Inteligencia ecológica

Text
From the series: Ensayo
The book is not available in your region
Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

4. LA INTELIGENCIA ECOLÓGICA

La pequeña aldea tibetana de Sher lleva más de mil años milagrosamente colgada sobre la repisa de una montaña. Pero aunque se halla ubicada en plena meseta tibetana y su régimen pluviométrico no supera los 75 litros por metro cuadrado al año, se aprovecha cada gota siguiendo un antiguo sistema de irrigación. La temperatura anual promedio se halla cerca del punto de congelación y no es de extrañar que, desde diciembre hasta febrero, el mercurio no alcance los 10 grados centígrados bajo cero. Las ovejas de la región están cubiertas de una lana muy tupida que conserva perfectamente el calor y que los aldeanos aprovechan para tejer ropas y mantas que les permitan soportar el feroz frío invernal sin más calor que el fuego del hogar.

Los techos de las casas deben repararse cada diez años con ramas de los sauces plantados junto a los canales de irrigación, injertando en su lugar una nueva. La vida media de esos sauces es de unos cuatrocientos años y, cuando uno muere, se planta rápidamente otro. Los desperdicios humanos se reciclan como fertilizantes para las hierbas, las verduras, los campos de cebada –empleada para fabricar la tsampa, el alimento fundamental– y los tubérculos que se almacenan para el invierno.

Desde hace siglos, la población de Sher se ha mantenido estable en torno a las trescientas personas. Jonathan Rose, uno de los primeros planificadores y consultores ecológicos de Estados Unidos y fundador de un movimiento que alienta las alternativas verdes y sostenibles, aprende lecciones muy instructivas sobre el modo inteligente que ha permitido a los pueblos nativos sobrevivir en entornos tan peligrosos como Sher. «No hay, para mí, mejor ejemplo de sostenibilidad que éste –dice Rose–, un claro ejemplo de la capacidad de sobrevivir durante todo un milenio en el mismo ecosistema.»

Pero es evidente que los tibetanos no son los únicos capaces de encontrar soluciones sencillas a los terribles retos que implica la supervivencia en entornos tan duros. Desde el círculo polar ártico hasta el desierto del Sahara, los pueblos nativos de todo el mundo sólo han logrado sobrevivir comprendiendo y adaptándose exquisitamente a los sistemas naturales en que se hallaban inmersos, diseñando las formas de vida que mejor se acomodaran a esos sistemas. Son tres los pila res fundamentales sobre los que se asienta la supervivencia de la pequeña aldea de Sher: la luz del sol, el agua procedente de la lluvia y la sabiduría para aprovechar adecuadamente los recursos de la naturaleza.

La vida moderna reduce esas habilidades y esa sabiduría. A comienzos del siglo XXI, nuestra sociedad ha perdido la sensibilidad necesaria para la supervivencia de nuestra especie. Las rutinas de nuestra vida cotidiana están completamente desconectadas de sus impactos adversos sobre el mundo que nos rodea y los puntos ciegos de nuestra mente colectiva impiden que nuestra actividad cotidiana deje de contribuir a este colapso de los sistemas naturales. Por otro lado, el impacto global de la industria y del comercio se extiende a todos los rincones de nuestra especie y amenaza con explotar y contaminar el mundo natural a un ritmo que excede la capacidad de regeneración del planeta.

La modalidad de sabiduría que, durante todos estos siglos, ha mantenido viva a esa pequeña aldea tibetana, me parece una prueba palpable de “inteligencia ecológica” que evidencia claramente una capacidad extraordinaria de adaptación a nuestro nicho ecológico. La inteligencia se refiere a la capacidad de aprender de la experiencia y de tratar adecuadamente a nuestro entorno, mientras que el término ecológico connota la comprensión de la relación existente entre los organismos y sus ecosistemas.1 La expresión “inteligencia ecológica” ilustra a la perfección la capacidad de aplicar nuestro conocimiento de los efectos de la actividad humana para hacer el menor daño posible a los ecosistemas y vivir de un modo sostenible en nuestro nicho, que, en el momento actual, abarca la totalidad del planeta.

