De Túpac Amaru a Gamarra: Cusco y la formación del Perú republicano

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Introducción

“Cusco, único lugar en que se puede adquirir

una idea verdadera del Perú y donde aprendí

mediocremente la lengua peruana”.

Juan Pablo Vizcardo y Guzmán

Carta a John Udny

1781

“Una sola palabra resume adecuadamente

lo que es el Cusco: evocador”.

Ernesto “Che” Guevara

Diarios de motocicleta

1995

El 18 de mayo de 1781 José Gabriel Condorcanqui era arrastrado por caballos hacia la Plaza Central de Cusco. Este líder local, que afirmaba descender del último Inca que gobernó en el siglo XVI, tomó el nombre de Túpac Amaru II para dirigir la más grande rebelión que tuvo lugar en la América Latina de tiempos de la Colonia. La sublevación, respaldada principalmente por indios, se había extendido en gran parte de América del Sur y estuvo a punto de derrocar a los españoles. Cuando ya habían transcurrido seis meses de lucha, sin embargo, las autoridades coloniales lograron capturar a Túpac Amaru II y a varios de los dirigentes claves. El castigo que se infligió a los rebeldes refleja la magnitud del levantamiento y el pánico de las autoridades españolas: Túpac Amaru fue obligado a observar la ejecución de sus compañeros y de los miembros de su familia, incluyendo la de su esposa y principal confidente, Micaela Bastidas, a quien le cortaron la lengua después de estrangularla. Luego los verdugos torturaron prolongadamente a José Gabriel y finalmente ataron sus miembros a cuatro caballos con el fin de descuartizarlo; pese a ello, sus miembros no se separaron del torso, por lo que fue decapitado. Los brazos, piernas y cabezas de José Gabriel y Micaela fueron exhibidos a lo largo y ancho del territorio del virreinato.

Sesenta años más tarde, el 18 de noviembre de 1841, el caudillo cusqueño y presidente del Perú Agustín Gamarra fue asesinado cuando intentaba rebelarse con sus tropas en Bolivia, y hay quienes afirman que fue uno de sus propios soldados quien le disparó. El general Gamarra había participado en todos los principales acontecimientos políticos ocurridos en la región desde 1815. Así, en la guerra de la Independencia (1809-1824) combatió tanto en el bando realista como en el rebelde, invadió países vecinos, conspiró y llevó a cabo intentos golpistas y, como líder de la coalición conservadora, llegó a alcanzar la presidencia del Perú por dos períodos, 1829-1833 y 1839-1841. A lo largo de su carrera política y militar esta quintaesencia de caudillo mantuvo una fuerte base en su Cusco nativo.

Estas dos muertes se vinculan a través de la exposición del presente libro, pues las vidas de ambos personajes —Túpac Amaru II y Agustín Gamarra— simbolizan los desafíos que implicaba convertir al Perú de un virreinato étnicamente diverso y altamente estratificado en una nación independiente. En esos años, el pueblo luchó por diversas opciones alternativas al colonialismo español hasta que, finalmente, la República llegó al poder. Ambos, el líder indígena de un levantamiento de masas en el crepúsculo del dominio colonial español y el caudillo mestizo y conservador en la aurora de la Independencia, enfrentaron muchos obstáculos comunes: tuvieron que hacer frente a las fuertes divisiones existentes entre la mayoría indígena y aquellos que no eran indígenas, así como a otras tensiones geográficas, tales como la animosidad entre la Lima costeña y el Cusco andino. Y, sobre todo, tuvieron que buscar formas de reconciliar las demandas de grupos dispares y enfrentados entre sí en una fórmula que les permitiera la captura y la práctica del poder. Las páginas que siguen demuestran que la práctica del caudillismo y su relación con la formación del Estado —en el Perú y en toda América Hispana— solo puede entenderse a través de un análisis cuidadoso de la voluntad y los esfuerzos políticos de las clases bajas y de sus relaciones con los movimientos políticos regionales y nacionales.

