Al hilo del tiempo

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From the series: Oberta #108
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Tras las reuniones de 1626, las Cortes aragonesas no volvieron a ser reunidas hasta 1701. En 1709 fueron convocadas en Madrid con ocasión del reconocimiento del Príncipe de Asturias. Estas reuniones, al igual que las de 1712, 1724, 1760 y 1789, tendrán, sin embargo, muy poco en común con las Cortes aragonesas de los siglos XV y XVI. Como A. R. Myers señala, resulta característica su protesta en 1760: «Oh señor, el reyno está dispuesto, no sólo a prestar juramento de fidelidad y rendir el homenaje que corresponde, sino a realizar cualquier cosa que Su Majestad proponga».27

Aragón no se había convertido en un dominium regale, pero los monarcas habían conseguido transformar un dominium politicum et regale en que el Parlamento conservaba importantes poderes, en otro en el que el Parlamento logra sobrevivir, si bien con unos poderes rigurosamente delimitados y cada vez mayormente reducidos. Una vez más, al igual que en Castilla, se había producido el triunfo de la monarquía.

Con todo, parece ser en el Principado de Cataluña donde «el desarrollo de la institución parlamentaria alcanzó un concepto constitucional efectivo y planteó eficazmente las relaciones operantes entre la autoridad y los sujetos, entre el monarca y sus vasallos». El caso ha sido comparado –creo que con acierto– por Vicens al del Parlamento inglés. Desde que en las Cortes de 1480-1481 Fernando el Católico aceptara el sistema político tradicional del Principado, perfeccionándolo con la Observança en que se reconocían las limitaciones al poder real, e ideando un procedimiento legal para la intervención de la Generalitat, caso de que el rey o sus oficiales incurrieran en contrafuero, el dominium politicum et regale no haría sino perfeccionarse. A pesar de los intentos del poder real, sólo con los Borbones se rompió el equilibrio de poder existente en el Principado.28

Las sucesivas reuniones de Cortes catalanas con Carlos I y Felipe II no hacen sino confirmar ese equilibrio rey-Parlamento, fruto del pactismo catalán y del constitucionalismo monárquico en la Corona de Aragón; de hecho, el derecho a legislar junto con el rey había sido logrado por el Parlamento catalán ya en 1283. Y, dentro de la más pura tradición del dominium politicum et regale, los tres brazos de este Parlamento –eclesiástico, militar y real– intervenían, al igual que en Aragón, en el control de las sumas ofrecidas al rey. La necesidad, por otra parte, de que los greuges (agravios) planteados por las Cortes al rey, debieran ser resueltos antes de la concesión del servicio, dotaba al Parlamento de un poderoso instrumento para asegurarse el respeto y la pervivencia de sus fueros y privilegios.29

Las Cortes de Barcelona de 1599 –únicas que convoca Felipe III– marcaron, como ha escrito Reglà, «el momento de máximo idilio entre la realeza y el Principado, cuando la crisis empezaba a dibujarse». Sin embargo, con la reunión de Cortes Generales en 1626, aparecen los primeros intentos del poder real de quebrar el dominium existente. Cataluña se opone a participar en la Unión de Armas y, en consecuencia, a otorgar el servicio pedido; cuando en 1632 el rey y su valido vuelven a Barcelona para reanudar las Cortes interrumpidas, el resultado es idéntico. La presión real tuvo como consecuencia el estallido revolucionario-separatista de 1640, capitaneado por la Diputació, símbolo tradicional de las libertades catalanas. Desde el punto de vista jurídico, el pleito secesionista giró en torno al pactismo.30

Tanto en Aragón como en Cataluña las revueltas estallaron con los símbolos tradicionales de sus libertades como pretexto (el justicia y la Diputación). Unos símbolos que la monarquía absoluta trata de desmantelar, para forzar el dominium regale en las entidades políticas que representaban. Ya hemos visto cual fue el resultado de esa acción en Aragón. En Cataluña, no sólo el propósito del poder real fracasa, sino que el pactismo catalán, a partir de 1652, recupera su esencia y sale reforzado de la prueba. Durante el reinado de Carlos II nadie se atrevió a discutirlo. Mientras tanto, por toda Europa, incluida Inglaterra, «el iusconstitucionalismo desaparecía devorado por el absolutismo monárquico».31

Así, en la lucha por el poder, el Parlamento catalán había logrado mantener con éxito el dominium politicum et regale. Sería el único caso del Estado español, con la excepción de Portugal, donde, al igual que en la Corona de Aragón, el rey era constitucional. El reino lusitano, sin embargo, tras la revolución de 1640 logró su independencia definitiva de la monarquía española.