Las exigencias a las que hoy en día nos enfrentamos requieren de una nueva sensibilidad que nos permita reconocer la compleja y sutil red de interconexiones que vinculan la vida humana a los sistemas naturales. El despertar de esas nuevas posibilidades puede llevarnos a abrir colectivamente los ojos y modificar nuestras creencias y percepciones más básicas en un sentido que provoque cambios tanto en los mundos industrial y comercial como en nuestras acciones y en nuestra conducta individual.

El psicólogo de Harvard Howard Gardner reinventó el modo en que pensábamos sobre el coeficiente de inteligencia, señalando, junto a la inteligencia que nos ayuda a desempeñarnos bien en la escuela, la existencia de muchas otras modalidades que nos ayudan a comportarnos mejor en la vida. En este sentido, Gardner enumeró la existencia de siete modalidades diferentes de inteligencia, que van desde las habilidades espaciales de un arquitecto hasta las aptitudes interpersonales que muestran los maestros o los líderes. En su opinión, cada una de esas inteligencias refleja un talento o capacidad única que nos ayuda a adaptarnos a los cambios a los que, en tanto que especie, nos enfrentamos y que resultan beneficiosas para nuestra vida.

La capacidad estrictamente humana de adaptar nuestra forma de vida a casi cualquier extremo climático o geológico que la tierra nos brinda es realmente ejemplar.2 El reconocimiento de cualquier tipo de pauta, sugiere Gardner, hunde sus raíces en el acto primordial de comprensión del funcionamiento de la naturaleza, como clasificar lo que sucede en determinado agrupamiento natural. Ésos, precisamente, son los talentos desplegados por casi cualquier cultura nativa en su proceso de adaptación a su entorno concreto.

La expresión contemporánea de inteligencia ecológica ha expandido la capacidad natural de los pueblos nativos para categorizar y reconocer pautas hasta el desarrollo de ciencias como la química, la física y la ecología (entre otras muchas), aplicando las lentes de esas disciplinas a cualquier lugar en el que operen los sistemas dinámicos, desde la escala molecular hasta la escala global. Este conocimiento del modo en que funcionan las cosas y la naturaleza incluye el reconocimiento y la comprensión de las muchas interacciones existentes entre los sistemas fabricados por el ser humano y los sistemas naturales o lo que yo denomino inteligencia ecológica. Sólo una sensibilidad omniabarcadora puede permitirnos advertir la estrecha relación existente entre nuestras acciones y sus impactos ocultos sobre el planeta, nuestra salud y los sistemas sociales.3

La inteligencia ecológica combina todas esas habilidades cognitivas con la empatía hacia toda forma de vida. La inteligencia emocional y la inteligencia social se erigen sobre la capacidad de asumir la perspectiva de los demás, de sentir lo que sienten y de mostrarles nuestro respeto. Del mismo modo, la inteligencia ecológica extiende esta capacidad a todos los sistemas naturales, desplegando la misma empatía donde advirtamos cualquier signo de “sufrimiento” del planeta y decidiendo mejorar las cosas. Esta empatía expandida añade al análisis racional de causas y efectos la predisposición de ayudar.

Para conectar con esa inteligencia, debemos trascender la visión que enfrenta al ser humano con la naturaleza, porque lo cierto es que vivimos inmersos en sistemas ecológicos y que, para mejor o para peor, nuestra actividad afecta la naturaleza, al igual que ella nos afecta a nosotros. Necesitamos descubrir y compartir los muchos modos en que opera esta interconexión, descubrir las pautas ocultas que conectan nuestra actividad con el flujo mayor de la naturaleza, reconocer nuestro impacto sobre ella y aprender a hacer las cosas mejor.

