Inteligencia social

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From the series: Ensayo
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LA PERCEPCIÓN DE LAS EMOCIONES

París, 1895. Un puñado de almas aventureras se han atrevido a asistir a una exhibición pionera de los hermanos Lumière, expertos en el nuevo campo de la fotografía. Por primera vez en la historia, los Lumière iban a presentar una película cinematográfica, una “imagen en movimiento” que representaba, en el más absoluto silencio, la llegada de un tren a una estación envuelto en vapor y acercándose al público. Fueron muchos los espectadores de esa auténtica première los que, cuando la película se proyectó, gritaron y se agazaparon despavoridos bajo sus asientos.

Nadie había visto nunca imágenes en movimiento, por lo que la ingenua audiencia no podía sino interpretar como “real” la escalofriante aparición en la pantalla. Quizás ese momento haya sido el acontecimiento más mágico y poderoso de toda la historia del cine, porque ninguno de los espectadores sabía todavía que lo que su ojo estaba viendo no era más que una ilusión. En lo que a ellos –y a su sistema perceptual– se refiere, las imágenes proyectadas en la pantalla eran completamente reales.

Como señala cierto crítico de cine: «La impresión dominante de que esto es real forma parte –aun hoy en día– del poder primordial del arte».17 Esa sensación de realidad sigue cautivando a los aficionados, porque el cerebro responde a las ilusiones generadas por el cine con los mismos circuitos neuronales que emplea para responder a la vida. Por esta razón, las emociones proyectadas en la pantalla también son contagiosas.

Algunos de los mecanismos neuronales implicados en este contagio pantallaespectador fueron identificados por un equipo de investigación israelí, que mostró secuencias del spaghetti western de los setenta El bueno, el feo y el malo a voluntarios que se hallaban conectados a una RMNf. En el que quizás sea el único artículo de los anales de la neurociencia en contar con la curiosa contribución de Clint Eastwood, los investigadores llegaron a la conclusión de que la película jugaba con el cerebro de los espectadores como si de una marioneta neuronal se tratase.18

Al igual que ocurrió en París en 1895 con los aterrados espectadores de la mencionada première, el cerebro de los espectadores de El bueno, el feo y el malo respondía como si la historia imaginaria que se desarrollaba en la pantalla les estuviera sucediendo a ellos. No parece que el cerebro haga grandes distingos entre la realidad virtual y la real. Por ello, cuando la cámara hace un picado para mostrar un primer plano, se activan, en el cerebro de los espectadores, las áreas cerebrales que se ocupan del reconocimiento de un rostro, y cuando en la pantalla aparece un edificio o un paisaje, se activa el área visual que suele ocuparse del reconocimiento físico del entorno que nos rodea.

Del mismo modo, cuando la escena que se desarrolla en la pantalla muestra movimientos delicados de la mano, las regiones movilizadas son las que gobiernan el tacto y el movimiento, y, en las escenas en las que la excitación es máxima –como disparos, explosiones y giros inesperados del argumento–, los centros que se activan son los ligados al control de las emociones. En resumen, pues, el cine parece controlar el funcionamiento de nuestro cerebro.

La audiencia se comporta como si fueran marionetas neuronales, porque lo que ocurre en un momento en el cerebro de un determinado espectador sucede también en todos los demás. Así, la acción desplegada en la pantalla es la música que desencadena idéntica danza en el cerebro de todos los presentes.

Como dice un proverbio muy utilizado en el campo de la sociología: «Una cosa es real cuando lo son sus consecuencias». Y es que, si el cerebro reacciona del mismo modo ante un escenario real que ante uno imaginario, lo que imaginamos tiene consecuencias biológicas. La vía inferior es la que determina nuestra respuesta emocional.

La única excepción a esta especie de guiñol parece estar ligada a las áreas prefrontales de la vía superior, que albergan los centros ejecutivos del cerebro y facilitan el pensamiento crítico (incluida la idea de que «Esto no es más que una película»). Por ello, en la actualidad no huimos despavoridos cuando en la pantalla vemos un tren dirigiéndose a toda velocidad hacia nosotros aunque, no obstante, el miedo siga haciendo acto de presencia.

Cuanto más destacado o notable es un determinado evento, mayor es la atención que despliega el cerebro.19 Dos factores que amplifican la respuesta del cerebro a cualquier realidad virtual como una película son su “sonoridad” perceptual y su intensidad emocional, y eso sucede con los casos del grito y del llanto. No resulta, por tanto, sorprendente que nuestro cerebro se vea desbordado por muchas escenas cinematográficas caóticas. Y el mismo tamaño de la pantalla –ofreciéndonos imágenes monstruosamente grandes– se registra como sonoridad sensorial.20

Pero los estados de ánimo son tan contagiosos que podemos percibir un soplo de emoción en algo tan fugaz como una sonrisa o un ceño fruncido apenas esbozados, o tan árido como la lectura de un pasaje filosófico.