Felipe V reunió en 1701 las Cortes catalanas, que desde 1632 no se habían vuelto a convocar. No obstante, aunque éstas fueran unas de las reuniones que mejores resultados proporcionaron a los catalanes, la invasión francesa en Cataluña en los años de la revolución había sometido a desgaste el pactismo, perdiendo éste consistencia y decayendo, de hecho, en el espíritu catalán. En la guerra de 1705-1714 el Principado lucharía por otros intereses.32

Tras la promulgación de los Decretos de Nueva Planta en 1716, destruidas ya las instituciones catalanas tradicionales, las Cortes fueron reunidas en Madrid en 1724, 1760 y 1780. Su signo, empero, había cambiado.33

Las Cortes valencianas, creadas también según el espíritu pactista de la Corona de Aragón, compartieron asimismo con el monarca las tareas legislativas del Reino. Pero aunque el Parlamento debía ser convocado cada tres años, a lo largo del período moderno los reyes sólo lo reunieron, cuando las necesidades financieras les obligaban a ello, con el fin de obtener los subsidios que precisaban. No obstante, el dominium politicum et regale funcionó en Valencia sin desequilibrios importantes hasta finales del reinado de Felipe II.

El interés del Reino por mantener ese dominium se observa en la preocupación por conservar el control y equilibrio de la Generalitat, desde las Cortes de Tarazona-Valencia-Orihuela de 1484-1488. Este organismo había surgido en Valencia a fines del siglo XIV con Pedro el Ceremonioso, convirtiéndose, con las reformas adoptadas en las Cortes de 1537 y 1547, en «una entidad que asumía virtualmente la representación del Reino cuando las Cortes no funcionaban e intervenía en todos los asuntos de carácter general, sociales y económicos». De ahí su importancia para el Reino.34

La institución de la Generalitat volvió a recibir una atención preferente en las Cortes de 1563, primeras de Felipe II y últimas en que el poder real respeta, dentro de las tensiones habituales, el equilibrio de poder existente en Valencia. En las Cortes de 1585 los estamentos valencianos pretendieron fundamentalmente defenderse de los representantes del rey en el Reino, o, lo que es lo mismo, del propio monarca; los primeros capítulos de estas Cortes fueron de abierta contestación a la política virreinal.35

A lo largo del siglo XVI comienzan a perder eficacia dos de las características principales del Parlamento valenciano: el reconocimiento de los agravios y el carácter pactado de la legislación entre el rey y los representantes del reino –a cambio, lógicamente, del servicio. Con las Cortes de 1604 se inicia el plano inclinado hacia el dominium regale: la legislación foral, al igual que otras formas de participación en el poder, se ven, de hecho, ampliamente desatendidas y las preocupaciones del Parlamento que recaben la atención del monarca son prácticamente las económicas.36

Las Cortes de Monzón de 1626 suponen la ruptura definitiva del dominium politicum et regale existente en Valencia, que pasa a convertirse en un dominium análogo al antes señalado en Aragón, tras sus Cortes de 1626, y que sigue deteriorándose a lo largo de la centuria.

Sin embargo, a diferencia de Aragón y Cataluña, donde la quiebra –o los intentos de quiebra– de su dominium se inician con el ataque a los símbolos de sus libertades –Justicia y Generalitat– por parte del poder real, en Valencia éste atenta directamente contra las Cortes, o, más concretamente, contra su autoridad.