Hoy en día nos hallamos en un impasse evolutivo, porque las formas de pensar que, en nuestro remoto pasado, guiaban nuestra inteligencia ecológica innata estaban especialmente adaptadas a las crudas realidades de la prehistoria. Esos impulsos innatos eran los que nos llevaban a escapar de los predadores, a engullir tantos azúcares y grasas como fuese posible para engordar y soportar así la siguiente hambruna y también se encargaban de que nuestro cerebro olfativo detectase las toxinas y desencadenase el reflejo de vómito que nos llevase a expulsar la comida en mal estado. Fue esa sabiduría integrada la que llevó a nuestra especie hasta el umbral de la civilización.

El paso de los siglos, sin embargo, ha acabado embotando esas habilidades en los miles de millones de individuos que viven en el mundo tecnológico actual. Las presiones profesionales nos han obligado a hiperespecializarnos y a depender, a su vez, de otros especialistas que se ocupan de aquellas tareas que están más allá de nuestro dominio. Para que nuestra vida funcione adecuadamente, todos dependemos, por más que sobresalgamos en un determinado campo, de las habilidades de muchos expertos diferentes, como granjeros, informáticos, nutricionistas y mecánicos. Ya no podemos seguir confiando en nuestra habilidad para conectar con el mundo natural ni con la sabiduría acumulada y transmitida generación tras generación que permitió a los nativos vivir en armonía con su entorno.

Los ecologistas afirman que los sistemas naturales operan a escalas muy diferentes. A nivel macroscópico, existen ciclos biogeoquímicos globales, como el flujo del carbón, por ejemplo, en los que los cambios en la ratio de sus elementos no sólo se miden en años, sino en siglos y hasta en eras geológicas. El ecosistema de un bosque, por ejemplo, es el resultado de una compleja y equilibrada interrelación entre plantas, animales, insectos y hasta las bacterias del suelo, cuyos genes evolucionan juntos y donde cada uno explota su propio nicho ecológico. A nivel microscópico, por último, los ciclos se miden en términos de milímetros, de micras o de segundos.

 

El modo en que percibimos y comprendemos todo esto tiene una importancia fundamental. «El árbol que hace llorar de gozo a algunos no es, a los ojos de otros, más que un objeto verde que se interpone en su camino –escribió hace ya un par de siglos el poeta William. Y agregó–: Hay quienes ven la naturaleza como algo ridículo y deforme y aun hay otros que ni siquiera la ven. Pero, a los ojos del hombre con imaginación, la naturaleza es la imaginación misma. Como el hombre es, así ve.»

Esta diferencia en nuestro modo de ver tiene, en lo que respecta a la naturaleza, grandes consecuencias. Un oso polar atrapado en un pedazo de hielo a la deriva o en un glaciar que se desvanece nos proporciona un símbolo muy poderoso de los peligros a los que nos enfrenta el calentamiento global. Pero las verdades inconvenientes no acaban ahí, sino que sólo lo hace nuestra capacidad colectiva de percibirlas. Necesitamos ampliar el rango y agudizar la resolución de nuestra percepción de la naturaleza para poder advertir el modo en que los productos químicos sintéticos afectan a las células de un sistema endocrino y afectan al lento aumento del nivel del mar.

Si queremos protegerla adecuadamente, nuestra especie debe volver a sensibilizarse a la dinámica de la naturaleza. Carecemos de sentido y de sistema cerebral innato que nos permita advertir los innumerables modos en que la vida humana erosiona nuestro nicho planetario. Tenemos que aumentar nuestra sensibilidad para llegar a registrar las amenazas que quedan fuera de los límites del radar de alarma del sistema nervioso y aprender lo que, al respecto, debemos hacer. Ahí es, precisamente, donde entra en escena la inteligencia ecológica.

El neocórtex, el cerebro pensante, evolucionó hasta llegar a convertirse en la herramienta de supervivencia más versátil de nuestro cerebro. En este sentido, el neocórtex puede descubrir, entender y controlar lo que ocurre en regiones inaccesibles a los circuitos integrados de nuestro cerebro. Gracias a él, podemos enterarnos de las consecuencias ocultas de nuestras acciones y lo que tenemos que hacer al respecto y cultivar, de ese modo, una capacidad adquirida que nos permita compensar la debilidad de nuestras formas innatas de percibir y de pensar.