A lo largo del presente libro se demuestra que la vasta población indígena andina, que a menudo, se cree, son pasivos, y quienes por lo general son presentados como una masa anónima y no como individuos, es la clave para entender la turbulenta transición de la Colonia a la República. De hecho, hasta el día de hoy, desde los zapatistas del sur de México hasta los movimientos indígenas de Bolivia y Ecuador, ellos siguen estando en el centro de las luchas en torno a la formación del Estado-nación. Los indios jugaron un rol importante —que a menudo se pasa por alto— en los movimientos de masas que combatieron —y defendieron— el dominio español y, décadas más tarde, chocaron entre sí en las guerras civiles dirigidas por caudillos. Los indios no solo siguieron a líderes como Túpac Amaru y Gamarra, sino que también influyeron en las plataformas de estos movimientos, negociando los términos de su propia participación. Con demasiada frecuencia los historiadores han aceptado opiniones de esa época que consideraban que los indios eran incapaces de tener conciencia política y que eran indiferentes a las batallas en relación al Estado.1

Sin embargo, solo es posible entender las luchas políticas locales, regionales y “nacionales” si ellas se estudian en conjunto. De esa manera, las luchas basadas en la comunidad vinculadas con, y a la vez se vieron afectadas por, movimientos políticos más amplios, en dos modalidades. En primer lugar, los miembros de la comunidad —y en ocasiones toda la comunidad— unirían a una coalición más amplia su propia oposición frente a una determinada autoridad o conjunto de políticas. Este fue el caso de cientos de comunidades indígenas durante el levantamiento de Túpac Amaru, aunque también durante períodos menos tumultuosos o de menor connotación histórica. En segundo lugar, las comunidades andinas usaron tácticas menos confrontacionales para resistir las onerosas demandas del Estado borbón y de los estados republicanos; por ejemplo, llevaron a autoridades abusivas ante los tribunales con sorprendente éxito. El presente trabajo demuestra que no solo defendían sus derechos políticos y económicos, sino que también pusieron límites al curso de la acción que los grupos políticos podían tener en los Andes. Estos esfuerzos ayudan a explicar por qué, a pesar de sus alegatos de omnipotencia, el Estado colonial y el Estado republicano no pudieron imponer libremente sus programas a la sociedad andina.

De una forma similar, se pone de relieve que los debates sobre el Perú poscolonial no estuvieron limitados a los ideólogos de la clase alta, y que las batallas ideológicas en torno a la naturaleza de la sociedad colonial y poscolonial están en el núcleo de la formación del Estado y de la construcción de la nación en la América hispana. La acción recíproca entre las identidades nacionales y aquellas basadas en región, etnicidad, religión y otras características han determinado la política tanto en los primeros años de la República como a fines del siglo XX. Para abordar estas cuestiones los teóricos han puesto un énfasis cada vez mayor en la manera como los diversos grupos “imaginaron” o “inventaron” la nación, así como en la forma en que el Estado implementaba su visión particular.2 En años recientes, los académicos han explorado la forma en la cual diferentes grupos —sean o no de élite— han construido nociones opuestas de nacionalismo.3 En el Perú, los ideólogos inventaron una definición de ciudadanía peruana que excluía a la vasta mayoría de la población. Las políticas excluyentes y los discursos que caracterizan a las repúblicas andinas hoy en día datan de ese período. Sin embargo, los indios y otros grupos de clases bajas también participaron en estas discusiones, lidiando con las estrechas nociones de ciudadanía y de derechos políticos que los grupos de élite habían propagado.

El presente estudio analiza las relaciones intrincadas y difíciles entre ideología y política, movimientos políticos regionales, y clases bajas. Es necesario integrar estas diferentes esferas con el fin de entender las dificultades que la América hispana encontró para la construcción del Estado-nación. Esta integración requiere una reconstrucción cuidadosa de los movimientos políticos que ponga atención en la diversidad de tácticas que están detrás de la insurrección y la movilización colectiva y que, asimismo, estudie los diversos debates ideológicos. Este trabajo examina la forma en la cual los movimientos políticos incluyeron o excluyeron a las clases bajas y de piel oscura y cómo estos grupos, a su vez, influyeron sobre tales movimientos y también se vieron afectados por ellos, pues los movimientos políticos subalternos no son ni autónomos ni totalmente dependientes. 4 El examen de las conexiones y desconexiones entre “política campesina” y movimientos regionales multiclasistas y nacionales, por otro lado, dan luces sobre la difícil historia del período posterior a la Independencia de la América hispana.

