Erotismo, mujeres y sexualidad

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From the series: Androginias 21
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Después de los sesenta
A modo de introducción

Bien sabemos que la sexualidad ha sido siempre un tema insoslayable en la vida humana y como tal ha sido objeto de las más variadas interpretaciones sobre las que circularon mitos y creencias que pretendiendo ser verdades incuestionables, regían las costumbres aceptadas para cada sociedad. Una de esas creencias, fuertemente instaurada por la cultura occidental, consistió en sostener que la sexualidad en las mujeres estaba circunscripta a la procreación y, por lo tanto, con la llegada de la menopausia —que marcaba el fin de la capacidad reproductiva en las mujeres— también llegaba el momento de cerrar con cuidadosos candados la sexualidad en general, y sobre todo el disfrute a ella asociado. Algunas se lo tomaron al pie de la letra y observando cuidadosamente los mandatos culturales encauzaron esas cuantiosas energías sexuales hacia el cuidado de otros con la ilusión inconsciente de recuperar entusiasmos como los que eran capaces de iluminar sus mejillas y hacer brillar sus ojos en otros tiempos. Otras, en cambio, habiendo tenido la fortuna de atravesar una historia personal que no siempre respondía a las expectativas culturales de la época —ni al medio que las rodeaba— y que a menudo eran historias complejas y/o difíciles de transitar, lograron incorporar en sus comprensiones profundas de la vida un grado de transgresión suficiente para entender que la sexualidad era un don de la naturaleza y que la reproducción era solamente una necesidad de la especie. Junto con esto también entendieron que el disfrute del erotismo asociado a la sexualidad era un privilegio y un derecho del animal humano, aun cuando ese animal humano fuera del género femenino.

Un mito que divide aguas

Sabemos que los condicionamientos culturales han tenido siempre un peso enorme en la construcción del aparato psíquico de los individuos y de los valores que debían regir la vida de las comunidades. La fuerza de los mandatos suele ser tan poderosa que en ocasiones logra frenar el cauce original de la naturaleza y cabe señalar que en el tema puntual que nos ocupa ha contribuido enormemente a construir una creencia que ha circulado en forma de mito y ha dividido las aguas entre los géneros. Me refiero a la creencia bastante difundida que podría sintetizarse de la siguiente manera: los hombres «necesitan» ejercer su sexualidad durante toda la vida porque eso forma parte de su naturaleza mientras el goce de las mujeres reside en la maternidad. Por lo tanto se insiste en sostener que la «naturaleza femenina» pone fin a su sexualidad con la menopausia. No son pocas las comunidades, en especial aquellas construidas sobre la base de las religiones monoteístas, que legitiman el ejercicio de la sexualidad —y casi lo imponen— a los varones de la especie humana mientras lo desautorizan en las mujeres y hasta lo condenan con penas que van desde la inoculación del sentimiento de culpabilidad —que cataloga como pecado el disfrute sexual— pasando por la descalificación social y la marginación encubierta en la prostitución hasta la muerte por lapidación.

Quienes han transitado varias décadas saben que mientras se tenga salud, la vida continúa y también continúa la sexualidad, aun cuando en ocasiones —y por distintas circunstancias de la vida— algunas mujeres puedan haber llegado a pensar que la sexualidad llega a su fin junto con la menopausia, que ya es tiempo de retirada o simplemente que el panorama con que cuentan a su alrededor no tiene ningún atractivo, con lo cual suelen arribar a una rápida y fácil conclusión: que el entusiasmo y disfrute de «otros tiempos» pertenece al pasado porque su propia naturaleza ha dado por concluido el ciclo de disfrute sexual. Sin embargo, estas conclusiones que muy a menudo suelen ser sostenidas por no pocas mujeres —y en ocasiones hasta defendidas con fuerza alegando motivos «naturales»— chocan con los comentarios de muchas otras que se animan a compartir en voz alta sus propias experiencias y que, como veremos, poco tienen que ver con darse por vencidas frente al disfrute sexual. Veamos algunos de estos comentarios que son muy elocuentes:

Estaba como retirada porque cuando me separé me dediqué a trabajar y mantener a mis hijos, no me di tiempo para otra pareja ni tampoco para relaciones circunstanciales. Ahora apareció alguien que me entusiasmó y tuve una experiencia sexual maravillosa. Me sentí como en mi juventud. Quedé asombradísima porque pensé que a mi edad ya no tenía entusiasmo ni gran sensibilidad. Pero fue todo lo contrario. Él era habilidoso, me dio tiempo, disfrutamos de muchos tipos de caricias y llegué a un orgasmo maravilloso. Ya me había olvidado de cómo era. Me di cuenta que mi falta de interés no era porque ya no me gustara el sexo sino porque la experiencia matrimonial me había aburrido mucho. Llegué a creer que todos los hombres eran iguales, con poca inventiva, pendientes de su propia satisfacción y desinteresados por lo que yo sentía o necesitaba.

El amante que tuve después de los sesenta me hizo reencontrar con mis necesidades sexuales que se habían adormecido con el cuidado de los hijos y la atención de los nietos. Con sorpresa descubrí que se me había amortiguado el llamado de la selva y yo no me había dado cuenta.

Uno de los primeros impactos que producen estos comentarios es constatar que son las propias mujeres las que se sorprenden al descubrir que la ausencia de deseo no se debe a un «ciclo natural» sino que simplemente estaba adormecido por falta de estímulos apropiados. No son pocas las que quedan «enredadas» en las múltiples y complejas redes de la cotidianeidad doméstica con las demandas de atención de los compromisos familiares, los cuales van poniendo sordina al «llamado de la selva». Pero por encima de todo surge el gran impacto al darse cuenta de que la propia conciencia había quedado despojada de su capacidad para reconocer lo que sucedía. Es decir, de que se estuviera diluyendo el deseo sexual y ello fuera vivido como algo «natural». En otras palabras, que se hubiera naturalizado semejante despojo que, como iremos viendo, poco tiene de «natural» y mucho de condicionamientos culturales. La amortiguación del deseo que aparece como protagonista en estos y muchos otros comentarios pareciera tener motivos por demás diferentes que los que se le asignan a la menopausia.

El deseo sexual no legitimado

Ciertamente es muy grande la sorpresa de comprobar que se le ha puesto sordina al deseo sexual en mujeres que superan los sesenta años, pero es aún mayor la dimensión que adquiere dicha sorpresa cuando comprobamos que, además de la sordina, se agrega la falta de legitimación. Veamos a qué me refiero. Todas las culturas organizan su funcionamiento con normas que son las que le dan validez a los comportamientos individuales. Y dicha validez proviene de haber sido legitimadas, como ley de la comunidad. Lo que está legitimado pasa a formar parte de la cultura reconocida y lo que queda fuera de la legitimación es percibido como algo incorrecto que atenta contra el marco cultural. Afortunadamente, siempre existen excepciones a la regla y en lo que se refiere a la sexualidad de las mujeres que superaron la edad juvenil, también es posible encontrar aquellas que pudieron —y supieron— rescatar lo que la vida, con su generosa magnificencia, ofrece a los seres humanos. El siguiente ejemplo es uno de ellos.

Mi madre, que actualmente tiene más de 80 años, me contó que después de salir del duelo por su viudez conoció, a los 63 años, a un hombre quince años menor que ella y me dijo: «mirá nena, a tu padre lo quise mucho pero con quien realmente disfruté del sexo fue con ese amante. Fue él quien me hizo sentir mujer». Yo le agradecí a mi madre que me lo contara porque me daba libertad para no quedar atrapada en el mito de la «desexualización» cuando yo estaba llegando a los sesenta años.

Este ejemplo es una perla, que al igual que las perlas genuinas, se mantiene en las profundidades hasta que las condiciones permiten sacarla a la superficie. Es decir, hasta que es posible hablar de esto y también es posible escucharlo. Al respecto cabe poner en evidencia que no son pocas las mujeres que disfrutan con sus amantes lo que nunca llegaron a gozar con sus maridos pero, son muy pocas las que se sienten con la suficiente seguridad y se animan a transmitirles a sus hijas mujeres lo que toda una cultura se encarga no solo de ocultar sino también de desmentir.