Felipe IV comienza las sesiones de las Cortes de 1626 violando las leyes y costumbre establecidas, al hacer su petición antes de prestar el obligado juramento de los fueros. Por medio de la violencia moral, el monarca y su valido lograron que, progresivamente, fuera cayendo la oposición de las Cortes a conceder un servicio, que suponía la imposición del programa austracista y la pérdida de su equilibrio políticoinstitucional. Las contrapartidas obtenidas por el Reino fueron de escasa entidad: las leyes elaboradas en estas Cortes daban una idea de la debilidad institucional y económico-social que padecía Valencia.37

Ahora bien, los intentos de ruptura del equilibrio de poder monarquía-Parlamento habían producido una revuelta frustrada en Aragón y otra, lograda, en Cataluña. En Valencia, sin embargo, no se pasó del conato de revuelta.38

Las Cortes de 1645 reflejan ya el cambio de dominium producido en el Reino. El monarca obtuvo en ellas un cuantioso servicio, aprobando tarde y sólo parcialmente los aspectos de los fueros con los que había manifestado su conformidad (las decretatas).39

A partir de esta última convocatoria, las Cortes valencianas no volvieron a reunirse ya. Los representantes del poder real en Valencia lograron que, en lo sucesivo, los estamentos concedieran los servicios «voluntarios» y «extraordinarios» que la monarquía precisaba, sin necesidad de convocar las Cortes. Cuando en el siglo XVIII, con la publicación de los Decretos de Nueva Planta, Felipe V abole los fueros y privilegios del Reino, éstos –a diferencia de lo sucedido en Cataluña y Aragón– no vuelven a ser recuperados. Lo que podríamos calificar de dominium quasi-regale, se había implantado así en Valencia.

 

CONCLUSIONES

A la vista de los caracteres y evolución del equilibrio de poder entre monarquías y parlamentos en España a lo largo de la época moderna, tal vez resulte oportuno intentar extraer algunas conclusiones dentro de la óptica apuntada al principio de este capítulo.

(i) Dominium politicum et regale, si bien fue la regla en España en las distintas entidades políticas de la Corona de Aragón, no lo fue en Castilla, donde, tanto de iure como de facto, existió un dominium regale.

(ii) A lo largo de la época moderna persistió de manera constante una tendencia a quebrar el equilibrio de poder existente por parte de las fuerzas socio-políticas en presencia, ya fuera en la dirección del dominium politicum et regale, como acontece en Castilla, o en la del dominium regale, como sucede en la Corona de Aragón.

(iii) Esos intentos de quiebra se producen siempre de manera no consensuada, mediante actos de violencia física o de violencia moral, dirigidos contra elementos o instituciones esenciales al mantenimiento del equilibrio de poder actuante.

(iv) Las necesidades financieras de la monarquía española fueron una de las razones principales para afianzar el dominium regale en Castilla y forzar la ruptura del dominium politicum et regale en la Corona de Aragón.

(v) La quiebra y deterioro posterior del pactismo catalano-aragonés, con la desaparición y, en el mejor de los casos, el menoscabo de las leyes e instituciones representativas que aquél comportaba, constituiría un factor decisivo en la implantación del centralismo borbónico.

No se ha pretendido, a lo largo de estas páginas, cuestionar las tesis y modelos que Helmut G. Koenigsberger presenta en su lección inaugural de 1975. Tan sólo se ha intentado recoger sus sugerencias con el fin de intentar explicar los procesos operados en los cambios de distribución de poder entre reyes y parlamentos en la España Moderna, a la luz de sus planteamientos. Queda todavía un largo camino por recorrer, antes de poder recoger en bloque el reto que el profesor de Londres plantea, y presentar siquiera una aproximación a esa apasionante teoría general que nuestro autor sugiere.

2. CORTES VALENCIANAS

El período que abarca los siglos XIII al XVIII corresponde a una era en que los países eran normalmente gobernados por un monarca, que mandaba sobre una sociedad dominada por órdenes, corporaciones, grupos profesionales y sociedades.

Cada uno de estos grupos, para poder ejercer adecuadamente los importantes deberes y privilegios que poseía, tenía que ponerse de acuerdo con el monarca. De hecho, la tradición medieval confería una acusada personalidad jurídico-política a la comunidad y ésta, en su calidad de unidad corporativa, se expresaba como sujeto político en las asambleas representativas, ya desde los siglos XII y XIII. La idea de representación corporativa, central en este terreno, descansaba en el principio, ampliamente definido, de que «lo que atañe a todos es comprobado por todos»; y fue mediante este principio como se articuló la presencia de los gobernados en las tareas de gobierno.1

En Europa, los miembros de esas Asambleas, que representaron por lo general los distintos órdenes o estados de la sociedad, se agruparon en tres estamentos:

El eclesiástico, considerado el primero de todos, al representar la primacía de la esfera espiritual, estaba formado por arzobispos, obispos y demás jerarquías de la Iglesia.