La inteligencia ecológica que, con tanta urgencia, necesita desarrollar la humanidad, exige que esta zona generalista de nuestro cerebro opere con módulos que anteriormente se dedicaban a la alarma, el miedo y el disgusto. La naturaleza dise ñó la corteza olfativa para movernos por un universo natural de olores que rara vez visitamos hoy en día. La red neuronal de alarma de la amígdala sólo reconoce de manera innata un reducido –y ciertamente anticuado– abanico de peligros. Y aunque esas áreas integradas no se puedan reprogramar con facilidad, si es que tal cosa es posible, nuestro neocórtex –que nos permite el aprendizaje intencional– puede compensar esos puntos ciegos naturales.

Los olores son combinaciones de moléculas volátiles que flotan en el aire y llegan a nuestra nariz procedentes de algún objeto. Luego nuestro cerebro olfativo les asigna un valor positivo o negativo, separando los deseables de los repulsivos y la comida putrefacta del pan tierno. Pero la vida actual nos obliga a aprender que el olor de pintura fresca o el aroma distintivo de un coche recién comprado proceden de compuestos químicos volátiles fabricados por el hombre que resultan levemente tóxicos para nuestro cuerpo y deberían, en consecuencia, ser evitados. También deberíamos desarrollar un sistema de alerta que nos advirtiese del contenido en plomo de los juguetes y de los gases que no podemos ver que contaminan el aire que respiramos y de los productos químicos tóxicos indetectables que emponzoñan nuestras comidas. Pero sólo podemos llegar a “conocer” esos peligros de manera indirecta, a través de la modalidad de conocimiento proporcionada por los descubrimientos científicos. Lo que finalmente puede acabar convirtiéndose en una reacción emocional aprendida quizás comience con la comprensión intelectual.

La inteligencia ecológica nos permite entender sistemas en toda su complejidad, así como también la relación existente entre el mundo natural y el mundo fabricado por el ser humano. Pero esa comprensión exige un conocimiento tan vasto que no cabe en ningún cerebro individual. Por ello la complejidad de la inteligencia ecológica nos obliga a tener en cuenta a los demás y a colaborar con ellos.

Los psicólogos suelen considerar que la inteligencia se encuentra dentro del individuo, pero las capacidades ecológicas que necesitamos para sobrevivir en el mundo actual representan una forma de inteligencia colectiva que se asienta en redes amplias de personas y que sólo podemos aprender y dominar como especie. Los retos a los que hoy nos enfrentamos son demasiado diversos, sutiles y complejos como para ser entendidos y resueltos por una sola persona. Por ello su reconocimiento y solución exigen la colaboración y el esfuerzo de un número amplio y diverso de expertos, empresarios y activistas…; en suma, de todos nosotros. Necesitamos, en tanto que grupo, reconocer los peligros a los que nos enfrentamos, conocer sus causas y el modo de desactivarlas y, por otra parte, advertir las nuevas oportunidades que esas solu- ciones nos ofrecen (y la determinación colectiva de llevarlas a la práctica).

Los antropólogos evolutivos consideran las habilidades cognitivas de esa inteligencia compartida como una capacidad distintivamente humana que desempeñó un papel fundamental para que nuestra especie pudiese superar sus primeras fases.4 La última adición al cerebro humano son los circuitos respon sables de la inteligencia social, que permitieron a los primeros seres humanos la compleja colaboración necesaria para cazar, recolectar y sobrevivir. Hoy en día necesitamos esas capacidades cognitivas compartidas para sobrevivir al nuevo conjunto de retos que amenazan nuestra supervivencia.

La inteligencia colectiva y distribuida amplía la conciencia, ya sea entre amigos o familiares, dentro de una empresa o a lo largo de toda una cultura. Cuando una persona entiende una parte de esa compleja red de causas y efectos y transmite su conocimiento a los demás, esa comprensión acaba formando parte de la memoria grupal y puede ser utilizada por cualquier individuo que la necesite. Esa inteligencia compartida crece gracias a la contribución de individuos que también se encargan de transmitirla a todos los demás. Necesitamos pioneros, exploradores que nos adviertan de las verdades ecológicas con las que hemos perdido contacto o que acaban de descubrirse.