Es bastante frecuente comprobar que, de la misma manera que las madres no cuentan sus experiencias, así también las hijas no siempre están en condiciones de tolerar y aceptar que sus madres sigan siendo mujeres sexualmente activas. No voy a entrar aquí en explicaciones psicológicas ni psicoanalíticas que den cuenta de ello, ni tampoco en el trillado tema de la competencia femenina. Todos sabemos lo que habitualmente se calla, que la competencia es algo humanamente omnipresente en todas las áreas de la vida y se resuelve mejor o peor según la capacidad de comprensión que tengan las personas involucradas respecto de la complejidad humana y de sus propios valores éticos. Con frecuencia se suele usar el tema de la «competencia entre mujeres» para desviar la atención de algo que es en mayor medida constitutivo y que tiene que ver con los condicionamientos de género. Me refiero a que es más conveniente para la cultura patriarcal poner el foco en una lucha entre mujeres antes que iluminar todo el escenario donde las mujeres queden al descubierto de las múltiples discriminaciones, tanto para las mayores como para las jóvenes. Cuando se construyen las condiciones para que las mujeres entren en competencia entre ellas, los varones quedan más libres para desplegar sus propias competencias en un escenario que está mucho más despejado. Esto suele verse con mucha claridad en los ámbitos políticos. En algunas situaciones sucedió que cuando en la Cámara de Diputados de nuestro país se pretendió neutralizar la voz disidente de alguna mujer dentro de un partido determinado, rápidamente suele «aparecer» una problemática que lleva a enfrentar a las mujeres de todos los partidos. Inmediatamente se desplaza el foco de atención y los varones quedan con mayores espacios para negociar sus propuestas sin las molestas voces femeninas que están muy atareadas enfrentándose entre ellas y, por lo tanto, también distraídas. Así como la independencia económica no es garantía de autonomía, tampoco el acceso a los espacios de poder es garantía de una comprensión profunda de los temas de género y terminan haciéndole el juego al modelo patriarcal.

 

Volviendo a nuestro tema, resulta obvio que en el comentario que antecede, la madre no es una mujer del montón y tal vez podríamos afirmar con poco margen de error que es una mujer que ha vivido su sexualidad adulta sin vergüenza, sin culpa y con la suficiente autonomía psíquica y económica, como para «pasarle la posta» a una hija, que también estaba en condiciones de aceptar la sexualidad de su madre y de recibir de su mano la legitimación que la cultura escamotea. Muy probablemente una de las dificultades para transmitir —y legitimar— el disfrute de la sexualidad de madres a hijas no tenga que ver tanto con la muy utilizada «competencia femenina» (y en este caso generacional) sino con pautas de la cultura patriarcal que encasilla a las mujeres en sus roles de madres y esposas. Ambos roles son muy respetados por la sociedad siempre y cuando se mantengan al margen de las supuestas impurezas y contaminaciones de los «bajos instintos sexuales» que han sido delegados a «las otras», a las que no hace falta respetar porque están programadas para satisfacer la necesidad de los goces sexuales masculinos. En síntesis, con la asignación de los roles de esposa y madre, la cultura patriarcal ha dejado muy en claro que el disfrute sexual no debe formar parte las experiencias femeninas. Aún cuando se trate de dones innegables que la Madre Naturaleza otorga a los humanos, dicha cultura patriarcal insiste en mantener el equívoco aunque para ello se vea en la necesidad de desmentir lo indesmentible.