EL RADAR DE LA INSINCERIDAD

Dos mujeres que no se conocían acababan de ver un desgarrador documental sobre las dolorosas secuelas provocadas por el bombardeo nuclear de Hiroshima y Nagasaki durante la II Guerra Mundial. Ambas se hallaban profundamente conmovidas y experimentaban una mezcla de angustia, ira y tristeza.

Pero cuando empezaron a hablar de lo que estaban sintiendo, sucedió algo muy extraño, porque una de ellas era completamente sincera sobre sus sentimientos, mientras que la otra, aliada con los investigadores y siguiendo sus instrucciones, reprimió sus sentimientos, fingiendo indiferencia. En realidad, parecía como si no tuviera ninguna respuesta emocional aunque, en el fondo, se sentía inquieta y distraída.

Pero eso era precisamente lo que se pretendía, porque las dos eran voluntarias de un experimento llevado a cabo en la Universidad de Stanford sobre las consecuencias sociales de la represión emocional, aunque una de ellas había sido entrenada para silenciar sus verdaderos sentimientos.21 Por supuesto, la que estaba emocionalmente abierta se sintió “fuera de lugar” mientras su compañera hablaba y, en consecuencia, sacó la conclusión de que jamás la elegiría como amiga.

La que reprimía sus sentimientos, por su parte, se hallaba tensa e incómoda y se mostraba distraída y preocupada, al tiempo que su presión sanguínea aumentó considerablemente a medida que avanzaba la conversación. No es de extrañar que el esfuerzo emocional necesario para reprimir sentimientos tan perturbadores exija un peaje fisiológico reflejado, en este caso, por el aumento de la presión sanguínea.

Lo más sorprendente, sin embargo, fue que el mismo efecto se encontró también en la mujer que hablaba sinceramente de sus emociones. La tensión, pues, no sólo es palpable, sino también contagiosa.

La sinceridad es la respuesta por defecto del cerebro. A fin de cuentas, nuestro sistema nervioso transmite todos los estados de ánimo a la musculatura facial, evidenciando de inmediato nuestros sentimientos. Este despliegue emocional es automático e inconsciente, razón por la cual su represión exige un esfuerzo deliberado y consciente. Por eso tratar de distorsionar lo que sentimos y de ocultar el miedo o el enfado exigen un esfuerzo que rara vez consigue completamente su objetivo.22

En cierta ocasión, una amiga me dijo que, la primera vez que habló con el hombre a quien acababa de alquilarle el piso, “supo” que no debía confiar en él. Y, a decir verdad, la misma semana en que tenía que mudarse se enteró de que se había echado atrás y se quedó compuesta y sin casa y obligada a poner el caso en manos de un abogado.

Ella sólo le había visto el día en que fue a visitar la casa y se lamentaba diciendo: «En cuanto lo vi advertí algo en él que me dijo que iba a tener problemas».

Ese “algo en él” refleja el funcionamiento de las vías superior e inferior operando como una especie de sistema de alarma de la insinceridad. Existen circuitos especializados en la sospecha que difieren de los empleados en los casos de la empatía y el rapport y cuya misma existencia pone de relieve la importancia de la detección de la mentira en los asuntos humanos. La teoría evolutiva sostiene que la capacidad de detectar el engaño resulta tan esencial para la supervivencia como la capacidad de confiar y cooperar con los demás.

Cierta investigación en la que se registraba la imagen cerebral de voluntarios mientras contemplaban a varios actores contando una historia trágica puso de relieve el radar neuronal concreto implicado en esa tarea. La investigación descubrió que la expresión facial que acompañaba al relato provocaba la activación de diferentes regiones neuronales.

Si, por ejemplo, el rostro del actor mostraba la tristeza apropiada, la región que se activaba en el oyente era la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza, mientras que si, por el contrario, el rostro del actor sonreía durante el relato triste –en un claro ejemplo de incongruencia emocional–, la región cerebral que se activaba era la especializada en la vigilancia ante las amenazas sociales o la información conflictiva. En ese último caso, además, los oyentes afirmaban desconfiar de la persona que les contaba la historia.23

 

La amígdala escruta de manera automática y compulsiva a todas las personas con quienes nos relacionamos para saber si podemos o no confiar en ellas. «¿Es seguro acercarse a esta persona?» «¿Es peligroso?» «¿Puedo confiar realmente en ella?» Los pacientes neurológicos que han padecido una grave lesión en la amígdala son incapaces de determinar si pueden o no confiar en alguien y, cuando se les muestra una fotografía de un hombre a quien la gente suele encontrar altamente sospechoso, lo valoran igual que otros en quien casi todos confían.24

El sistema que nos advierte si podemos confiar o no en alguien discurre a través de dos ramales neuronales diferentes, la vía superior y la vía inferior.25 La primera se pone en marcha cuando tratamos de determinar intencionalmente si alguien es merecedor o no de nuestra confianza. Pero, con independencia de lo que pensemos al respecto, la amígdala está operando de continuo bajo el umbral de la conciencia cumpliendo con una función claramente protectora.