El nobiliario, a veces dividido en dos (alta y baja nobleza), estaba compuesto por los nobles del reino.

El estamento de las ciudades, que agrupaba a representantes de ciudades y villas con privilegios especiales y, en ocasiones, de todos aquellos grupos con poder y privilegios que defender.

Esos tres estamentos eran el reflejo de la sociedad de órdenes, jerarquizada y reglada, típica de la sociedad feudal en que se desenvolvían, y de sus instituciones. En el ámbito parlamentario marcaron un período, desde finales del siglo XIII a finales del XVIII, gráficamente descrito por Myers como la era de los estados (o de los estamentos).2

Los primeros parlamentos –o asambleas representativas– de Europa surgieron claramente a fines del siglo XII en el Reino de León y, a lo largo del siglo XIII, en Castilla, la Corona de Aragón, Portugal y otros estados europeos. En la doctrina política medieval el rey, con el parlamento, constituía, de hecho y simbólicamente, la encarnación del conjunto del cuerpo político. Aliado a esta imagen de unidad estaba presente también cierto planteamiento dualista de sus integrantes. Sin embargo, dualismo no significaba paridad, pues, desde la Baja Edad Media, el poder de reyes y príncipes venía siendo casi por todas partes más activo e importante que el ejercido por las asambleas representativas. El rey pedía la colaboración de los parlamentos pero, en última instancia, la facultad de convocatoria residía en el monarca, y era la voluntad real lo que confería autoridad a las decisiones alcanzadas. Sería erróneo sobrevalorar la capacidad operativa de los organismos representativos.

Con todo, lo que dotó de una importancia destacada a las tareas parlamentarias fue que en ellas se debatieron, al menos, dos de los aspectos clave de gobierno: legislación y fiscalidad.

Para poder ocuparse de ambos aspectos adecuadamente, lo deseable y necesario, tanto para el rey como para el parlamento, era una colaboración armónica. La ausencia de ésta resultaba perjudicial para las dos partes, pues ambas pertenecían, no sólo a la tradición constitucional de los reinos, sino también a la maquinaria de gobierno. El punto de inflexión de la historia constitucional de cada país ocurre, precisamente, cuando desaparece la idea de armonía y ambas partes consideran a la otra más como un obstáculo que como una ayuda para conseguir sus objetivos.

Sir John Fortescue, un distinguido magistrado inglés, en su obra, ya citada, The Governance of England, había calificado esa colaboración armónica de dominium politicum et regale, y señalaba que, en la Baja Edad Media europea, ésta era la norma y no la excepción. Inglaterra, como se recordará, era el ejemplo paradigmático de esta situación.3

Puede decirse que, en líneas generales y con distintos matices, el dominium politicum et regale fue la norma en los parlamentos de la cristiandad latina medieval, salvo en Castilla. La situación varía, sin embargo, a partir del siglo XV, y hasta el término de la Edad Moderna, en que se producen cambios importantes, que llevan especialmente hacia un dominium regale o hacia un dominium politicum (de los parlamentos), pero en que difícilmente se producirá la deseada colaboración armónica reyparlamento.4

VALENCIA EN LA CORONA DE ARAGÓN

Sin embargo, a diferencia de la Corona de Castilla, donde, como ya se ha señalado, no existe pacto bajomedieval, en la Corona de Aragón el ideal pactista, de contrato de gobierno entre rey y reino, representado por la Cortes medievales, constituyó un legado a la conciencia colectiva que, durante la era de los estamentos (o al menos durante buena parte de la misma), mantuvo en sus territorios las ideas de participación y libre consentimiento político. La integración de sus reinos era una unión entre iguales; en ellos, el rey con el Parlamento, esto es, rey y reino, constituían simbólicamente la encarnación del cuerpo político. De ahí que Jerónimo de Blancas, al hablar de las Cortes diga: «estando el Rey y la(s) Corte(s) juntas, todo lo pueden».5

Las Cortes valencianas fueron las últimas en constituirse en los territorios peninsulares de la Corona de Aragón. Era lógico que fuera así, puesto que, en el momento de la reconquista del Reino de Valencia, la mayoría de los reinos peninsulares gozaban ya de una tradición más o menos firme en cuanto a la administración y participación de sus estamentos en la ordenación del reino, particularmente el nobiliario y el eclesiástico.