La propuesta esbozada líneas arriba, que pone énfasis en el rol de las clases bajas y resalta las batallas ideológicas, solo puede lograrse si se presta estrecha atención a las propias luchas políticas. Con demasiada frecuencia en la América hispana el cambio vertiginoso de presidentes y otros signos de desorden que surgieron luego de la Independencia han conducido a los académicos a interpretar tal período como un mero caos o como simples maquinaciones de las élites y fracasos de las clases bajas. Las anécdotas sobre varios políticos que reclamaban la presidencia simultáneamente, o las estadísticas que muestran a una docena de presidentes en una década, sirven como símbolos de atraso político y social. Este libro, en contraste, busca esclarecer la lógica y naturaleza de estas luchas; si bien los caudillos pos-Independencia en gran medida estuvieron de acuerdo con la República como una forma apropiada de gobierno, a su vez incorporaron en sus programas trazas de federalismo, regionalismo e incluso revitalismo Inca. Incluso cuando tomaban el poder por la fuerza y aparentemente abandonaban la Constitución, se alineaban con los partidos políticos y creaban movimientos multiclasistas, como se apreciará en el análisis sobre el movimiento de Gamarra, que da luces sobre la complejidad ideológica y social de las coaliciones caudillistas.

 

En la búsqueda de las explicaciones se relacionan dos campos teóricos, el de la cultura política y el de la nueva historia cultural. Estas escuelas han revitalizado la historia política, pues analizan los cambios ocurridos en la conducta y el lenguaje políticos, en lugar de buscar simplemente ganadores y perdedores. Ambas —la cultura política y la nueva historia cultural— otorgan a la política cierta autonomía, viéndola bajo su propia luz en lugar de considerarla como un mero producto de procesos estructurales más amplios, particularmente el económico. También prestan atención al lenguaje, el discurso y la práctica, buscando patrones de conducta y perspectivas compartidas y enfrentadas sobre la práctica concreta de la política. 5 Los latinoamericanistas que leen estudios sobre la historia cultural europea sienten envidia por las fuentes de que esta dispone y se preguntan si sería posible realizar tales estudios para un período signado por desórdenes en una región que no siempre ha preservado cuidadosamente los documentos históricos.

La experiencia ganada en la realización del presente libro demuestra que tales análisis de política y cultura son posibles también para este período. Cuando ya habían transcurrido ocho meses de investigación en el Archivo Departamental del Cusco, uno de sus empleados mencionó que la colección Velasco Aragón estaba depositada bajo llave en una habitación contigua. Luego de limpiar una gran cantidad de basura acumulada, polvo y libros de todo tipo, descubrimos docenas de volúmenes encuadernados que contenían periódicos y folletos políticos del siglo XIX. Estas fuentes nos permitieron explorar la práctica y rituales de la política de los caudillos, observar cómo los gamarristas crearon y sustentaron una coalición en el Cusco, y cómo operaron en todo el Perú.6 No se trata solo de los levantamientos políticos de masas, tales como las rebeliones y las guerras civiles, sino también de elecciones, celebraciones y campañas militares. En medio de guerras civiles, aquellos que rivalizaban por el control del Estado, incluyendo un —sorprendentemente amplio— sector de la sociedad civil, disputaban por seguidores, expresando sus opiniones en las calles y en la prensa. No sorprende, entonces, que en toda la América española, los historiadores estén desempolvando antiguas fuentes y descubriendo otras nuevas que dan luces sobre la política, la cultura y la sociedad7; es necesario, entonces, vincular el estudio de rituales públicos tales como los desfiles y las elecciones y discursos, con las luchas por el poder que están en el centro de la política de los caudillos. Con demasiada frecuencia, los especialistas en la cultura política de Hispanoamérica han establecido una separación entre las prácticas políticas o los rituales, por un lado, y los intereses materiales y las luchas por el poder del Estado, por el otro. Esta perspectiva no solo pasa por alto los cambios que ocurren en la cultura política a través del tiempo, particularmente en la transición de la Colonia a la República, sino que también disminuyen el poder explicativo que las aproximaciones culturales tienen para entender la formación del Estado en el período posterior a la Independencia.8