EL OCASO DE UN CASANOVA

Giovanni Vigliotto era un auténtico don Juan y su encanto le llevaba de una conquista romántica a otra. Pero lo cierto es que no se trataba de conquistas sucesivas porque, en realidad, Vigliotto estaba casado simultáneamente con varias mujeres.

Nadie sabe con certeza cuántas veces se casó a lo largo de su carrera –porque lo suyo parecía ciertamente una carrera– romántica, pero bien pudo haberlo hecho unas cien veces, porque Vigliotto se ganaba la vida casándose con mujeres ricas. Pero todo concluyó cuando Patricia Gardner, una de sus conquistas, le demandó por bigamia.

El juicio puso de relieve lo que llevó a tantas mujeres a enamorarse de él. Gardner admitió que una de las cosas que más le atrajo de aquel encantador bígamo fue lo que ella denominó el «rasgo sincero» de mirarla directamente a los ojos y sonriendo… aunque lo cierto era que mentía más que un sacamuelas.26

Son muchas las cosas que los expertos de las emociones saben “leer” en la mirada. Según dicen, es muy frecuente que la tristeza, el disgusto y la culpa o la vergüenza nos hagan bajar la mirada, desviarla y bajarla y desviarla, respectivamente. Esto es algo que la mayoría de la gente sabe de manera intuitiva, por ello la sabiduría popular nos indica que un indicio de que alguien está mintiendo es su incapacidad de «mirar directamente a los ojos».

Esto es algo que Vigliotto, como buen estafador, sabía muy bien y era lo suficientemente diestro como para sonreír mirando directamente a los ojos de sus víctimas.

Él estaba tramando algo, pero quizás tenía más que ver con el establecimiento del vínculo que con la mentira. En opinión de Paul Ekman, un experto mundialmente conocido en la detección de la mentira, la mirada que parece decir «debes creer lo que te estoy diciendo» no parece tener mucho que ver con decir o no la verdad.

A lo largo de sus muchos años de estudio sobre la expresión facial de las emociones, Ekman se ha especializado en la detección de la mentira. Su ojo se halla tan adiestrado en el registro de las sutilezas faciales que detecta con facilidad las discrepancias que existen entre la máscara de las emociones fingidas que utiliza una persona y las fugas que expresan lo que realmente está sintiendo.27

Mentir exige la actividad consciente e intencional de lo que denominamos vía superior, que controla los sistemas ejecutivos que mantienen la congruencia entre nuestras palabras y nuestras acciones. En opinión de Ekman, los mentirosos prestan más atención a la elección de sus palabras y censuran lo que dicen, desatendiendo simultáneamente su expresión facial.

La represión de la verdad exige tiempo y esfuerzo mental. Cuando una persona responde a una pregunta con una mentira, su respuesta se inicia un par de segundos después que cuando es sincera, un retardo aparentemente debido al esfuerzo requerido para elaborar la mentira y controlar los canales emocionales y físicos a través de los cuales la verdad puede acabar desvelándose.28

Mentir bien exige concentración, un esfuerzo mental que requiere del concurso de la vía superior. Pero, puesto que la atención es una capacidad limitada, el hecho de mentir –que va acompañado de la inhibición del despliegue involuntario de las emociones que podrían traslucir esa mentira– consume una dosis extra de recursos neuronales del área prefrontal que la deja provisionalmente sin recursos para acometer otra tarea.

Sólo las palabras pueden mentir. Pero el signo más frecuente de que alguien miente tiene que ver con la discrepancia entre sus palabras y su expresión facial, como cuando alguien nos asegura que está “muy bien” mientras el temblor de voz revela claramente la angustia que está experimentando.

«No existe ningún detector de mentiras completamente fiable –me dijo Ekman–. Pero cualquiera puede detectar las situaciones críticas», es decir, los momentos en que las emociones de la persona no coinciden con lo que nos dice verbalmente, indicio de un esfuerzo mental adicional que requiere a gritos una consideración más detenida. Y las razones de esa discrepancia pueden ser muy diversas, desde el simple nerviosismo hasta la más desvergonzada de las mentiras.

Los músculos faciales y la decisión de mentir se hallan controlados, respectivamente, por la vía inferior y por la vía superior. Por eso, cuando estamos contando una mentira nuestro rostro contradice lo que estamos diciendo. A fin de cuentas, la vía superior encubre, mientras que la inferior revela.