Jaime I, concluida su conquista (1233-1245), crea en Valencia un reino independiente dentro de la Corona aragonesa, sometido y repoblado por catalanes y aragoneses. Su organización político-administrativa, sin embargo, presenta desde sus inicios como reino cristiano un carácter autónomo. No podía ser de otra manera, si el rey quería lograr el afianzamiento de su poder y llevar a cabo una organización encaminada a consolidar éste con base en las instituciones. Para Reglà, el elemento catalán en el nuevo reino neutralizó la mentalidad feudal aragonesa. Neutralización que hubiera sido difícilmente posible sin una asamblea representativa –unas Cortes– con caracteres propios y emanados de sus propias leyes (valencianas) y no de las aragonesas. A su vez, el hecho de que las áreas de repoblación catalana, las del litoral, fueran tierras de realengo, hizo más fácil la tarea de Jaime I.6

En el origen y evolución posterior de la Cortes valencianas hay un dato significativo: el estímulo por el propio Jaime I y sus sucesores del estamento ciudadano, que se mostró más favorable a la voluntad y deseos reales que los estamentos eclesiástico y nobiliar. Ello no era casual. Como Sylvia Romeu señala, lo que el estamento ciudadano perseguía con esa actitud era «obtener su propia autonomía, eregirse en municipios ajenos a la política señorial y convertirse en villas o ciudades reales». Lo que el rey, por su parte, trataba de conseguir con el apoyo ciudadano, era contrapesar la influencia de la nobleza aragonesa, a la que tenía que controlar, para evitar que se reprodujeran en Valencia las dificultades que ese estado le había planteado en Aragón. La nobleza catalana, en cambio, no era tan problemática, al estar más próxima al círculo de Jaime I.7

Esa estrategia de control de los nobles aragoneses llevó también al Conquistador y a sus sucesores a fortalecer unos intereses que no se identificaron con los de aquella nobleza. Así, con el apoyo a las ciudades y villas reales, y a los nobles y eclesiásticos establecidos en Valencia, los reyes lograron la aceptación, por parte de la clase dirigente, de una vía valenciana en el nuevo reino.

En los años 1280 creció la participación del brazo real –el del estamento ciudadano– en la Cortes, al igual que la de una nobleza, cada vez más desligada de los intereses aragoneses. Poco después se sumó la Iglesia. La nueva nobleza vio recompensados sus servicios con la participación en la administración y el gobierno municipales, mientras que los eclesiásticos obtenían espléndidos beneficios a través de los privilegios otorgados en Cortes.8

Estas razones explican el interés de los reyes valencianos en estimular el protagonismo y la participación de los estamentos en las incipientes Cortes. Pero hay una razón más: la penuria económica en que se mueven los monarcas, que las necesidades defensivas y su política expansionista profundizan. Y fue sobre todo esa circunstancia la que les obligó a buscar la concesión de donativos –o servicios– en el seno de la asamblea parlamentaria valenciana.

Las Cortes, sin embargo, como Germà Colón y Arcadi García apuntan, no fueron un organismo inmutable a lo largo de los siglos de vida del derecho valenciano. Antes bien, se trató de una institución que evolucionó a través del tiempo y que no puede considerarse definitivamente consolidada hasta el siglo XIV. Veamos, a continuación, los cinco períodos en que, aproximadamente, pueden dividirse las Cortes valencianas forales:9

En un primer período, de vacilación, que se desarrolla durante el siglo XIII, asistimos a la progresiva configuración de las Cortes valencianas, una asamblea que, con su composición de tres brazos (eclesiástico, militar y real, a los que más adelante me referiré con detalle), se asemeja más al modelo catalán que al aragonés, cuyas Cortes se estructuran en cuatro brazos.