Clases bajas y caudillos

Este libro se basa en los actuales esfuerzos por colocar a las clases bajas en el centro de la historia. Tomando ventaja de la gran cantidad de investigación de los “estudios campesinos” en las décadas recientes, especialistas provenientes de una serie de disciplinas están correlacionando historias locales o la “pequeña tradición” con procesos mayores tales como la formación del Estado.9 Así, exploran las formas como las tendencias locales, regionales, nacionales y transnacionales se entrecruzan y afectan una a otra. Al acentuar la naturaleza recíproca de esta relación, estos estudios demuestran que las tendencias nacionales no solo modifican a la sociedad local, sino que estas esferas locales o regionales influyen en la naturaleza política y en la creación de la identidad. Reconocen que “en la historia social ha sido frecuente que el traslado de la política estatal hacia el enfoque en el ‘pequeño pueblo’ haya ido demasiado lejos al punto de que el Estado quede borrado del mapa”.10

A lo largo del presente libro se mantiene la tesis de que la política “campesina” y la política caudillista no fueron ámbitos separados, sino que estuvieron íntimamente vinculados, pues los caudillos se apoyaban en los campesinos y estos a su vez se vieron involucrados en las luchas políticas. Sostenemos que solo vinculando estas dos áreas de estudios se puede entender el difícil camino hacia la estabilidad política y la formación del Estado en la América hispana, ya que, con pocas excepciones, las nacientes repúblicas estuvieron envueltas en torbellinos políticos. Así, a lo largo del continente, los jefes militares lucharon por el poder del Estado, en algunos casos formando alianzas contra los grupos políticos dirigentes —por lo general divididos en liberales y conservadores— y, en muchos otros, uniéndose a ellos mismos. Algunos rechazaron la subversión de las clases bajas, en tanto que otros estuvieron a favor de movimientos populistas. Algunos permanecieron en cargos públicos por décadas, en tanto que otros encabezaron movimientos locales pequeños y aislados. A través del análisis del caudillo cusqueño Agustín Gamarra, este libro intenta comprender por qué y cómo predominaron los caudillos.

Por mucho tiempo esta cuestión ha perturbado a los hispanoamericanos. Desde el estudio clásico de Domingo Sarmiento sobre Facundo Quiroga (1845), el análisis sobre los caudillos constituye una forma prominente de autoanálisis nacional, un género constante en la literatura latinoamericana que va desde el romanticismo novecentista de Sarmiento hasta el boom literario de los sesenta y aún más allá.11 Los caudillos son el sujeto de incontables novelas, biografías y ensayos de ciencias sociales, y han servido como metáforas vivientes de problemas nacionales reales e incluso potenciales.12 En este sentido, como símbolo de la política del “hombre fuerte”, el concepto de caudillismo no está limitado a los jefes prominentes del siglo XIX; su estudio aborda los constantes problemas de inestabilidad, fragmentación y desunión que sobrevivieron a los propios líderes militares.

Los especialistas han abordado el caudillismo en muchas formas. Richard Morse, por ejemplo, presentó al militar fuerte como un elemento clave de los esfuerzos posteriores a la Independencia por resucitar el patrimonialismo español.13 Otros afirman que tanto la falta de experiencia de autogobierno en las colonias españolas como los efectos nocivos de las largas guerras de Independencia obstaculizaron la estabilidad política y pusieron a los militares en condiciones de asumir la autoridad.14 Asimismo, es frecuente que los científicos sociales señalen que los problemas económicos del continente constituyen otra causa de inestabilidad política.15 Y, con el fin de explicar la dificultad para establecer instituciones políticas estables, así como el auge del caudillismo, algunos ponen el énfasis en los conflictos regionales, perspectiva finamente defendida por John Lynch, según la cual el caudillo surgió para representar política y económicamente a las regiones atrasadas amenazadas por el centralismo o para controlar la insurgencia de las clases bajas en este contexto de desorden político.16