Cerré la fábrica y abrí el parque de diversiones

La menopausia no es solo la interrupción de un ciclo hormonal que pone fin a la capacidad de reproducción sino también pone fin a los permanentes recaudos que son necesarios tomar para poder acceder y disfrutar de la sexualidad sin los riesgos del embarazo. Como casi todas las cosas, la menopausia también tiene dos caras: los beneficios de tenerla y los beneficios de no tenerla. Lo que suele suceder es que mantiene muy mala prensa por múltiples intereses creados que provienen de diversas aguas. Lo que en primera instancia suele conmover al mundo femenino es que la menopausia es una de esas señales —innegable e inevitable— que ponen en evidencia el paso del tiempo. Por otro lado, existen intereses creados que provienen tanto de la adhesión a posiciones culturales (como las que identifican y superponen la sexualidad femenina con la reproducción y, por lo tanto, el fin de una acarrea también el fin de la otra) como los intereses de las industrias farmacéuticas que exacerbando los peligros que pueden acarrear los cambios hormonales logran beneficios económicos inconmensurables. No son pocas las mujeres que han vivido con gran alivio la llegada de la menopausia pero han tenido que disimularlo para no quedar a contracorriente de una sociedad que ve con malos ojos el disfrute sexual femenino, sobre todo en mujeres que ya no son jóvenes. Cabe señalar, sin embargo, que en los tiempos históricos que corren se han producido ciertas flexibilidades que han permitido, a las mujeres que transitan esta nueva etapa de libertad corporal, expresar a voz cantante lo que hubiera sido motivo de gran riesgo en las épocas de la inquisición y de simple reprobación social hace apenas unas décadas. Es así como desde hace poco tiempo ha comenzado a circular una frase divertida que sostiene «cerrar la fábrica y abrir el parque de diversiones». Veamos algunos comentarios:

Se dice que con la menopausia las mujeres cierran la fábrica y abren el parque de diversiones y yo no quiero abandonar el parque de diversiones. ¿Por qué me voy a privar de algo que me encanta?

Es una mentira que después de la menopausia disminuye el deseo sexual. A mí no me ocurrió jamás. Al contrario, cuando me liberé del temor al embarazo fue cuando tuve la mayor excitación. Me sentí más libre de ejercer el sexo y más placer con mi marido.

En mi caso fueron mejores mis experiencias sexuales después de la menopausia porque con mi marido me costaba calentarme. Era buen padre y buen marido pero cuando me separé conocí a V. y tuve una sexualidad increíble. Después de V. fue mejor aún.

Como vemos, la menopausia puede ser una «liberación» tanto para aquellas mujeres que siguen encontrando disfrute con el marido tradicional como para otras que recuperan sus entusiasmos cambiando de partenaire. Lo que me resultaba muy llamativo a lo largo del tiempo que duraron mis investigaciones fue que los comentarios que expongo en el libro eran simultáneos a los de otras mujeres, también modernas y muy activas en su vida sexual, que se sorprendían de que hubiera quienes se animaran a exponer sin pudor lo que sentían respecto de su propia sexualidad, porque ellas no estaban dispuestas a hacerlo. Manteniendo, de esta manera, una especie de inercia de costumbres anteriores acerca de que «de eso no se habla». También es posible escuchar que no pocas jóvenes suelen adoptar comentarios marcadamente críticos respecto de las mujeres mayores que habiéndose «independizado» caen en contradicciones significativas. Creo importante dejar en claro que los procesos de cambios son complejos y mientras se producen suelen coexistir viejas modalidades con nuevas actitudes. Por ello resulta comprensible que algunas mujeres se hayan permitido libertades sexuales, en otras épocas impensables, y al mismo tiempo sigan sintiendo pudor por hablar de su sexualidad. Esto es solo una evidencia de que los cambios, mientras se van produciendo, deben atravesar muchas capas y no todas son permeables. En estos casos resulta importante poder transitarlos con la tolerancia necesaria para dejar de ser objeto de autocríticas que solo causan perturbaciones y agregan molestias.

Lo complicado de la edad no es la edad sino «lo otro»

En este capítulo voy a abordar la compleja red de vivencias y condicionamientos culturales que convierten a «la edad» en objeto descartable en lugar de considerarla como un valor apreciado por sus atributos intrínsecos que constituyen, sobre todo, la evidencia palpable de que la vida no se detiene. Esto obliga a bucear en aguas turbulentas con la intención de sacar a la superficie algunas de las situaciones que generan no pocos malestares en relación con la edad y la sexualidad en mujeres que superaron los sesenta y descubrir que lo complicado de la edad no es ella en sí misma sino «lo otro». Veamos a qué me refiero.

«Lo otro» está compuesto una cantidad de condicionamientos sociales que encubren y tergiversan la realidad humana. La experiencia cotidiana y la ciencia misma muestran inequívocamente que la sexualidad es una condición humana intrínseca a los individuos y que podría acompañarlos, de manera genuina y espontánea, durante toda la vida si no fuera entorpecida por mitos, creencias, prejuicios y construcciones morales que la encarcelan, la desdibujan y terminan encerrándola en el baúl de las cosas olvidadas.