Sobre el momento exacto del inicio del pactismo en Valencia, no existe una opinión unánime. Para unos arranca de la asamblea de 1239, mientras que otros lo sitúan en 1261, año en que se data la primera noticia sobre un donativo. En esas fechas, clero, nobles y representantes de algunas ciudades y lugares del Reino, junto a los de la ciudad de Valencia, se reúnen «para la reforma de los fueros de Valencia» y para conceder un préstamo a Jaime I. En esa sesión el rey se comprometió a que su sucesor jurase los fueros y privilegios valencianos dentro del mes siguiente a su accesión al trono. Se trataba de un paso importante, ya que se iniciaba así el proceso de aceptación, por parte de los tres estamentos del Reino, del carácter territorial de la nueva legislación impulsada desde el poder real, con el asentimiento del Reino, para así ir reduciendo la aplicación del derecho aragonés.10

 

El año 1238 es la fecha en que se sitúa el fin del proceso de gestación de las Cortes valencianas y la reunión de las primeras Cortes propiamente dichas. El rey es todavía, a la sazón, el único poder del que depende la concesión de gracias y privilegios a sus súbditos, pero accede a reformarlos junto a ellos y a renovar la obligación de sus sucesores, de jurarlos. Lorenzo Matheu y Sanz, en su Tratado de la celebración de Cortes Generales del Reino de Valencia, de 1677, sitúa en ese año de 1283 el establecimiento de las Cortes. Para Matheu, los rasgos que imprimen su carácter a la institución son la distinción en brazos y la participación de éstos en la actividad legislativa.11

A lo largo de los siglos XIV y XV se produce la madurez y consolidación de las Cortes, segundo de los períodos aludidos. Alfonso el Benigno las convocó en 1329 con objeto de obtener fondos para la guerra. Pedro el Ceremonioso acudió a las Cortes con frecuencia: las reunió en 17 ocasiones, entre 1336 y 1387 (años de su reinado), todo un récord, especialmente si lo contrastamos con la frecuencia registrada entre los monarcas de la Casa de Austria.

Martín I, que inicia las convocatorias del siglo XV, sólo celebró las reuniones de 1401-1407, pero son importantes, porque su proposición o discurso de la Corona, en el que insiste en principios como el del mantenimiento por la paz y la justicia, marca el tono de los discursos de la Corona de ese siglo, que revelan un sentimiento sacralizante de la monarquía y sus funciones.

A la muerte de Martín I se introduce la monarquía castellana en Valencia (la Casa de Trastámara), que intenta, sin conseguirlo, romper el dominium politicum et regale existente en el Reino, al tratar de imponer un autoritarismo (coherente con la doctrina política castellana) que recorte la autonomía y el particularismo de las instituciones valencianas. Sin embargo, las necesidades económicas de los Trastámara hicieron que se fortalecieran los brazos de las Cortes y la misma Diputación del General o Generalitat, como órgano surgido de las mismas y con una función –clave– de recaudar y distribuir las rentas concedidas en las ofertas del Reino.12

Las Cortes valencianas medievales, pese a su número e importancia, son menos conocidas que las del período moderno. De ahí que les dedique en este capítulo menos espacio del que quizás debiera. De lo que se sabe, mucho corresponde al trabajo paciente y minucioso de la desaparecida Sylvia Romeu Alfaro, a quien le debo no poco como historiador de las instituciones, y cuyo Catálogo de Cortes valencianas hasta 1410 sigue siendo esencial para el estudio de las asambleas parlamentarias valencianas.13

El siglo XVI inicia un tercer período de las Cortes, de menor relevancia de su papel, del que ya no se recuperará. De hecho, la importancia y función de las Cortes valencianas modernas es menos brillante que en el período medieval. A partir de Fernando el Católico la institución está frenada. Desde las primeras Cortes de este rey, en 1479, hasta las últimas, las de 1645, sólo se reúnen en 15 ocasiones, esto es, dos menos de las que se reunieron, solamente, en el reinado de Pedro el Ceremonioso.14

El rey Católico intentó controlar los resortes del poder, potenciando instituciones y cargos e interfiriendo en el funcionamiento de los organismos representativos del Reino y, por tanto, de las Cortes. Es entonces cuando se institucionaliza el virreinato, se crea la Real Audiencia y se implanta la inquisición de Valencia.

Las Cortes se hicieron eco del malestar causado por esa política de control de la Corona, pero terminaron transigiendo con la misma, actitud ésta que será, en última instancia, una constante ya de la Asamblea del Reino. Por otra parte, la escasez de convocatorias (4 en 37 años de reinado) dio pocas oportunidades para denunciar la política antiforal de Fernando. Éste, por lo demás, no tuvo mucha necesidad de acudir a Cortes para la obtención de los servicios extraordinarios que precisaba, dada la generosa política prestataria del municipio valenciano (cuyos resortes y cargos controlaba el rey) y la concesión de una serie de donativos voluntarios.