Un elemento ausente en estos trabajos es un análisis detallado de cómo los caudillos erigieron alianzas, elaboraron programas y manejaron el Estado: pese a la importancia que el caudillismo tiene para entender a América hispana, pocos estudios se han concentrado en estudiar su funcionamiento. Las estructuras burocráticas y los proyectos culturales creados por figuras como Gamarra han tenido una duración mucho mayor que los propios caudillos, y han signado el Estado y la sociedad por décadas e incluso por siglos. Por ejemplo, el sistema tributario de la década de 1820 permaneció por muchos años y el discurso conservador de Gamarra de “primero el Cusco” resuena hasta el día de hoy. El presente texto analiza cómo Gamarra creó su movimiento en el Cusco, destacando los mecanismos administrativos e ideológicos del Estado poscolonial, y se centra en la cuestión de por qué miembros de grupos tan diversos como la élite, los sectores medios, y las clases bajas, apoyaban o se oponían a determinados caudillos. Este análisis intenta responder al argumento de Joseph y Nugent de que es necesario volver sobre el Estado pero sin ignorar a las personas.17

Asimismo, se resalta la influencia que las luchas ideológicas —que datan del siglo XVIII— han tenido sobre la naturaleza poscolonial del Perú, pues las guerras civiles dirigidas por caudillos no eran simplemente luchas por el poder entre militares codiciosos, sino que involucraron intensos debates en la prensa y en foros públicos en todo el país acerca del Estado posindependentista, particularmente sobre las cuestiones de estabilidad política y el rol de las clases más bajas. De esta manera, los representantes del gobierno y sus aliados inculcaron su noción de Estado y sociedad —su proyecto cultural— a través de diversas políticas y acciones, y por medio de la prensa; en este trabajo se hace un seguimiento de la forma como estas opiniones fueron difundidas y debatidas por diversos sectores de la sociedad cusqueña, que van desde la élite urbana hasta el campesinado rural.


Mapa 1. Sur andino.

Cusco y su gente

El antiguo centro del Imperio inca, la ciudad y región del Cusco, constituye un caso particularmente rico para analizar la cultura política de la América Latina actual. Fueron movimientos basados en el Cusco los que dirigieron las primeras luchas contra el dominio español y, luego de la Independencia, contra los esfuerzos por centralizar el poder en Lima.18 Estos movimientos proponían diversos proyectos ideológicos contrahegemónicos, todos los cuales implicaban una utopía andina, ya que el pueblo de Cusco intentaba crear alternativas tanto al colonialismo como a la dominación de la costa, invocando al Imperio inca. Estas “tradiciones inventadas” iban desde cambios revolucionarios, en los cuales eran indios quienes estaban en la cúspide de la pirámide, hasta el monarquismo inca, con un “Inca” en reemplazo del rey Borbón, lo que mantenía las jerarquías sociales en su lugar.19 Estos diversos proyectos fracasaron no solo por la oposición de Lima y otras regiones sino debido a las tensiones y desacuerdos entre la población urbana de Cusco —particularmente los mestizos— y la mayoría rural indígena. No obstante, aun cuando no fueran puestos en práctica, estos proyectos constituyeron esfuerzos por construir un Estado poscolonial y por definir a quiénes se consideraba ciudadanos. El propio Gamarra incorporó a los Incas en su discurso y en este trabajo se estudia la transición del revitalismo Inca, desde una plataforma revolucionaria durante la rebelión de Túpac Amaru, hacia una plataforma que apoyó a un caudillo conservador en los primeros años de la República.

La ciudad y la región de Cusco, en esos tiempos ubicada solo después de Lima en términos de población y de poder político y económico, estuvo a la cabeza de los levantamientos anticoloniales, las guerras de caudillos, y las tensiones entre la Lima costeña y los Andes. En 1827 el departamento de Cusco tenía aproximadamente 250 000 habitantes, 40 000 de los cuales vivían en la ciudad, y el Perú en su conjunto tenía una población de un 1 500 000 de habitantes.20 El departamento estaba rodeado por las provincias altas por el sur, la cuenca amazónica por el este y el norte, y Ayacucho y Arequipa por el oeste, y tenía once provincias, incluyendo la correspondiente a la ciudad del Cusco. Los límites políticos de Cusco —que en 1784 se había convertido en intendencia y en 1824 en departamento— han permanecido siendo los mismos desde fines del siglo XVIII hasta el día de hoy, con solo cambios menores al sur y al oeste.21 En algunos momentos el presente análisis se extiende desde las comunidades, pueblos y ciudad de Cusco hacia otras áreas de Perú y Bolivia, lo que demuestra los beneficios de un estudio enfocado en el ámbito regional, que mantiene en la perspectiva tanto a las sociedades locales como a las nacionales.