Los circuitos de la vía inferior abren muchos caminos al puente neuronal silencioso que conecta nuestros cerebros. Son precisamente ellos los que nos ayudan a eludir los escollos que amenazan nuestras relaciones, contribuyendo a detectar también en quién podemos confiar y a quién debemos evitar… y transmitiendo contagiosamente nuestros sentimientos.

EL AMOR, EL PODER Y LA EMPATÍA

El poder desempeña un papel muy importante en el flujo interpersonal de la emoción. Aunque no sea posible calibrar el poder relativo de los integrantes de una pareja, siempre podemos estimarlo aproximadamente en términos prácticos diciendo que el miembro más poderoso es el que menos esfuerzo debe hacer para cambiar y aproximarse al otro.29 En el caso de una relación amorosa, el miembro más poderoso es el que más influye en el modo en que el otro le siente o se siente a sí mismo y el que más cosas tiene que decir a la hora de tomar decisiones conjuntas sobre cuestiones económicas o aspectos de la vida cotidiana como, por ejemplo, ir o no a una fiesta.

A decir verdad, las parejas suelen repartirse tácitamente el poder y uno, por ejemplo, se ocupa de las cuestiones económicas, mientras que el otro se encarga, pongamos por caso, de la planificación de las relaciones. Por otra parte, y en lo que respecta al dominio global de las emociones, el miembro menos poderoso es el que se ve obligado a realizar los mayores ajustes internos para converger emocionalmente con el otro.

Estos ajustes son más evidentes cuando uno de los miembros asume de manera deliberada una actitud emocionalmente neutra, como sucede en el caso de la psicoterapia. Desde la época de Freud, los psicoterapeutas han advertido que sus cuerpos reproducen las emociones que experimentan sus clientes. No es de extrañar que, cuando un cliente evoque un recuerdo doloroso o se sienta aterrado por un recuerdo traumático, al terapeuta se le hu- medezcan los ojos o experimente en su propio estómago la emergencia del miedo.

Freud señaló que el hecho de conectar con su propio cuerpo proporciona a los psicoanalistas una ventana para asomarse al paisaje emocional de sus clientes. Mientras que la mayoría de la gente puede registrar las emociones que se expresan abiertamente, los grandes psicoterapeutas han aprendido a dar un paso más allá y conectar con matices emocionales que sus pacientes ni siquiera han permitido que aflorasen a su conciencia.30

Casi un siglo después de que Freud descubriese esas sutilezas, los investigadores han empezado a desarrollar un método a fin de detectar los cambios fisiológicos simultáneos que ocurren de continuo durante una conversación.31 El avance vino de la mano de la aparición de nuevos métodos estadísticos y ordenadores que permiten a los científicos analizar la ingente cantidad de datos (como el ritmo cardíaco y similares) que se producen durante una determinada interacción.

Estos estudios han puesto de relieve que, durante una discusión de pareja, el cuerpo de uno de los implicados tiende a imitar los cambios que acontecen en el otro. No creo que nadie se asombre de que la ciencia haya descubierto recientemente que, cuanto más avanza una discusión, más se exacerban los sentimientos de ira, pena y tristeza.

Más interesante fue lo que hicieron ciertos investigadores de la relación de pareja, grabar en vídeo una discusión e invitar luego a desconocidos a que visionasen las grabaciones y conjeturasen sobre las emociones que estaba experimentando uno de los participantes.32 El hecho es que, cuando esos voluntarios esbozaron sus opiniones, su respuesta fisiológica se asemejaba a la del miembro del que se ocupaban.

Cuanto más exacta es la imitación de la persona observada, más exacta es también la sensación de lo que esa persona está sintiendo, un efecto que resulta más patente en el caso de emociones negativas como la ira. Parece, pues, que la empatía (es decir, la capacidad de experimentar las emociones que otra persona está sintiendo) es tanto psicológica como mental y se asienta en el hecho de compartir el estado interno de la otra persona. Esta danza biológica se da cuando una persona empatiza con otra, es decir, cuando comparte sutilmente el estado fisiológico de la persona con la que está conectada.

Las personas cuyos rostros demuestran las expresiones más intensas son también las que más exactamente juzgan los sentimientos de los demás, lo que parece derivarse del principio general que afirma que cuanto más similar sea, en un determinado momento, el estado fisiológico de dos personas, más fácilmente podrán sentir lo que el otro está experimentando.

Cuanto mayor, pues, es la conexión con una determinada persona, más fácilmente podremos entender lo que ésta, aunque sólo sea de manera sutil, está experimentando. En tales casos, la resonancia es tal que, aunque no queramos, sus emociones son las nuestras.

Resumiendo, por tanto, las emociones que percibimos tienen consecuencias, lo que nos proporciona una buena razón para esforzarnos en cambiarlas en una dirección positiva.