Con Carlos I se volvió a una cierta normalidad parlamentaria. Aunque tarda 19 años en celebrar las primeras cortes que convoca, reúne éstas en 6 ocasiones, no obstante su frenética actividad internacional, que le lleva a enviar con frecuencia las cartas de convocatoria desde distintos puntos de Europa. En líneas generales, las Cortes del emperador Carlos se enmarcan en la línea de Fernando el Católico, de consolidación del poder real, aún a costa de la autonomía del Reino, con la complicidad de las clases dirigentes valencianas, que se veían favorecidas por la monarquía en sus propios intereses. Incluso los problemas que centran las Cortes fernandinas seguirán informando las asambleas parlamentarias de Carlos I. Sólo el problema morisco y el de la defensa de las costas del Reino serán cuestiones nuevas.

Felipe II sólo convocó cortes en 2 ocasiones: 1563 y 1585. En las primeras, los brazos pidieron al monarca medidas para defenderse de terceros. El problema morisco fue, por otra parte, cuestión capital en esas cortes, de 1563, al sentarse en ellas las bases para una evangelización de los moriscos. Ello se explica por los intereses de los brazos militar y real, muy ligados a la minoría morisca. La Corona, sin embargo, adoptó luego una postura a medio camino entre la intransigencia de los brazos y el desarme general de los moriscos decretado por el mismo Felipe II con anterioridad a estas Cortes.15

En las Cortes de 1585 los estamentos intentaron fundamentalmente protegerse de la política de rigor desplegada por el soberano a través de sus representantes, que invadían constantemente las competencias forales.

A lo largo del siglo XVI, dos de las características principales del parlamento valenciano van perdiendo eficacia irremisiblemente: el reconocimiento de agravios y el carácter pactado de la legislación entre rey y estamentos, a cambio, lógicamente del servicio o donativo.

El siglo XVII corresponde al cuarto período, de declive, de la institución parlamentaria. Con la Cortes de 1604, únicas que convoca Felipe III en su breve reinado, se inicia el plano inclinado hacia el dominium regale en Valencia. La legislación foral, al igual que otras formas de participación en el poder, se verán, de facto, ampliamente desatendidas, y las preocupaciones de Cortes que recaben la atención del monarca serán prácticamente las económicas.16

De todas formas, estas reuniones de 1604 transcurrieron, por lo que sabemos, con absoluta normalidad, clausurándose mes y medio después de su inauguración. No debió ser ajeno a ello la aceptación del Reino de mantener cuatro galeras por tiempo indefinido para la defensa del litoral, y la votación de un servicio extraordinario de 300.000 libras valencianas, aparte el servicio ordinario de 100.000 libras. Si sumamos a ello otros donativos concedidos fuera de Cortes por valor de 500.000 libras, se deduce fácilmente que Felipe III diera la impresión de estar feliz con los estamentos valencianos.

El tono cambió radicalmente en las primeras Cortes de Felipe IV, las de 1626, que se sitúan inequívocamente en el proceso de castellanización y unificación de la monarquía auspiciado por el conde duque de Olivares, con el lógico consentimiento de su Señor. De alguna forma, estas Cortes cierran el proceso de control de los resortes del poder, abierto por Fernando el Católico a fines del siglo XV. Así, las reuniones de Monzón de 1626 supusieron la quiebra definitiva del dominium politicum et regale existente en Valencia (aunque bastante deteriorado ya), que pasa a convertirse en un dominium análogo al que se instala en Aragón tras su revuelta de 1591-1592. Con la quiebra de la resistencia de los estamentos valencianos a la instauración de la Unión de Armas, se ponen de manifiesto en toda su crudeza dos cosas: el verdadero carácter del absolutismo y el auténtico fuste de la clase política valenciana, con la que el conde duque se atreve a ir hasta el final por una razón muy simple, declarada por él mismo a los estamentos: «tenémosles por más muelles». Valencia terminó concediendo en aquella ocasión el servicio más elevado de su historia parlamentaria (1.080.000 libras), al tiempo que, en la práctica, se suprimían las funciones legislativas de sus Cortes.17