspender la construcción de ese caparazón y pasa inadvertido el crecimiento interior. Es decir, que suspende el armado de su construcción para la defensa, pero crece por dentro. Luego de algún tiempo tendrá en su interior una hermosa perla que consiguió enfrentando la adversidad, dejando a un lado lo que supuestamente tenía que hacer para dedicarse a su lucha interior, a su propio crecimiento, en fin, a seguir sus más plenas aspiraciones.

De esto se trata la historia, no la de la ostra, sino la tuya, de hacer tus deseos, de ser plenamente, de no dejar que te limiten y de descubrir de dónde vienen esos miedos que no te dejan vivir, para meterte de lleno hacia adentro: combatirlos y transformarlos en el cimiento de la concreción de tus anhelos.

Sé como la ostra, tomá la adversidad, no la niegues, no la ocultés, no la resistás y transformala en lo mejor que puedas. Esto sólo se logra “decidiendo”.

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