Las grandes organizaciones ilustran muy bien el funcionamiento de esa inteligencia distribuida. En el caso de un hospital, los técnicos de laboratorio se ocupan de una serie de trabajos, las enfermeras de quirófano de otros y los radiólogos de otros, y la coordinación entre todas esas unidades y conocimientos permite un mejor cuidado de los pacientes. En el caso de una empresa, los departamentos de compras, marketing y planificación estratégica funcionan como una totalidad.

La naturaleza fundamentalmente compartida de la inteligencia ecológica entra en sinergia con la inteligencia social, permitiendo la coordinación armónica de nuestros esfuerzos. La capacidad de trabajar juntos de forma eficaz que evidencia un equipo estrella combina habilidades como la empatía y la capacidad de asumir la perspectiva de los demás, la sinceridad y la cooperación para establecer vínculos interpersonales que aumentan el valor de la información. La colaboración y el intercambio de información resultan vitales para acumular las comprensiones y elaborar las bases de datos ecológicos necesarias para actuar en aras del bien común.

El modo en que se mueven los enjambres de insectos sugiere otro sentido en el que puede distribuirse la inteligencia ecológica. Y es que, aunque ninguna de las hormigas individuales que componen una colonia comprende la imagen global ni dirige a las demás (la reina sólo se encarga de poner los huevos), todas ellas se atienen a reglas muy sencillas que apuntan, de modos muy distintos, a la consecución del objetivo común de la autoorganización. Así es como la inteligencia del enjambre utiliza a muchos actores que se atienen a principios muy sencillos para permitir el logro de objetivos mayores sin que, para alcanzar el objetivo grupal, sea necesario que uno de los actores individuales asuma el papel de director y dirija el esfuerzo grupal.

Las reglas a las que se atiene el enjambre podrían, en lo que se refiere a nuestros objetivos ecológicos comunes, resumirse del siguiente modo:

1 Conoce tus impactos.

2 Alienta las mejoras.

3 Comparte lo que aprendas.

La inteligencia de enjambre podría provocar una actualización continua de nuestra inteligencia ecológica. Para ello, bastaría con prestar atención a las consecuencias reales de lo que compramos y de lo que hacemos, tomar la decisión de llevar a cabo los cambios positivos necesarios y difundir nuestro conocimiento para que los demás pudieran también hacer lo mismo. Si cada uno de los miembros que integran el enjambre humano se atuviese a esas tres sencillas reglas, podríamos crear juntos una fuerza que mejorase nuestros sistemas humanos. Nadie, pues, desde esta perspectiva, debe tener un plan magistral ni comprenderlo todo. Lo único que tenemos que hacer es orientarnos hacia una mejora continua del impacto humano sobre la naturaleza.

Los signos de la emergencia de este cambio en la conciencia colectiva son ya visibles a nivel global, desde equipos de ejecutivos que se esfuerzan para que las actividades de su empresa sean más sostenibles hasta activistas que distribuyen bolsas de tela para ir a la compra que reemplacen a las de plástico. En todas partes pueden advertirse ya personas comprometidas con el establecimiento de un tipo de relación con la naturaleza que modifique nuestra tendencia a los logros a corto plazo por una relación a largo plazo más sana. En este sentido, los resultados de las investigaciones más prominentes sobre los innumerables peligros generados por la actividad humana sobre los ecosistemas de nuestro planeta, como los ligados al calentamiento global, no son más que un comienzo. Esos esfuerzos contribuyen a intensificar nuestra sensación de urgencia. Pero las cosas no acaban ahí. Necesitamos recopilar los datos detallados y sofisticados que puedan guiar nuestra acción, lo que requiere de un análisis continuo, de una disciplina decidida y de la búsqueda, en suma, de una inteligencia ecológica.

You have finished the free preview. Would you like to read more?