 

Mapa 2. Cusco en el siglo XVIII.

La mayor parte de relatos sobre el Cusco antiguo y actual se centran en tres áreas diferenciadas: la ciudad majestuosa de Cusco, con sus “ruinas” incas, al lado y debajo de las iglesias españolas y la arquitectura colonial; las imponentes cadenas de montañas y los estrechos valles que corren hacia el norte y el sur; y la “exótica” selva amazónica al este. Más específicamente, la región puede dividirse en aproximadamente media docena de zonas productivas, principalmente según su altitud y su proximidad a los mercados. Las más elevadas de ellas están ubicadas en las provincias altas en los distritos de Chumbivilcas, Cotabambas, y Canas y Canchis hacia el sur, la mayor parte de las cuales están ubicadas a por lo menos 4000 metros sobre el nivel del mar y están especializadas en ganadería. La región que rodea a Cusco, los distritos de Anta, Paruro, Quispicanchi, Urubamba, y Calca y Lares, era notable por su producción de granos, que abastecía a gran parte del mercado de Cusco.22 Los valles fértiles que rodean a la ciudad proporcionaban alimentos, mientras que los obrajes situados principalmente en Quispicanchi y Abancay, al noroeste, producían los textiles de la región.23 El azúcar se sembraba principalmente en los distritos occidentales de Abancay y Aymaraes. Paucartambo —particularmente sus áreas de ceja de selva— era el centro del cultivo de coca, aunque en el siglo XVIII la producción entre Urubamba y Calca y Lares creció. Al principio de la República las tierras bajas del este, que los mapas de ese período denominan “frontera de indios salvajes”, en gran medida seguían estando en manos de pueblos amazónicos con culturas distintas a la de la población andina y a la de la población hispano hablante.24

La región de Cusco, ubicada entre Lima y el Alto Perú —que en 1825 se convirtió en Bolivia—mantenía importantes lazos con la costa y con otras áreas andinas. Así, los productores de Cusco comercializaban la mayor parte de su azúcar y textiles en el Alto Perú, particularmente en la ciudad minera de Potosí; de regreso, los arrieros traían una variedad de mercancías, sobre todo mulas. Los comerciantes de Cusco también operaban en Arequipa, Ayacucho y Lima. Estos circuitos, así como los que estaban más localizados, se concentraban en el tráfico constante en el Camino Real, a lo largo del río Vilcanota. Pero el comercio no era el único vínculo con otras regiones, pues de igual manera diversos peregrinajes religiosos reunían a los pueblos andinos.25 Las rutas de correo pueden dar una idea de la distancia de otras regiones. Por ejemplo, en 1834, las rutas que vinculaban a Cusco con el exterior eran tres y los transportistas del correo salían de Cusco dos veces al mes por cada ruta: para un viaje de cinco días a Arequipa; luego para la larga jornada de una semana hacia Puno, en el sur, donde se reunía el correo para Bolivia; y, el viaje más importante, de trece días, a Lima. Para llegar a esta última ciudad, los transportistas iban primero a Ayacucho, en el noreste, y de allí bajaban a la costa’’.26

Socialmente, en este período la división entre quienes eran indígenas y quienes no lo eran dio forma a la sociedad cusqueña más que cualquier otra cosa, como se observará en el presente estudio, en cuyo centro están las dicotomías raciales que persistieron e incluso se fortalecieron en la República. En 1827, aproximadamente el 75% de la población del Cusco estaba conformada por indios, quienes constituían alrededor de la mitad de la población de la ciudad del Cusco.27 En 1845 el 84% de los indios registrados en las listas de contribuyentes vivían en las comunidades —algunas ubicadas en la ciudad del Cusco— y el 16% restante vivía en las haciendas.28 Hay que señalar que las fronteras entre indios y no indios en modo alguno eran impermeables29; no obstante, el pueblo de Cusco utilizaba constantemente el término indio para referirse a los habitantes de los Andes que hablaban quechua tanto en el campo como en la ciudad.