Son muchos y diversos los distintos «otros» que contribuyen a hacer de «la edad», sobre todo en las mujeres que han excedido la juventud, un lugar descartable y supuestamente inhóspito para que siga floreciendo la sexualidad y ofreciendo sus sabores. Estos «otros» son de muy diversa categoría. Algunos de orden moral como por ejemplo cuando se dice que «no es bueno que una mujer sesentona “se muestre» excitada y suspirando» mientras al mismo tiempo se valora que un hombre sesentón haga uso de su sexualidad (y abuso si le es posible) como expresión de una indiscutida vitalidad. Existen otros «otros» que son de orden religioso, como cuando algunas corrientes encuadran la sexualidad femenina exclusivamente con fines de procreación y consideran, al mismo tiempo, que todo goce que circulara fuera de dicha procreación es un pecado a los ojos de Dios. Desde esta perspectiva no resulta sorprendente comprobar que gran cantidad de mujeres que transitan la sexta década, se han privado de prácticas masturbatorias hasta muy avanzada la edad. Los goces del cuerpo han sido una materia prohibida en la mayoría de las instituciones educativas católicas. Una mujer recordaba que de pequeña, en el baño de su colegio, había un cartel que decía «Dios te mira», lo cual la inhibía frente a su propia desnudez y cargaba dicha desnudez con contenidos prohibidos que no estaban dichos explícitamente pero que apuntaban, inequívocamente, a las fantasías y prácticas erótico-corporales. Y hablando de mitos, existe uno muy en boga, aun en estos tiempos de «aperturas y libertades» que, como vimos en el capitulo anterior, sigue sosteniendo, a pesar de todas las evidencias que la niegan, que la menopausia es la responsable de la pérdida de los deseos sexuales en las mujeres.

Existen también diversos tipos de construcciones sociales que se instalan como campo minado en el psiquismo femenino limitando y entorpeciendo el espectro de posibilidades disfrutables. Hay dos construcciones, entre muchas otras, que están muy instaladas en nuestra sociedad. Una se refiere a la prohibición implícita de disfrutar sexualmente con hombres menores que ellas y otra enfatiza hasta el hartazgo la necesidad de ser siempre joven, delgada, sin arrugas, sin celulitis, sin rollos y sin ninguno de los trazos que el tiempo ofrece como testigo de una vida vivida con pasión incorporada y sabiduría para disfrutar y compartir. Esta última exigencia está expresada en el modelo femenino que propone y exhibe la muñeca Barbie que siempre sonríe, aunque no tenga motivos, y que está condenada a una vitrina de exposición al servicio de las necesidades voyeristas predominantemente masculinas. No son pocas las mujeres en nuestras sociedades que adoptan dicho modelo como ideal de femineidad, lo cual conduce, entre otras cosas, a un modelo de belleza uniformado, con atractivos exclusivamente superficiales que se vuelve aburrido por su redundancia. Estos y muchos otros son mitos, prejuicios, creencias y construcciones sociales y morales que manipulan «la edad» hasta convertirla, pasado el límite de lo que se considera «juventud», en un «tiempo de retiro» cargado de pesadumbres, al margen de una vida plena y en espera del último vagón. Lo cual también es un gran equívoco porque no está a nuestro alcance saber con precisión cuál será y cuándo pasará el último vagón.

A partir de esta introducción al tema abordaré algunas situaciones muy puntuales, que apenas representan un porcentaje limitado de los comentarios recibidos en las entrevistas realizadas tanto a mujeres como a varones. Los temas seleccionados en este capítulo no son todos los que surgieron de la investigación; pero son los que, a mi criterio, presentan mayores posibilidades para la reflexión. He considerado conveniente agruparlos según el grado de conflicto que presentan en relación con un tema tan universal, como eterno, que es el de las vivencias frente a la edad y su relación con la sexualidad y el erotismo. Mi intención es darle voz a muchas de las vivencias que suelen mantenerse con sordina bajo la presión de condicionamientos culturales que perpetúan una imagen equivocada de las mujeres y de su sexualidad.

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