¿Quién era indio? Siglos de mezcla étnica y cruce cultural significaron que la aparición física o fenotipo no fuera un signo adecuado de “indianidad”. Los signos culturales incluían el idioma quechua, la vestimenta simple, la dieta dependiente de la papa, las técnicas productivas rústicas, la vivienda de adobe. Las autoridades de los períodos de fines de la Colonia e inicios de la República empleaban, en el lenguaje cotidiano, una serie de palabras para referirse a la población rural indígena: “naturales”, “peruanos” y, sobre todo, “indios”. Para el Estado, indio era, en última instancia, una categoría fiscal, ya que las autoridades defendían una definición tautológica de lo que constituía un indio: aquel que pagaba el tributo de los indios y, en tiempos coloniales, aquel que cumplía una serie de otras obligaciones, tales como la mita. Con pocas excepciones —como los caciques y los sacristanes—, todos los indios varones cuya edad estaba entre 18 y 50 años pagaban el tributo, del cual estaban exentos aquellos que no eran indios y, hasta su abolición en 1854, el tributo sirvió para reafirmar las definiciones raciales en el Perú. En el período cubierto por el presente estudio, los indios no rechazaban masivamente esta categoría. Si bien encontraremos gente que desafía las categorías raciales y que utiliza comprensiones divergentes de lo que significa ser un indio, quienes no eran indios y también los propios indios usaban constantemente el término. La Independencia no debilitó la bifurcación del Perú entre los indios y quienes no lo eran.30 Es más, en el Perú, las líneas divisorias entre ambos estuvieron más claramente trazadas que en México, el otro centro de la América hispana, y los grupos intermedios, aunque eran importantes, tenían un significado comparativamente menor.31

El otro extremo del espectro social, la élite, cambió entre 1780 y 1840. Muchos de los comerciantes y propietarios de hacienda más prominentes eran inmigrantes españoles ambiciosos que habían llegado a Cusco en el siglo XVIII, y que establecieron negocios y redes políticas a través de matrimonios con miembros de familias poderosas, y de préstamos de dinero y pago de fianzas a las autoridades coloniales. Como sus coterráneos en todo el continente, manejaban un portafolio diversificado, centrando sus intereses en la ciudad de Cusco. Una búsqueda de la clase dominante de Cusco nos conduce al vecindario que rodea la Plaza de Armas más que a las haciendas de la región. Las que constituían las principales familias en 1780 —Ocampo, Ugarte, Guisasola, La Madrid, Gutiérrez, entre otras— cincuenta años después ya no dominaban el Cusco.32 La violenta rebelión de Túpac Amaru, la decadencia del mercado del Alto Perú, la derrota de los españoles, y otros factores, condujeron a muchos de ellos a emigrar. Este libro examina quiénes los reemplazaron y por qué razones, siguiendo al auge de un nuevo grupo que se adaptó o incluso obtuvo ganancias de la larga guerra de la Independencia, y que forjó lazos con Gamarra y otros líderes políticos.

Es relativamente fácil definir los dos extremos sociales de la sociedad colonial, los indios y las élites. Pero los grupos intermedios plantean problemas mayores. Si bien Cusco tenía una escasa población blanca, la población mestiza era numerosa y constituía casi una cuarta parte de la población de la región. Esta gente diversa aparece a lo largo de este libro; se trata de individuos ubicados económica, cultural o políticamente “entre” los españoles y los indios: los comerciantes que no tenían los contactos o el capital de la élite, así como residentes de los pequeños pueblos a lo largo del Camino Real y las vecindades más pobres de la ciudad de Cusco; muchos de ellos participaron como líderes y seguidores en las rebeliones de Túpac Amaru y Pumacahua. Luego de la Independencia, los legisladores reconocieron a este grupo incluyéndolos en la lista de tributos como castas. Si bien este nuevo tributo abarcaba a todas las personas que no eran indígenas, incluyendo a los comerciantes ricos y a los terratenientes, la mayoría eran trabajadores pobres del campo con una serie de ocupaciones. Con frecuencia, las facciones políticas opuestas en el Cusco posterior a la Independencia se vieron enfrentadas respecto al lugar que los mestizos habrían de ocupar en la República. Este libro presta particular atención al rol de los intermediarios culturales —caciques, párrocos y arrieros, sobre todo— que mediaban entre la sociedad indígena y las políticas regional y nacional. Esta perspectiva trae luces en torno a las nociones opuestas y cambiantes sobre raza y sociedad, que constituyen un tema fundamental de la difícil transición del Perú de la Colonia a la República.